Doña Perfecta

distancia se descubría.—Allí les han escabechado. Esto
pasa un día sí y otro no.

El caballero no comprendía.

—Yo le aseguro al Sr. D. José—añadió con energía el
legislador lacedemonio,—que está muy retebién hecho;5
porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez
les marea un poco y después les suelta. Si al cabo de seis
años de causa, alguno va a presidio, a lo mejor se escapa,
o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo
mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel,10
y cuando se pasa por un lugar a propósito... "¡ah!
perro, que te quieres escapar... pum, pum".... Ya
está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la
vista, dada la sentencia.... Todo en un minuto. Bien
dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.15

—Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino,
a más de largo, no tiene nada de ameno—dijo Rey.

Al pasar junto a las Delicias, vieron, a poca distancia del
camino, a los guardias que minutos antes habían ejecutado
la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó20
al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca
los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso
grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante.
Pero no habían andado veinte pasos, cuando sintieron el
galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez,25
que por momentos les alcanzaba. Volvióse nuestro viajero
y vió un hombre, mejor dicho, un Centauro, pues no podía
concebirse más perfecta armonía entre caballo y ginete, el
cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes,
ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el30
aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de
fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo
de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado
según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba
una gran balija de cuero, en cuya tapa se veía en letras
gordas la palabra Correo.

—Hola, buenos días, Sr. Caballuco—dijo Licurgo, saludando
al ginete, cuando estuvo cerca.—¡Cómo le hemos
tomado la delantera! pero usted llegará antes si se pone5
a ello.

—Descansemos un poco—repuso el señor Caballuco,
poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros,
y observando atentamente al más principal de los tres.—
Puesto que hay tan buena compaña....10

—El señor—dijo Licurgo sonriendo,—es el sobrino de
doña Perfecta.

—¡Ah!... por muchos años... muy señor mío y
mi dueño....

Ambos personajes se saludaron, siendo de notar que15
Caballuco hizo sus urbanidades con una expresión de altanería
y superioridad que revelaba cuando menos la conciencia
de un gran valer o de una alta posición en la comarca.
Cuando el orgulloso ginete se apartó y por breve momento
se detuvo hablando con dos Guardias civiles que llegaron20
al camino, el viajero preguntó a su guía:

—¿Quién es este pájaro?

—¿Quién ha de ser? Caballuco.

—¿Y quién es Caballuco?

—¡Toma!... ¿pero no le ha oído usted nombrar?—25
dijo el labriego, asombrado de la ignorancia supina del
sobrino de doña Perfecta.—Es un hombre muy valiente,
gran ginete, y el primer caballista de todas estas tierras a la
redonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es...
dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición de30
Dios... Ahí donde le ve, es un cacique tremendo, y el
Gobernador de la provincia se le quita el sombrero.

—Cuando hay elecciones...

—Y el Gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha

vuecencia en el rétulo.... Tira a la barra como un San
Cristóbal, y todas las armas las maneja como manejamos
nosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato no
podían con él, y todas las noches sonaban tiros en las
puertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquier5
dinero, porque lo mismo es para un fregado que para
un barrido.... Favorece a los pobres, y el que venga de
fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo
de Orbajosa, ya puede verse con él.... Aquí no vienen
casi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado,10
todos los días corría la sangre, porque Caballuco les buscaba
camorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive en
la pobreza y se ha quedado con la conducción del correo;
pero está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que haya
otra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oído15
usted nombrar en Madrid, porque es hijo de un famoso
Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre
era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la
facción de más allá.... Y como ahora andan diciendo que
vuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto,20
tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendo
fin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, que
por gloria nuestra nacieron en esta ciudad.

Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie de
caballería andante que aún subsistía en los lugares que25
visitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas,
porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó,
diciendo de mal talante:

—La Guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dicho
al cabo que se ande con cuidado. Mañana hablaremos el30
Gobernador de la provincia y yo....

—¿Va usted a X?

—No, que el Gobernador viene acá, señor Licurgo; sepa
usted que nos van a meter en Orbajosa un par de regimientos.

—Sí—dijo vivamente el viajero, sonriendo.—En Madrid
oí decir que había temor de que se levantaran en este país
algunas partidillas... Bueno es prevenirse.

—En Madrid no dicen más que desatinos...—exclamó
violentamente el Centauro, acompañando su afirmación de5
una retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla. En
Madrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandan
soldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un par
de quintas seguidas? ¡Por vida de!... que si no hay
facción debería haberla. Con que usted—añadió, mirando10
socarronamente al joven caballero,—¿con que usted es el
sobrino de doña Perfecta?

