—Hombre, sí; no dejes eso de la mano. Pues no
faltaba más.
Felizmente llegó pronto el Sr. D. Cayetano (que tertuliaba
de ordinario en casa de D. Lorenzo Ruiz), y entregados los
libros, marcháronse tío y sobrino.5
Rey leyó en el triste semblante de su prima deseo muy
vivo de hablarle. Acercóse a ella mientras doña Perfecta y
D. Cayetano trataban a solas de un negocio doméstico.
—Has ofendido a mamá—le dijo Rosario.
Sus facciones indicaban una especie de terror.10
—Es verdad—repuso el joven.—He ofendido a tu
mamá: te he ofendido a ti....
—No; a mí no. Ya se me figuraba a mí que el Niño
Jesús no debe gastar calzones.
—Pero espero que una y otra me perdonarán. Tu mamá15
me ha manifestado hace poco tanta bondad....
La voz de doña Perfecta vibró de súbito en el ámbito del
comedor, con tan discorde acento, que el sobrino se estremeció
cual si oyese un grito de alarma. La voz dijo
imperiosamente:20
—¡Rosario, vete a acostar!
Turbada y llena de congoja, la muchacha dió varias
vueltas por la habitación, haciendo como que buscaba
alguna cosa. Con todo disimulo pronunció al pasar por
junto a su primo estas vagas palabras:25
—Mamá está enojada....
—Pero....
—Está enojada... no te fíes, no te fíes.
Y se marchó. Siguióla después doña Perfecta, a quien
aguardaba el tío Licurgo, y durante un rato, las voces de la30
señora y del aldeano oyéronse confundidas en familiar conferencia.
Quedóse solo Pepe con D. Cayetano, el cual,
tomando una luz, habló así:
—Buenas noches, Pepe. No crea usted que voy a
dormir, voy a trabajar... ¿Pero por qué está usted tan
meditabundo? ¿Qué tiene usted?... Pues, sí, a trabajar.
Estoy sacando apuntes para un Discurso-Memoria sobre los
Linajes de Orbajosa... He encontrado datos y noticias de
grandísimo precio. No hay que darle vueltas. En todas5
las épocas de nuestra historia los orbajosenses se han distinguido
por su hidalguía, por su nobleza, por su valor, por su
entendimiento. Díganlo si no la conquista de Méjico, las
guerras del Emperador, las de Felipe contra herejes...
¿Pero está usted malo? ¿Qué le pasa a usted?... Pues,10
sí, teólogos eminentes, bravos guerreros, conquistadores,
santos, obispos, poetas, políticos, toda suerte de hombres
esclarecidos florecieron en esta humilde tierra del ajo...
No, no hay en la cristiandad pueblo más ilustre que el
nuestro. Sus virtudes y sus glorias llenan toda la historia15
patria y aun sobra algo... Vamos, veo que lo que usted
tiene es sueño: buenas noches... Pues, sí, no cambiaría
la gloria de ser hijo de esta noble tierra por todo el oro del
mundo. Augusta llamáronla los antiguos, augustísima la
llamo yo ahora, porque ahora, como entonces, la hidalguía,20
la generosidad, el valor, la nobleza, son patrimonio de ella...
Con que buenas noches, querido Pepe... se me
figura que usted no está bueno. ¿Le ha hecho daño la
cena?... Razón tiene Alonzo González de Bustamante
en su Floresta amena al decir que los habitantes de Orbajosa25
bastan por sí solos para dar grandeza y honor a un reino.
¿No lo cree usted así?
—¡Oh! sí, señor, sin duda ninguna—repuso Pepe Rey,
dirigiéndose bruscamente a su cuarto.
XI
La discordia crece
En los días sucesivos Rey hizo conocimiento con varias
personas de la población y visitó el Casino, trabando amistades
con algunos individuos de los que pasaban la vida
en las salas de aquella corporación.
Pero la juventud de Orbajosa no vivía constantemente5
allí, como podrá suponer la malevolencia. Veíanse por las
tardes en la esquina de la catedral y en la plazoleta formada
por el cruce de las calles del Condestable y la Tripería,
algunos caballeros que gallardamente envueltos en sus capas
estaban como de centinela viendo pasar la gente. Si el10
tiempo era bueno, aquellas eminentes lumbreras de la cultura
urbsaugustense se dirigían, siempre con la indispensable
capita, al titulado paseo de las Descalzas, el cual se componía
de dos hileras de tísicos olmos y algunas retamas descoloridas.
