Doña Perfecta


IX

La desavenencia sigue creciendo
y amenaza convertirse en discordia

Junto a la negra sotana se destacó un sonrosado y fresco
rostro. Jacintito saludó a nuestro joven, no sin cierto
embarazo.

Era uno de esos chiquillos precoces a quienes la indulgente
Universidad lanza antes de tiempo a las arduas luchas del30
mundo, haciéndoles creer que son hombres porque son
doctores. Tenía Jacintito semblante agraciado y carilleno,
con mejillas de rosa como una muchacha, y era rechoncho
de cuerpo, de estatura pequeña, tirando un poco a pequeñísima,
y sin más pelo de barba que el suave bozo que lo5
anunciaba. Su edad excedía poco de los veinte años.
Habíase educado desde la niñez bajo la dirección de su
excelente y discreto tío, con lo cual dicho se está que el
tierno arbolito no se torció al crecer. Una moral severa le
mantenía constantemente derecho, y en el cumplimiento10
de sus deberes escolásticos apenas tenía pero. Concluídos
los estudios universitarios con aprovechamiento asombroso,
pues no hubo clase en que no ganase las más eminentes
notas, empezó a trabajar, prometiendo con su aplicación y
buen tino para la abogacía perpetuar en el foro el lozano15
verdor de los laureles del aula.

A veces era travieso como un niño, a veces formal como
un hombre. En verdad, en verdad, que si a Jacintito no le
gustaran un poco, y aun un mucho, las lindas muchachas,
su buen tío le creería perfecto. No dejaba de sermonearle20
a todas horas, apresurándose a cortarle los audaces vuelos;
pero ni aun esta inclinación mundana del jovenzuelo lograba
enfriar el mucho amor que nuestro buen canónigo tenía al
encantador retoño de su cara sobrina María Remedios.
En tratándose del abogadillo, todo cedía. Hasta las graves25
y metódicas prácticas del buen sacerdote se alteraban
siempre que se tratase de algún asunto referente a su
precoz pupilo. Aquel método riguroso y fijo como un
sistema planetario, solía perder su equilibrio cuando Jacintito
estaba enfermo o tenía que hacer un viaje. ¡Inútil celibato30
el de los clérigos! Si el Concilio de Trento les prohibe
tener hijos, Dios, no el Demonio, les da sobrinos para que
conozcan los dulces afanes de la paternidad.

Examinadas imparcialmente las cualidades de aquel aprovechado
niño, era imposible desconocer que no carecía de
mérito. Su carácter era por lo común inclinado a la honradez,
y las acciones nobles despertaban franca admiración
en su alma. Respecto a sus dotes intelectuales y a su saber
social, tenía todo lo necesario para ser con el tiempo una5
notabilidad de estas que tanto abundan en España; podía
ser lo que a todas horas nos complacemos en llamar hiperbólicamente
un distinguido patricio o un eminente hombre público,
especies que por su mucha abundancia apenas son apreciadas
en su justo valor. En aquella tierna edad en que el10
grado universitario sirve de soldadura entre la puericia y la
virilidad, pocos jóvenes, mayormente cuando han sido mimados
por sus maestros, están libres de una pedantería fastidiosa,
que si les da gran prestigio junto al sillón de sus
mamás, es muy risible entre hombres hechos y formales.15
Jacintito tenía este defecto, disculpable no sólo por sus
pocos años, sino porque su buen tío fomentaba aquella
vanidad pueril con imprudentes aplausos.

Luego que los cuatro se reunieron, continuaron paseando.
Jacinto callaba. El canónigo, volviendo al interrumpido20
tema de los piros que se habían de ingertar y de las vitis
que se debían poner en orden, dijo:

—Ya sé que D. José es un gran agrónomo.

—Nada de eso; no sé una palabra—repuso el joven,
viendo con mucho disgusto aquella manía de suponerle25
instruido en todas las ciencias.

—¡Oh! sí; un gran agrónomo—añadió el Penitenciario;—pero
en asuntos de agronomía no me citen tratados novísimos.
Para mí toda esa ciencia, Sr. de Rey, está condensada
en lo que yo llamo la Biblia del campo, en las Geórgicas30
del inmortal latino. Todo es admirable, desde aquella gran
sentencia Nec vero terrae ferre omnes omnia possunt, es decir,
que no todas las tierras sirven para todos los árboles, Sr. D.
José, hasta el minucioso tratado de las abejas, en que el
poeta explana lo concerniente a estos doctos animalitos, y
define al zángano, diciendo:

.......................Ille horridus alter

Desidia, latamque trahens inglorius alvum,

de figura horrible y perezosa, arrastrando el innoble vientre5
pesado, Sr. D. José....