Esta salida de tono y el insolente mirar del bravo
enfadaron al joven.

—Sí, señor. ¿Se le ofrece a usted algo?15

—Soy amigo de la señora y la quiero como a las niñas
de mis ojos—dijo Caballuco.—Puesto que usted va a
Orbajosa, allá nos veremos.

Y sin decir más picó espuelas a su corcel, el cual, partiendo
a escape, desapareció entre una nube de polvo.20

Después de media hora de camino, durante la cual el Sr.
D. José no se mostró muy comunicativo, ni el Sr. Licurgo
tampoco, apareció a los ojos de entrambos apiñado y viejo
caserío asentado en una loma, y del cual se destacaban
algunas negras torres y la ruinosa fábrica de un25
despedazado castillo en lo más alto. Un amasijo de paredes
deformes de casuchas de tierra pardas y polvorosas como el
suelo, formaba la base, con algunos fragmentos de
almenadas murallas, a cuyo amparo mil chozas humildes alzaban
sus miserables frontispicios de adobes, semejantes a caras30
anémicas y hambrientas que pedían una limosna al
pasajero. Pobrísimo río ceñía, como un cinturón de hojalata,
el pueblo, refrescando al pasar algunas huertas, única
frondosidad que alegraba la vista. Entraba y salía la gente en
caballerías o a pie, y el movimiento humano, aunque pequeño,
daba cierta apariencia vital a aquella gran morada, cuyo
aspecto arquitectónico era más bien de ruina y muerte que
de progreso y vida. Los innumerables y repugnantes
mendigos que se arrastraban a un lado y otro del camino,5
pidiendo el óbolo del pasajero, ofrecían lastimoso espectáculo.
No podían verse existencias que mejor cuadraran, ni que
más apropiadas fueran a las grietas de aquel sepulcro,
donde una ciudad estaba no sólo enterrada sino también
podrida. Cuando nuestros viajeros se acercaban, algunas10
campanas tocando desacordemente indicaban con su
expresivo son que aquella momia tenía todavía un alma.

Llamábase Orbajosa, ciudad que no en Geografía caldea
o cophta, sino en la de España, figura con 7,324 habitantes,
Ayuntamiento, sede episcopal, partido judicial, seminario,15
depósito de caballos sementales, instituto de segunda
enseñanza y otras prerogativas oficiales.

—Están tocando a misa mayor en la catedral—dijo el
tío Licurgo.—Llegamos antes de lo que pensé.

—El aspecto de su patria de usted—dijo el caballero,20
examinando el panorama que delante tenía,—no puede ser
más desagradable. La histórica ciudad de Orbajosa,1 cuyo
nombre es, sin duda, corrupción de urbs augusta, parece un
gran muladar.

[Nota 1: Ya se ha dicho que todos los nombres locales son imaginarios.]

—Es que de aquí no se ven más que los arrabales—afirmó25
con disgusto el guía.—Cuando entre usted en la
calle Real y en la del Condestable, verá fábricas tan hermosas
como la de la catedral.

—- No quiero hablar mal de Orbajosa antes de conocerla—dijo
el caballero.—Lo que he dicho no es tampoco señal30
de desprecio; que humilde y miserable, lo mismo que
hermosa y soberbia, esa ciudad será siempre para mí muy
querida, no sólo por ser patria de mi madre, sino porque en
ella viven personas a quienes amo ya sin conocerlas. Entremos,
pues, en la ciudad augusta.

Subían ya por una calzada próxima a las primeras calles,
e iban tocando las tapias de las huertas.

—¿Ve usted aquella gran casa que está al fin de esta5
gran huerta por cuyo bardal pasamos ahora?—dijo el tío
Licurgo, señalando el enorme paredón revocado de la única
vivienda que tenía aspecto de habitabilidad cómoda y alegre.

—Ya... ¿aquella es la vivienda de mi tía?

—Justo y cabal. Lo que vemos es la parte trasera de la10
casa. El frontis da a la calle del Condestable, y tiene cinco
balcones de hierro que parecen cinco castillos. Esta hermosa
huerta que hay tras la tapia es la de la casa, y si usted
se alza sobre los estribos, la verá toda desde aquí.

—Pues estamos ya en casa—dijo el caballero.—¿No se15
puede entrar por aquí?

—Hay una puertecilla; pero la señora la mandó tapiar.

El caballero se alzó sobre los estribos, y alargando cuanto
pudo la cabeza, miró por encima de las bardas.

—Veo la huerta toda—indicó.—Allí, bajo aquellos árboles,20
está una mujer, una chiquilla... una señorita....

