—Es lo mismo que decir, "mañana no se come"—añadió
la mayor, recogiendo los enseres.
Pepe Rey se echó instintivamente mano al bolsillo. De
buena gana les hubiera dado una limosna. El espectáculo
de aquellas infelices huérfanas, condenadas por el mundo5
a causa de su frivolidad, le entristecía sobre manera. Si el
único pecado de las Troyas, si el único desahogo con que
compensaban su soledad, su pobreza y abandono, era tirar
cortezas de naranja al transeunte, bien se las podía disculpar.
Quizás las austeras costumbres del poblachón en que vivían10
las había preservado del vicio; pero las desgraciadas carecían
de compostura y comedimiento, fórmula común y más
visible del pudor, y bien podía suponerse que habían echado
por la ventana algo más que cáscaras. Pepe Rey sentía
hacia ellas una lástima profunda. Observó sus miserables15
vestidos, compuestos, arreglados y remendados de mil
modos para que pareciesen nuevos, observó sus zapatos
rotos... y otra vez se llevó la mano al bolsillo.
—Podrá el vicio reinar aquí—dijo para sí;—pero las
fisonomías, los muebles, todo me indica que estos son los20
infelices restos de una familia honrada. Si estas pobres
muchachas fueran tan malas como dicen, no vivirían tan
pobremente ni trabajarían. ¡En Orbajosa hay hombres
ricos!
Las tres niñas se le acercaban sucesivamente. Iban de25
él al balcón, del balcón a él, sosteniendo conversación
picante y ligera, que indicaba, fuerza es decirlo, una
especie de inocencia en medio de tanta frivolidad y
despreocupación.
—Sr. D. José, ¡qué excelente señora es doña Perfecta!30
—Es la única persona de Orbajosa que no tiene apodo,
la única persona de que no se habla mal en Orbajosa.
—Todos la respetan.
—Todos la adoran.
A estas frases el joven respondía con alabanzas de su
tía; pero se le pasaban ganas de sacar dinero del bolsillo y
decir: "María Juana, tome usted para unas botas. Pepa,
tome usted para que se compre un vestido. Florentina,
tome usted para que coman una semana...." Estuvo a5
punto de hacerlo como lo pensaba. En un momento en
que las tres corrieron al balcón para ver quién pasaba, don
Juan Tafetán se acercó a él y en voz baja le dijo:
—¡Qué monas son! ¿No es verdad?... ¡Pobres
criaturas! Parece mentira que sean tan alegres, cuando...10
bien puede asegurarse que hoy no han comido.
—Don Juan, D. Juan—gritó Pepilla.—Por ahí viene su
amigo de usted Nicolasito Hernández, o sea Cirio Pascual,
con su sombrero de tres pisos. Viene rezando en voz baja,
sin duda por las almas de los que ha mandado al hoyo con15
sus usuras.
—¿A que no le dicen ustedes el remoquete?
—¡A que sí!
—Juana, cierra las celosías. Dejémosle que pase, y
cuando vaya por la esquina, yo gritaré: ¡Cirio, Cirio20
Pascual!...
Don Juan Tafetán corrió al balcón.
—Venga usted, D. José, para que conozca este tipo.
Pepe Rey aprovechó el momento en que las tres muchachas
y D. Juan se regocijaban en el balcón, llamando a25
Nicolasito Hernández con el apodo que tanto le hacía
rabiar, y acercándose con toda cautela a uno de los costureros
que en la sala había, colocó dentro de él media onza
que le quedaba del juego.
Después corrió al balcón, a punto que las dos más30
pequeñas gritaban entre locas risas: ¡Cirio Pascual, Cirio
Pascual!
XIII
Un casus belli
Después de esta travesura, las tres entablaron con los
dos caballeros una conversación tirada sobre asuntos y personas
de la ciudad. El ingeniero, recelando que su fechoría
se descubriese, estando él presente, quiso marcharse, lo cual
disgustó mucho a las Troyas; una de éstas que había salido5
fuera de la sala, regresó diciendo:
—Ya está Suspiritos en campaña colgando la ropa.
—Don José querrá verla—indicó otra.
—Es una señora muy guapa. Y ahora se peina a estilo
de Madrid. Vengan ustedes.10
Lleváronles al comedor de la casa (pieza de rarísimo uso),
del cual se salía a un terrado, donde había algunos tiestos
de flores y no pocos trastos abandonados y hechos pedazos.
Desde allí veíase el hondo patio de una casa colindante,
con una galería llena de verdes enredaderas y hermosas15
macetas esmeradamente cuidadas. Todo indicaba allí una
vivienda de gente modesta, pulcra y hacendosa.
Las de Troya, acercándose al bordo de la azotea, miraron
atentamente a la casa vecina, e imponiendo silencio a los
galanes, se retiraron luego a aquella parte del terrado, desde20
donde nada se veía ni había peligro de ser visto.
—Ahora sale de la despensa con un cazuelo de garbanzos—dijo
María Juana, estirando el cuello para ver un
poco.
—¡Zás!—exclamó otra, arrojando una piedrecilla.25
Oyóse el ruido del proyectil al chocar contra los cristales
de la galería, y luego una colérica voz que gritaba:
—Ya nos han roto otro cristal ésas....