Allí la brillante pléyade atisbaba a las niñas de15
D. Fulano o de D. Perencejo, que también habían ido a
paseo, y la tarde se pasaba regularmente. Entrada la
noche, el Casino se llenaba de nuevo, y mientras una parte
de los socios entregaba su alto entendimiento a las delicias
del monte, los otros leían periódicos, y los más discutían en20
la sala del café sobre asuntos de diversa índole, como
política, caballos, toros, o bien sobre chismes locales. El
resumen de todos los debates era siempre la supremacía de
Orbajosa y de sus habitantes sobre los demás pueblos y
gentes de la tierra.25
Eran aquellos varones insignes lo más granado de la
ilustre ciudad, propietarios ricos los unos, pobrísimos los
otros, pero libres de altas aspiraciones todos. Tenían la
imperturbable serenidad del mendigo, que nada apetece
mientras no le falte un mendrugo para engañar el hambre y30
el sol para calentarse. Lo que principalmente distinguía a
los orbajosenses del Casino era un sentimiento de viva
hostilidad hacia todo lo que de fuera viniese. Y siempre
que algún forastero de viso se presentaba en las augustas
salas, creíanle venido a poner en duda la superioridad de la5
patria del ajo, o a disputarle por envidia las preeminencias
incontrovertibles que Natura le concediera.
Cuando Pepe Rey se presentó, recibiéronle con cierto
recelo, y como en el Casino abundaba la gente graciosa, al
cuarto de hora de estar allí el nuevo socio, ya se habían10
dicho acerca de él toda suerte de cuchufletas. Cuando a
las reiteradas preguntas de los socios contestó que había
venido a Orbajosa con encargo de explorar la cuenca hullera
del Nahara y estudiar un camino, todos convinieron en que
el Sr. D. José era un fatuo, que quería darse tono inventando15
criaderos de carbón y vías férreas. Alguno añadió:
—Pero en buena parte se ha metido. Estos señores
sabios creen que aquí somos tontos y que se nos engaña
con palabrotas... Ha venido a casarse con la niña de
doña Perfecta, y cuanto diga de cuencas hulleras es para20
echar facha.
—Pues esta mañana—indicó otro, que era un comerciante
quebrado,—me dijeron en casa de las de Domínguez
que ese señor no tiene una peseta, y viene a que su
tía le mantenga y a ver si puede pescar a Rosarito.25
—Parece que ni es tal ingeniero ni cosa que lo valga—añadió
un propietario de olivos, que tenía empeñadas sus
fincas por el doble de lo que valían.—Pero ya se ve...
Estos hambrientos de Madrid se creen autorizados para
engañar a los pobres provincianos, y como creen que aquí30
andamos con taparrabos, amigo....
—Bien se conoce que tiene hambre.
—Pues entre bromas y veras nos dijo anoche que éramos
unos bárbaros holgazanes.
—Que vivíamos como los beduinos, tomando el sol.
—Que vivíamos con la imaginación.
—Eso es: que vivíamos con la imaginación.
—Y que esta ciudad era lo mismito que las de Marruecos.
—Hombre, no hay paciencia para oír eso. ¿Dónde5
habrá visto él (como no sea en París) una calle semejante
a la del Condestable, que presenta un frente de siete casas
alineadas, todas magníficas, desde la de doña Perfecta a la
de Nicolasito Hernández?... Se figuran estos canallas
que uno no ha visto nada, ni ha estado en París....10
—También dijo con mucha delicadeza que Orbajosa era
un pueblo de mendigos, y dió a entender que aquí vivimos
en la mayor miseria sin darnos cuenta de ello.
—¡Válgame Dios! si me lo llega a decir a mí, hay un
escándalo en el Casino—exclamó el recaudador de contribuciones.—¿Por15
qué no le dijeron la cantidad de arrobas
de aceite que produjo Orbajosa el año pasado? ¿No sabe
ese estúpido que en años buenos Orbajosa da pan para toda
España y aun para toda Europa? Verdad es que ya llevamos
no sé cuántos años de mala cosecha; pero eso no es20
ley. Pues ¿y la cosecha del ajo? ¿A que no sabe ese
señor que los ajos de Orbajosa dejaron bizcos a los señores
del Jurado en la Exposición de Londres?
Estos y otros diálogos se oían en las salas del Casino por
aquellos días. A pesar de estas hablillas tan comunes en25
los pueblos pequeños, que por lo mismo que son enanos
suelen ser soberbios, Rey no dejó de encontrar amigos sinceros
en la docta corporación, pues ni todos eran maldicientes
ni faltaban allí personas de buen sentido. Pero
tenía nuestro joven la desgracia, si desgracia puede llamarse,30
de manifestar sus impresiones con inusitada franqueza, y
esto le atrajo algunas antipatías.