—Hace usted bien en traducírmelo—dijo Pepe,—porque
entiendo muy poco el latín.

—¡Oh! los hombres del día ¿para qué habían de entretenerse
en estudiar antiguallas?—añadió el canónigo con10
ironía.—Además, en latín sólo han escrito los calzonazos
como Virgilio, Cicerón y Tito Livio. Yo, sin embargo,
estoy por lo contrario, y sea testigo mi sobrino, a quien he
enseñado la sublime lengua. El tunante sabe más que yo.
Lo malo es que con las lecturas modernas lo va olvidando,15
y el mejor día se encontrará que es un ignorante, sin sospecharlo.
Porque, señor D. José, a mi sobrino le ha dado por
entretenerse con libros novísimos y teorías extravagantes, y
todo es Flammarión arriba y abajo, y nada más sino que las
estrellas están llenas de gente. Vamos, se me figura que20
ustedes dos van a hacer buenas migas. Jacinto, ruégale a
este caballero que te enseñe las matemáticas sublimes, que
te instruya en lo concerniente a los filósofos alemanes, y ya
eres un hombre.

El buen clérigo se reía de sus propias ocurrencias,25
mientras Jacinto, gozoso de ver la conversación en terreno
tan de su gusto, se excusó con Pepe Rey, y de buenas a
primeras le descargó esta pregunta:

—Dígame el Sr. D. José, ¿qué piensa usted del Darwinismo?

Sonrió nuestro joven al oír pedantería tan fuera de sazón,30
y de buena gana excitara al joven a seguir por aquella senda
de infantil vanidad; pero creyendo más prudente no intimar
mucho con el sobrino ni con el tío, contestó sencillamente:
—Yo no puedo pensar nada de las doctrinas de Darwin,
porque apenas las conozco. Los trabajos de mi profesión
no me han permitido dedicarme a esos estudios.

—Ya—dijo el canónigo riendo.—Todo se reduce a que
descendemos de los monos... Si lo dijera sólo por ciertas5
personas que yo conozco, tendría razón.

—La teoría de la selección natural—añadió enfáticamente
Jacinto,—dicen que tiene muchos partidarios en Alemania.

—No lo dudo—dijo el clérigo.—En Alemania no debe
sentirse que esa teoría sea verdadera, por lo que toca a10
Bismarck.

Doña Perfecta y el Sr. D. Cayetano aparecieron frente a
los cuatro.

—¡Qué hermosa está la tarde!—dijo la señora.—¿Qué
tal, sobrino, te aburres mucho?...15

—Nada de eso—repuso el joven.

—No me lo niegues. De eso veníamos hablando Cayetano
y yo. Tú estás aburrido, y te empeñas en disimularlo.
No todos los jóvenes de estos tiempos tienen la abnegación
de pasar su juventud, como Jacinto, en un pueblo donde no20
hay Teatro Real, ni Bufos, ni bailarinas, ni filósofos, ni ateneos,
ni papeluchos; ni Congresos, ni otras diversiones y
pasatiempos.

—Yo estoy aquí muy bien—repuso Pepe.—Ahora le
estaba diciendo a Rosario que esta ciudad y esta casa me25
son tan agradables, que me gustaría vivir y morir aquí.

Rosario se puso muy encendida y los demás callaron.
Sentáronse todos en una glorieta, apresurándose Jacinto a
ocupar el lugar a la izquierda de la señorita.

—Mira, sobrino, tengo que advertirte una cosa—dijo30
doña Perfecta, con aquella risueña expresión de bondad que
emanaba de su alma, como de la flor el aroma.—Pero no
vayas a creer que te reprendo, ni que te doy lecciones: tú
no eres niño y fácilmente comprenderás mis ideas.

—Ríñame usted, querida tía; que sin duda lo mereceré—replicó
Pepe, que ya empezaba a acostumbrarse a las
bondades de la hermana de su padre.

—No, no es más que una advertencia. Estos señores
verán como tengo razón.5

Rosarito oía con toda su alma.

—Pues no es más—añadió la señora,—sino que cuando
vuelvas a visitar nuestra hermosa catedral procures estar en
ella con un poco más de recogimiento.

—Pues ¿qué he hecho yo?10

—No extraño que tú mismo no conozcas tu falta—indicó
la señora con aparente jovialidad.—Es natural; acostumbrado
a entrar con la mayor desenvoltura en los ateneos,
clubs, academias y congresos, crees que de la misma manera
se puede entrar en un templo donde está la Divina Majestad.15

—Pero señora, dispénseme usted—dijo Pepe, con gravedad.—Yo
he entrado en la catedral con la mayor compostura.

