Doña Perfecta

—En tantos años que llevo de residencia en Orbajosa—dijo
el clérigo, frunciendo el ceño—he visto llegar aquí
innumerables personajes de la Corte, traídos unos por la
gresca electoral, otros por visitar algún abandonado terruño
o ver las antigüedades de la catedral, y todos entran5
hablándonos de arados ingleses, de trilladoras mecánicas, de
saltos de aguas, de bancos y qué sé yo cuántas majaderías.
El estribillo es que esto es muy malo y que podía ser mejor.
Váyanse con mil demonios, que aquí estamos muy bien sin
que los señores de la Corte nos visiten, mucho mejor sin oír10
ese continuo clamoreo de nuestra pobreza y de las grandezas
y maravillas de otras partes. Más sabe el loco en su casa
que el cuerdo en la ajena, ¿no es verdad, Sr. D. José? Por
supuesto, no se crea ni remotamente que lo digo por usted.
De ninguna manera. Pues no faltaba más. Ya sé que15
tenemos delante a uno de los jóvenes más eminentes de la
España moderna, a un hombre que sería capaz de transformar
en riquísimas comarcas nuestras áridas estepas....
Ni me incomodo porque usted me cante la vieja canción de
los arados ingleses y la arboricultura y la selvicultura....20
Nada de eso; a hombres de tanto, de tantísimo talento, se
les puede dispensar el desprecio que muestran hacia nuestra
humildad. Nada, amigo mío, nada, Sr. D. José, está usted
autorizado para todo, incluso para decirnos que somos poco
menos que cafres.25

Esta filípica, terminada con marcado tono de ironía y
harto impertinente toda ella, no agradó al joven; pero se
abstuvo de manifestar el más ligero disgusto y siguió la
conversación, procurando en lo posible huir de los puntos
en que el susceptible patriotismo del señor canónigo hallase30
fácil motivo de discordia. Éste se levantó en el momento
en que la señora hablaba con su sobrino de asuntos de
familia y dió algunos pasos por la estancia.

Era ésta vasta y clara, cubierta de antiguo papel, cuyas
flores y ramos, aunque descoloridos, conservaban su
primitivo dibujo, gracias al aseo que reinaba en todas y cada una
de las partes de la vivienda. El reloj, de cuya caja colgaban
al descubierto, al parecer, las inmóviles pesas y el voluble
péndulo, diciendo perpetuamente que no, ocupaba con su5
abigarrado horario el lugar preeminente entre los sólidos
muebles del comedor, completando el ornato de las paredes
una serie de láminas francesas que representaban las hazañas
del conquistador de Méjico, con prolijas explicaciones al
pie, en las cuales se hablaba de un Ferdinand Cortez y de10
una Donna Marine tan inverosímiles como las figuras
dibujadas por el ignorante artista. Entre las dos puertas
vidrieras que comunicaban con la huerta había un aparato de
latón, que no es preciso describir desde que se diga que
servía de sustentáculo a un loro, el cual se mantenía allí con15
la seriedad y circunspección propias de estos animalejos,
observándolo todo. La fisonomía irónica y dura de los
loros, su casaca verde, su gorrete encarnado, sus botas
amarillas y por último las roncas palabras burlescas que
suelen pronunciar, les dan un aspecto extraño y repulsivo20
entre serio y ridículo. Tienen no sé qué rígido empaque
de diplomáticos. A veces parecen bufones, y siempre se
asemejan a ciertos finchados hombres, que por querer
parecer muy superiores, tiran a la caricatura.

Era el Penitenciario muy amigo del loro. Cuando dejó25
a la señora y a Rosario en coloquio con el viajero, llegóse
a él, y dejándose morder con la mayor complacencia el
dedo índice, le dijo:

—Tunante, bribón, ¿por qué no hablas? Poco valdrías,
si no fueras charlatán. De charlatanes está lleno el mundo30
de los hombres y el de los pájaros.

Luego cogió con su propia venerable mano algunos garbanzos
del cercano cazuelillo y se los dió a comer. El
animal empezó a llamar a la criada pidiéndole chocolate, y
sus palabras distrajeron a las dos damas y al caballero de
una conversación que no debía de ser muy importante.



VI

Donde se ve que puede surgir la desavenencia cuando menos se
espera

De súbito se presentó el Sr. D. Cayetano Polentinos,
hermano político de doña Perfecta, el cual entró con los
brazos abiertos, gritando:5

—Venga acá, Sr. D. José de mi alma.

Y se abrazaron cordialmente. D. Cayetano y Pepe se
conocían, porque el distinguido erudito y bibliófilo solía
hacer excursiones a Madrid cuando se anunciaba almoneda
de libros, procedente de la testamentaría de algún buquinista.10
Era D. Cayetano alto y flaco, de edad mediana, si bien el
continuo estudio o los padecimientos le habían desmejorado
mucho; se expresaba con una corrección alambicada que le
sentaba a las mil maravillas, y era cariñoso y amable, a
veces con exageración. Respecto de su vasto saber, ¿qué15
puede decirse sino que era un verdadero prodigio? En
Madrid su nombre no se pronunciaba sin respeto, y si D.
Cayetano residiera en la capital, no se escapara sin
pertenecer, a pesar de su modestia, a todas las academias
existentes y por existir. Pero él gustaba del tranquilo aislamiento,20
y el lugar que en el alma de otros tiene la vanidad, teníalo
en el suyo la pasión pura de los libros, el amor al estudio
solitario y recogido, sin otra ulterior mira y aliciente que los
propios libros y el estudio mismo.

