XVII
Luz a obscuras
La galería era larga y ancha. A un extremo estaba la
puerta del cuarto donde moraba el ingeniero; en el centro20
la del comedor, y al otro extremo la escalera y una puerta
grande y cerrada, con un peldaño en el umbral. Aquella
puerta era la de una capilla, donde los Polentinos tenían los
santos de su devoción doméstica. Alguna vez se celebraba
en ella el santo sacrificio de la misa.25
Rosario dirigió a su primo hacia la puerta de la capilla,
y se dejó caer en el escalón.
—¿Aquí?...—murmuró Pepe Rey.
Por los movimientos de la mano derecha de Rosario,
comprendió que ésta se santiguaba.30
—Prima querida, Rosario... ¡gracias por haberte
dejado ver!—exclamó estrechándola con ardor entre sus
brazos.
Sintió los dedos fríos de la joven sobre sus labios,
imponiéndole silencio. Los besó con frenesí.5
—Estás helada... Rosario... ¿por qué tiemblas así?
Daba diente con diente, y su cuerpo todo se estremecía
con febril convulsión. Rey sintió en su cara el abrasador
fuego del rostro de su prima, y alarmado exclamó:
—Tu frente es un volcán. Tienes fiebre.10
—Mucha.
—¿Estás enferma realmente?
—Sí....
—Y has salido....
El ingeniero la estrechó entre sus brazos para darle
abrigo; pero no bastaba.
—Aguarda—dijo vivamente levantándose.—Voy a mi
cuarto a traer mi manta de viaje.
Rey había dejado encendida la luz dentro de su cuarto,
y por la puerta de éste salía una tenue claridad, iluminando
la galería. Volvió al instante. La obscuridad era ya
profunda. Tentando las paredes pudo llegar hasta donde
estaba su prima. Reuniéronse y la arropó cuidadosamente25
de los pies a la cabeza.
—¿Qué bien estás ahora, niña mía?
—Sí, ¡qué bien!... Contigo.
—Conmigo... y para siempre—exclamó con
exaltación el joven.30
Pero observó que se desasía de sus brazos y se levantaba.
—¿Qué haces?
Sintió el ruido de un hierrecillo. Rosario entraba una
llave en la invisible cerradura, y abría cuidadosamente la
puerta en cuyo umbral se habían sentado. Leve olor de
humedad, inherente a toda pieza cerrada por mucho tiempo,
salía de aquel recinto obscuro como una tumba. Pepe Rey
se sintió llevado de la mano, y la voz de su prima dijo muy
débilmente:5
—Entra.
Dieron algunos pasos. Creíase él conducido a ignotos
lugares Elíseos por el ángel de la noche. Ella tanteaba.
Por fin volvió a sonar su dulce voz, murmurando:
Estaban junto a un banco de madera. Los dos se sentaron.
Pepe Rey la abrazó de nuevo. En el mismo
instante su cabeza chocó con un cuerpo muy duro.
—¿Qué es esto?
—Rosario... ¿qué dices?
—Los pies del divino Jesús, de la imagen de Cristo
Crucificado, que adoramos en mi casa.
Pepe Rey sintió como una fría lanzada que le traspasó el
corazón.20
—Bésalos—dijo imperiosamente la joven.
El matemático besó los helados pies de la santa imagen.
—Pepe—exclamó después la señorita, estrechando
ardientemente la mano de su primo.—¿Tú crees en Dios?
—¡Rosario!... ¿qué dices ahí? ¡Qué locuras25
piensas!—repuso con perplejidad el primo.
—Contéstame.
Pepe Rey sintió humedad en sus manos.
—¿Porqué lloras?—dijo lleno de turbación.—Rosario,
me estás matando con tus dudas absurdas. ¡Que si creo30
en Dios! ¿Lo dudas tú?
—Yo no; pero todos dicen que eres ateo.
—Desmerecerías a mis ojos, te despojarías de tu aureola
de pureza y de prestigio, si dieras crédito a tal necedad.
—Oyéndote calificar de ateo, y sin poder convencerme
de lo contrario por ninguna razón, he protestado desde el
fondo de mi alma contra tal calumnia. Tú no puedes ser
ateo. Dentro de mí tengo yo vivo y fuerte el sentimiento5
de tu religiosidad, como el de la mía propia.
—¡Qué bien has hablado! ¿Entonces, por qué me
preguntas si creo en Dios?
—Porque quería escucharlo de tu misma boca y
recrearme oyéndotelo decir. ¡Hace tanto tiempo que no oigo
el acento de tu voz!... ¿qué mayor gusto que oírlo de10
nuevo, después de tan gran silencio, diciendo: "creo en
Dios"?
—Rosario, hasta los malvados creen en él. Si existen
ateos, que lo dudo, son los calumniadores, los intrigantes
de que está infestado el mundo.... Por mi parte, me15
importan poco las intrigas y las calumnias, y si tú te
sobrepones a ellas y cierras tu corazón a los sentimientos de
discordia que una mano aleve quiere introducir en él, nada
se opondrá a nuestra felicidad.