Ocultas las tres en el rincón del terrado, junto a los dos
caballeros, sofocaban la risa.30
—La señora Suspiritos está muy incomodada—dijo
Rey.—¿Por qué la llaman así?
—Porque siempre que habla suspira entre palabra y
palabra, y aunque de nada carece siempre se está
lamentando.5
Hubo un momento de silencio en la casa de abajo.
Pepita Troya atisbó con cautela.
—Allá viene otra vez—murmuró en voz baja, imponiendo
silencio.—María, dame una china. A ver... ¡zás!...
allá va.10
—No la has acertado. Dió en el suelo.
—A ver si yo puedo... Esperaremos a que salga otra
vez de la despensa.
—Ya, ya sale. En guardia, Florentina.
—¡A la una, a las dos, a las tres!... ¡Paf!...15
Oyóse abajo un grito de dolor, un voto, una exclamación
varonil, pues era un hombre el que la daba. Pepe Rey
pudo distinguir claramente estas palabras:
—¡Demonche! Me han agujereado la cabeza ésas...
¡Jacinto, Jacinto! ¿Pero qué canalla de vecindad es20
esta?...
—¡Jesús, María y José, lo que he hecho!—exclamó
llena de consternación Florentina,—le he dado en la
cabeza al Sr. D. Inocencio.
—¿Al Penitenciario?—dijo Pepe Rey.25
—Sí.
—¿Vive en esa casa?
—¿Pues dónde ha de vivir?
—Esa señora de los suspiros....
—Es su sobrina, su ama o no sé qué. Nos divertimos30
con ella porque es muy cargante, pero con el señor Penitenciario
no solemos gastar bromas.
Mientras rápidamente se pronunciaban las palabras de
este diálogo, Pepe Rey vió que frente al terrado, y muy
cerca de él, se abrían los cristales de una ventana perteneciente
a la misma casa bombardeada; vió que aparecía una
cara risueña, una cara conocida, una cara cuya vista le
aturdió y le consternó y le puso pálido y trémulo. Era
Jacintito, que interrumpido en sus graves estudios, abrió5
la ventana de su despacho, presentándose en ella con la
pluma en la oreja. Su rostro púdico, fresco y sonrosado
daba a tal aparición aspecto semejante al de una
aurora.
—Buenas tardes, Sr. D. José—dijo festivamente.10
La voz de abajo gritaba de nuevo:
—¡Jacinto, pero Jacinto!
—Allá voy. Estaba saludando a un amigo....
—Vámonos, vámonos—gritó Florentina con zozobra.—El
señor Penitenciario va a subir al cuarto de D. Nominavito15
y nos echará un responso.
—Vámonos, sí; cerremos la puerta del comedor.
Abandonaron en tropel el terrado.
—Debieron ustedes prever que Jacinto las vería desde
su templo del saber—dijo Tafetán.20
—Don Nominavito es amigo nuestro—repuso una de
ellas.—Desde su templo de la ciencia nos dice a la calladita
mil ternezas, y también nos echa besos volados.
—¿Jacinto?—preguntó el ingeniero,—¿qué endiablado
nombre le han puesto ustedes?25
—Don Nominavito....
Las tres rompieron a reír.
—Lo llamamos así porque es muy sabio.
—No: porque cuando nosotras éramos chicas, él era
chico también; pues... sí. Salíamos al terrado a jugar,30
y le sentíamos estudiando en voz alta sus lecciones.
—Sí, y todo el santo día estaba cantando.
—Declinando, mujer. Eso es: se ponía de este modo:
Nominavito rosa, Genivito, Davito, Acusavito.
—Supongo que yo también tendré mi nombre postizo—dijo
Pepe Rey.
—Que se lo diga a usted María Juana—replicó Florentina
ocultándose.
—Usted no tiene nombre todavía, D. José.
—Pero lo tendré. Prometo que vendré a saberlo, a
recibir la confirmación—dijo el joven con intención de
retirarse.
—Sí. Ya han perdido ustedes bastante tiempo. Niñas,
a trabajar. Esto de arrojar piedras a los vecinos y a los
transeuntes, no es la ocupación más a propósito para unas
jóvenes tan lindas y de tanto mérito... Con que abur....
Y sin esperar más razones ni hacer caso de los cumplidos15
de las muchachas, salió a toda prisa de la casa, dejando en
ella a don Juan Tafetán.
La escena que había presenciado; la vejación sufrida por
el canónigo; la inopinada aparición del doctorcillo, aumentaron20
las confusiones, recelos y presentimientos desagradables
que turbaban el alma del pobre ingeniero. Deploró
con toda su alma haber entrado en casa de las Troyas, y
resuelto a emplear mejor el tiempo, mientras su hipocondría
le durase, recorrió las calles de la población.