Había formada en Orbajosa una de las más ricas25
bibliotecas que en toda la redondez de España se encuentran, y
dentro de ella pasaba largas horas del día y de la noche,
compilando, clasificando, tomando apuntes y entresacando
diversas suertes de noticias preciosísimas, o realizando
quizás algún inaudito y jamás soñado trabajo, digno de tan
gran cabeza. Sus costumbres eran patriarcales; comía
poco, bebía menos, y sus únicas calaveradas consistían en
alguna merienda en los Alamillos, en días muy sonados, y5
paseos diarios a un lugar llamado Mundogrande, donde a
menudo eran desenterradas del fango de veinte siglos
medallas romanas y pedazos de arquitrabe, extraños plintos de
desconocida arquitectura y tal cual ánfora o cubicularia
de inestimable precio.10

Vivían D. Cayetano y doña Perfecta en una armonía tal,
que la paz del Paraíso no se le igualara. Jamás riñeron.
Es verdad que él no se mezclaba para nada en los asuntos
de la casa, ni ella en los de la biblioteca más que para
hacerla barrer y limpiar todos los sábados, respetando con15
religiosa admiración los libros y papeles que sobre la mesa
y en diversos parajes estaban de servicio.

Después de las preguntas y respuestas propias del caso,
D. Cayetano dijo:

—Ya he visto la caja. Siento mucho que no me trajeras20
la edición de 1527. Tendré que hacer yo mismo un viaje a
Madrid.... ¿Vas a estar aquí mucho tiempo? Mientras
más, mejor, querido Pepe. ¡Cuánto me alegro de tenerte
aquí! Entre los dos vamos a arreglar parte de mi biblioteca
y a hacer un índice de escritores de la Gineta. No25
siempre se encuentra a mano un hombre de tanto talento como
tú.... Verás mi biblioteca.... Podrás darte en ella unos
atracones de lectura.... Todo lo que quieras.... Verás
maravillas, verdaderas maravillas, tesoros inapreciables,
rarezas que sólo yo poseo, sólo yo.... Pero, en fin, me parece30
que ya es hora de comer, ¿no es verdad, José? ¿No es verdad,
Perfecta? ¿No es verdad, Rosarito? ¿No es verdad, Sr.
D. Inocencio?... hoy es usted dos veces Penitenciario:
dígolo porque nos acompañará usted a hacer penitencia.
El canónigo se inclinó, y sonriendo mostraba
simpáticamente su aquiescencia. La comida fué cordial, y en todos
los manjares se advertía la abundancia desproporcionada de
los banquetes de pueblo, realizada a costa de la variedad.
Había para atracarse doble número de personas que las allí5
reunidas. La conversación recayó en asuntos diversos.

—Es preciso que visite usted cuanto antes nuestra
catedral—dijo el canónigo.—¡Como ésta hay pocas, Sr.
D. José!... Verdad es que usted, que tantas maravillas
ha visto en el extranjero, no encontrará nada notable en10
nuestra vieja iglesia.... Nosotros los pobres patanes de
Orbajosa la encontramos divina. El maestro López de
Berganza, racionero de ella, la llamaba en el siglo XVI
pulchra augustina.... Sin embargo, para hombres de tanto
saber como usted, quizá no tenga ningún mérito, y cualquier15
mercado de hierro será más bello.

Cada vez disgustaba más a Pepe Rey el lenguaje irónico
del sagaz canónigo; pero resuelto a contener y disimular
su enfado, no contestó sino con palabras vagas. Doña Perfecta
tomó en seguida la palabra, y jovialmente se expresó20
así:

—Cuidado, Pepito; te advierto que si hablas mal de
nuestra santa iglesia, perderemos las amistades. Tú sabes
mucho y eres un hombre eminente que de todo entiendes;
pero si has de descubrir que esa gran fábrica no es la octava25
maravilla, guárdate en buen hora tu sabiduría y no nos saques
de bobos....

—Lejos de creer que este edificio no es bello—repuso
Pepe—lo poco que de su exterior he visto me ha parecido
de imponente hermosura. De modo, señora tía, que no hay30
para qué asustarse; ni yo soy sabio ni mucho menos.

—Poco a poco—dijo el canónigo, extendiendo la mano
y dando paz a la boca por breve rato para que, hablando,
descansase del mascar.—Alto allá: no venga usted aquí
haciéndose el modesto, Sr. D. José, que hartos estamos de
saber lo muchísimo que usted vale, la gran fama de que
goza y el papel importantísimo que desempeñará donde
quiera que se presente. No se ven hombres así todos los
días. Pero ya que de este modo ensalzo los méritos de5
usted....