—Si no te riño, hombre, si no te riño. No lo tomes así,
porque tendré que callarme. Señores, disculpen ustedes a20
mi sobrino. No es de extrañar un descuidillo, una distracción...
¿Cuántos años hace que no pones los pies en
lugar sagrado?

—Señora, yo juro a usted... Pero en fin, mis ideas
religiosas podrán ser lo que se quiera; pero acostumbro25
guardar la mayor compostura dentro de la iglesia.

—Lo que yo aseguro... vamos, si te has de ofender,
no sigo... lo que aseguro es que muchas personas lo
notaron esta mañana. Notáronlo los señores de González,
doña Robustiana, Serafinita, en fin... con decirte que30
llamaste la atención del señor obispo... Su Ilustrísima
me dió las quejas esta tarde en casa de mis primas. Díjome
que no te mandó plantar en la calle porque le dijeron que
eras sobrino mío.

Rosario contemplaba con angustia el rostro de su primo,
procurando adivinar sus contestaciones antes que las diera.

—Sin duda me han tomado por otro.

—No... no... fuiste tú... Pero no vayas a ofenderte,
que aquí estamos entre amigos y personas de confianza.5
Fuiste tú, yo misma te vi.

—¡Usted!

—Justamente. ¿Negarás que te pusiste a examinar las
pinturas, pasando por un grupo de fieles que estaban oyendo
misa?... Te juro que me distraje de tal modo con tus10
idas y venidas, que... Vamos... es preciso que no lo
vuelvas a hacer. Luego entraste en la capilla de San Gregorio;
alzaron en el altar mayor y ni siquiera te volviste
para hacer una demostración de religiosidad. Después
atravesaste de largo a largo la iglesia, te acercaste al sepulcro15
del Adelantado, pusiste las manos sobre el altar, pasaste
en seguida otra vez por entre el grupo de los fieles, llamando
la atención. Todas las muchachas te miraban y tú parecías
satisfecho de perturbar tan lindamente la devoción y ejemplaridad
de aquella buena gente.20

—¡Dios mío! ¡Todo lo que he hecho!...—exclamó
Pepe, entre enojado y risueño.—Soy un monstruo y ni
siquiera lo sospechaba.

—No, bien sé que eres un buen muchacho—dijo doña
Perfecta, observando el semblante afectadamente serio e25
inmutable del canónigo, que parecía tener por cara una
máscara de cartón.—Pero, hijo, de pensar las cosas a
manifestarlas así con cierto desparpajo, hay una distancia
que el hombre prudente y comedido no debe salvar nunca.
Bien sé que tus ideas son... no te enfades; si te enfadas,30
me callo... digo que una cosa es tener ideas religiosas
y otra manifestarlas... Me guardaré muy bien de vituperarte
porque creas que no nos crió Dios a su imagen y
semejanza, sino que descendemos de los micos; ni porque
niegues la existencia del alma, asegurando que ésta es una
droga como los papelillos de magnesia o de ruibarbo que se
venden en la botica....

—Señora, por Dios...—exclamó Pepe con disgusto.—Veo
que tengo muy mala reputación en Orbajosa.5

Los demás seguían guardando silencio.

—Pues decía que no te vituperaré por esas ideas...
Además de que no tengo derecho a ello, si me pusiera a
disputar contigo, tú, con tu talentazo descomunal, me confundirías
mil veces... no, nada de eso. Lo que digo es10
que estos pobres y menguados habitantes de Orbajosa son
piadosos y buenos cristianos, si bien ninguno de ellos sabe
filosofía alemana; por lo tanto no debes despreciar públicamente
sus creencias.

—Querida tía—dijo el ingeniero con gravedad.—Ni yo15
he despreciado las creencias de nadie, ni yo tengo las ideas
que usted me atribuye. Quizás haya estado un poco irrespetuoso
en la iglesia; soy algo distraído. Mi entendimiento
y mi atención estaban fijos en la obra arquitectónica, y francamente
no advertí... pero no era esto motivo para que20
el señor obispo intentase echarme a la calle, y usted me
supusiera capaz de atribuir a un papelillo de la botica las
funciones del alma. Puedo tolerar eso como broma, nada
más que como broma.

Pepe Rey sentía en su espíritu excitación tan viva, que25
a pesar de su mucha prudencia y mesura no pudo disimularla.

—Vamos, veo que te has enfadado—dijo doña Perfecta,
bajando los ojos y cruzando las manos.—¡Todo sea por
Dios! Si hubiera sabido que lo tomabas así, no te habría30
dicho nada. Pepe, te ruego que me perdones.