—¿Pero qué nos pasa? Pepe, querido Pepe... ¿tú20
crees en el Diablo?
El ingeniero calló. La obscuridad de la capilla no
permitía a Rosario ver la sonrisa con que su primo acogiera
tan extraña pregunta.
—Será preciso creer en él—dijo al fin.25
—¿Qué nos pasa? Mamá me prohibe verte; pero
fuera de lo del ateísmo no habla mal de ti. Díceme que
espere; que tú decidirás; que te vas, que vuelves....
Hablame con franqueza.... ¿Has formado mala idea de
mi madre?30
—De ninguna manera—replicó Rey, apremiado por su
delicadeza.
—¿No crees, como yo, que me quiere mucho; que
nos quiere a los dos, que sólo desea nuestro bien, y
que al fin hemos de alcanzar de ella el consentimiento
que deseamos?
—Si tú lo crees así, yo también.... Tu mamá nos
adora a entrambos.... Pero, querida Rosario, es preciso
confesar que el Demonio ha entrado en esta casa.5
—No te burles—repuso ella con cariño....—¡Ay!
mamá es muy buena. Ni una sola vez me ha dicho que no
fueras digno de ser mi marido. No insiste más que en lo
del ateísmo. Dicen además que tengo manías, y que ahora
me ha entrado la de quererte con toda mi alma. En nuestra10
familia es ley no contrariar de frente las manías congénitas
que tenemos, porque atacándolas se agravan más.
—Pues yo creo que a tu lado hay buenos médicos que se
han propuesto curarte, y que al fin, adorada niña mía, lo van
a conseguir.15
—No, no, no mil veces—exclamó Rosario, apoyando su
frente en el pecho de su novio.—Quiero volverme loca
contigo. Por ti estoy padeciendo; por ti estoy enferma;
por ti desprecio la vida y me expongo a morir.... Ya lo
preveo, mañana estaré peor, me agravaré.... Moriré;20
¡qué me importa!
—Tú no estás enferma—repuso él con energía; tú no
tienes sino una perturbación moral, que naturalmente trae
ligeras afecciones nerviosas; tú no tienes más que la pena
ocasionada por esta horrible violencia que están ejerciendo25
sobre ti. Tu alma sencilla y generosa no lo comprende.
Cedes; perdonas a los que te hacen daño; te afliges, atribuyendo
tu desgracia a funestas influencias sobrenaturales;
padeces en silencio; entregas tu inocente cuello al verdugo;
te dejas matar, y el mismo cuchillo, hundido en tu garganta,30
te parece la espina de una flor que se te clavó al pasar.
Rosario, desecha esas ideas: considera nuestra verdadera
situación, que es grave: mira la causa de ella donde
verdaderamente está, y no te acobardes, no cedas a la mortificación
que se te impone, enfermando tu alma y tu cuerpo.
El valor de que careces te devolverá la salud, porque tú no
estás realmente enferma, querida niña mía, tú estás...
¿quieres que lo diga? estás asustada, aterrada. Te pasa
lo que los antiguos no sabían definir y llamaban maleficio.5
¡Rosario, ánimo, confía en mí! Levántate y sígueme.
No te digo más.
—¡Ay, Pepe... primo mío!... se me figura que
tienes razón—exclamó Rosarito anegada en llanto.—Tus
palabras resuenan en mi corazón como golpes violentos10
que, estremeciéndome, me dan nueva vida. Aquí en esta
obscuridad, donde no podemos vernos las caras, una luz
inefable sale de ti y me inunda el alma. ¿Qué tienes tú,
que así me transformas? Cuando te conocí, de repente fuí
otra. En los días en que he dejado de verte me he visto15
volver a mi antiguo estado insignificante, a mi cobardía
primera. Sin ti vivo en el Limbo, Pepe mío.... Haré lo
que me dices, me levanto y te sigo. Iremos juntos a donde
quieras. ¿Sabes que me siento bien? ¿Sabes que no
tengo ya fiebre, que recobro las fuerzas, que quiero correr20
y gritar, que todo mi ser se renueva, y se aumenta y se
centuplica para adorarte? Pepe, tienes razón. Yo no estoy
enferma, yo no estoy sino acobardada; mejor dicho,
fascinada.