Detúvose para seguir comiendo, y luego que la sin hueso
quedó libre, continuó así:

—Ya que de este modo ensalzo los méritos de usted,
permítaseme expresar otra opinión con la franqueza que es10
propia de mi carácter. Sí, Sr. D. José: sí, Sr. D. Cayetano;
sí, señora y niña mías; la ciencia, tal como la estudian y la
propagan los modernos, es la muerte del sentimiento y de
las dulces ilusiones. Con ella la vida del espíritu se amengua;
todo se reduce a reglas fijas, y los mismos encantos15
sublimes de la Naturaleza desaparecen. Con la ciencia
destrúyese lo maravilloso en las artes, así como la fe en el
alma. La ciencia dice que todo es mentira y todo lo quiere
poner en guarismos y rayas, no sólo maria ac terras, donde
estamos nosotros, sino también caelumque profundum, donde20
está Dios... Los admirables sueños del alma, su arrobamiento
místico; la inspiración misma de los poetas, mentira.
El corazón es una esponja, el cerebro una gusanera.

Todos rompieron a reír, mientras él daba paso a un trago
de vino.25

—Vamos, ¿me negará el Sr. D. José—añadió el sacerdote—que
la ciencia, tal como se enseña y se propaga hoy,
va derecho a hacer del mundo y del género humano una
gran máquina?

—Eso según y conforme—dijo D. Cayetano.—Todas30
las cosas tienen su pro y su contra.

—Tome usted más ensalada, señor Penitenciario—dijo
doña Perfecta.—Está cargadita de mostaza, como a usted
le gusta.

Pepe Rey no gustaba de entablar vanas disputas, ni era
pedante, ni alardeaba de erudito, mucho menos ante mujeres
y en reuniones de confianza; pero la importuna verbosidad
agresiva del canónigo necesitaba, según él, un correctivo.
Para dárselo le pareció mal sistema exponer ideas que,5
concordando con las del canónigo, halagasen a éste, y decidió
manifestar las opiniones que más contrariaran y más
acerbamente mortificasen al mordaz Penitenciario.

—Quieres divertirte conmigo—dijo para sí.—Verás
qué mal rato te voy a dar.10

Y luego añadió en voz alta:

—Cierto es todo lo que el señor Penitenciario ha dicho
en tono de broma. Pero no es culpa nuestra que la ciencia
esté derribando a martillazos un día y otro tanto ídolo vano,
la superstición, el sofisma, las mil mentiras de lo pasado,15
bellas las unas, ridículas las otras, pues de todo hay en la
viña del Señor. El mundo de las ilusiones, que es como si
dijéramos un segundo mundo, se viene abajo con estrépito.
El misticismo en religión, la rutina en la ciencia, el
amaneramiento en las artes, caen como cayeron los dioses paganos,20
entre burlas. Adiós, sueños torpes, el género humano
despierta y sus ojos ven la claridad. El sentimentalismo vano,
el misticismo, la fiebre, la alucinación, el delirio desaparecen,
y el que antes era enfermo hoy está sano y se goza con
placer indecible en la justa apreciación de las cosas. La25
fantasía, la terrible loca, que era el ama de la casa, pasa a
ser criada.... Dirija usted la vista a todos lados, señor
Penitenciario, y verá el admirable conjunto de realidad que
ha sustituído a la fábula. El cielo no es una bóveda, las
estrellas no son farolillos, la luna no es una cazadora30
traviesa, sino un pedrusco opaco; el sol no es un cochero
emperegilado y vagabundo, sino un incendio fijo. Las
sirtes no son ninfas, sino dos escollos; las sirenas son
focas, y en el orden de las personas Mercurio es Manzanedo;
Marte es un viejo barbilampiño, el conde de Moltke;
Néstor puede ser un señor de gabán que se llama monsieur
Thiers; Orfeo es Verdi; Vulcano es Krupp; Apolo es
cualquier poeta. ¿Quiere usted más? Pues Júpiter, un
Dios digno de ir a presidio si viviera aún, no descarga el5
rayo, sino que el rayo cae cuando a la electricidad le da la
gana. No hay Parnaso, no hay Olimpo; no hay laguna
Estigia, ni otros Campos Elíseos que los de París. No hay
ya más bajada al infierno que las de la geología, y este
viajero, siempre que vuelve, dice que no hay condenados en el10
centro de la tierra. No hay más subidas al cielo que las de
la astronomía, y ésta a su regreso asegura no haber visto los
seis o siete pisos de que hablan el Dante y los místicos y
soñadores de la Edad Media. No encuentra sino astros
y distancias, líneas, enormidades de espacio y nada más.15
Ya no hay falsos cómputos de la edad del mundo, porque
la paleontología y la prehistoria han contado los dientes de
esta calavera en que vivimos y averiguado su verdadera
edad. La fábula, llámese paganismo o idealismo cristiano,
ya no existe, y la imaginación está de cuerpo presente.20
Todos los milagros posibles se reducen a los que yo hago
cuando se me antoja en mi gabinete con una pila de
Bunsen, un hilo inductor y una aguja imantada. Ya no hay
más multiplicaciones de panes y peces que las que hace la
industria con sus moldes y máquinas y las de la imprenta,25
que imita a la Naturaleza sacando de un solo tipo millones
de ejemplares. En suma, señor canónigo de mi alma, se
han corrido las órdenes para dejar cesantes a todos los
absurdos, falsedades, ilusiones, ensueños, sensiblerías y
preocupaciones que ofuscan el entendimiento del hombre.30
Celebremos el suceso.