Al oír esto y al ver la actitud sumisa de su bondadosa
tía, Pepe se sintió avergonzado de la dureza de sus anteriores
palabras, y procuró serenarse. Sacóle de su embarazosa
situación el venerable Penitenciario, que sonriendo
con su habitual benevolencia, habló de este modo:

—Señora doña Perfecta, es preciso tener tolerancia con
los artistas... ¡oh! yo he conocido muchos. Estos
señores, como vean delante de sí una estatua, una armadura5
mohosa, un cuadro podrido o una pared vieja, se olvidan
de todo. El Sr. D. José es artista, y ha visitado nuestra
catedral, como la visitan los Ingleses, los cuales de buena
gana se llevarían a sus museos hasta la última baldosa de
ella... Que estaban los fieles rezando; que el sacerdote10
alzó la Sagrada Hostia; que llegó el instante de la mayor
piedad y recogimiento; pues bien... ¿qué le importa
nada de esto a un artista? Es verdad que yo no sé lo que
vale el arte, cuando se le disgrega de los sentimientos que
expresa... pero en fin, hoy es costumbre adorar la forma,15
no la idea... Líbreme Dios de meterme a discutir este
tema con el Sr. D. José, que sabe tanto, y argumentando
con la primorosa sutileza de los modernos, confundiría al
punto mi espíritu, en el cual no hay más que fe.

—El empeño de ustedes de considerarme como el hombre20
más sabio de la tierra, me mortifica bastante—dijo Pepe,
recobrando la dureza de su acento.—Ténganme por tonto;
que prefiero la fama de necio a poseer esa ciencia de Satanás
que aquí me atribuyen.

Rosarito se echó a reír, y Jacinto creyó llegado el momento25
más oportuno para hacer ostentación de su erudita
personalidad.

—El panteísmo o panenteísmo están condenados por la
Iglesia, así como por las doctrinas de Schopenhauer y el
moderno Hartmann.30

—Señores y señoras—manifestó gravemente el canónigo,—los
hombres que consagran culto tan fervoroso al arte,
aunque sólo sea atendiendo a la forma, merecen el mayor
respeto. Más vale ser artista y deleitarse ante la belleza,
aunque sólo esté representada en las ninfas desnudas, que
ser indiferente y descreído en todo. En espíritu que se
consagra a la contemplación de la belleza no entrará completamente
el mal. Est Deus in nobis... Deus, entiéndase
bien. Siga, pues, el señor D. José admirando los5
prodigios de nuestra iglesia; que por mi parte le perdonaré
de buen grado las irreverencias, salva la opinión del señor
prelado.

—Gracias, Sr. D. Inocencio—dijo Pepe, sintiendo en sí
punzante y revoltoso el sentimiento de hostilidad hacia el10
astuto canónigo y no pudiendo dominar el deseo de mortificarle.—Por
lo demás, no crean ustedes que absorbían mi
atención las bellezas artísticas de que suponen lleno el
templo. Esas bellezas, fuera de la imponente arquitectura
de una parte del edificio y de los tres sepulcros que hay en15
las capillas del ábside y de algunos entalles del coro, yo no
las veo en ninguna parte. Lo que ocupaba mi entendimiento
era la consideración de la deplorable decadencia de
las artes religiosas, y no me causaban asombro, sino cólera,
las innumerables monstruosidades artísticas de que está20
llena la catedral.

El estupor de los circunstantes fué extraordinario.

—No puedo resistir—añadió Pepe,—aquellas imágenes
charoladas y bermellonadas, tan semejantes, perdóneme
Dios la comparación, a las muñecas con que juegan las25
niñas grandecitas. ¿Qué puedo decir de los vestidos de
teatro con que las cubren? Vi un San José con manto,
cuya facha no quiero calificar por respeto al Santo Patriarca
y a la Iglesia que le adora. En los altares se acumulan
imágenes del más deplorable gusto artístico, y la multitud30
de coronas, ramos, estrellas, lunas y demás adornos de
metal o papel dorado forman un aspecto de quincallería que
ofende el sentimiento religioso y hace desmayar nuestro
espíritu. Lejos de elevarse a la contemplación religiosa, se
abate, y la idea de lo cómico le perturba. Las grandes
obras del arte, dando formas sensibles a las ideas, a los
dogmas, a la fe, a la exaltación mística, realizan misión muy
noble. Los mamarrachos y las aberraciones del gusto, las
obras grotescas con que una piedad mal entendida llena5
las iglesias, también cumplen su objeto; pero éste es bastante
triste: fomentan la superstición, enfrían el entusiasmo,
obligan a los ojos del creyente a apartarse de los altares, y
con los ojos se apartan las almas que no tienen fe muy profunda
ni muy segura.10

—La doctrina de los iconoclastas—dijo Jacintito,—también
parece que está muy extendida en Alemania.