—Es la señorita Rosario—repuso Licurgo.

Y al instante se alzó también sobre los estribos para
mirar.

—¡Eh! señorita Rosario—gritó, haciendo con la derecha25
mano gestos muy significativos.—Ya estamos aquí...
aquí le traigo a su primo.

—Nos ha visto—dijo el caballero, estirando el pescuezo
hasta el último grado.—Pero si no me engaño, al lado de
ella está un clérigo... un señor sacerdote.30

—Es el señor Penitenciario—repuso con naturalidad el
labriego.

—Mi prima nos ve... deja solo al clérigo, y echa a
correr hacia la casa... Es bonita....

—Como un sol.

—Se ha puesto más encarnada que una cereza. Vamos,
vamos, Sr. Licurgo.



III

Pepe Rey

Antes de pasar adelante, conviene decir quién era Pepe
Rey y qué asuntos le llevaban a Orbajosa.5

Cuando el brigadier Rey murió en 1841, sus dos hijos,
Juan y Perfecta, acababan de casarse, ésta con el más rico
proprietario de Orbajosa, aquél con una joven de la misma
ciudad. Llamábase el esposo de Perfecta don Manuel María
José de Polentinos, y la mujer de Juan, María Polentinos;10
pero a pesar de la igualdad de apellido, su parentesco era
un poco lejano y de aquellos que no coge un galgo. Juan
Rey era insigne jurisconsulto graduado en Sevilla, y ejerció
la abogacía en esta misma ciudad durante treinta años, con
tanta gloria como provecho. En 1845 era ya viudo y tenía15
un hijo que empezaba a hacer diabluras; solía tener por
entretenimiento el construir con tierra en el patio de la
casa viaductos, malecones, estanques, presas, acequias,
soltando después el agua para que entre aquellas frágiles
obras corriese. El padre le dejaba hacer y decía: "tú serás20
ingeniero."

Perfecta y Juan dejaron de verse desde que uno y otro
se casaron, porque ella se fué a vivir a Madrid con el
opulentísimo Polentinos, que tenía tanta hacienda como buena
mano para gastarla. El juego y las mujeres cautivaban de25
tal modo el corazón de Manuel María José, que habría dado
en tierra con toda su fortuna, si más pronto que él para
derrocharla no estuviera la muerte para llevárselo a él. En
una noche de orgía acabaron de súbito los días de aquel
ricacho provinciano, tan vorazmente chupado por las sanguijuelas30
de la corte y por el insaciable vampiro del juego.
Su única heredera era una niña de pocos meses. Con la
muerte del esposo de Perfecta se acabaron los sustos en
la familia; pero empezó el gran conflicto. La casa de
Polentinos estaba arruinada; las fincas en peligro de ser5
arrebatadas por los prestamistas, todo en desorden, enormes
deudas, lamentable administración en Orbajosa, descrédito
y ruina en Madrid.

Perfecta llamó a su hermano, el cual, acudiendo en auxilio
de la pobre viuda, mostró tanta diligencia y tino, que al10
poco tiempo la mayor parte de los peligros habían
desaparecido. Principió por obligar a su hermana a residir en
Orbajosa, administrando por sí misma sus vastas tierras, mientras
él hacía frente en Madrid al formidable empuje de los
acreedores. Poco a poco fué descargándose la casa del15
enorme fardo de sus deudas, porque el bueno de D. Juan
Rey, que tenía la mejor mano del mundo para tales asuntos,
lidió con la curia, hizo contratos con los principales
acreedores, estableció plazos para el pago, resultando de este
hábil trabajo que el riquísimo patrimonio de Polentinos20
saliese a flote, y pudiera seguir dando por luengos años
esplendor y gloria a la ilustre familia.

La gratitud de Perfecta era tan viva, que al escribir a su
hermano desde Orbajosa, donde resolvió residir hasta que
creciera su hija, le decía entre otras ternezas: "Has sido25
más que hermano para mí, y para mi hija más que su propio
padre. ¿Cómo te pagaremos ella y yo tan grandes
beneficios? ¡Ay! querido hermano, desde que mi hija sepa
discurrir y pronunciar un nombre, yo le enseñaré a bendecir
el tuyo. Mi agradecimiento durará toda mi vida. Tu30
hermana indigna siente no encontrar ocasión de mostrarte lo
mucho que te ama y de recompensarte de un modo apropiado
a la grandeza de tu alma y a la inmensa bondad de
tu corazón."