Cuando concluyó de hablar, en los labios del canónigo
retozaba una sonrisilla, y sus ojos habían tomado animación
extraordinaria. D. Cayetano se ocupaba en dar diversas
formas, ora romboides, ora prismáticas, a una bolita de pan.
Pero doña Perfecta estaba pálida y fijaba sus ojos en el
canónigo con insistencia observadora. Rosarito
contemplaba llena de estupor a su primo. Éste se inclinó hacia
ella, y al oído le dijo disimuladamente en voz muy baja:5

—No me hagas caso, primita. Digo estos disparates
para sulfurar al señor canónigo.



VII

La desavenencia crece

—Puede que creas—indicó doña Perfecta con ligero
acento de vanidad,—que el señor D. Inocencio se va a
quedar callado sin contestarte a todos y cada uno de esos10
puntos.

—¡Oh, no!—exclamó el canónigo, arqueando las cejas.

—No mediré yo mis escasas fuerzas con adalid tan valiente
y al mismo tiempo tan bien armado. El Sr. D. José lo
sabe todo, es decir, tiene a su disposición todo el arsenal15
de las ciencias exactas. Bien sé que la doctrina que
sustenta es falsa; pero yo no tengo talento ni elocuencia para
combatirla. Emplearía yo las armas del sentimiento; emplearía
argumentos teológicos, sacados de la revelación, de
la fe, de la palabra divina; pero ¡ay! el Sr. D. José, que20
es un sabio eminente, se reiría de la teología, de la fe, de
la revelación, de los santos profetas, del Evangelio. Un
pobre clérigo ignorante, un desdichado que no sabe matemáticas,
ni filosofía alemana en que hay aquello de yo y no
yo,
un pobre dómine que no sabe más que la ciencia de Dios25
y algo de poetas latinos, no puede entrar en combate con
estos bravos corifeos.

Pepe Rey prorrumpió en francas risas.

—Veo que el Sr. D. Inocencio—dijo,—ha tomado
por lo serio estas majaderías que he dicho. Vaya, señor30
canónigo, vuélvanse cañas las lanzas y todo se acabó.
Seguro estoy de que mis verdaderas ideas y las de usted
no están en desacuerdo. Usted es un varón piadoso e
instruído. Aquí el ignorante soy yo. Si he querido5
bromear, dispénsenme todos: yo soy así.

—Gracias—repuso el presbítero visiblemente
contrariado.—¿Ahora salimos con ésa? Bien sé yo, bien
sabemos todos que las ideas que usted ha sustentado son las
suyas. No podía ser de otra manera. Usted es el hombre
del siglo. No puede negarse que su entendimiento es prodigioso,10
verdaderamente prodigioso. Mientras usted
hablaba, yo, lo confieso ingénuamente, al mismo tiempo que en
mi interior deploraba error tan grande, no podía menos de
admirar lo sublime de la expresión, la prodigiosa facundia,
el método sorprendente de su raciocinio, la fuerza de los15
argumentos.... ¡Qué cabeza, señora doña Perfecta, qué
cabeza la de este joven sobrino de usted! Cuando estuve
en Madrid y me llevaron al Ateneo, confieso que me quedé
absorto al ver el asombroso ingenio que Dios ha dado a los
ateos y protestantes.20

—Sr. D. Inocencio—dijo doña Perfecta, mirando
alternativamente a su sobrino y a su amigo,—creo que usted al
juzgar a este chico, traspasa los límites de la benevolencia....
No te enfades, Pepe, ni hagas caso de lo que digo,
porque yo ni soy sabia ni filósofa, ni teóloga; pero me25
parece que el señor D. Inocencio acaba de dar una prueba
de su gran modestia y caridad cristiana, negándose a
apabullarte, como podía hacerlo, si hubiese querido.

—¡Señora, por Dios!—dijo el eclesiástico.

—Él es así—añadió la señora.—Siempre haciéndose la30
mosquita muerta.... Y sabe más que los siete doctores.
¡Ay, Sr. D. Inocencio, qué bien le sienta a usted el nombre
que tiene! Pero no se nos venga acá con humildades
importunas. Si mi sobrino no tiene pretensiones.... Si
él sabe lo que le han enseñado y nada más.... Si ha
aprendido el error, ¿qué más puede desear sino que usted
le ilustre y le saque del infierno de sus falsas doctrinas?

—Justamente, no deseo otra cosa, sino que el señor
Penitenciario me saque....—murmuró Pepe,5
comprendiendo que, sin quererlo, se había metido en un laberinto.