Iban pasando días. Además del disgusto natural que las
costumbres de la sociedad episcopal le producían, diversas
causas todas desagradables empezaban a desarrollar en su
ánimo honda tristeza, siendo de notar principalmente, entre
aquellas causas, la turba de pleiteantes que cual enjambre
voraz se arrojó sobre él. No era sólo el tío Licurgo, sino
otros muchos colindantes los que le reclamaban daños y5
perjuicios, o bien le pedían cuentas de tierras administradas
por su abuelo. También le presentaron una demanda por
no sé qué contrato de aparcería que celebró su madre y no
fué al parecer cumplido, y asimismo le exigieron el reconocimiento
de una hipoteca sobre las tierras de Alamillos,10
hecha en extraño documento por su tío. Era un hormiguero,
una inmunda gusanera de pleitos. Había hecho
propósito de renunciar a la propiedad de sus fincas; pero
entre tanto su dignidad le obligaba a no ceder ante las
marrullerías de los sagaces palurdos; y como el Ayuntamiento15
le reclamó también por supuesta confusión de su
finca con un inmediato monte de Propios, vióse el desgraciado
joven en el caso de tener que disipar las dudas que
acerca de su derecho surgían a cada paso. Su honra estaba
comprometida, y no había otro remedio que pleitear o morir.20
Habíale prometido doña Perfecta en su magnanimidad
ayudarle a salir de tan torpes líos por medio de un arreglo
amistoso; pero pasaban días y los buenos oficios de la
ejemplar señora no daban resultado alguno. Crecían los
pleitos con la amenazadora presteza de una enfermedad25
fulminante. Pepe Rey pasaba largas horas del día en el
Juzgado dando declaraciones, contestando a preguntas y a
repreguntas, y cuando se retiraba a su casa, fatigado y
colérico, veía aparecer la afilada y grotesca carátula del
escribano, que le traía regular porción de papel sellado30
lleno de horribles fórmulas... para que fuese estudiando
la cuestión.
Se comprende que aquél no era hombre a propósito para
sufrir tales reveses, pudiendo evitarlos con la ausencia.
Representábase en su imaginación a la noble ciudad de su
madre como una horrible bestia que en él clavaba sus
feroces uñas y le bebía la sangre. Para librarse de ella
bastábale, según su creencia, la fuga; pero un interés
profundo, como interés del corazón, le detenía, atándole a5
la peña de su martirio con lazos muy fuertes. Sin embargo,
llegó a sentirse tan fuera de su centro, llegó a verse tan
extranjero, digámoslo así, en aquella tenebrosa ciudad de
pleitos, de antiguallas, de envidia y de maledicencia, que
hizo propósito de abandonarla sin dilación, insistiendo al10
mismo tiempo en el proyecto que a ella le condujera. Una
mañana, encontrando ocasión a propósito, formuló su plan
ante doña Perfecta.
—Sobrino mío—repuso la señora con su acostumbrada
dulzura:—no seas arrebatado. Vaya, que pareces de15
fuego. Lo mismo era tu padre ¡qué hombre! Eres una
centella... Ya te he dicho que con muchísimo gusto te
llamaré hijo mío. Aunque no tuvieras las buenas cualidades
y el talento que te distinguen (salvo los defectillos, que también
los hay); aunque no fueras un excelente joven, basta20
que esta unión haya sido propuesta por tu padre, a quien
tanto debemos mi hija y yo, para que la acepte. Rosario
no se opondrá tampoco, queriéndolo yo. ¿Qué falta, pues?
Nada; no falta nada más que un poco tiempo. No se
puede hacer el casamiento con la precipitación que tú deseas,25
y que daría lugar a interpretaciones quizás desfavorables a
la honra de mi querida hija... Vaya, que tú como no
piensas más que en máquinas, todo lo quieres hacer al
vapor. Espera, hombre, espera... ¿qué prisa tienes?
Ese aborrecimiento que le has cogido a nuestra pobre Orbajosa30
es un capricho. Ya se ve: no puedes vivir sino entre
condes y marqueses y oradores y diplomáticos... ¡Quieres
casarte y separarme de mi hija para siempre!—añadió
enjugándose una lágrima.—Ya que así es, inconsiderado
joven, ten al menos la caridad de retardar algún tiempo esa
boda que tanto deseas... ¡Qué impaciencia! ¡Qué
amor tan fuerte! No creí que una pobre lugareña como mi
hija inspirase pasiones tan volcánicas.