Cuando esto se escribía, Rosarito tenía dos años. Pepe
Rey, encerrado en un colegio de Sevilla, hacía rayas en un
papel, ocupándose en probar que la suma de los ángulos
interiores de un polígono vale tantas veces dos rectos como lados
tiene menos dos
. Estas enfadosas perogrulladas le traían5
muy atareado. Pasaron años y más años. El muchacho
crecía y no cesaba de hacer rayas. Por último, hizo una
que se llama De Tarragona a Montblanch. Su primer
juguete formal fué el puente de 120 metros sobre el río
Francolí.10

Durante mucho tiempo, doña Perfecta siguió viviendo en
Orbajosa. Como su hermano no salió de Sevilla, pasaron
unos pocos años sin que uno y otro se vieran. Una carta
trimestral, tan puntualmente escrita como puntualmente
contestada, ponía en comunicación aquellos dos corazones,15
cuya ternura ni el tiempo ni la distancia podían enfriar.
En 1870, cuando D. Juan Rey, satisfecho de haber
desempeñado bien su misión en la sociedad, se retiró a vivir en su
hermosa casa de Puerto Real, Pepe, que ya había trabajado
algunos años en las obras de varias poderosas compañías20
constructoras, emprendió un viaje de estudio a Alemania e
Inglaterra. La fortuna de su padre (tan grande como puede
serlo en España la que sólo tiene por origen un honrado
bufete), le permitía librarse en breves períodos del yugo del
trabajo material. Hombre de elevadas ideas y de inmenso25
amor a la ciencia, hallaba su más puro goce en la
observación y estudio de los prodigios con que el genio del siglo
sabe cooperar a la cultura y bienestar físico y
perfeccionamiento moral del hombre.

Al regresar del viaje, su padre le anunció la revelación de30
un importante proyecto, y como Pepe creyera que se trataba
de un puente, dársena o cuando menos saneamiento de
marismas, sacóle de tal error D. Juan, manifestándole su
pensamiento en estos términos:

—Estamos en Marzo y la carta trimestral de Perfecta no
podía faltar. Querido hijo, léela, y si estás conforme con
lo que en ella manifiesta esa santa y ejemplar mujer, mi
querida hermana, me darás la mayor felicidad que en mi
vejez puedo desear. Si no te gustase el proyecto, deséchalo5
sin reparo, aunque tu negativa me entristezca; que en él
no hay ni sombra de imposición por parte mía. Sería
indigno de mí y de ti que esto se realizase por coacción de
un padre terco. Eres libre de aceptar o no, y si hay en tu
voluntad la más ligera resistencia, originada en ley del10
corazón o en otra causa, no quiero que te violentes por mí.

Pepe dejó la carta sobre la mesa, después de pasar la
vista por ella, y tranquilamente dijo:

—Mi tía quiere que me case con Rosario.

—Ella contesta aceptando con gozo mi idea—dijo el15
padre muy conmovido.—Porque la idea fué mía... sí,
hace tiempo, hace tiempo que la concebí... pero no había
querido decirte nada, antes de conocer el pensamiento de
mi hermana. Como ves, Perfecta acoge con júbilo mi plan;
dice que también había pensado en lo mismo; pero que no20
se atrevía a manifestármelo, por ser tú... ¿no ves lo que
dice? "por ser tú un joven de singularísimo mérito, y su
hija una joven aldeana educada sin brillantez, ni
mundanales atractivos...." Así mismo lo dice.... ¡Pobre
hermana mía! ¡Qué buena es!... Veo que no te25
enfadas; veo que no te parece absurdo este proyecto mío, algo
parecido a la previsión oficiosa de los padres de antaño, que
casaban a sus hijos sin consultárselo, y las más veces
haciendo uniones disparatadas y prematuras.... Dios
quiera que ésta sea o prometa ser de las más felices. Es30
verdad que no conoces a mi sobrina; pero tú y yo tenemos
noticias de su virtud, de su discreción, de su modestia y
noble sencillez. Para que nada le falte, hasta es bonita....
Mi opinión—añadió festivamente,—es que te pongas en
camino y pises el suelo de esa recóndita ciudad episcopal,
de esa urbs augusta, y allí, en presencia de mi hermana y
de su graciosa Rosarito, resuelvas si ésta ha de ser algo más
que mi sobrina.

Pepe volvió a tomar la carta y la leyó con cuidado. Su5
semblante no expresaba alegría ni pesadumbre. Parecía
estar examinando un proyecto de empalme de dos vías
férreas.