—Yo soy un pobre clérigo que no sabe más que la ciencia
antigua—repuso D. Inocencio.—Reconozco el inmenso
valor científico mundano del Sr. D. José, y ante tan brillante
oráculo, callo y me postro.10

Diciendo esto, el canónigo cruzaba ambas manos sobre
el pecho, inclinando la cabeza. Pepe Rey estaba un si es
no es turbado a causa del giro que diera su tía a una vana
disputa festiva en la que tomó parte tan sólo por acalorar
un poco la conversación. Creyó lo más prudente poner15
punto en tan peligroso tratado, y con este fin dirigió una
pregunta al Sr. D. Cayetano, cuando éste, despertando del
vaporoso letargo que tras los postres le sobrevino, ofrecía a
los comensales los indispensables palillos clavados en un
pavo de porcelana que hacía la rueda.20

—Ayer he descubierto una mano empuñando el asa de un
ánfora, en la cual hay varios signos hieráticos. Te la
enseñaré—dijo D. Cayetano, gozoso de plantear un tema de
su predilección.

—Supongo que el Sr. de Rey será también muy experto25
en cosas de arqueología—dijo el canónigo que, siempre
implacable, corría tras su víctima, siguiéndola hasta su más
escondido refugio.

—Por supuesto—dijo doña Perfecta.—¿De qué no
entenderán estos despabilados niños del día? Todas las30
ciencias las llevan en las puntas de los dedos. Las
universidades y las academias les instruyen de todo en un
periquete, dándoles patente de sabiduría.

—¡Oh! eso es injusto—repuso el canónigo, observando
la penosa impresión que manifestaba el semblante del
ingeniero.

—Mi tía tiene razón—afirmó Pepe.—Hoy aprendemos
un poco de todo, y salimos de las escuelas con rudimentos
de diferentes estudios.5

—Decía—añadió el canónigo,—que será usted un gran
arqueólogo.

—No sé una palabra de esa ciencia—repuso el joven.—Las
ruinas son ruinas, y nunca me ha gustado empolvarme
en ellas.10

Don Cayetano hizo una mueca muy expresiva.

—No es esto condenar la arqueología—dijo vivamente
el sobrino de doña Perfecta, advirtiendo con dolor que no
pronunciaba una palabra sin herir a alguien.—Bien sé que
del polvo sale la historia. Esos estudios son preciosos y15
utilísimos.

—Usted—dijo el Penitenciario, metiéndose el palillo en
la última muela,—se inclinará más a los estudios de
controversia. Ahora se me ocurre una excelente idea. Sr. D.
José, usted debiera ser abogado.20

—La abogacía es una profesión que aborrezco—replicó
Pepe Rey.—Conozco abogados muy respetables, entre ellos
a mi padre, que es el mejor de los hombres. A pesar de
tan buen ejemplo, en mi vida me hubiera sometido a ejercer
una profesión que consiste en defender lo mismo el pro que25
el contra de las cuestiones. No conozco error, ni
preocupación, ni ceguera más grande que el empeño de las familias
en inclinar a la mejor parte de la juventud a la abogacía.
La primera y más terrible plaga de España es la turbamulta
de jóvenes abogados, para cuya existencia es necesaria una30
fabulosa cantidad de pleitos. Las cuestiones se multiplican
en proporción de la demanda. Aun así, muchísimos se
quedan sin trabajo, y como un señor jurisconsulto no puede
tomar el arado ni sentarse al telar, de aquí proviene ese
brillante escuadrón de holgazanes, llenos de pretensiones,
que fomentan la empleomanía, perturban la política, agitan
la opinión y engendran las revoluciones. De alguna parte
han de comer. Mayor desgracia sería que hubiera pleitos
para todos.5

—Pepe, por Dios, mira lo que hablas—dijo doña Perfecta,
con marcado tono de severidad.—Pero dispénsele usted,
Sr. D. Inocencio... porque él ignora que usted tiene un
sobrinito, el cual, aunque recién salido de la Universidad,
es un portento en la abogacía.10

—Yo hablo en términos generales—manifestó Pepe con
firmeza.—Siendo, como soy, hijo de un abogado ilustre, no
puedo desconocer que algunas personas ejercen esta noble
profesión con verdadera gloria.

—No... si mi sobrino es un chiquillo todavía—dijo15
el canónigo, afectando humildad.—Muy lejos de mi ánimo
afirmar que es un prodigio de saber, como el Sr. de Rey.
Con el tiempo ¿quién sabe?... Su talento no es brillante
ni seductor. Por supuesto, las ideas de Jacintito son
sólidas, su criterio sano; lo que sabe lo sabe a macha20
martillo. No conoce sofisterías ni palabras huecas....