—Fascinada. Terribles ojos me miran y me dejan muda
y trémula. Tengo miedo; ¿pero a qué?... Tú sólo
tienes el extraño poder de devolverme la vida. Oyéndote,
resucito. Yo creo que si me muriera y fueras a pasear
junto a mi sepultura, desde lo hondo de la tierra sentiría30
tus pasos. ¡Oh, si pudiera verte ahora!... Pero estás
aquí, a mi lado, y no puedo dudar que eres tú.... ¡Tanto
tiempo sin verte!... Yo estaba loca. Cada día de soledad
me parecía un siglo.... Me decían que mañana, que
mañana, y vuelta con mañana. Yo me asomaba por las
noches a la ventana, y la claridad de la luz de tu cuarto me
servía de consuelo. A veces tu sombra en los cristales era
para mí una aparición divina. Yo extendía los brazos hacia
fuera, derramaba lágrimas y gritaba con el pensamiento, sin5
atreverme a hacerlo con la voz. Cuando recibí tu recado
por conducto de la criada; cuando recibí tu carta
diciéndome que te marchabas, me puse muy triste, creí que se me
iba saliendo el alma del cuerpo y que me moría por grados.
Yo caía, caía como el pájaro herido cuando vuela, que va10
cayendo y muriéndose, todo al mismo tiempo.... Esta
noche, cuando te vi despierto tan tarde, no pude resistir el
anhelo de hablarte, y bajé. Creo que todo el atrevimiento
que puedo tener en mi vida lo he consumido y empleado en
una sola acción, en ésta, y que ya no podré dejar de ser15
cobarde.... Pero tú me darás aliento; tú me darás
fuerzas; tú me ayudarás, ¿no es verdad?... Pepe, primo
mío querido, dime que sí; dime que tengo fuerzas, y las
tendré; dime que no estoy enferma, y no lo estaré. Ya
no lo estoy. Me encuentro tan bien, que me río de mis20
males ridículos.
Al decir esto, Rosarito se sintió frenéticamente enlazada
por los brazos de su primo. Oyóse un ¡ay! pero no salió
de los labios de ella, sino de los de él, porque habiendo
inclinado la cabeza, tropezó violentamente con los pies25
del Cristo. En la obscuridad es donde se ven las
estrellas.
En el estado de su ánimo y en la natural alucinación que
producen los sitios obscuros, a Rey le parecía, no que su
cabeza había topado con el santo pie, sino que éste se30
había movido, amonestándole de la manera más breve y
más elocuente. Entre serio y festivo alzó la cabeza, y
dijo así:
—Señor, no me pegues, que no haré nada malo.
En el mismo instante Rosario tomó la mano del joven,
oprimiéndola contra su corazón. Oyóse una voz pura,
grave, angelical, conmovida, que habló de este modo:
—Señor que adoro, Señor Dios del mundo y tutelar de mi
casa y de mi familia; Señor a quien Pepe también adora;5
Santo Cristo bendito que moriste en la Cruz por nuestros
pecados; ante Ti, ante tu cuerpo herido, ante tu frente
coronada de espinas, digo que éste es mi esposo, y que después
de Ti, es el que más ama mi corazón; digo que le declaro mi
esposo, y que antes moriré que pertenecer a otro. Mi corazón10
y mi alma son suyos. Haz que el mundo no se oponga
a nuestra felicidad, y concédeme el favor de esta unión, que
juro sea buena ante el mundo como lo es en mi conciencia.
—Rosario, eres mía,—exclamó Pepe con exaltación.—Ni
tu madre ni nadie lo impedirá.15
La prima inclinó su hermoso busto inerte sobre el pecho
del primo. Temblaba en los amantes brazos varoniles,
como la paloma en las garras del águila.
Por la mente del ingeniero pasó como un rayo la idea de
que existía el Demonio; pero entonces el Demonio era él.20
Rosario hizo ligero movimiento de miedo; tuvo como el
temblor de sorpresa que anuncia el peligro.
—Júrame que no desistirás—dijo turbadamente Rey,
atajando aquel movimiento.
—Te lo juro por las cenizas de mi padre, que están....25
—¿Dónde?
—Bajo nuestros pies.
El matemático sintió que se levantaba bajo sus pies la
losa... pero no, no se levantaba: es que él creyó notarlo
así, a pesar de ser matemático.30
—Te lo juro—repitió Rosario,—por las cenizas de mi
padre y por Dios que nos está mirando.... Que nuestros
cuerpos, unidos como están, reposen bajo estas losas cuando
Dios quiera llevarnos de este mundo.
—Sí—repitió Pepe Rey, con emoción profunda,
sintiendo llena su alma de una turbación inexplicable.
Ambos permanecieron en silencio durante breve rato.
Rosario se había levantado.
Volvió a sentarse.
—Tiemblas otra vez—dijo Pepe.—Rosario, tú estas
mala; tu frente abrasa.
—Parece que me muero—murmuró la joven con
desaliento.—No sé qué tengo.10
Cayó sin sentido en brazos de su primo.
Agasajándola, notó que el rostro de la joven se cubría de helado
sudor.
—Está realmente enferma—dijo para sí.—Esta salida
es una verdadera calaverada.15
Levantóla en sus brazos, tratando de reanimarla, pero ni
el temblor de ella ni el desmayo cesaban, por lo cual
resolvió sacarla de la capilla, a fin de que el aire fresco la
reanimase. Así fué en efecto. Recobrado el sentido, manifestó
Rosario mucha inquietud por hallarse a tal hora fuera de su20
habitación. El reloj de la catedral dió las cuatro.