Visitó el mercado, la calle de la Tripería, donde estaban25
las principales tiendas; observó los diversos aspectos que
ofrecían la industria y comercio de la gran Orbajosa, y
como no hallara sino nuevos motivos de aburrimiento,
encaminóse al paseo de las Descalzas; pero no vió en él
más que algunos perros vagabundos, porque con motivo del30
viento molestísimo que reinaba, caballeros y señoras se
habían quedado en sus casas. Fué a la botica, donde
hacían tertulia diversas especies de progresistas rumiantes,
que estaban perpetuamente masticando un tema sin fin;
pero allí se aburrió más. Pasaba al fin junto a la catedral,
cuando sintió el órgano y los hermosos cantos del coro.
Entró, arrodillóse delante del altar mayor, recordando las
advertencias que acerca de la compostura dentro de la
iglesia le hiciera su tía; visitó luego una capilla, y se disponía5
a entrar en otra, cuando un acólito, celador o perrero
se le acercó, y con modales muy descorteses y descompuesto
lenguaje, le habló así:
—Su Ilustrísima dice que se plante usted en la calle.
El ingeniero sintió que la sangre se agolpaba en su cerebro.10
Sin decir una palabra obedeció. Arrojado de todas
partes por fuerza superior o por su propio hastío, no tenía
más recurso que ir a casa de su tía, donde le esperaban:
1.° El tío Licurgo, para anunciarle un segundo pleito.
2.° El Sr. D. Cayetano, para leerle un nuevo trozo de su15
discurso sobre los linajes de Orbajosa. 3.° Caballuco,
para un asunto que no había manifestado. 4.° Doña
Perfecta y su sonrisa bondadosa, para lo que se verá en el
capítulo siguiente.
XIV
La discordia sigue creciendo
Una nueva tentativa de ver a su prima Rosario fracasó20
al caer de la tarde. Pepe Rey se encerró en su cuarto para
escribir varias cartas, y no podía apartar de su mente una
idea fija.
—Esta noche o mañana—decía,—se acabará esto de
una manera o de otra.25
Cuando le llamaron para la cena, doña Perfecta se dirigió
a él en el comedor, diciéndole de buenas a primeras:
—Querido Pepe, no te apures, yo aplacaré al Sr. D.
Inocencio... Ya estoy enterada. María Remedios, que
acaba de salir de aquí, me lo ha contado todo.30
El semblante de la señora irradiaba satisfacción, semejante
a la de un artista orgulloso de su obra.
—¿Qué?
—Yo te disculparé, hombre. Tomarías algunas copas
en el Casino, ¿no es esto? He aquí el resultado de las5
malas compañías. ¡D. Juan Tafetán, las Troyas!...
Esto es horrible, espantoso. ¿Has meditado bien?...
—Todo lo he meditado, señora—repuso Pepe, decidido
a no entrar en discusiones con su tía.
—Me guardaré muy bien de escribirle a tu padre lo que10
has hecho.
—Puede usted escribirle lo que guste.
—Vamos: te defenderás desmintiéndome.
—Yo no desmiento.
—Luégo confiesas que estuviste en casa de esas....15
—Estuve.
—Y que les diste media onza, porque, según me ha dicho
María Remedios, esta tarde bajó Florentina a la tienda del
extremeño a que le cambiaran media onza. Ellas no podían
haberla ganado con su costura. Tú estuviste hoy en casa20
de ellas; luégo....
—Luégo yo se la di. Perfectamente.
—¿No lo niegas?
—¡Qué he de negarlo! Creo que puedo hacer de mi
dinero lo que mejor me convenga.25
—Pero de seguro sostendrás que no apedreaste al señor
Penitenciario.
—Yo no apedreo.
—Quiero decir que ellas en presencia tuya....
—E insultaron a la pobre María Remedios.
—Tampoco lo niego.
—¿Y cómo justificarás tu conducta? Pepe... por Dios.—No
dices nada; no te arrepientes, no protestas... no....
—Nada, absolutamente nada, señora.
—Ni siquiera procuras desagraviarme.
—Yo no he agraviado a usted....
—- Vamos, ya no te falta más que... Hombre, coge
ese palo y pégame.5
—Yo no pego.
—¡Qué falta de respeto! ¡qué!... ¿No cenas?
—Cenaré.
Hubo una pausa de más de un cuarto de hora. D. Cayetano,
doña Perfecta y Pepe Rey comían en silencio. Éste10
se interrumpió cuando D. Inocencio entró en el comedor.
—¡Cuánto lo he sentido, Sr. D. José de mi alma!...
Créame usted que lo he sentido de veras—dijo estrechando
la mano al joven y mirándole con expresión de lástima.
El ingeniero no supo qué contestar; tanta era su15
confusión.
—Me refiero al suceso de esta tarde.
—¡Ah!... ya.
—A la expulsión de usted del sagrado recinto de la
iglesia catedral.20
—El señor obispo—dijo Pepe Rey,—debía pensarlo
mucho antes de arrojar a un cristiano de la iglesia.
—Y es verdad, yo no sé quién le ha metido en la cabeza
a Su Ilustrísima que usted es hombre de malísimas costumbres;
yo no sé quién le ha dicho que usted hace alarde de25
ateísmo en todas partes; que se burla de las cosas y personas
sagradas, y aun que proyecta derribar la catedral
para edificar con sus piedras una gran fábrica de alquitrán.