No convencieron a Pepe Rey los razonamientos de su tía;5
pero no quiso contrariarla. Resolvió, pues, esperar cuanto
le fuese posible. Una nueva causa de disgustos unióse bien
pronto a los que ya amargaban su existencia. Hacía dos
semanas que estaba en Orbajosa, y durante este tiempo no
había recibido ninguna carta de su padre. No podía achacarse10
esto a descuidos de la Administración de Correos de
Orbajosa, porque siendo el funcionario encargado de aquel
servicio amigo y protegido de doña Perfecta, ésta le recomendaba
diariamente el mayor cuidado para que las cartas dirigidas
a su sobrino no se extraviasen. También iba a la15
casa el conductor de la correspondencia, llamado Cristóbal
Ramos, y por apodo Caballuco, personaje a quien ya conocimos,
y a éste solía dirigir doña Perfecta amonestaciones
y reprimendas tan enérgicas como la siguiente:
—¡Bonito servicio de correos tenéis!... ¿Cómo es20
que mi sobrino no ha recibido una sola carta desde que está
en Orbajosa?... Cuando la conducción de la correspondencia
corre a cargo de semejante tarambana, ¡cómo han
de andar las cosas! Yo le hablaré al señor Gobernador de
la provincia para que mire bien qué clase de gente pone en25
la Administración.
Caballuco, alzando los hombros, miraba a Rey con
expresión de la más completa indiferencia.
Un día entró con un pliego en la mano.
—¡Gracias a Dios!—dijo doña Perfecta a su sobrino.—Ahí30
tienes cartas de tu padre. Regocíjate, hombre. Buen
susto nos hemos llevado por la pereza de mi señor hermano
en escribir... ¿Qué dice? está bueno sin duda—añadió al
ver que Pepe Rey abría el pliego con febril impaciencia.
El ingeniero se puso pálido al recorrer las primeras
líneas.
—¡Jesús, Pepe... qué tienes!—exclamó la señora,
levantándose con zozobra.—¿Está malo tu papá?
—Esta carta no es de mi padre—repuso Pepe, revelando5
en su semblante la mayor consternación.
—¿Pues qué es eso?...
—Una orden del Ministerio de Fomento, en que se me
releva del cargo que me confiaron....
—Una destitución pura y simple, redactada en términos
muy poco lisonjeros para mí.
—¿Hase visto mayor picardía?—exclamó la señora,
volviendo de su estupor.
—¡Qué humillación!—murmuró el joven.—Es la primera15
vez en mi vida que recibo un desaire semejante.
—¡Pero ese Gobierno no tiene perdón de Dios! ¡Desairarte
a ti! ¿Quieres que yo escriba a Madrid? Tengo
allá muy buenas relaciones y podré conseguir que el Gobierno
repare esa falta brutal y te dé una satisfacción.20
—Gracias, señora, no quiero recomendaciones—replicó
el joven con displicencia.
—¡Es que se ven unas injusticias; unos atropellos!
...Destituir así a un joven de tanto mérito, a una eminencia
científica.... Vamos; si no puedo contener la25
cólera.
—Yo averiguaré—dijo Pepe, con la mayor energía,—quién
se ocupa en hacerme daño....
—Ese señor ministro.... Pero de estos politiquejos
infames ¿qué se puede esperar?30
—Aquí hay alguien que se ha propuesto hacerme morir
de desesperación—afirmó el joven visiblemente alterado.—Esto
no es obra del ministro, ésta y otras contrariedades
que experimento son resultado de un plan de venganza, de
un cálculo desconocido, de una enemistad irreconciliable, y
este plan, este cálculo, esta enemistad, no lo dude usted,
querida tía, están aquí, en Orbajosa.
—Tú te has vuelto loco—replicó doña Perfecta, demostrando
un sentimiento semejante a la compasión.—¿Que5
tienes enemigos en Orbajosa? ¿Que alguien quiere vengarse
de ti? Vamos, Pepillo, tú has perdido el juicio. Las
lecturas de esos libros en que se dice que tenemos por
abuelos a los monos o a las cotorras, te han trastornado la
cabeza.10
Sonrió con dulzura al decir la última frase, y después,
tomando un tono de familiar y cariñosa amonestación,
añadió:
—Hijo mío, los habitantes de Orbajosa seremos palurdos
y toscos labriegos sin instrucción, sin finura, ni buen tono;15
pero a lealtad y buena fe no nos gana nadie, nadie, pero
nadie.
—No crea usted—dijo el joven,—que acuso a las personas
de esta casa. Pero sostengo que en la ciudad está
mi implacable y fiero enemigo.20
—Deseo que me enseñes ese traidor de melodrama—repuso
la señora, sonriendo de nuevo.—Supongo que no
acusarás al tío Licurgo ni a los demás que te han puesto
pleito, porque los pobrecitos creen defender su derecho.