—Yo no soy iconoclasta, aunque prefiero la destrucción
de todas las imágenes a esta exhibición de chocarrerías de
que me ocupo—continuó el joven.—Al ver esto, es lícito15
defender que el culto debe recobrar la sencillez augusta de
los antiguos tiempos; pero no: no se renuncie al auxilio
admirable que las artes todas, empezando por la poesía y
acabando por la música, prestan a las relaciones entre el
hombre y Dios. Vivan las artes, despliéguese la mayor20
pompa en los ritos religiosos. Yo soy partidario de la
pompa....

—Artista, artista y nada más que artista—exclamó el
canónigo, moviendo la cabeza con expresión de lástima.—Buenas
pinturas, buenas estatuas, bonita música... Gala25
de los sentidos, y el alma que se la lleve el Demonio.

—Y a propósito de música—dijo Pepe Rey, sin advertir
el deplorable efecto que sus palabras producían en la madre
y la hija,—figúrense ustedes qué dispuesto estaría mi espíritu
a la contemplación religiosa al visitar la catedral, cuando30
de buenas a primeras y al llegar al ofertorio en la misa
mayor, el señor organista tocó un pasaje de La Traviata.

—En eso tiene razón el Sr. de Rey—dijo el abogadillo
enfáticamente.—El señor organista tocó el otro día todo el
brindis y el wals de la misma ópera y después un rondó de
La Gran Duquesa.

—Pero cuando se me cayeron las alas del corazón—continuó
el ingeniero implacablemente,—fué cuando vi
una imagen de la Virgen que parece estar en gran veneración,5
según la mucha gente que ante ella había y la multitud
de velas que la alumbraban. La han vestido con ahuecado
ropón de terciopelo bordado de oro, de tan extraña forma
que supera a las modas más extravagantes del día. Desaparece
su cara entre un follaje espeso, compuesto de mil10
suertes de encajes rizados con tenacillas, y la corona de
media vara de alto, rodeada de rayos de oro, es un disforme
catafalco que le han armado sobre la cabeza. De la misma
tela y con los mismos bordados son los pantalones del Niño
Jesús... No quiero seguir, porque la descripción de cómo15
están la madre y el hijo me llevaría quizás a cometer alguna
irreverencia. No diré más, sino que me fué imposible tener
la risa y que por breve rato contemplé la profanada imagen,
exclamando: "¡Madre y señora mía, cómo te han puesto!"


Concluídas estas palabras, Pepe observó a sus oyentes, y20
aunque a causa de la sombra crepuscular no se distinguían
bien los semblantes, creyó ver en alguno de ellos señales de
amarga consternación.

—Pues Sr. D. José—exclamó vivamente el canónigo,
riendo y con expresión de triunfo,—esa imagen que a la25
filosofía y panteísmo de usted parece tan ridícula, es nuestra
Señora del Socorro, patrona y abogada de Orbajosa, cuyos
habitantes la veneran de tal modo que serían capaces de
arrastrar por las calles al que hablase mal de ella. Las
crónicas y la historia, señor mío, están llenas de los milagros30
que ha hecho, y aun hoy día vemos constantemente
pruebas irrecusables de su protección. Ha de saber usted
también que su señora tía doña Perfecta es camarera mayor
de la Santísima Virgen del Socorro, y que ese vestido que
a usted le parece tan grotesco... pues... digo que ese
vestido tan grotesco a los impíos ojos de usted, salió de
esta casa, y que los pantalones del Niño obra son juntamente
de la maravillosa aguja y de la acendrada piedad de
su prima de usted, Rosarito, que nos está oyendo.5

Pepe Rey se quedó bastante desconcertado. En el
mismo instante levantóse bruscamente doña Perfecta, y sin
decir una palabra se dirigió hacia la casa, seguida por el
señor Penitenciario. Levantáronse también los restantes.
Disponíase el aturdido joven a pedir perdón a su prima por10
la irreverencia, cuando observó que Rosarito lloraba. Clavando
en su primo una mirada de amistosa y dulce reprensión,
exclamó:

—¡Pero qué cosas tienes!

Oyóse la voz de doña Perfecta que con alterado acento15
gritaba:

—¡Rosario, Rosario!

Ésta corrió hacia la casa.



X

La existencia de la discordia es evidente

Pepe Rey se encontraba turbado y confuso, furioso contra
los demás y contra sí mismo, procurando indagar la causa20
de aquella pugna entablada a pesar suyo entre su pensamiento
y el pensamiento de los amigos de su tía. Pensativo
y triste, augurando discordias, permaneció breve rato sentado
en el banco de la glorieta, con la barba apoyada en el pecho,
fruncido el ceño, cruzadas las manos. Se creía solo.25

De repente sintió una alegre voz que modulaba entre
dientes el estribillo de una canción de zarzuela. Miró y
vio a D. Jacinto en el rincón opuesto de la glorieta.