Pepe Rey aparecía cada vez más inquieto. La idea de
que, sin quererlo, estaba en contradicción con las ideas
de los amigos de su tía, le mortificaba, y resolvió callar por
temor a que él y D. Inocencio concluyeran tirándose los25
platos a la cabeza. Felizmente, el esquilón de la catedral,
llamando a los canónigos a la importante tarea del coro, le
sacó de situación tan penosa. Levantóse el venerable
varón y se despidió de todos, mostrándose con Pepe tan
lisonjero, tan amable, cual si la amistad más íntima desde30
largo tiempo les uniera. El canónigo, después de ofrecerse
a él para servirle en todo, le prometió presentarle a su
sobrino, a fin de que le acompañase a ver la población, y le
dijo las expresiones más cariñosas, dignándose agraciarle al
salir con una palmadita en el hombro. Pepe Rey, aceptando
con gozo aquellas fórmulas de concordia, vió, sin embargo,
el cielo abierto cuando el sacerdote salió del comedor y de
la casa.



VIII

A toda prisa

Poco después la escena había cambiado. Don Cayetano,5
encontrando descanso a sus sublimes tareas en un dulce
sueño que de él se amparó, yacía blandamente en un sillón
del comedor. Doña Perfecta andaba en la casa tras sus
quehaceres. Rosarito, sentándose junto a una de las
vidrieras que a la huerta se abrían, miró a su primo, diciéndole10
con la muda oratoria de los ojos:

—Primo, siéntate aquí junto a mí, y dime todo eso que
tienes que decirme.

Éste, aunque matemático, lo comprendió.

—Querida prima—dijo Pepe,—¡cuánto te habrás aburrido15
hoy con nuestras disputas! Bien sabe Dios que por
mi gusto no habría pedanteado como viste; pero el señor
canónigo tiene la culpa.... ¿Sabes que me parece singular
ese señor sacerdote?...

—¡Es una persona excelente!—repuso Rosarito,20
demostrando el gozo que sentía por verse en disposición de dar
a su primo todos los datos y noticias que necesitase.

—¡Oh! sí, una excelente persona. ¡Bien se conoce!

—Cuando le sigas tratando, conocerás....

—Que no tiene precio. En fin, basta que sea amigo de25
tu mamá y tuyo para que también lo sea mío—afirmó el
joven.—¿Y viene mucho acá?

—Toditos los días. Nos acompaña mucho—- repuso
Rosarito con ingenuidad.—¡Qué bueno y qué amable es!
¡Y cómo me quiere!30

—Vamos, ya me va gustando ese señor.

—Viene también por las noches a jugar al tresillo—añadió
la joven,—porque a prima noche se reunen aquí algunas
personas, el juez de primera instancia, el promotor fiscal,
el deán, el secretario del obispo, el alcalde, el recaudador5
de contribuciones, el sobrino de D. Inocencio....

—¡Ah! Jacintito, el abogado.

—Ése. Es un pobre muchacho, más bueno que el pan.
Su tío le adora. Desde que vino de la Universidad, con su
borla de doctor... porque es doctor de un par de10
facultades, y sacó nota de sobresaliente... ¿qué crees tú?
¡vaya!... pues desde que vino, su tío le trae aquí con
mucha frecuencia. Mamá también le quiere mucho....
Es un muchacho muy formalito. Se retira temprano con
su tío; no va nunca al Casino por las noches, no juega ni15
derrocha, y trabaja en el bufete de D. Lorenzo Ruiz, que
es el primer abogado de Orbajosa. Dicen que Jacinto será
un gran defensor de pleitos.

—Su tío no exageraba al elogiarle—dijo Pepe.—Siento
mucho haber dicho aquellas tonterías sobre los abogados....20
Querida prima, ¿no es verdad que estuve inconveniente?

—Calla, si a mí me parece que tienes mucha razón.

—¿Pero de veras, no estuve un poco?

—Nada, nada.

—¡Qué peso me quitas de encima! La verdad es que25
me encontré, sin saber cómo, en una contradicción constante
y penosa con ese venerable sacerdote. Lo siento mucho.

—Lo que yo creo—dijo Rosarito, clavando en él sus
ojos llenos de expresión cariñosa,—es que tú no eres para
nosotros.30

—¿Qué significa eso?

—No sé si me explico bien, primo. Quiero decir que no
es fácil te acostumbres a la conversación ni a las ideas de
la gente de Orbajosa. Se me figura... es una suposición.

—¡Oh! no: yo creo que te equivocas.

—Tú vienes de otra parte, de otro mundo, donde las
personas son muy listas, muy sabias, y tienen unas maneras
finas y un modo de hablar ingenioso, y una figura...
puede ser que no me explique bien. Quiero decir que5
estás habituado a vivir entre una sociedad escogida; sabes
mucho... Aquí no hay lo que tú necesitas; aquí no hay
gente sabia, ni grandes finuras. Todo es sencillez, Pepe.
Se me figura que te aburrirás, que te aburrirás mucho, y al
fin tendrás que marcharte.10

La tristeza, que era normal en el semblante de Rosarito,
se mostró con tintas y rasgos tan notorios, que Pepe Rey
sintió una emoción profunda.

—Estás en un error, querida prima. Ni yo traigo aquí
la idea que supones, ni mi carácter ni mi entendimiento15
están en disonancia con los caracteres y las ideas de aquí.
Pero vamos a suponer por un momento que lo estuvieran.