—¡Qué tarde!—exclamó la joven.—Suéltame, primo.
Me parece que puedo andar. Verdaderamente estoy muy
mala.
—Eso de ninguna manera. Antes iré arrastrándome
hasta mi cuarto.... ¿No te parece que se oye un ruido?...
Ambos callaron. La ansiedad de su atención determinó
un silencio absoluto.
—Absolutamente nada.
—Pon atención.... Ahora, ahora vuelve a sonar. Es
un rumor que no sé si suena lejos, muy lejos, o cerca, muy
cerca. Lo mismo podría ser la respiración de mi madre
que el chirrido de la veleta que está en la torre de la
catedral. ¡Ah! Tengo un oído muy fino.
—Demasiado fino.... Con que, querida prima, te
subiré en brazos.
—Bueno, súbeme hasta lo alto de la escalera. Después5
iré yo sola. En, cuanto descanse un poco, me quedaré
como si tal cosa.... ¿Pero no oyes?
Detuviéronse en el primer peldaño.
—Es un sonido metálico.
—¿La respiración de tu mamá?10
—No, no es eso. El rumor viene de muy lejos. ¿Será
el canto de un gallo?
—Podrá ser.
—Parece que suenan dos palabras, diciendo: allá voy,
allá voy.15
—Ya, ya oigo—murmuró Pepe Rey.
—Es un grito.
—Es una corneta.
—¡Una corneta!
—Sí. Sube pronto. Orbajosa va a despertar.... Ya20
se oye con claridad. No es trompeta sino clarín. La tropa
se acerca.
—¡Tropa!
—No sé por qué me figuro que esta invasión militar ha
de ser provechosa para mí.... Estoy alegre. Rosario,25
arriba pronto.
—También yo estoy alegre. Arriba.
En un instante la subió, y los dos amantes se despidieron,
hablándose al oído tan quedamente, que apenas se oían.
—Me asomaré por la ventana que da a la huerta, para30
decirte que he llegado a mi cuarto sin novedad. Adiós.
—Adiós, Rosario. Ten cuidado de no tropezar con los
muebles.
—Por aquí navego bien, primo. Ya nos veremos otra
vez. Asómate a la ventana de tu cuarto si quieres recibir
mi parte telegráfico.
Pepe Rey hizo lo que se le mandaba; pero aguardó largo
rato y Rosario no apareció en la ventana. El ingeniero
creía sentir agitadas voces en el piso alto.5
XVIII
Tropa
Los habitantes de Orbajosa oían en la crepuscular
vaguedad de su último sueño aquel clarín sonoro, y abrían los
ojos diciendo:
—Tropa.
Unos hablando consigo mismos, mitad dormidos, mitad10
despiertos, murmuraban:
—Por fin nos han mandado esa canalla.
Otros se levantaban a toda prisa, gruñendo así:
—Vamos a ver a esos condenados.
Alguno apostrofaba de este modo:15
—Anticipo forzoso tenemos.... Ellos dicen quintas,
contribuciones; nosotros diremos palos y más palos.
En otra casa se oyeron estas palabras, pronunciadas con
alegría:
—¡Si vendrá mi hij!... ¡Si vendrá mi hermano!...20
Todo era saltar del lecho, vestirse a prisa, abrir las
ventanas para ver el alborotador regimiento que entraba con
las primeras luces del día. La ciudad era tristeza, silencio,
vejez; el ejército alegría, estrépito, juventud. Entrando el
uno en la otra, parecía que la momia recibía por arte25
maravillosa el don de la vida, y bulliciosa saltaba fuera del
húmedo sarcófago para bailar en torno de él. ¡Qué
movimiento, qué algazara, qué risas, qué jovialidad! No existe
nada tan interesante como un ejército. Es la patria en su
aspecto juvenil y vigoroso. Lo que en el concepto individual
tiene o puede tener esa misma patria de inepta, de
levantisca, de supersticiosa unas veces, de blasfema otras,
desaparece bajo la presión férrea de la disciplina, que de
tantas figurillas insignificantes hace un conjunto prodigioso.5
El soldado, o sea el corpúsculo, al desprenderse, después de
un rompan filas, de la masa en que ha tenido vida regular y
a veces sublime, suele conservar algunas de las cualidades
peculiares del ejército. Pero esto no es lo más común. A
la separación suele acompañar súbito encanallamiento, de10
lo cual resulta que si un ejército es gloria y honor, una
reunión de soldados puede ser calamidad insoportable, y los
pueblos que lloran de júbilo y entusiasmo al ver entrar en
su recinto un batallón victorioso, gimen de espanto y tiemblan
de recelo cuando ven libres y sueltos a los señores15
soldados.