—¡Ah! Sr. de Rey—dijo de improviso el rapaz,—no
se lastiman impunemente los sentimientos religiosos de la30
inmensa mayoría de una nación... Si no, considere usted
lo que pasó en la primera revolución francesa....

Cuando Pepe oyó el zumbidillo de aquel insecto, su
irritación creció. Sin embargo, no había odio en su alma
contra el mozalvete doctor. Éste le mortificaba como5
mortifican las moscas; pero nada más. Rey sintió la
molestia que inspiran todos los seres importunos, y como
quien ahuyenta un zángano, contestó de este modo:

—¿Qué tiene que ver la revolución francesa con el manto
de la Virgen María?10

Levantóse para marchar hacia la casa, pero no había
dado cuatro pasos, cuando oyó de nuevo el zumbar del
mosquito que decía:

—Sr. D. José, tengo que hablar a usted de un asunto que
le interesa mucho, y que puede traerle algún conflicto....15

—¿Un asunto?—preguntó el joven retrocediendo.—Veamos
qué es eso.

—Usted lo sospechará tal vez—dijo Jacinto, acercándose
a Pepe, y sonriendo con expresión parecida a la de los
hombres de negocios, cuando se ocupan de alguno muy20
grave.—Quiero hablar a usted del pleito....

—¿Qué pleito?... Amigo mío, yo no tengo pleitos.
Usted, como buen abogado, sueña con litigios y ve papel
sellado por todas partes.

—¿Pero cómo?... ¿No tiene usted noticia de su25
pleito?—exclamó con asombro el niño.

—¡De mi pleito!... Cabalmente, yo no tengo pleitos,
ni los he tenido nunca.

—Pues si no tiene usted noticia, más me alegro de habérselo
advertido para que se ponga en guardia... Sí, señor,30
usted pleiteará.

—Y ¿con quién?

—Con el tío Licurgo y otros colindantes del predio llamado
los Alamillos.

Pepe Rey se quedó estupefacto.

—Sí señor—añadió el abogadillo.—Hoy hemos
celebrado el Sr. Licurgo y yo una larga conferencia. Como soy
tan amigo de esta casa, no he querido dejar de advertírselo
a usted, para que si lo cree conveniente, se apresure a5
arreglarlo todo.

—Pero yo ¿qué tengo que arreglar? ¿Qué pretende de
mí esa canalla?

—Parece que unas aguas que nacen en el predio de usted
han variado de curso y caen sobre unos tejares del susodicho10
Licurgo y un molino de otro, ocasionando daños de
consideración. Mi cliente... porque se ha empeñado en que le
he de sacar de este mal paso... mi cliente, digo, pretende
que usted restablezca el antiguo cauce de las aguas, para
evitar nuevos desperfectos y que le indemnice de los15
perjuicios que por indolencia del propietario superior ha sufrido.

—¡Y el propietario superior soy yo!... Si entro en
un litigio, ese será el primer fruto que en toda la vida me
han dado los célebres Alamillos, que fueron míos, y que
ahora, según entiendo, son de todo el mundo, porque lo20
mismo Licurgo que otros labradores de la comarca, me han
ido cercenando poco a poco, año tras año, pedazos de
terreno, y costará mucho restablecer los linderos de mi
propiedad.

—Ésa es cuestión aparte.25

—Ésa no es cuestión aparte. Lo que hay—exclamó el
ingeniero, sin poder contener su cólera,—es que el
verdadero pleito será el que yo entable contra tal gentuza, que
se propone sin duda aburrirme y desesperarme, para que
abandone todo y les deje continuar en posesión de sus30
latrocinios. Veremos si hay abogados y jueces que
apadrinen los torpes manejos de esos aldeanos legistas, que viven
pleiteando y son la polilla de la propiedad ajena.
Caballerito, doy a usted las gracias por haberme advertido los
66 ruines propósitos de esos palurdos más malos que Caco.
Con decirle a usted que ese mismo tejar y ese mismo molino
en que Licurgo apoya sus derechos, son míos....

—Debe hacerse una revisión de los títulos de propiedad
y ver si ha podido haber prescripción en esto—dijo Jacintito.5

—¡Qué prescripción ni qué....! Esos infames no se
reirán de mí. Supongo que la administración de justicia
sea honrada y leal en la ciudad de Orbajosa....