—Vamos a suponerlo....

—En ese caso, tengo la firme convicción de que entre tú
y yo, entre nosotros dos, querida Rosario, se establecerá20
una armonía perfecta. Sobre esto no puedo engañarme.
El corazón me dice que no me engaño.

Rosarito se ruborizó; pero esforzándose en hacer huir
su sonrojo con sonrisas y miradas dirigidas aquí y allí, dijo:

—No vengas ahora con artificios. Si lo dices porque yo25
he de encontrar siempre bien todo lo que digas, tienes
razón.

—Rosario—exclamó el joven.—Desde que te vi, mi
alma se sintió llena de una alegría muy viva... he sentido
al mismo tiempo un pesar, el de no haber venido antes a30
Orbajosa.

—Eso sí que no lo he de creer—dijo ella, afectando
jovialidad para encubrir medianamente su emoción.—¿Tan
pronto?... No vengas ahora con palabrotas... Mira,
Pepe, yo soy una lugareña; yo no sé hablar más que cosas
vulgares; yo no sé francés; yo no me visto con elegancia;
yo apenas sé tocar el piano; yo....

—¡Oh, Rosario!—exclamó con ardor el joven.—Dudaba
que fueses perfecta; ahora ya sé que lo eres.5

Entró de súbito la madre. Rosarito, que nada tenía que
contestar a las últimas palabras de su primo, conoció, sin
embargo, la necesidad de decir algo, y mirando a su madre,
habló así:

—¡Ah! se me había olvidado poner la comida al loro.10

—No te ocupes de eso ahora. ¿Para qué os estáis ahí?
Lleva a tu primo a dar un paseo por la huerta.

La señora se sonreía con bondad maternal, señalando a
su sobrino la frondosa arboleda que tras los cristales
aparecía.15

—Vamos allá—dijo Pepe levantándose.

Rosarito se lanzó como un pájaro puesto en libertad hacia
la vidriera.

—Pepe, que sabe tanto y ha de entender de árboles—afirmó
doña Perfecta,—te enseñará cómo se hacen los20
ingertos. A ver qué opina él de esos peralitos que se van
a trasplantar.

—Ven, ven—dijo Rosarito desde fuera.

Llamaba a su primo con impaciencia. Ambos desaparecieron
entre el follaje. Doña Perfecta les vió alejarse, y25
después se ocupó del loro. Mientras le renovaba la comida,
dijo en voz muy baja, con ademán pensativo:

—¡Qué despegado es! Ni siquiera le ha hecho una
caricia al pobre animalito.

Luego en voz alta añadió, creyendo en la posibilidad de30
ser oída por su cuñado:

—Cayetano, ¿qué te parece el sobrino?... ¡Cayetano!

Sordo gruñido indicó que el anticuario volvía al conocimiento
de este miserable mundo.

—Cayetano....

—Eso es... eso es...—murmuró con torpe voz el
sabio,—ese caballerito sostendrá como todos la opinión
errónea de que las estatuas de Mundogrande proceden de
la primera inmigración fenicia. Yo le convenceré....5

—Pero Cayetano....

—Pero Perfecta.... ¡Bah! ¿También ahora
sostendrás que he dormido?

—No, hombre, ¡qué he de sostener yo tal desatino!...
¿Pero no me dices qué te parece ese joven?10

Don Cayetano se puso la palma de la mano ante la boca
para bostezar más a gusto, y después entabló una larga
conversación con la señora. Los que nos han transmitido
las noticias necesarias a la composición de esta historia,
pasan por alto aquel diálogo, sin duda porque fué demasiado15
secreto. En cuanto a lo que hablaron el ingeniero y
Rosarito en la huerta aquella tarde, parece evidente que no es
digno de mención.

En la tarde del siguiente día ocurrieron, sí, cosas que no
deben pasarse en silencio, por ser de la mayor gravedad.20
Hallábanse solos ambos primos a hora bastante avanzada
de la tarde, después de haber discurrido por distintos
parajes de la huerta, atentos el uno al otro y sin tener alma
ni sentidos más que para verse y oírse.

—Pepe—decía Rosario,—todo lo que me has dicho es25
una fantasía, una cantinela de esas que tan bien sabéis
hacer los hombres de chispa. Tú piensas que, como soy
lugareña, creo cuanto me dicen.

—Si me conocieras, como yo creo conocerte a ti, sabrías
que jamás digo sino lo que siento. Pero dejémonos de30
sutilezas tontas y de argucias de amantes que no conducen
sino a falsear los sentimientos. Yo no hablaré contigo más
lenguaje que el de la verdad. ¿Eres acaso una señorita
a quien he conocido en el paseo o en la tertulia y con la
cual pienso pasar un rato divertido? No. Eres mi prima.
Eres algo más.... Rosario, pongamos de una vez las
cosas en su verdadero lugar. Fuera rodeos. Yo he venido
aquí a casarme contigo.

Rosario sintió que su rostro se abrasaba y el corazón no5
le cabía en el pecho.