Esto último sucedió en Orbajosa, porque en aquellos días
no había glorias que cantar ni motivo alguno para tejer
coronas ni trazar letreros triunfales, ni mentar siquiera
hazañas de nuestros bravos, por cuya razón todo fué miedo20
y desconfianza en la episcopal ciudad, que si bien pobre,
no carecía de tesoros en gallinas, frutas, dinero y doncellez,
los cuales corrían gran riesgo desde que entraron los consabidos
alumnos de Marte. Además de esto, la patria de los
Polentinos, como ciudad muy apartada del movimiento y25
bullicio que han traído el tráfico, los periódicos, los ferrocarriles
y otros agentes que no hay para qué analizar ahora,
no gustaba que la molestasen en su sosegada existencia.
Siempre que se le ofrecía coyuntura propicia, mostraba
asimismo viva repulsión a someterse a la autoridad central30
que mal o bien nos gobierna; y recordando sus fueros de
antaño y mascullándolos de nuevo, como rumia el camello
la yerba que ha comido el día antes, solía hacer alarde de
cierta independencia levantisca, deplorables resabios de
behetría que a veces dieron no pocos quebraderos de cabeza
al gobernador de la provincia.
Otrosí debe tenerse en cuenta que Orbajosa tenía antecedentes,
o mejor dicho abolengo faccioso. Sin duda conservaba
en su seno algunas fibras enérgicas de aquellas que5
en edad remota, según la entusiasta opinión de don Cayetano,
la impulsaron a inauditas acciones épicas; y aunque
en decadencia, sentía de vez en cuando violento afán de
hacer grandes cosas, aunque fueran barbaridades y desatinos.
Como dió al mundo tantos egregios hijos, quería10
sin duda que sus actuales vástagos, los Caballucos, Merengues
y Pelosmalos renovasen las Gestas gloriosas de los de
antaño.
Siempre que hubo facciones en España, aquel pueblo dió
a entender que no existía en vano sobre la faz de la tierra,15
si bien nunca sirvió de teatro a una verdadera guerra. Su
genio, su situación, su historia la reducían al papel secundario
de levantar partidas. Obsequió al país con esta fruta
nacional en 1827 cuando los Apostólicos, durante la guerra
de los siete años, en 1848, y en otras épocas de menos eco20
en la historia patria. Las partidas y los partidarios fueron
siempre populares, circunstancia funesta que procedía de la
guerra de la Independencia, una de esas cosas buenas que
han sido origen de infinitas cosas detestables. Corruptio
optimi pessima. Y con la popularidad de las partidas y de25
los partidarios, coincidía, siempre creciente, la impopularidad
de todo lo que entraba en Orbajosa con visos de delegación
o instrumento del poder central. Los soldados fueron
siempre tan mal vistos allí, que siempre que los ancianos
narraban un crimen, robo, asesinato, violación, o cualquiera30
otro espantable desafuero, añadían: esto sucedió cuando vino
la tropa.
Y ya que se ha dicho esto tan importante, bueno será
añadir que los batallones enviados allá en los mismos días
de la historia que referimos, no iban a pasearse por las
calles, pues que llevaban un objeto que clara y detalladamente
se verá más adelante. Como dato de no escaso
interés, apuntaremos que lo que aquí se va contando ocurrió
en un año que no está muy cerca del presente, ni tampoco5
muy lejos, así como también se puede decir que Orbajosa
(entre los romanos urbs augusta, si bien algunos eruditos
modernos examinando el ajosa, opinan que este rabillo lo
tiene por ser patria de los mejores ajos del mundo), no está
muy lejos ni tampoco muy cerca de Madrid, no debiendo10
tampoco asegurarse que enclave sus gloriosos cimientos al
Norte ni al Sur, ni al Este ni al Oeste, sino que es posible
esté en todas partes, y por do quiera que los españoles
revuelvan sus ojos y sientan el picar de sus ajos.
Repartidas por el municipio las cédulas de alojamiento,15
cada cual se fué en busca de su hogar prestado. Les recibían
de muy mal talante, dándoles acomodo en los lugares
más atrozmente inhabitables de las casas. Las muchachas
del pueblo no eran en verdad las más descontentas; pero
se ejercía sobre ellas una gran vigilancia, y no era decente20
mostrar alegría por la visita de tal canalla. Los pocos soldados
hijos de la comarca eran los únicos que estaban a
cuerpo de rey. Los demás eran considerados como extranjeros.
A las ocho de la mañana un teniente coronel de caballería25
entró con su cédula en casa de doña Perfecta Polentinos.
Recibiéronle los criados, por encargo de su señora,
que hallándose en deplorable situación de ánimo, no quiso
bajar al encuentro del soldadote, y señaláronle para vivienda
la única habitación al parecer disponible de la casa, el30
cuarto que ocupaba Pepe Rey.
—Que se acomoden como puedan—dijo doña Perfecta
con expresión de hiel y vinagre.—Y si no caben que se
vayan a la calle.