—Por cierto—decía D. Juan,—que en esa remota
Orbajosa, donde, entre paréntesis, tienes fincas que puedes10
examinar ahora, se pasa la vida con la tranquilidad y dulzura
de los idilios. ¡Qué patriarcales costumbres! ¡Qué
nobleza en aquella sencillez! ¡Qué rústica paz virgiliana!
Si en vez de ser matemático fueras latinista, repetirías al
entrar allí el ergo tua rura manebunt. ¡Qué admirable lugar15
para dedicarse a la contemplación de nuestra propia alma
y prepararse a las buenas obras! Allí todo es bondad,
honradez; allí no se conocen la mentira y la farsa como en
nuestras grandes ciudades; allí renacen las santas
inclinaciones que el bullicio de la moderna vida ahoga; allí20
despierta la dormida fe, y se siente vivo impulso indefinible
dentro del pecho, al modo de pueril impaciencia que en el
fondo de nuestra alma grita: "quiero vivir."

Pocos días después de esta conferencia, Pepe salió de
Puerto Real. Había rehusado meses antes una comisión25
del Gobierno para examinar bajo el punto de vista minero
la cuenca del río Nahara en el valle de Orbajosa; pero los
proyectos a que dió lugar la conferencia referida, le hicieron
decir:—"Conviene aprovechar el tiempo. Sabe Dios lo
que durará ese noviazgo y el aburrimiento que traerá30
consigo." Dirigióse a Madrid, solicitó la comisión de explorar
la cuenca del Nahara, se la dieron sin dificultad, a pesar de
no pertenecer oficialmente al cuerpo de minas, púsose luego
en marcha, y después de trasbordar un par de veces, el tren
mixto número 65 le llevó, como se ha visto, a los amorosos
brazos del tío Licurgo.

Frisaba la edad de este excelente joven en los treinta y
cuatro años. Era de complexión fuerte y un tanto hercúlea,
con rara perfección formado, y tan arrogante, que si llevara5
uniforme militar, ofrecería el más guerrero aspecto y talle
que puede imaginarse. Rubios el cabello y la barba, no
tenía en su rostro la flemática imperturbabilidad de los
Sajones, sino por el contrario, una viveza tal, que sus ojos
parecían negros sin serlo. Su persona bien podía pasar por10
un hermoso y acabado símbolo, y si fuera estatua, el escultor
habría grabado en el pedestal estas palabras: inteligencia,
fuerza
. Si no en caracteres visibles, llevábalas él expresadas
vagamente en la luz de su mirar, en el poderoso atractivo
que era don propio de su persona, y en las simpatías a15
que su trato cariñosamente convidaba.

No era de los más habladores: sólo los entendimientos
de ideas inseguras y de movedizo criterio propenden a la
verbosidad. El profundo sentido moral de aquel insigne
joven le hacía muy sobrio de palabras en las disputas que20
constantemente traban sobre diversos asuntos los hombres
del día; pero en la conversación urbana sabía mostrar una
elocuencia picante y discreta, emanada siempre del buen
sentido y de la apreciación mesurada y justa de las cosas
del mundo. No admitía falsedades, ni mistificaciones, ni25
esos retruécanos del pensamiento con que se divierten algunas
inteligencias impregnadas de gongorismo; y para volver
por los fueros de la realidad, Pepe Rey solía emplear a
veces, no siempre con comedimiento, las armas de la burla.
Esto casi era un defecto a los ojos de gran número de personas30
que le estimaban, porque nuestro joven aparecía un
poco irrespetuoso en presencia de multitud de hechos comunes
en el mundo y admitidos por todos. Fuerza es decirlo,
aunque se amengüe su prestigio: Rey no conocía la dulce
tolerancia del condescendiente siglo que ha inventado singulares
velos de lenguaje y de hechos para cubrir lo que a los
vulgares ojos pudiera ser desagradable.

Así, y no de otra manera, por más que digan calumniadoras
lenguas, era el hombre a quien el tío Licurgo introdujo5
en Orbajosa en la hora y punto en que la campana de
la catedral tocaba a misa mayor. Luego que uno y otro,
atisbando por encima de los bardales, vieron a la niña y al
Penitenciario y la veloz corrida de aquélla hacia la casa,
picaron sus caballerías para entrar en la calle Real, donde10
gran número de vagos se detenían para mirar al viajero
como extraño huésped intruso de la patriarcal ciudad. Torciendo
luego a la derecha, en dirección a la catedral, cuya
corpulenta fábrica dominaba todo el pueblo, tomaron la calle
del Condestable, en la cual, por ser estrecha y empedrada,15
retumbaban con estridente sonsonete las herraduras, alarmando
al vecindario, que por ventanas y balcones se mostraba
para satisfacer su curiosidad. Abríanse con singular chasquido
las celosías, y caras diversas, casi todas de hembra,
asomaban arriba y abajo. Cuando Pepe Rey llegó al arquitectónico20
umbral de la casa de Polentinos, ya se habían
hecho multitud de comentarios diversos sobre su figura.