Yo he procurado disuadirle; pero Su Ilustrísima es un poco
terco.30
—Gracias por tanta bondad.
—Y eso que el señor Penitenciario no tiene motivos para
guardarte tales consideraciones. Por poco más le dejan en
el sitio esta tarde.
—¡Bah!... ¿pues qué?—dijo el sacerdote riendo.—¿Ya
se tiene aquí noticia de la travesurilla?... Apuesto
a que María Remedios vino con el cuento. Pues se lo
prohibí, se lo prohibí de un modo terminante. La cosa en
sí no vale la pena, ¿no es verdad, Sr. de Rey?5
—Puesto que usted lo juzga así....
—Ése es mi parecer. Cosas de muchachos... La
juventud, digan lo que quieran los modernos, se inclina
al vicio y a las acciones viciosas. El Sr. D. José, que es
una persona de grandes prendas, no podía ser perfecto...
¿qué tiene de particular que esas graciosas niñas le sedujeran,10
y después de sacarle el dinero le hicieran cómplice
de sus desvergonzados y criminales insultos a la vecindad?
Querido amigo mío, por la dolorosa parte que me cupo en
los juegos de esta tarde—añadió, llevándose la mano a la15
región lastimada,—no me doy por ofendido, ni siquiera
mortificaré a usted con recuerdos de tan desagradable incidente.
He sentido verdadera pena al saber que María
Remedios había venido a contarlo todo... Es tan chismosa
mi sobrina... Apostamos a que también contó lo20
de la media onza, y los retozos de usted con las niñas en el
tejado, y las carreras y pellizcos, y el bailoteo de D. Juan
Tafetán... ¡Bah! estas cosas debieran quedarse en
secreto.
Pepe Rey no sabía lo que le mortificaba más, si la severidad25
de su tía o las hipócritas condescendencias del
canónigo.
—¿Por qué no se han de decir?—indicó la señora.—Él
mismo no parece avergonzado de su conducta. Sépanlo
todos. Únicamente se guardará secreto de esto a mi querida30
hija, porque en su estado nervioso son temibles los
accesos de cólera.
—Vamos, que no es para tanto, señora—añadió el Penitenciario.—Mi
opinión es que no se vuelva a hablar del
asunto, y cuando esto lo dice el que recibió la pedrada, los
demás pueden darse por satisfechos... Y no fué broma
lo del trastazo, Sr. D. José, pues creí que me abrían un
boquete en el casco y que se me salían por él los sesos....
—¡Cuánto siento este incidente!...—balbució Pepe5
Rey.—Me causa verdadera pena, a pesar de no haber
tomado parte....
—La visita de usted a esas señoras Troyas llamará la
atención en el pueblo—dijo el canónigo.—Aquí no estamos
en Madrid, señores, aquí no estamos en ese centro de10
corrupción, de escándalo....
—Allá puedes visitar los lugares más inmundos—manifestó
doña Perfecta,—sin que nadie lo sepa.
—Aquí nos miramos mucho—prosiguió D. Inocencio.—Reparamos
todo lo que hacen los vecinos, y con tal sistema15
de vigilancia, la moral pública se sostiene a conveniente
altura... Créame usted, amigo mío, créame usted, y no
digo esto por mortificarle; usted ha sido el primer caballero
de su posición que a la luz del día... el primero, sí señor
... Trojae qui primus ab oris.20
Después se echó a reír, dando algunas palmadas en la
espalda al ingeniero en señal de amistad y benevolencia.
—¡Cuán grato es para mí—dijo el joven, encubriendo
su cólera con las palabras que creyó más propias para contestar
a la solapada ironía de sus interlocutores,—ver tanta25
generosidad y tolerancia, cuando yo merecía por mi
criminal proceder!....
—¿Pues qué? A un individuo que es de nuestra propia
sangre y que lleva nuestro mismo nombre—dijo doña Perfecta,—¿se
le puede tratar como a un cualquiera? Eres30
mi sobrino, eres hijo del mejor y más santo de los hombres,
mi querido hermano Juan, y esto basta. Ayer tarde estuvo
aquí el secretario del señor obispo, a manifestarme que Su
Ilustrísima está muy disgustado porque te tengo en mi casa.
—¿También eso?—murmuró el canónigo.
—También eso. Yo dije que, salvo el respeto que el
señor obispo me merece y lo mucho que le quiero y reverencio,
mi sobrino es mi sobrino, y no puedo echarle de mi
casa.5
—Es una nueva singularidad que encuentro en este país—dijo
Pepe Rey, pálido de ira.—Por lo visto, aquí el
obispo gobierna las casas ajenas.
—Él es un bendito. Me quiere tanto, que se le figura
... se le figura que nos vas a comunicar tu ateísmo, tu10
despreocupación, tus raras ideas... Yo le he dicho repetidas
veces que tienes un fondo excelente.