¿Era su intención molestar de este modo al infame
sobrino, o realmente no había en el edificio otra pieza disponible?
No lo sabemos, ni las crónicas de donde esta
verídica historia ha salido dicen una palabra acerca de tan
importante cuestión. Lo que sabemos de un modo incontrovertible5
es que lejos de mortificar a los dos huéspedes
que les embaularan juntos, causóles sumo gusto por ser
amigos antiguos. Grande y alegre sorpresa tuvieron uno y
otro cuando se encontraron, y no cesaban de hacerse preguntas
y lanzar exclamaciones, ponderando la extraña casualidad que10
los unía en tal sitio y ocasión.
—Pinzón... ¡tú por aquí!... ¿Pero qué es esto?
No sospechaba que estuvieras tan cerca...
—Yo oí decir que andabas por estas tierras, Pepe Rey;
pero tampoco creí encontrarte en la horrible, en la salvaje15
Orbajosa.
—¡Pero qué casualidad feliz!... porque esta casualidad
es felicísima, providencial... Pinzón, entre tú y yo
vamos a hacer algo grande en este poblacho.
—Y tendremos tiempo de meditarlo—repuso el otro20
sentándose en el lecho donde el ingeniero estaba acostado,—porque
según parece viviremos los dos en esta pieza.
¿Qué demonios de casa es ésta?
—Hombre, la de mi tía. Habla con más respeto. ¿No
conoces a mi tía?... Pero voy a levantarme.25
—Me alegro, porque con eso me acostaré yo, que bastante
lo necesito... ¡Qué camino, amigo Pepe, qué
camino y qué pueblo!
—Dime, ¿venís a pegar fuego a Orbajosa?
—Dígolo porque yo tal vez os ayudaría.
—¡Qué pueblo! ¡pero qué pueblo!—exclamó el militar
tirando el chacó, poniendo a un lado espada y tahalí,
cartera de viaje y capote.—Es la segunda vez que nos
mandan aquí. Te juro que a la tercera pido la licencia
absoluta.
—No hables mal de esta buena gente. ¡Pero qué a
tiempo has venido! Parece que te manda Dios en mi
ayuda, Pinzón... Tengo un proyecto terrible, una aventura,5
si quieres llamarla así, un plan, amigo mío... y me
hubiera sido muy difícil salir adelante sin ti. Hace un
momento me volvía loco cavilando y dije lleno de ansiedad:
"Si yo tuviera aquí un amigo, un buen amigo"...
—Proyecto, plan, aventura... Una de dos, señor10
matemático, o es dar la dirección a los globos o algo de
amores...
—Es formal, muy formal. Acuéstate, duerme un poco
y después hablaremos.
—Me acostaré, pero no dormiré. Puedes contarme todo15
lo que quieras. Sólo te pido que hables lo menos posible
de Orbajosa.
—Precisamente de Orbajosa te quiero hablar. ¿Pero tú
también tienes antipatía a esa cuna de tantos varones
insignes?20
—Estos ajeros... Los llamamos los ajeros... pues
digo que serán todo lo insignes que tú quieras; pero a mí
me pican como los frutos del país. Este es un pueblo
dominado por gentes que enseñan la desconfianza, la superstición
y el aborrecimiento a todo el género humano.25
Cuando estemos despacio te contaré un sucedido... un
lance, mitad gracioso, mitad terrible que me pasó aquí el
año pasado... Cuando te lo cuente tú te reirás y yo
echaré chispas de cólera... Pero en fin, lo pasado,
pasado.30
—Lo que a mí me pasa no tiene nada de gracioso.
—Pero los motivos de mi aborrecimiento a este poblachón
son diversos. Has de saber que aquí asesinaron a mi
padre el 48 unos desalmados partidarios. Era brigadier y
estaba fuera de servicio. Llamóle el Gobierno, y pasaba
por Villahorrenda para ir a Madrid, cuando fué cogido por
media docena de tunantes... Aquí hay varias dinastías
de guerrilleros. Los Aceros, los Caballucos, los Pelosmalos... un
periódico suelto, como dijo quien sabía muy bien5
lo que decía.
—Supongo que la venida de dos regimientos con alguna
caballería no será por gusto de visitar estos amenos vergeles.
—¿Qué ha de ser? Venimos a recorrer el país. Hay
muchos depósitos de armas. El Gobierno no se atreve a10
destituir a la mayor parte de los Ayuntamientos sin desparramar
algunas compañías por estos pueblos. Como hay
tanta agitación facciosa por esta tierra; como dos provincias
cercanas están ya infestadas, y como además este distrito
municipal de Orbajosa tiene una historia tan brillante15
en todas las guerras civiles, hay temores de que los bravos
de por aquí se echen a los caminos a saquear lo que
encuentren.
—¡Buena precaución! Pero creo que mientras esta
gente no perezca y vuelva a nacer; mientras hasta las20
piedras no muden de forma, no habrá paz en Orbajosa.