—Mira, querida prima—añadió el joven,—te juro que
si no me hubieras gustado, ya estaría lejos de aquí.
Aunque la cortesía y la delicadeza me habrían obligado a hacer
esfuerzos, no me hubiera sido fácil disimular mi desengaño.10
Yo soy así.

—Primo, casi acabas de llegar—dijo lacónicamente
Rosarito, esforzándose en reír.

—Acabo de llegar y ya sé todo lo que tenía que saber;
sé que te quiero; que eres la mujer que desde hace tiempo15
me está anunciando el corazón, diciéndome noche y día...
"ya viene, ya está cerca; que te quemas."

Esta frase sirvió de pretexto a Rosario para soltar la risa
que en sus labios retozaba. Su espíritu se desvanecía
alborozado en una atmósfera de júbilo.20

—Tú te empeñas en que no vales nada—continuó Pepe,—y
eres una maravilla. Tienes la cualidad admirable de
estar a todas horas proyectando sobre cuanto te rodea la
divina luz de tu alma. Desde que se te ve, desde que se te
mira, los nobles sentimientos y la pureza de tu corazón25
se manifiestan. Viéndote, se ve una vida celeste que por
descuido de Dios está en la tierra; eres un ángel y yo te
adoro como un tonto.

Al decir esto, parecía haber desempeñado una grave
misión. Rosarito vióse de súbito dominada por tan viva30
sensibilidad, que la escasa energía de su cuerpo no pudo
corresponder a la excitación de su espíritu, y desfalleciendo,
dejóse caer sobre una piedra que hacía las veces de asiento
en aquellos amenos lugares. Pepe se inclinó hacia ella.
Notó que cerraba los ojos, apoyando la frente en la palma
de la mano. Poco después, la hija de doña Perfecta
Polentinos dirigía a su primo, entre dulces lágrimas, una mirada
tierna, seguida de estas palabras:

—Te quiero desde antes de conocerte.5

Apoyadas sus manos en las del joven, se levantó, y sus
cuerpos desaparecieron entre las frondosas ramas de un
paseo de adelfas. Caía la tarde, y una dulce sombra se
extendía por la parte baja de la huerta, mientras el último
rayo del sol poniente coronaba de varios resplandores las10
cimas de los árboles. La ruidosa república de pajarillos
armaba espantosa algarabía en las ramas superiores. Era
la hora en que, después de corretear por la alegre
inmensidad de los cielos, iban todos a acostarse, y se disputaban
unos a otros la rama que escogían por alcoba. Su charla15
parecía a veces recriminación y disputa, a veces burla y
gracejo. Con su parlero trinar se decían aquellos tunantes
las mayores insolencias, dándose de picotazos y agitando
las alas, así como los oradores agitan los brazos cuando
quieren hacer creer las mentiras que están diciendo.20
Pero también sonaban por allí palabras de amor, que
a ello convidaban la apacible hora y el hermoso lugar.
Un oído experto hubiera podido distinguir las
siguientes:

—Desde antes de conocerte te quería, y si no hubieras25
venido me habría muerto de pena. Mamá me daba a leer
las cartas de tu padre, y como en ellas hacía tantas
alabanzas de ti, yo decía: "éste debiera ser mi marido."
Durante mucho tiempo, tu padre no habló de que tú y yo nos
casáramos, lo cual me parecía un descuido muy grande.30
Yo no sabía qué pensar de semejante negligencia.... Mi
tío Cayetano, siempre que te nombraba, decía: "Como ése
hay pocos en el mundo. La mujer que le pesque, ya se
puede tener por dichosa...." Por fin tu papá dijo lo que
no podía menos de decir.... Sí, no podía menos de
decirlo: yo lo esperaba todos los días....

Poco después de estas palabras, la misma voz añadió con
zozobra:

—Alguien viene tras de nosotros.5

Saliendo de entre las adelfas, Pepe vió a dos personas
que se acercaban, y tocando las hojas de un tierno arbolito
que allí cerca había, dijo en alta voz a su compañera:

—No es conveniente aplicar la primera poda a los árboles
jóvenes como éste hasta su completo arraigo. Los árboles10
recién plantados no tienen vigor para soportar dicha operación.
Tú bien sabes que las raíces no pueden formarse sino por el
influjo de las hojas: así es que si le quitas las hojas....

—¡Ah! Sr. D. José—exclamó el Penitenciario con
franca risa, acercándose a los dos jóvenes y haciéndoles una15
reverencia.—¿Está usted dando lecciones de horticultura?
Insere nunc, Miliboee, piros, pone ordine vitis, que dijo el gran
cantor de los trabajos del campo. Ingerta los perales, caro
Melibeo, arregla las parras.... ¿Con que cómo estamos
de salud, Sr. D. José?20

El ingeniero y el canónigo se dieron las manos. Luego
éste volvióse, y señalando a un jovenzuelo que tras él venía,
dijo sonriendo:

—Tengo el gusto de presentar a usted a mi querido
Jacintillo... una buena pieza... un tarambana, Sr. D. José.25