IV

La llegada del primo

EL señor Penitenciario, cuando Rosarito se separó bruscamente
de él, miró a los bardales, y viendo las cabezas del
tío Licurgo y de su compañero de viaje, dijo para sí:25

—Vamos, ya está ahí ese prodigio.

Quedóse un rato meditabundo, sosteniendo el manteo con
ambas manos cruzadas sobre el abdomen, fija la vista en el
suelo, con los anteojos de oro deslizándose suavemente
hacia la punta de la nariz, saliente y húmedo el labio
inferior, y un poco fruncidas las blanquinegras cejas. Era
un santo varón piadoso y de no común saber, de intachables
costumbres clericales, algo más de sexagenario, de afable
trato, fino y comedido, gran repartidor de consejos y advertencias5
a hombres y mujeres. Desde luengos años era
maestro de latinidad y retórica en el Instituto, cuya noble
profesión dióle gran caudal de citas horacianas y de floridos
tropos, que empleaba con gracia y oportunidad. Nada más
conviene añadir acerca de este personaje, sino que cuando10
sintió el trote largo de las cabalgaduras que corrían hacia la
calle del Condestable, se arregló el manteo, enderezó el sombrero,
que no estaba del todo bien puesto en la venerable
cabeza, y marchando hacia la casa, murmuró—

—Vamos a ver ese prodigio.15

En tanto, Pepe bajaba de la jaca, y en el mismo portal le
recibía en sus amantes brazos doña Perfecta, anegado en
lágrimas el rostro y sin poder pronunciar sino palabras
breves y balbucientes, expresión sincera de su cariño.

—¡Pepe... pero qué grande estás!... y con barbas...20
Me parece que fué ayer cuando te ponía sobre mis
rodillas... ya estás hecho un hombre, todo un hombre...
¡Cómo pasan los años!... ¡Jesús! Aquí tienes a mi
hija Rosario.

Diciendo esto, habían llegado a la sala baja, ordinariamente25
destinada a recibir, y doña Perfecta presentóle
a su hija.

Era Rosarita una muchacha de apariencia delicada y
débil, que anunciaba inclinaciones a lo que los portugueses
llaman saudades. En su rostro fino y puro se observaba30
algo de la pastosidad nacarada, que la mayor parte de los
novelistas atribuyen a sus heroínas, y sin cuyo barniz sentimental
parece que ninguna Enriqueta y ninguna Julia
pueden ser interesantes. Pero lo principal en Rosario era
25 que tenía tal expresión de dulzura y modestia, que al verla
no se echaban de menos las perfecciones de que carecía.
No es esto decir que era fea; mas también es cierto que
habría pasado por hiperbólico el que la llamara hermosa,
dando a esta palabra su riguroso sentido. La hermosura5
real de la niña de doña Perfecta consistía en una especie
de trasparencia, prescindiendo del nácar, del alabastro, del
marfil y demás materias usadas en la composición descriptiva
de los rostros humanos; una especie de transparencia, digo,
por la cual todos las honduras de su alma se veían10
claramente, honduras no cavernosas y horribles como las del
mar, sino como las de un manso y claro río. Pero allí
faltaba materia para que la persona fuese completa; faltaba
cauce, faltaban orillas. El vasto caudal de su espíritu se
desbordaba, amenazando devorar las estrechas riberas. Al15
ser saludada por su primo se puso como la grana, y sólo
pronunció algunas palabras torpes.

—Estarás desmayado—dijo doña Perfecta a su sobrino.—Ahora
mismo te daremos de almorzar.

—Con permiso de usted—repuso el viajero,—voy a20
quitarme el polvo del camino....

—Muy bien pensado—dijo la señora.—Rosario, lleva
a tu primo al cuarto que le hemos preparado. Despáchate
pronto, sobrino. Voy a dar mis órdenes.

Rosario llevó a su primo a una hermosa habitación situada25
en el piso bajo. Desde que puso el pie dentro de ella, Pepe
reconoció en todos los detalles de la vivienda la mano
diligente y cariñosa de una mujer. Todo estaba puesto con
arte singular, y el aseo y frescura de cuanto allí había
convidaban a reposar en tan hermoso nido. El huésped30
reparó minuciosidades que le hicieron reír.

—Aquí tienes la campanilla—dijo Rosarito, tomando el
cordón de ella, cuya borla caía sobre la cabecera del lecho.

—No tienes más que alargar la mano. La mesa de escribir
está puesta de modo que recibas la luz por la izquierda....
Mira, en esta cesta echarás los papeles rotos....
¿Tú fumas?