Y entre paréntesis, no les falta razón en el caso presente.25
Además, el tío Lucas te quiere mucho. Así mismo me lo
ha dicho. Desde que te conoció, dice que le entraste por
el ojo derecho, y el pobre viejo te ha puesto un cariño....
—¡Sí... profundo cariño!—murmuró Pepe.
—No seas tonto—añadió la señora, poniéndole la mano30
en el hombro y mirándole de cerca.—No pienses disparates,
y convéncete de que tu enemigo, si existe, está en Madrid,
en aquel centro de corrupción, de envidia y rivalidades, no
en este pacífico y sosegado rincón, donde todo es buena
voluntad y concordia... Sin duda algún envidioso de tu
mérito... Te advierto una cosa, y es, que si quieres ir
allá para averiguar la causa de este desaire y pedir explicaciones
al gobierno, no dejes de hacerlo por nosotras.
Pepe Rey fijó los ojos en el semblante de su tía, cual si5
quisiera escudriñarla hasta en lo más escondido de su alma.
—Digo que si quieres ir, no dejes de hacerlo—repitió
la señora con calma admirable, confundiéndose en la
expresión de su semblante la naturalidad con la honradez
más pura.10
—No, señora. No pienso ir allá.
—Mejor; ésa es también mi opinión. Aquí estás más
tranquilo, a pesar de las cavilaciones con que te estás atormentando.
¡Pobre Pepillo! Tu entendimiento, tu descomunal
entendimiento, es la causa de tu desgracia.15
Nosotros, los de Orbajosa, pobres aldeanos rústicos, vivimos
felices en nuestra ignorancia. Yo siento mucho que no
estés contento. ¿Pero es culpa mía que te aburras y desesperes
sin motivo? ¿No te trato como a un hijo? ¿No te
he recibido como la esperanza de mi casa? ¿Puedo hacer20
más por ti? Si a pesar de eso, no nos quieres, si nos
muestras tanto despego, si te burlas de nuestra religiosidad,
si haces desprecios a nuestros amigos, ¿es acaso porque no
te tratemos bien?
Los ojos de doña Perfecta se humedecieron.25
—Querida tía—dijo Rey, sintiendo que se disipaba su
encono.—También yo he cometido algunas faltas desde
que soy huésped de esta casa.
—No seas tonto... ¡Qué faltas ni faltas! Entre
personas de la misma familia, todo se perdona.30
—Pero Rosario ¿dónde está?—preguntó el joven levantándose.—¿Tampoco
la veré hoy?
—Está mejor. ¿Sabes que no ha querido bajar?
—Subiré yo.
—Hombre, no. Esa niña tiene unas terquedades... Hoy
se ha empeñado en no salir de su cuarto. Se ha
encerrado por dentro.
—¡Qué rareza!
—Se le pasará. Seguramente se le pasará. Veremos5
si esta noche le quitamos de la cabeza sus ideas melancólicas.
Organizaremos una tertulia que le divierta. ¿Por
qué no te vas a casa del Sr. D. Inocencio y le dices que
venga por acá esta noche y que traiga a Jacintillo?
—Sí, cuando a Rosario le dan estos accesos de melancolía,
ese jovencito es el único que la distrae...
—Pero yo subiré...
—Hombre, no.
—Cuidado que hay etiqueta en esta casa.15
—Tú te estás burlando de nosotros. Haz lo que te
digo.
—Pues quiero verla.
—Pues no. ¡Qué mal conoces a la niña!
—Yo creí conocerla bien... Bueno, me quedaré...20
Pero esta soledad es horrible.
—Ahí tienes al señor escribano.
—Maldito sea él mil veces.
—Y me parece que ha entrado también el señor procurador...25
es un excelente sujeto.
—Así le ahorcaran.
—Hombre, los asuntos de intereses, cuando son propios,
sirven de distracción. Alguien llega... Me parece que
es el perito agrónomo. Ya tienes para un rato.
—Hola, hola, si no me engaño, el tío Licurgo y el tío
Pasolargo acaban de entrar. Puede que vengan a proponerte
un arreglo.
—Me arrojaré al estanque.
—¡Qué descastado eres! ¡Pues todos ellos te quieren
tanto!... Vamos, para que nada falte, ahí está también
el alguacil. Viene a citarte.
—A crucificarme.
Todos los personajes nombrados fueron entrando en la5
sala.
—Adiós, Pepe, que te diviertas—dijo doña Perfecta.
—¡Trágame, tierra!—exclamó el joven con desesperación.
—Mi querido Sr. D. José....
—Estimable Sr. D. José....