—Ésa es también mi opinión—dijo el militar encendiendo
un cigarrillo.—¿No ves que los partidarios son la
gente mimada en este país? A todos los que asolaron la
comarca en 1848 y en otras épocas, o a falta de ellos a sus25
hijos, les encuentras colocados en los fielatos, en puertas,
en el Ayuntamiento, en la conducción del correo: los hay
que son alguaciles, sacristanes, comisionados de apremios.
Algunos se han hecho temibles caciques, y son los que
amasan las elecciones y tienen influjo en Madrid, reparten30
destinos... en fin, esto da grima.
—Dime, ¿y no se podrá esperar que los partidarios hagan
una fechoría en estos días? Si así fuera, ustedes arrasarían
el pueblo, y yo les ayudaría.
—Si en mí consistiera... Ellos harán de las suyas—dijo
Pinzón,—porque las facciones de las dos provincias
cercanas crecen como una maldición de Dios. Y acá para
entre los dos, amigo Rey, yo creo que esto va largo. Algunos
se ríen y aseguran que no puede haber otra guerra civil5
como la pasada. No conocen el país, no conocen a Orbajosa
y sus habitantes. Yo sostengo que esto que ahora
empieza lleva larga cola, y que tendremos una nueva lucha
cruel y sangrienta que durará lo que Dios quiera. ¿Qué
opinas tú?10
—Amigo, en Madrid me reía yo de todos los que hablaban
de la posibilidad de una guerra civil tan larga y terrible
como la de siete años; pero ahora, después que estoy
aquí...
—Es preciso engolfarse en estos países encantadores:15
ver de cerca esta gente y oírle dos palabras para saber de
qué pie cojea.
—Pues sí... sin poderme explicar en qué fundo mis
ideas, ello es que desde aquí veo las cosas de otra manera,
y pienso en la posibilidad de largas y feroces guerras.20
—Exactamente.
—Pero ahora, más que la guerra pública, me preocupa
una privada en que estoy metido y que he declarado hace
poco.
—¿Dijiste que ésta es la casa de tu tía? ¿Cómo se25
llama?
—Doña Perfecta Rey de Polentinos.
—¡Ah! La conozco de nombre. Es una persona excelente,
y la única de quien no he oído hablar mal a los
ajeros. Cuando estuve aquí la otra vez, en todas partes30
oía ponderar su bondad, su caridad, sus virtudes.
—Sí, mi tía es muy bondadosa, muy amable—dijo
Rey.
Después quedó pensativo breve rato.
—Pero ahora recuerdo...—exclamó de súbito Pinzón.—Cómo
se van atando cabos... Sí, en Madrid me dijeron
que te casabas con una prima. Todo está descubierto.
¿Es aquella linda y celestial Rosarito?...
—Pinzón, vamos a hablar detenidamente.5
—Se me figura que hay contrariedades.
—Hay algo más. Hay luchas terribles. Se necesitan
amigos poderosos, listos, de iniciativa, de gran experiencia
en los lances difíciles, de gran astucia y valor.
—Hombre, eso es todavía más grave que un desafío.10
—Mucho más grave. Se bate uno fácilmente con otro
hombre. Con mujeres, con invisibles enemigos que trabajan
en la sombra, es imposible.
—Vamos: ya soy todo oídos.
El teniente coronel Pinzón descansaba cuan largo era15
sobre el lecho. Pepe Rey acercó una silla y apoyando en
el mismo lecho el codo y en la mano la cabeza, empezó su
conferencia, consulta, exposición de plan o lo que fuera, y
habló larguísimo rato. Oíale Pinzón con curiosidad profunda
y sin decir nada, salvo algunas preguntillas sueltas20
para pedir nuevos datos o la aclaración de alguna obscuridad.
Cuando Rey concluyó, Pinzón estaba serio. Estiróse
en la cama, desperezándose con la placentera convulsión de
quien no ha dormido en tres noches, y después dijo así:
—Tu plan es arriesgado y difícil.25
—Pero no imposible.
—¡Oh! no, que nada hay imposible en este mundo.
Piénsalo bien.
—Ya lo he pensado.
—¿Y estás resuelto a llevarlo adelante? Mira que esas30
cosas ya no se estilan. Suelen salir mal, y no dejan bien
parado a quien las hace.
—Estoy resuelto.
—Pues por mi parte, aunque el asunto es arriesgado y
grave, muy grave, estoy dispuesto a ayudarte en todo y por
todo.
—¿Cuento contigo?
—Hasta morir.
XIX
Combate terrible.—Estrategia
Los primeros fuegos no podían tardar. A la hora de la5
comida, después de ponerse de acuerdo con Pinzón respecto
al plan convenido, cuya primera condición era que ambos
amigos fingirían no conocerse, Pepe Rey fué al comedor.