—Al talento superior debe siempre concedérsele algo—manifestó
D. Inocencio.
—Y esta mañana, cuando estuve en casa de las de Cirujeda,15
¡ay! tú no puedes figurarte cómo me pusieron la
cabeza... Que si habías venido a derribar la catedral;
que si eras comisionado de los protestantes ingleses para ir
predicando la herejía por España; que pasabas la noche
entera jugando en el Casino; que salías borracho...20
"Pero señoras—les dije,—¿quieren ustedes que yo envíe
a mi sobrino a la posada?" Además, en lo de las embriagueces
no tienen razón, y en cuanto al juego, no sé que
jugaras hasta hoy.
Pepe Rey se hallaba en esa situación de ánimo en que el25
hombre más prudente siente dentro de sí violentos ardores
y una fuerza ciega y brutal que tiende a estrangular, abofetear,
romper cráneos y machacar huesos. Pero doña
Perfecta era señora y además su tía, D. Inocencio era
anciano y sacerdote. Además de esto las violencias de30
obra son de mal gusto e impropias de personas cristianas
y bien educadas. Quedaba el recurso de dar libertad a su
comprimido encono por medio de la palabra manifestada
decorosamente y sin faltarse a sí mismo; pero aun le pareció
prematuro este postrer recurso, que no debía emplear,
según su juicio, hasta el instante de salir definitivamente de
aquella casa y de Orbajosa. Resistiendo, pues, el furibundo
ataque, aguardó.
Jacinto llegó cuando la cena concluía.5
—Buenas noches, Sr. D. José...—dijo, estrechando
la mano del joven.—Usted y sus amigas no me han dejado
trabajar esta tarde. No he podido escribir una línea.¡Y
tenía que hacer!...
—¡Cuánto lo siento, Jacinto! Pues, según me dijeron,10
usted las acompaña algunas veces en sus juegos y retozos.
—¡Yo!—exclamó el rapaz, poniéndose como la grana.—¡Bah!
bien sabe usted que Tafetán no dice nunca palabra
de verdad... ¿Pero es cierto, Sr. de Rey, que se
marcha usted?15
—¿Lo dicen por ahí?...
—Sí; lo he oído en el Casino, en casa de D. Lorenzo
Ruiz.
Rey contempló durante un rato las frescas facciones de
D. Nominavito. Después dijo:20
—Pues no es cierto. Mi tía está muy contenta de mí;
desprecia las calumnias con que me están obsequiando los
orbajosenses... y no me arrojará de su casa, aunque en
ello se empeñe el señor obispo.
—Lo que es arrojarte... jamás. ¡Qué diría tu25
padre!...
—A pesar de sus bondades, queridísima tía, a pesar de
la amistad cordial del señor canónigo, quizás decida yo
marcharme....
—¡Marcharse usted!
En los ojos de doña Perfecta brilló una luz singular. El
canónigo, a pesar de ser hombre muy experto en el disimulo,
no pudo ocultar su júbilo.
—Sí; y tal vez esta misma noche....
—¡Pero hombre, qué arrebatado eres!... ¿Por qué
no esperas siquiera a mañana temprano?... A ver...
Juan, que vayan a llamar al tío Licurgo para que prepare
la jaca.... Supongo que llevarás algún fiambre....5
¡Nicolasa!... ese pedazo de ternera que está en el
aparador.... Librada, la ropa del señorito....
—No, no puedo creer que usted tome determinación tan
brusca—dijo D. Cayetano, creyéndose obligado a tomar
alguna parte en aquella cuestión.10
—¿Pero volverá usted... no es eso?—preguntó el
canónigo.
—¿A qué hora pasa el tren de la mañana?—preguntó
doña Perfecta, por cuyos ojos claramente asomaba la febril
impaciencia de su altura.15
—Sí, me marcho esta misma noche.
—Pero hombre, si no hay luna.
En el alma de doña Perfecta, en el alma del Penitenciario,
en la juvenil alma del doctorcillo retumbaron como una
armonía celeste estas palabras: "esta misma noche."20
—Por supuesto, querido Pepe, tú volverás.... Yo he
escrito hoy a tu padre, a tu excelente padre....—exclamó
doña Perfecta, con todos los síntomas fisiognómicos que
aparecen cuando se va a derramar una lágrima.
—Molestaré a usted con algunos encargos—manifestó25
el sabio.
—Buena ocasión para pedir el cuaderno que me falta de
la obra del abate Gaume—indicó el abogadejo.
—Vamos, Pepe, que tienes unos arrebatos y unas salidas—murmuró
la señora sonriendo, con la vista fija en la30
puerta del comedor.—Pero se me olvidaba decirte que
Caballuco está esperando para hablarte.
XV
Sigue creciendo, hasta que se declara la guerra
Todos miraron hacia la puerta, donde apareció la imponente
figura del Centauro, serio, cejijunto, confuso al querer
saludar con amabilidad, hermosamente salvaje, pero
desfigurado por la violencia que hacía para sonreír urbanamente
y pisar quedo y tener en correcta postura los hercúleos5
brazos.
—Adelante, Sr. Ramos—dijo Pepe Rey.
—Pero no—objetó doña Perfecta.—Si es una tontería
lo que tiene que decirte.
—Yo no debo consentir que en mi casa se ventilen estas
cuestiones ridículas....
—¿Qué quiere de mí el Sr. Ramos?