—Sr. D. José de mi alma....
—Mi respetable amigo Sr. D. José....
Al oir estas almibaradas insinuaciones, Pepe Rey exhaló15
un hondo suspiro y se entregó. Entregó su cuerpo y su
alma a los sayones, que esgrimieron horribles hojas de papel
sellado, mientras la víctima, elevando los ojos al cielo, decía
para sí con cristiana mansedumbre:
—Padre mío, ¿por qué me has abandonado?20
XII
Aquí fué Troya
Amor, amistad, aire sano para la respiración moral, luz
para el alma, simpatía, fácil comercio de ideas y de sensaciones
era lo que Pepe Rey necesitaba de una manera
imperiosa. No teniéndolo, aumentaban las sombras que
envolvían su espíritu, y la lobreguez interior daba a su trato25
displicencia y amargura. Al día siguiente de las escenas
referidas en el capítulo anterior, mortificóle más que nada
el ya demasiado largo y misterioso encierro de su prima,
motivado, al parecer, primero por una enfermedad sin importancia,
después por caprichos y nerviosidades de difícil
explicación.
Rey extrañaba conducta tan contraria a la idea que había
formado de Rosarito. Habían transcurrido cuatro días sin
verla, no ciertamente porque a él le faltasen deseos de estar5
a su lado; y tal situación comenzaba a ser desairada y
ridícula, si con un acto de firme iniciativa no ponía remedio
en ello.
—¿Tampoco hoy veré a mi prima?—preguntó de mal
talante a su tía, cuando concluyeron de comer.10
—Tampoco. ¡Sabe Dios cuánto lo siento!... Bastante
le he predicado hoy. A la tarde veremos....
La sospecha de que en tan injustificado encierro su
adorable prima era más bien víctima sin defensa que autora
resuelta con actividad propia e iniciativa, le indujo a contenerse15
y esperar. Sin esta sospecha, hubiera partido aquel
mismo día. No tenía duda alguna de ser amado por Rosario,
mas era evidente que una presión desconocida actuaba
entre los dos para separarlos, y parecía propio de varón
honrado averiguar de quién procedía aquella fuerza maligna,20
y contrarrestarla hasta donde alcanzara la voluntad humana.
—Espero que la obstinación de Rosario no durará mucho—dijo
a doña Perfecta disimulando sus verdaderos sentimientos.
Aquel día tuvo una carta de su padre, en la cual éste se25
quejaba de no haber recibido ninguna de Orbajosa, circunstancia
que aumentó las inquietudes del ingeniero, confundiéndole
más. Por último, después de vagar largo rato solo
por la huerta de la casa, salió y fue al Casino. Entró en él,
como un desesperado que se arroja al mar.30
Encontró en las principales salas a varias personas que
charlaban y discutían. En un grupo desentrañaban con
lógica sutil difíciles problemas de toros; en otro disertaban
sobre cuáles eran los mejores burros entre las castas de
Orbajosa y Villahorrenda. Hastiado hasta lo sumo, Pepe
Rey abandonó estos debates y se dirigió a la sala de periódicos,
donde hojeó varias revistas sin encontrar deleite en
la lectura; y poco después, pasando de sala en sala, fué a
parar sin saber cómo a la del juego. Cerca de dos horas5
estuvo en las garras del horrible demonio amarillo, cuyos
resplandecientes ojos de oro producen tormento y fascinación.
Ni aun las emociones del juego alteraron el sombrío
estado de su alma, y el tedio que antes le empujara hacia
el verde tapete, apartóle también de él. Huyendo del10
bullicio, dió con su cuerpo en una estancia destinada a tertulia,
en la cual a la sazón no había alma viviente, y con
indolencia se sentó junto a la ventana de ella, mirando
a la calle.
Era ésta angostísima y con más ángulos y recodos que15
casas, sombreada toda por la pavorosa catedral, que al
extremo alzaba su negro muro carcomido. Pepe Rey miró
a todos lados, arriba y abajo, y observó un plácido silencio
de sepulcro: ni un paso, ni una voz, ni una mirada. De
pronto hirieron su oído rumores extraños, como cuchicheo20
de femeniles labios, y después el chirrido de cortinajes que
se corrían, algunas palabras, y por fin el tararear suave de
una canción, el ladrido de un falderillo, y otras señales de
existencia social que parecían muy singulares en tal sitio.
Observando bien, Pepe Rey vió que tales rumores procedían25
de un enorme balcón con celosías, que frente por frente
a la ventana mostraba su corpulenta fábrica. No había
concluído sus observaciones, cuando un socio del Casino
apareció de súbito a su lado, y riendo le interpeló de este
modo:30
—¡Ah! Sr. D. Pepe, ¡picarón! ¿se ha encerrado usted
aquí para hacer cocos a las niñas?