—Tengo esa desgracia—repuso Pepe Rey.

—Pues aquí puedes echar las puntas de cigarro—dijo5
ella, tocando con la punta del pie un mueble de latón dorado
lleno de arena.—No hay cosa más fea que ver el suelo lleno
de colillas de cigarro.... Mira el lavabo.... Para la ropa
tienes un ropero y una cómoda.... Creo que la relojera
está mal aquí y se te debe poner junto a la cama.... Si te10
molesta la luz, no tienes más que correr el transparente
tirando de la cuerda... ¿ves?... rich....

El ingeniero estaba encantado.

Rosarito abrió una ventana.

—Mira—dijo—esta ventana da a la huerta. Por aquí15
entra el sol de tarde. Aquí tenemos colgado la jaula de un
canario, que canta como un loco. Si te molesta, la
quitaremos.

Abrió otra ventana del testero opuesto.

—Esta otra ventana—añadió,—da a la calle. Mira,20
de aquí se ve la catedral, que es muy hermosa y está llena
de preciosidades. Vienen muchos Ingleses a verla. No
abras las dos ventanas a un tiempo, porque las corrientes
de aire son muy malas.

—Querida prima—dijo Pepe, con el alma inundada de25
inexplicable gozo—en todo lo que está delante de mis
ojos veo una mano de ángel que no puede ser sino la tuya.
¡Qué hermoso cuarto es este! Me parece que he vivido
en él toda mi vida. Está convidando a la paz.

Rosarito no contestó nada a estas cariñosas expresiones,30
y sonriendo salió.

—No tardes—dijo desde la puerta;—el comedor está
también abajo... en el centro de esta galería.

Entró el tío Licurgo con el equipaje. Pepe le recompensó
con una largueza a que el labriego no estaba acostumbrado;
y éste, después de dar las gracias con humildad, llevóse la
mano a la cabeza, como quien ni se pone ni se quita el
sombrero, y en tono embarazoso, mascando las palabras,
como quien no dice ni deja de decir las cosas, se expresó5
de este modo:

—¿Cuándo será la mejor hora para hablar al Sr. D. José
de un... de un asuntillo?

—¿De un asuntillo? Ahora mismo—repuso Pepe,
abriendo un baúl.10

—No es oportunidad—dijo el labriego.—Descanse el
Sr. D. José, que tiempo tenemos. Más días hay que
longanizas, como dijo el otro; y un día viene tras otro día....
Que usted descanse, Sr. D. José.... Cuando quiera dar
un paseo... la jaca no es mala.... Con que buenos15
días, Sr. D. José. Que viva usted mil años.... ¡Ah! se
me olvidaba—añadió, volviendo a entrar después de
algunos segundos de ausencia.—Si quiere usted algo para el
señor juez municipal.... Ahora voy allá a hablarle de
nuestro asuntillo....20

—Déle usted expresiones—dijo festivamente, no
encontrando mejor fórmula para sacudirse de encima al legislador
espartano.

—Pues quede con Dios el Sr. D. José.

—Abur.25

El ingeniero no había sacado su ropa, cuando aparecieron
por tercera vez en la puerta los sagaces ojuelos y la
marrullera fisonomía del tío Licurgo.

—Perdone el Sr. D. José—dijo mostrando en afectada
risa sus blanquísimos dientes.—Pero... quería decirle30
que si usted desea que esto se arregle por amigables
componedores.... Aunque, como dijo el otro, pon lo tuyo en
consejo y unos dirán que es blanco y otros que es negro....

—Hombre, ¿quiere usted irse de aquí?
—Dígolo porque a mí me carga la justicia. No quiero
nada con justicia. Del lobo un pelo y ese de la frente.
Con que con Dios, Sr. don José. Dios le conserve sus días
para favorecer a los pobres....

—Adiós, hombre, adiós.5

Pepe echó la llave a la puerta y dijo para sí:

—La gente de este pueblo parece ser muy pleitista.



V

¿Habrá desavenencia?

Poco después Pepe se presentaba en el comedor.

—Si almuerzas fuerte—le dijo doña Perfecta con
cariñoso acento,—se te va a quitar la gana de comer. Aquí10
comemos a la una. Las modas del campo no te gustarán.

—Me encantan, señora tía.

—Pues di lo que prefieres: ¿almorzar fuerte ahora o
tomar una cosita ligera para que resistas hasta la hora de
comer?15

—Escojo la cosa ligera para tener el gusto de comer con
ustedes; y si en Villahorrenda hubiera encontrado algún
alimento, nada tomaría a esta hora.