Caballuco pronunció algunas palabras.
—Basta, basta... exclamó doña Perfecta, riendo.—No15
molestes más a mi sobrino. Pepe, no hagas caso de ese
majadero.... ¿Quieren ustedes que les diga en qué
consiste el enojo del gran Caballuco?
—¿Enojo? Ya me lo figuro—indicó el Penitenciario,
recostándose en el sillón y riendo expansivamente y con20
estrépito.
—Yo quería decirle al Sr. D. José....—gruñó el formidable
ginete.
—Hombre, calla por Dios, no nos aporrees los oídos.
—Sr. Caballuco—dijo el canónigo,—no es mucho que25
los señores de la Corte desbanquen a los rudos caballistas
de estas salvajes tierras....
—En dos palabras, Pepe, la cuestión es esta. Caballuco
es no sé qué....
La risa le impidió continuar.30
—No sé qué—añadió D. Inocencio,—de una de las
niñas de Troya, de Mariquita Juana, si no estoy equivocado.
—¡Y está celoso! Después de su caballo, lo primero
de la Creación es Mariquilla Troya.
—¡Bonito apunte!—exclamó la señora.—¡Pobre5
Cristóbal! ¿Has creído que una persona como mi sobrino?...
Vamos a ver, ¿qué ibas a decirle? Habla.
—Ya hablaremos el Sr. D. José y yo—repuso
bruscamente el bravo de la localidad.
Poco después Pepe Rey salió del comedor para ir a su
cuarto. En la galería hallóse frente a frente con su troyano
antagonista, y no pudo reprimir la risa al ver la torva seriedad
del ofendido cortejo.
—Una palabra—dijo éste plantándose descaradamente15
ante el ingeniero.—¿Usted sabe quién soy yo?
Diciendo esto puso la pesada mano en el hombro del
joven con tan insolente franqueza, que éste no pudo menos
de rechazarle enérgicamente.
—No es preciso aplastar para eso.20
El valentón, ligeramente desconcertado, se repuso al
instante, y mirando a Rey con audacia provocativa, repitió
su estribillo.
—¿Sabe usted quién soy yo?
—Sí: ya sé que es usted un animal.25
Apartóle bruscamente hacia un lado y entró en su cuarto.
Según el estado del cerebro de nuestro desgraciado amigo
en aquel instante, sus acciones debían sintetizarse en el
siguiente brevísimo y definitivo plan: romperle la cabeza a
Caballuco sin pérdida de tiempo; despedirse en seguida de30
su tía con razones severas, aunque corteses, que le llegaran
al alma; dar un frío adiós al canónigo y un abrazo al inofensivo
D. Cayetano; administrar, por fin de fiesta, una
paliza al tío Licurgo; partir de Orbajosa aquella misma
noche y sacudirse el polvo de los zapatos a la salida de la
ciudad.
Pero los pensamientos del perseguido joven no podían
apartarse, en medio de tantas amarguras, de otro
desgraciado ser a quien suponía en situación más aflictiva y5
angustiosa que la suya propia. Tras el ingeniero entró en la
estancia una criada.
—¿Le diste mi recado?—preguntó él.
—Sí, señor, y me dió esto.
Rey tomó de las manos de la muchacha un pedacito de10
periódico, en cuyo margen leyó estas palabras: "Dicen que
te vas. Yo me muero."
Cuando volvió al comedor, el tío Licurgo se asomaba a
la puerta preguntando:
—¿A qué hora hace falta la jaca?15
—A ninguna—contestó vivamente Rey.
—¿Luégo no te vas esta noche?—dijo doña Perfecta.—Mejor
es que lo dejes para mañana.
—Tampoco.
—Ya veremos—dijo fríamente el joven mirando a su
tía con imperturbable calma.—Por ahora no pienso
marcharme.
Sus ojos lanzaban enérgico reto.
Doña Perfecta se puso primero encendida, pálida después.25
Miró al canónigo que se había quitado las gafas de oro para
limpiarlas, y luego clavó sucesivamente la vista en los
demás que ocupaban la estancia, incluso Caballuco que,
entrando poco antes, se sentara en el borde de una silla.
Doña Perfecta les miró como mira un general a sus queridos30
cuerpos de ejército. Después examinó el semblante
meditabundo y sereno de su sobrino, de aquel estratégico
enemigo que se presentaba de improviso cuando se le creía en
vergonzosa fuga.
¡Ay! ¡Sangre, ruina y desolación!... Una gran
batalla se preparaba.
XVI
Noche
Orbajosa dormía. Los mustios farolillos del público
alumbrado despedían en encrucijadas y callejones su postrer
fulgor como cansados ojos que no pueden vencer el sueño.5
A su débil luz se escurrían envueltos en sus capas los vagabundos,
los rondadores, los jugadores. Sólo el graznar del
borracho o el canto del enamorado turbaban la callada paz
de la ciudad histórica. De pronto el Ave María Purísima
de vinoso sereno sonaba como un quejido enfermizo del10
durmiente poblachón.
En la casa de doña Perfecta también había silencio.
Turbábalo tan sólo un diálogo que en la biblioteca del Sr.