El que esto decía era D. Juan Tafetán, un sujeto amabilísimo,
y de los pocos que habían manifestado a Rey en el
Casino cordial amistad y verdadera admiración. Con su
carilla bermellonada, su bigotejo teñido de negro, sus
ojuelos vivarachos, su estatura mezquina, su pelo con gran
estudio peinado para ocultar la calvicie, D. Juan Tafetán
presentaba una figura bastante diferente de la de Antinoo;5
pero era muy simpático, tenía mucho gracejo y felicísimo
ingenio para contar aventuras graciosas. Reía mucho, y
al hacerlo, su cara se cubría toda, desde la frente a la barba,
de grotescas arrugas. A pesar de estas cualidades y del
aplauso que debía estimular su disposición a las picantes10
burlas, no era maldiciente. Queríanle todos, y Pepe Rey
pasaba con él ratos agradables. El pobre Tafetán, empleado
antaño en la Administración civil de la capital de la provincia,
vivía modestamente de su sueldo en la Secretaría
de Beneficencia, y completaba su pasar tocando gallardamente15
el clarinete en las procesiones, en las solemnidades
de la catedral y en el teatro, cuando alguna trailla de desesperados
cómicos aparecía por aquellos países con el alevoso
propósito de dar funciones en Orbajosa.
Pero lo más singular en D. Juan Tafetán era su afición20
a las muchachas guapas. Él mismo, cuando no ocultaba su
calvicie con seis pelos llenos de pomada, cuando no se teñía
el bigote, cuande andaba derechito y espigado por la poca
pesadumbre de los años, había sido un Tenorio formidable.
Oírle contar sus conquistas era cosa de morirse de risa,25
porque hay Tenorios de Tenorios, y aquél fué de los más
originales.
—¿Qué niñas? Yo no veo niñas en ninguna parte—repuso
Pepe Rey.
Una de las celosías del balcón se abrió, dejando ver un
rostro juvenil, encantador y risueño, que desapareció al
instante como una luz apagada por el viento.
—Ya, ya veo.
—¿No las conoce usted?
—Por mi vida que no.
—Son las Troyas, las niñas de Troya. Pues no conoce
usted nada bueno... Tres chicas preciosísimas, hijas de
un coronel de Estado Mayor de Plazas, que murió en las5
calles de Madrid el 54.
La celosía se abrió de nuevo y comparecieron dos caras.
—Se están burlando de nosotros—dijo Tafetán haciendo
una seña amistosa a las niñas.
—¿Pues no las he de conocer? Las pobres están en la
miseria. Yo no sé cómo viven. Cuando murió D. Francisco
Troya, se hizo una suscripción para mantenerlas;
pero esto duró poco.
—¡Pobres muchachas! Me figuro que no serán un15
modelo de honradez....
—¿Por qué no?... Yo no creo lo que en el pueblo se
dice de ellas.
Funcionó de nuevo la celosía.
—Buenas tardes, niñas—gritó D. Juan Tafetán dirigiéndose20
a las tres, que artísticamente agrupadas aparecieron.—Este
caballero dice que lo bueno no debe esconderse, y
que abran ustedes toda la celosía.
Pero la celosía se cerró y alegre concierto de risas difundió
una extraña alegría por la triste calle. Creeríase que25
pasaba una bandada de pájaros.
—¿Quiere usted que vayamos allá?—dijo de súbito
Tafetán.
Sus ojos brillaban, y una sonrisa picaresca retozaba en
sus amoratados labios.30
—¿Pero qué clase de gente es esa?
—Ande usted, Sr. de Rey... Las pobrecitas son honradas.
¡Bah! Si se alimentan del aire como los camaleones.
Diga usted, el que no come, ¿puede pecar?
Bastante virtuosas son las infelices. Y si pecaran, limpiarían
su conciencia con el gran ayuno que hacen.
—Pues vamos.
Un momento después, D. Juan Tafetán y Pepe Rey
entraban en la sala. El aspecto de la miseria, que con5
horribles esfuerzos pugnaba por no serlo, afligió al joven.
Las tres muchachas eran muy lindas, principalmente las
dos más pequeñas, morenas, pálidas, de negros ojos y sutil
talle. Bien vestidas y bien calzadas, habrían parecido
retoños de duquesa en candidatura para entroncar con10
príncipes.