—¡Oh, lo que es eso!—exclamó el letradillo con
expresión de alabanza. El juez es una persona excelente. Viene10
aquí todas las noches.... Pero es extraño que usted no
tuviera noticias de las pretensiones del Sr. Licurgo. ¿No le
han citado aún para el juicio de conciliación?

—No.

—Será mañana.... En fin, yo siento mucho que el15
apresuramiento del Sr. Licurgo me haya privado del gusto
y de la honra de defenderle a usted, pero como ha de ser....
Licurgo se ha empeñado en que yo le he de sacar de penas.
Estudiaré la materia con el mayor detenimiento. Estas
pícaras servidumbres son el gran escollo de la20
jurisprudencia.

Pepe entró en el comedor en un estado moral muy
lamentable. Vió a doña Perfecta hablando con el
Penitenciario, y a Rosarito sola, con los ojos fijos en la puerta.
Esperaba sin duda a su primo.25

—Ven acá, buena pieza—dijo la señora, sonriendo con
muy poca espontaneidad.—Nos has insultado, gran ateo;
pero te perdonamos. Ya sé que mi hija y yo somos dos
palurdas incapaces de remontarnos a las regiones de las
matemáticas, donde tú vives; pero en fin... todavía es30
posible que algún día te pongas de rodillas ante nosotros,
rogándonos que te enseñemos la doctrina.

Pepe contestó con frases vagas y fórmulas de cortesía y
arrepentimiento.

—Por mi parte—dijo D. Inocencio, poniendo en los
ojos expresión de modestia y dulzura,—si en el curso de
estas vanas disputas he dicho algo que pueda ofender al Sr.
D. José, le ruego que me perdone. Aquí todos somos
amigos.5

—Gracias. No vale la pena.

—A pesar de todo—indicó doña Perfecta, sonriendo ya
con más naturalidad,—yo soy siempre la misma para mi
querido sobrino, a pesar de sus ideas extravagantes y antireligiosas...
¿De qué creerás que me pienso ocupar esta10
noche? Pues de quitarle de la cabeza al tío Licurgo esas
terquedades con que te piensa molestar. Le he mandado
venir, y en la galería me está esperando. Descuida, que
yo lo arreglaré, pues aunque conozco que no le falta
razón....15

—Gracias, querida tía—repuso el joven, sintiéndose
invadido por la onda de generosidad que tan fácilmente
nacía en su alma.

Pepe Rey dirigió la vista hacia donde estaba su prima,
con intención de unirse a ella; pero algunas preguntas20
sagaces del canónigo le retuvieron al lado de doña Perfecta.
Rosario estaba triste, oyendo con indiferencia melancólica
las palabras del abogadillo, que instalándose junto a ella,
había comenzado una retahila de conceptos empalagosos,
con importunos chistes sazonada y fatuidades del peor25
gusto.

—Lo peor para ti—dijo doña Perfecta a su sobrino
cuando le sorprendió observando la desacorde pareja que
formaban Rosario y Jacinto,—es que has ofendido a la
pobre Rosario. Debes hacer todo lo posible por desenojarla.30
¡La pobrecita es tan buena!...

—¡Oh, sí, tan buena!—añadió el canónigo,—que no
dudo perdonará a su primo.

—Creo que Rosario me ha perdonado ya—afirmó Rey.

—Y si no, en corazones angelicales no dura mucho el
resentimiento—dijo D. Inocencio melifluamente.—Yo tengo
gran ascendiente sobre esa niña, y procuraré disipar en su
alma generosa toda prevención contra usted. En cuanto yo
le diga dos palabras....5

Pepe Rey sintió que por su pensamiento pasaba una nube
y dijo con intención:

—Tal vez no sea preciso.

—No le hablo ahora—añadió el capitular,—porque
está embelesada oyendo las tonterías de Jacintillo....10
¡Demonches de chicos! Cuando pegan la hebra, hay que dejarles.

De pronto se presentaron en la tertulia el juez de primera
instancia, la señora del alcalde y el deán de la catedral.
Todos saludaron al ingeniero, demostrando en sus palabras
y actitudes que satisfacían, al verle, la más viva curiosidad.15
El juez era un mozalvete despabilado, de estos que todos
los días aparecen en los criaderos de eminencias, aspirando
recién empollados a los primeros puestos de la
administración y de la política. Dábase suma importancia, y hablando
de sí mismo y de su juvenil toga, parecía manifestar20
indirectamente gran enojo, porque no le hubieran hecho de golpe
y porrazo presidente del Tribunal Supremo. En aquellas
manos inexpertas, en aquel cerebro henchido de viento, en
aquella presunción ridícula había puesto el Estado las
funciones más delicadas y más difíciles de la humana25
justicia. Sus maneras eran de perfecto cortesano, y revelaba
escrupuloso y detallado esmero en todo lo concerniente a su
persona. Tenía la maldita manía de estarse quitando y
poniendo a cada instante los lentes de oro, y en su
conversación frecuentemente indicaba el empeño de ser transladado30
pronto a Madriz, para prestar sus imprescindibles servicios
en la secretaría de Gracia y Justicia.