Allí encontró a su tía que acababa de llegar de la catedral,
donde pasaba, según su costumbre, toda la mañana. Estaba10
sola y parecía hondamente preocupada. El ingeniero
observó que sobre aquel semblante pálido y marmóreo, no
exento de cierta hermosura, se proyectaba la misteriosa
sombra de un celaje. Al mirar recobraba la claridad
siniestra; pero miraba poco, y después de una rápida15
observación del rostro de su sobrino, el de la bondadosa dama se
ponía otra vez en su estudiada penumbra.
Aguardaban en silencio la comida. No esperaron a D.
Cayetano, porque éste había ido a Mundogrande. Cuando
empezaron a comer, doña Perfecta dijo:20
—Y ese militarote que nos ha regalado hoy el Gobierno,
¿no viene a comer?
—Parece tener más sueño que hambre—repuso el
ingeniero sin mirar a su tía.
—No le he visto en mi vida.
—Pues estamos divertidos con los huéspedes que nos
manda el Gobierno. Aquí tenemos nuestras camas y nuestra
comida para cuando a esos perdidos de Madrid se les
antoje disponer de ellas.30
—Es que hay temores de que se levanten partidas—dijo
Pepe Rey, sintiendo que una centella corría por todos sus
miembros,—y el Gobierno está decidido a aplastar a los
orbajosenses, a aplastarlos, a hacerlos polvo.
—Hombre, pára, pára por Dios, no nos pulverices—exclamó5
la señora con sarcasmo.—¡Pobrecitos de nosotros!
Ten piedad, hombre, y deja vivir a estas infelices criaturas.
Y qué, ¿serás tú de los que ayuden a la tropa en la grandiosa
obra de nuestro aplastamiento?
—Yo no soy militar. No haré más que aplaudir cuando10
vea extirpados para siempre los gérmenes de guerra civil,
de insubordinación, de discordia, de behetría, de bandolerismo
y de barbarie que existen aquí para vergüenza de
nuestra época y de nuestro país.
—Orbajosa, querida tía, casi no tiene más que ajos y
bandidos, porque bandidos son los que en nombre de una
idea política o religiosa, se lanzan a correr aventuras cada
cuatro o cinco años.
—Gracias, gracias, querido sobrino—dijo doña Perfecta,20
palideciendo.—¿Con que Orbajosa no tiene más que eso?
Algo más habrá aquí, algo más que tú no tienes y que has
venido a buscar entre nosotros.
Rey sintió el bofetón. Su alma se quemaba. Érale muy
difícil guardar a su tía las consideraciones que por sexo,25
estado y posición merecía. Hallábase en el disparadero de
la violencia, y un ímpetu irresistible le empujaba, lanzándole
contra su interlocutora.
—Yo he venido a Orbajosa—dijo,—porque usted me
mandó llamar; usted concertó con mi padre....30
—Sí, sí es verdad—repuso la señora, interrumpiéndole
vivamente y procurando recobrar su habitual dulzura.—No
lo niego. Aquí el verdadero culpable he sido yo. Yo tengo
la culpa de tu aburrimiento, de los desaires que nos haces,
de todo lo desagradable que en mi casa ocurre con motivo
de tu venida.
—Me alegro de que usted lo conozca.
—En cambio, tú eres un santo. ¿Será preciso también
que me ponga de rodillas ante tu graciosidad y te pida5
perdón?...
—Señora—dijo Pepe Rey gravemente, dejando de comer,—ruego
a usted que no se burle de mí de una manera tan
despiadada. Yo no puedo ponerme en ese terreno.... No
he dicho más sino que vine a Orbajosa llamado por usted.10
—Y es cierto. Tu padre y yo concertamos que te casaras
con Rosario. Viniste a conocerla. Yo te acepté desde
luego como hijo.... Tú aparentaste amar a Rosario....
—Perdóneme usted—objetó Pepe.—Yo amaba y amo
a Rosario; usted aparentó aceptarme por hijo; usted,15
recibiéndome con engañosa cordialidad, empleó desde el
primer momento todas las artes de la astucia para
contrariarme y estorbar el cumplimiento de las proposiciones
hechas a mi padre; usted se propuso desde el primer día
desesperarme, aburrirme, y con los labios llenos de sonrisas20
y de palabras cariñosas, me ha estado matando,
achicharrándome a fuego lento; usted ha lanzado contra mí en la
obscuridad y a mansalva un enjambre de pleitos; usted me
ha destituído del cargo oficial que traje a Orbajosa; usted
me ha desprestigiado en la ciudad; usted me ha expulsado25
de la catedral; usted me ha tenido en constante ausencia
de la escogida de mi corazón; usted ha mortificado a su
hija con un encierro inquisitorial que le hará perder la vida,
si Dios no pone su mano en ello.
Doña Perfecta se puso como la grana. Pero aquella30
viva llamarada de su orgullo ofendido y de su pensamiento
descubierto pasó rápidamente dejándola pálida y verdosa.
Sus labios temblaban. Arrojando el cubierto con que
comía, se levantó de súbito. El sobrino se levantó también.