—Por supuesto, no necesito decirte que nos trates con
toda franqueza. Aquí puedes mandar como si estuvieras20
en tu casa.

—Gracias, tía.

—¡Pero cómo te pareces a tu padre!—añadió la señora,
contemplando con verdadero arrobamiento al joven mientras
éste comía.25

—Me parece que estoy mirando a mi querido hermano
Juan. Se sentaba como te sientas tú y comía lo mismo que
tú. En el modo de mirar sobre todo sois como dos gotas
de agua.

Pepe la emprendió con el frugal desayuno. Las expresiones,
así como la actitud y las miradas de su tía y prima, le
infundían tal confianza, que se creía ya en su propia casa.

—¿Sabes lo que me decía Rosario esta mañana?—indicó
doña Perfecta, fija la vista en su sobrino,—Pues me decía5
que tú, como hombre hecho a las pompas y etiquetas de la
corte y a las modas del extranjero, no podrás soportar esta
sencillez un poco rústica con que vivimos y esta falta de
buen tono, pues aquí todo es a la pata la llana.

—¡Qué error!—repuso Pepe, mirando a su prima.—Nadie10
aborrece más que yo las falsedades y comedias de lo
que llaman alta sociedad. Crean ustedes que hace tiempo
deseo darme, como decía no sé quién, un baño de cuerpo
entero en la Naturaleza; vivir lejos del bullicio, en la soledad
y sosiego del campo. Anhelo la tranquilidad de una15
vida sin luchas, sin afanes, ni envidioso ni envidiado, como
dijo el poeta. Durante mucho tiempo, mis estudios primero
y mis trabajos después, me han impedido el descanso que
necesito y que reclaman mi espíritu y mi cuerpo; pero
desde que entré en esta casa, querida tía, querida prima, me20
he sentido rodeado de la atmósfera de paz que deseo. No
hay que hablarme, pues, de sociedades altas ni bajas, ni de
mundos grandes ni chicos, porque de buen grado los cambio
todos por este rincón.

Esto decía, cuando los cristales de la puerta que comunicaba25
el comedor con la huerta se obscurecieron por la
superposición de una larga opacidad negra. Los vidrios
de unos espejuelos despidieron, heridos por la luz de sol,
fugitivo rayo; rechinó el picaporte, abrióse la puerta, y el
señor Penitenciario penetró con gravedad en la estancia.30
Saludó y se inclinó, quitándose la canaleja hasta tocar con
el ala de ella al suelo.

—Es el señor Penitenciario de esta Santa Catedral—dijo
doña Perfecta,—persona a quien estimamos mucho y
de quien espero serás amigo. Siéntese usted, Sr. D.
Inocencio.

Pepe estrechó la mano del venerable canónigo, y ambos
se sentaron.

—Pepe, si acostumbras fumar después de comer, no5
dejes de hacerlo—manifestó benévolamente doña Perfecta,—ni
el señor Penitenciario tampoco.

A la sazón el buen D. Inocencio sacaba de debajo de la
sotana una gran petaca de cuero, marcada con irrecusables
señales de antiquísimo uso, y la abrió, desenvainando de10
ella dos largos pitillos, uno de los cuales ofreció a nuestro
amigo. De un cartoncejo que irónicamente llaman los
españoles wagón, sacó Rosario un fósforo, y bien pronto
ingeniero y canónigo echaban su humo el uno sobre el otro.

—¿Y qué le parece al Sr. D. José nuestra querida ciudad15
de Orbajosa?—preguntó el canónigo, cerrando fuertemente
el ojo izquierdo, según su costumbre mientras fumaba.

—Todavía no he podido formar idea de este pueblo—dijo
Pepe.—Por lo poco que he visto, me parece que no le
vendrían mal a Orbajosa media docena de grandes capitales20
dispuestos a emplearse aquí, un par de cabezas inteligentes
que dirigieran la renovación de este país y algunos miles
de manos activas. Desde la entrada del pueblo hasta la
puerta de esta casa he visto más de cien mendigos. La
mayor parte son hombres sanos y aun robustos. Es un25
ejército lastimoso, cuya vista oprime el corazón.

—- Para eso está la caridad—afirmó don Inocencio.—Por
lo demás, Orbajosa no es un pueblo miserable. Ya sabe
usted que aquí se producen los primeros ajos de toda España.
Pasan de veinte las familias ricas que viven entre nosotros.30

—Verdad es—indicó doña Perfecta—que los últimos
años han sido detestables a causa de la seca; pero aun así
las paneras no están vacías, y se han llevado últimamente
al mercado muchos miles de ristras de ajos.