La señora del alcalde era una dama bonachona, sin otra
flaqueza que suponerse muy relacionada en la Corte. Dirigió
a Pepe Rey diversas preguntas sobre modas, citando establecimientos
industriales donde le habían hecho una manteleta
o una falda en su último viaje, coetáneo de la visita
de Muley-Abbas, y también nombró a una docena de duquesas
y marquesas, tratándolas con tanta familiaridad como5
a amiguitas de escuela. Dijo también que la condesa de
M. (por sus tertulias famosa) era amiga suya, y que el 60
estuvo a visitarla, y la condesa la convidó a su palco en el
Real, donde vio a Muley-Abbas en traje de moro, acompañado
de toda su morería. La alcaldesa hablaba por los10
codos, como suele decirse, y no carecía de chiste.

El señor deán era un viejo de edad avanzada, corpulento
y encendido, pletórico, apoplético, un hombre que se salía
fuera de sí mismo por no caber en su propio pellejo, según
estaba de gordo y morcilludo. Procedía de la exclaustración;15
no hablaba más que de asuntos religiosos, y desde el
principio mostró hacia Pepe Rey el desdén más vivo. Éste
se mostraba cada vez más inepto para acomodarse a sociedad
tan poco de su gusto. Era su carácter nada maleable,
duro y de muy escasa flexibilidad, y rechazaba las perfidias20
y acomodamientos de lenguaje para simular la concordia
cuando no existía. Mantúvose, pues, bastante grave durante
el curso de la fastidiosa tertulia, obligado a resistir el ímpetu
oratorio de la alcaldesa que, sin ser la Fama, tenía el privilegio
de fatigar con cien lenguas el oído humano. Si en el25
breve respiro que esta señora daba a sus oyentes, Pepe Rey
quería acercarse a su prima, pegábasele el Penitenciario
como el molusco a la roca, y llevándole aparte con ademán
misterioso, le proponía un paseo a Mundogrande con el
Sr. D. Cayetano o una partida de pesca en las claras aguas30
del Nahara.

Por fin esto concluyó, porque todo concluye en este
mundo. Retiróse el señor deán, dejando la casa vacía, y
bien pronto no quedó de la señora alcaldesa más que un
eco, semejante al zumbido que recuerda en la humana oreja
el reciente paso de una tempestad. El juez privó también
a la tertulia de su presencia, y por fin D. Inocencio dió a su
sobrino la señal de partida.

—Vamos, niño, vámonos que es tarde—le dijo sonriendo.5
—¡Cuánto has mareado a la pobre Rosarito!... ¿Verdad,
niña? Anda, buena pieza, a casa pronto.

—Es hora de acostarse—dijo doña Perfecta.

—Hora de trabajar—repuso el abogadillo.

—Por más que le digo que despache los negocios de día—añadió10
el canónigo,—no hace caso.

—¡Son tantos los negocios... pero tantos...!

—No, di más bien que esa endiablada obra en que te has
metido... Él no lo quiere decir, Sr. D. José; pero sepa
usted que se ha puesto a escribir una obra sobre La influencia15
de la mujer en la sociedad cristiana, y además una
Ojeada sobre el movimiento católico en... no sé dónde.
¿Qué entiendes tú de ojeadas ni de influencias?... Estos
rapaces del día se atreven a todo. ¡Uf... qué chicos!...
Con que vámonos a casa. Buenas noches, señora doña20
Perfecta... buenas noches, Sr. D. José... Rosarito....

—Yo esperaré al Sr. D. Cayetano—dijo Jacinto,—para
que me dé el Augusto Nicolás.

—¡Siempre cargando libros... hombre!... A veces
entras en casa que pareces un burro. Pues bien, esperemos.25

—El Sr. D. Jacinto—dijo Pepe Rey,—no escribe a la
ligera y se prepara bien para que sus obras sean un tesoro
de erudición.

—Pero ese niño va a enfermar de la cabeza, Sr. D. Inocencio—objetó
doña Perfecta.—Por Dios, mucho cuidado.30
Yo le pondría tasa en sus lecturas.

—Ya que esperamos—indicó el doctorcillo con notorio
acento de presunción,—me llevaré también el tercer tomo
de Concilios, ¿No le parece a usted, tío?...