D. Cayetano sostenían éste y Pepe Rey. Sentábase el
erudito reposadamente en el sillón de su mesa de estudio,15
la cual aparecía cubierta por diversas suertes de papeles,
conteniendo notas, apuntes y referencias, sin que el más
pequeño desorden las confundiese, a pesar de su mucha
diversidad y abundancia. Rey fijaba los ojos en el copioso
montón de papeles; pero sus pensamientos volaban sin20
duda en regiones muy distantes de aquella sabiduría.
—Perfecta—dijo el anticuario,—aunque es una mujer
excelente, tiene el defecto de escandalizarse por cualquier
acción frívola e insignificante. Amigo, en estos pueblos de
provincia el menor desliz se paga caro. Nada encuentro25
de particular en que usted fuese a casa de las Troyas. Se
me figura que D. Inocencio, bajo su capita de hombre de
bien, es algo cizañoso. ¿A él qué le importa?...
—Hemos llegado a un punto, Sr. D. Cayetano, en que
es preciso tomar una determinación enérgica. Yo necesito30
ver y hablar a Rosario.
—Pues véala usted.
—Es que no me dejan—respondió el ingeniero dando
un puñetazo en la mesa.—Rosario está secuestrada....
—¡Secuestrada!—exclamó el sabio con incredulidad.—La
verdad es que no me gusta su cara, ni su aspecto, ni5
menos el estupor que se pinta en sus bellos ojos. Está
triste, habla poco, llora.... Amigo D. José, me temo
mucho que esa niña se vea atacada de la terrible enfermedad
que ha hecho tantas víctimas en los individuos de mi
familia.10
—¡Una terrible enfermedad! ¿Cuál?
—La locura... mejor dicho, manías. En mi familia
no ha habido uno solo que se librara de ellas. Yo, yo soy
el único que he logrado escapar.
—¡Usted!... Dejando a un lado las manías—dijo Rey15
con impaciencia,—yo quiero ver a Rosario.
—Nada más natural. Pero el aislamiento en que su
madre la tiene es un sistema higiénico, querido Pepe, el
único sistema que se ha empleado con éxito en todos los
individuos de mi familia. Considere usted que la persona20
cuya presencia y voz debe de hacer más impresión en el
delicado sistema nervioso de Rosarillo, es el elegido de su
corazón.
—A pesar de todo—insistió Pepe,—yo quiero verla.
—Quizás Perfecta no se oponga a ello—dijo el sabio25
fijando la atención en sus notas y papeles.—No quiero
meterme en camisa de once varas.
El ingeniero, viendo que no podía sacar partido del buen
Polentinos, se retiró para marcharse.
—Usted va a trabajar, y no quiero estorbarle.30
—No; aún tengo tiempo. Vea usted el cúmulo de
preciosos datos que he reunido hoy. Atienda usted.... "En
1537 un vecino de Orbajosa, llamado Bartolomé del Hoyo,
fué a Civita-Vecchia en las galeras del Marqués de Castel
Rodrigo." Otra. "En el mismo año dos hermanos, hijos
también de Orbajosa y llamados Juan y Rodrigo González
del Arco, se embarcaron en los seis navíos que salieron de
Maestrique el 20 de Febrero y que a la altura de Calais
toparon con un navío inglés y los flamencos que mandaba5
Van-Owen...." En fin, fué aquello una importante hazaña
de nuestra marina. He descubierto que un orbajosense,
un tal Mateo Díaz Coronel, alférez de la Guardia, fué el
que escribió en 1709 y dió a la estampa en Valencia el
Métrico encomio, fúnebre canto, lírico elogio, descripción10
numérica, gloriosas fatigas, angustiadas glorias de la Reina de los
Ángeles. Poseo un preciosísimo ejemplar de esta obra, que
vale un Perú.... Otro orbajosense es autor de aquel
famoso Tractado de las diversas suertes de la Gineta, que
enseñé a usted ayer, y, en resumen, no doy un paso por el15
laberinto de la historia inédita sin tropezar con algún
paisano ilustre. Yo pienso sacar todos esos nombres de la
injusta obscuridad y olvido en que yacen. ¡Qué goce tan
puro, querido Pepe, es devolver todo su lustre a las glorias,
ora épicas, ora literarias del país en que hemos nacido!20
Ni qué mejor empleo puede dar un hombre al escaso entendimiento
que del cielo recibiera, a la fortuna heredada y al
tiempo breve con que puede contar en el mundo la más
dilatada existencia.... Gracias a mí, se verá que Orbajosa
es ilustre cuna del genio español. Pero ¿qué digo? ¿No25
se conoce bien su prosapia ilustre en la nobleza, en la
hidalguía de la actual generación urbsaugustana? Pocas
localidades conocemos en que crezcan con más lozanía las
plantas y arbustos de todas las virtudes, libres de la maléfica
hierba de los vicios. Aquí todo es paz, mutuo respeto,30
humildad cristiana. La caridad se practica aquí como en
los tiempos evangélicos; aquí no se conoce la envidia;
aquí no se conocen las pasiones criminales, y si oye usted
hablar de ladrones y asesinos, tenga por seguro que no son
hijos de esta noble tierra, o que pertenecen al número de
los infelices pervertidos por las predicaciones demagógicas.