Cuando la visita entró, las tres se quedaron muy cortadas;
pero bien pronto mostraron la índole de su genial frívolo y
alegre. Vivían en la miseria, como los pájaros en la prisión,
sin dejar de cantar tras los hierros lo mismo que en la15
opulencia del bosque. Pasaban el día cosiendo, lo cual
indicaba por lo menos un principio de honradez; pero en
Orbajosa ninguna persona de su posición se trataba con
ellas. Estaban hasta cierto punto proscritas, degradadas,
acordonadas, lo cual indicaba también algún motivo de20
escándalo. Pero en honor de la verdad, debe decirse que
la mala reputación de las Troyas consistía, más que nada,
en su fama de chismosas, enredadoras, traviesas y despreocupadas.
Dirigían anónimos a graves personas; ponían
motes a todo viviente de Orbajosa, desde el obispo al último25
zascandil; tiraban piedrecitas a los transeuntes; chicheaban
escondidas tras las rejas para reírse con la confusión y
azoramiento del que pasaba; sabían todos los sucesos de
la vecindad, para lo cual tenían en constante uso los tragaluces
y agujeros todos de la parte alta de la casa; cantaban30
de noche en el balcón; se vestían de máscara en Carnaval
para meterse en las casas más alcurniadas, con otras majaderías
y libertades propias de los pueblos pequeños. Pero
cualquiera que fuese la razón, ello es que el graciado triunvirato
Troyano tenía sobre sí un estigma de esos que una
vez puestos por susceptible vecindario, acompañan implacablemente
hasta más allá de la tumba.
—¿Éste es el caballero que dicen ha venido a sacar
minas de oro?—dijo una.5
—¿Y a derribar la catedral para hacer con las piedras
de ella una fábrica de zapatos?—añadió otra.
—Y a quitar de Orbajosa la siembra del ajo para poner
algodón o el árbol de la canela.
Pepe no pudo reprimir la risa ante tales despropósitos.10
—No viene sino a hacer una recolección de niñas bonitas
para llevárselas a Madrid—dijo Tafetán.
—¡Ay! ¡De buena gana me iría!—exclamó una.
—A las tres, a las tres me las llevo—afirmó Pepe.—Pero
sepamos una cosa; ¿por qué se reían ustedes de mí15
cuando estaba en la ventana del Casino?
Tales palabras fueron la señal de nuevas risas.
—Éstas son unas tontas—dijo la mayor.
—Fué porque dijimos que usted se merece algo más que
la niña de doña Perfecta.20
—Fué porque ésta dijo que usted está perdiendo el
tiempo y que Rosarito no quiere sino gente de iglesia.
—¡Qué cosas tienes! Yo no he dicho tal cosa. Tú
dijiste que este caballero es ateo luterano, y entra en la
catedral fumando y con el sombrero puesto.25
—Pues yo no lo inventé—manifestó la menor,—que
eso me lo dijo ayer Suspiritos.
—¿Y quién es esa Suspiritos que dice de mí tales tonterías?
—Suspiritos es... Suspiritos.30
—Niñas mías—dijo Tafetán con semblante almibarado.
Por ahí va el naranjero. Llamadle, que os quiero convidar
a naranjas.
Una de las tres llamó al naranjero.
La conversación entablada por las niñas desagradó bastante
a Pepe Rey, disipando la ligera impresión de contento
que experimentó al encontrarse entre aquella chusma
alegre y comunicativa. No pudo, sin embargo, contener
la risa cuando vió a D. Juan Tafetán descolgar un guitarrillo5
y rasguearlo con la gracia y destreza de los años
juveniles.
—Me han dicho que ustedes saben cantar a las mil
maravillas—manifestó Rey.
—Yo no canto.
—Ni yo—dijo la segunda, ofreciendo al ingeniero
algunos cascos de la naranja que acababa de mondar.
—María Juana, no abandones la costura—dijo la Troya
mayor.—Es tarde y hay que acabar la sotana esta15
noche.
—Hoy no se trabaja. Al demonio las agujas—exclamó
Tafetán.
En seguida entonó una canción.
—La gente se para en la calle—dijo la Troya segunda,20
asomándose al balcón.—Los gritos de D. Juan Tafetán se
oyen desde la plaza... ¡Juana, Juana!
—¿Qué?
—Por la calle va Suspiritos.
La más pequeña voló al balcón.25
—Tírale una cascara de naranja.
Pepe Rey se asomó también; vió que por la calle pasaba
una señora, y que con diestra puntería la menor de las
Troyas le asestó un cascarazo en el moño. Después
cerraron precipitadamente, y las tres se esforzaban en30
sofocar convulsamente su risa para que no se oyera desde
la vía pública.
—Hoy no se trabaja—gritó una volcando de un puntapié
la cesta de la costura.