Aquí verá usted el carácter nacional en toda su pureza,
recto, hidalgo, incorruptible, puro, sencillo, patriarcal,
hospitalario, generoso.... Por eso gusto tanto vivir en esta5
pacífica soledad, lejos del laberinto de las ciudades, donde
reinan ¡ay! la falsedad y el vicio. Por eso no han podido
sacarme de aquí los muchos amigos que tengo en Madrid;
por eso vivo en la dulce compañía de mis leales paisanos y
de mis libros, respirando sin cesar esta salutífera atmósfera10
de honradez, que se va poco a poco reduciendo en nuestra
España, y sólo existe en las humildes y cristianas ciudades
que con las emanaciones de sus virtudes saben conservarla.
Y no crea usted, este sosegado aislamiento ha contribuído
mucho, queridísimo Pepe, a librarme de la terrible15
enfermedad connaturalizada en mi familia. En mi juventud yo,
lo mismo que mis hermanos y padre, padecía lamentable
propensión a las más absurdas manías; pero aquí me tiene
usted tan pasmosamente curado, que no conozco tal enfermedad
sino cuando la veo en los demás. Por eso mi20
sobrinilla me tiene tan inquieto.
—Celebro que los aires de Orbajosa le hayan preservado
a usted—dijo Rey, no pudiendo reprimir un sentimiento
de burlas que por ley extraña nació en medio de su tristeza.—A
mí me han probado tan mal, que creo he de ser25
maniático dentro de poco tiempo si sigo aquí. Con que buenas
noches, y que trabaje usted mucho.
—Buenas noches.
Dirigióse a su habitación; mas no sintiendo sueño ni
necesidad de reposo físico, sino por el contrario, fuerte30
excitación que le impulsaba a agitarse y divagar, cavilando
y moviéndose, se paseó de un ángulo a otro de la pieza.
Después abrió la ventana que daba a la huerta, y poniendo
los codos en el antepecho de ella, contempló la inmensa
negrura de la noche. No se veía nada. Pero el hombre
ensimismado lo ve todo, y Rey, fijos los ojos en la
obscuridad, miraba cómo se iba desarrollando sobre ella el
abigarrado paisaje de sus desgracias. La sombra no le permitía
ver las flores de la tierra, ni las del cielo, que son las5
estrellas. La misma falta casi absoluta de claridad
producía el efecto de un ilusorio movimiento en las masas de
árboles, que se extendían al parecer, iban perezosamente y
regresaban enroscándose, como el oleaje de un mar de
sombras. Formidable flujo y reflujo, una lucha entre10
fuerzas no bien manifiestas, agitaban la silenciosa esfera.
El matemático, contemplando aquella extraña proyección
de su alma sobre la noche, decía:
—La batalla será terrible. Veremos quién sale
triunfante.15
Los insectos de la noche hablaron a su oído, diciéndole
misteriosas palabras. Aquí un chirrido áspero; allí un
chasquido semejante al que hacemos con la lengua; allá
lastimeros murmullos; más lejos un son vibrante parecido
al de la esquila suspendida al cuello de la res vagabunda.20
De súbito sintió Rey una consonante extraña, una rápida
nota propia tan sólo de la lengua y de los labios humanos.
Esta exhalación cruzó por el cerebro del joven como un
relámpago. Sintió culebrear dentro de sí aquella S fugaz,
que se repitió una y otra vez, aumentando de intensidad.2525
Miró a todos lados, miró hacia la parte alta de la casa, y en
una ventana creyó distinguir un objeto semejante a un ave
blanca que movía las alas. Por la mente excitada de Pepe
Rey cruzó en un instante la idea del fénix, de la paloma, de
la garza real... y sin embargo, aquella ave no era más30
que un pañuelo.
El ingeniero saltó por la ventana a la huerta. Observando
bien, vió la mano y el rostro de su prima. Le pareció
distinguir el tan usual movimiento de imponer silencio
llevando el dedo a los labios. Después la simpática sombra
alargó el brazo hacia abajo y desapareció. Pepe Rey entró
de nuevo en su cuarto rápidamente y procurando no hacer
ruido, pasó a la galería, avanzando después lentamente por
ella. Sentía el palpitar de su corazón, como si recibiera5
hachazos dentro del pecho. Esperó un rato... al fin
oyó distintamente tenues golpes en los peldaños de la
escalera. Uno, dos, tres.... Producían aquel rumor unos
zapatitos.
Dirigióse hacia allá en medio de una obscuridad casi10
profunda, y alargó los brazos para prestar apoyo a quien
bajaba. En su alma reinaba una ternura exaltada y profunda;
pero ¿a qué negarlo? tras aquel dulce sentimiento
surgió de repente, como infernal inspiración, otro que era
un terrible deseo de venganza. Los pasos se acercaban15
descendiendo. Pepe Rey avanzó, y unas manos que
tanteaban en el vacío chocaron con las suyas. Las cuatro
¡ay! se unieron en estrecho apretón.