—¡Dios mío, Santa Virgen del Socorro!—exclamó la
señora, llevándose ambas manos a la cabeza y
comprimiéndosela según el ademán propio de la desesperación.—¿Es
posible que yo merezca tan atroces insultos? Pepe, hijo
mío, ¿eres tú el que habla?... Si he hecho lo que dices,5
en verdad que soy muy pecadora.
Dejóse caer en el sofá y se cubrió el rostro con las manos.
Pepe, acercándose lentamente a ella, observó el angustioso
sollozar de su tía y las lágrimas que abundantemente
derramaba. A pesar de su convicción no pudo vencer el ligero10
enternecimiento que se apoderó de él, y sintiéndose cobarde,
experimentó cierta pena por lo mucho y fuerte que había dicho.
—Querida tía—indicó, poniéndole la mano en el hombro.—Si
me contesta usted con lágrimas y suspiros, me
conmoverá, pero no me convencerá. Razones y no sentimientos1515
me hacen falta. Hábleme usted, dígame que me equivoco
al pensar lo que pienso, pruébemelo después, y reconoceré
mi error.
—Déjame. Tú no eres hijo de mi hermano. Si lo
fueras no me insultarías como me has insultado. ¿Con que20
yo soy una intrigante, una comedianta, una harpía hipócrita,
una diplomática de enredos caseros?...
Al decir esto, la señora había descubierto su rostro y
contemplaba a su sobrino con expresión beatífica. Pepe
estaba perplejo. Las lágrimas, así como la dulce voz de la25
hermana de su padre, no podían ser fenómenos
insignificantes para el alma del matemático. Las palabras le
retozaban en la boca para pedir perdón. Hombre de gran
energía por lo común, cualquier accidente de sensibilidad,
cualquier agente que obrase sobre su corazón, le trocaba de3030
súbito en niño. Achaques de matemático. Dicen que
Newton era también así.
—Yo quiero darte las razones que pides—dijo doña
Perfecta, indicándole que se sentase junto a ella.—Yo
quiero desagraviarte. Para que veas si soy buena, si soy
indulgente, si soy humilde.... ¿Crees que te contradiré,
que negaré en absoluto los hechos de que me has acusado?...
Pues no, no los niego.
El ingeniero se quedó asombrado.5
—No los niego—prosiguió la señora.—Lo que niego
es la dañada intención que les atribuyes. ¿Con qué derecho
te metes a juzgar lo que no conoces sino por indicios y
conjeturas? ¿Tienes tú la suprema inteligencia que se
necesita para juzgar de plano las acciones de los demás10
y dar sentencia sobre ellas? ¿Eres Dios para conocer las
intenciones?
Pepe se asombró más.
—¿No es lícito emplear alguna vez en la vida medios
indirectos para conseguir un fin bueno y honrado? ¿Con15
qué derecho juzgas acciones mías que no comprendes bien?
Yo, querido sobrino, ostentando una sinceridad que tú no
mereces, te confieso que sí, que efectivamente me he valido
de subterfugios para conseguir un fin bueno, para conseguir
lo que al mismo tiempo era beneficioso para ti y para mi20
hija.... ¿No comprendes? Parece que estás lelo....
¡Ah! Tu gran entendimiento de matemático y de filósofo
alemán no es capaz de penetrar estas sutilezas de una madre
prudente.
—Es que me asombro más y más cada vez—dijo el25
ingeniero.
—Asómbrate todo lo que quieras, pero confiesa tu
barbaridad—manifestó la dama, aumentando en bríos;—reconoce
tu ligereza y brutal comportamiento conmigo, al
acusarme como lo has hecho. Eres un mozalvete sin30
experiencia ni otro saber que el de los libros, que nada enseñan
del mundo ni del corazón. Tú de nada entiendes más que
de hacer caminos y muelles. ¡Ay! señorito mío. En el
corazón humano no se entra por los túneles de los ferrocarriles,
ni se baja a sus hondos abismos por los pozos de las
minas. No se lee en la conciencia ajena con los microscopios
de los naturalistas, ni se decide la culpabilidad del prójimo
nivelando las ideas con teodolito.
—¿Para qué nombras a Dios si no crees en él?—dijo
doña Perfecta con solemne acento.—Si creyeras en él, si
fueras buen cristiano, no aventurarías pérfidos juicios sobre
mi conducta. Yo soy una mujer piadosa, ¿entiendes? Yo
tengo mi conciencia tranquila, ¿entiendes? Yo sé lo que10
hago y por qué lo hago, ¿entiendes?
—Entiendo, entiendo, entiendo.
—Dios, en quien tú no crees, ve lo que tú no ves ni
puedes ver, el intento. Y no te digo más; no quiero entrar en
explicaciones largas porque no lo necesito. Tampoco me15
entenderías si te dijera que deseaba alcanzar mi objeto sin
escándalo, sin ofender a tu padre, sin ofenderte a ti, sin dar
que hablar a las gentes con una negativa explícita....
Nada de esto te diré, porque tampoco lo entenderás, Pepe.
Eres matemático. Ves lo que tienes delante y nada más;20
la naturaleza brutal y nada más; rayas, ángulos, pesos y
nada más. Ves el efecto y no la causa. El que no cree en
Dios no ve causas. Dios es la suprema intención del
mundo. El que le desconoce, necesariamente ha de juzgar
de todo como juzgas tú, a lo tonto. Por ejemplo, en la25
tempestad no ve más que destrucción, en el incendio
estragos, en la sequía miseria, en los terremotos desolación, y
sin embargo, orgulloso señorito, en todas esas aparentes
calamidades, hay que buscar la bondad de la intención...
sí señor, la intención siempre buena de quien no puede30
hacer nada malo.
Esta embrollada, sutil y mística dialéctica no convenció a
Rey; pero no quiso seguir a su tía por la áspera senda de
tales argumentaciones, y sencillamente le dijo:
—Bueno; yo respeto las intenciones....
—Ahora que pareces reconocer tu error—prosiguió la
piadosa señora, cada vez más valiente,—te haré otra
confesión, y es que voy comprendiendo que hice mal en5
adoptar tal sistema, aunque mi objeto era inmejorable. Dado
tu carácter arrebatado, dada tu incapacidad para
comprenderme, debí abordar la cuestión de frente y decirte: "sobrino
mío, no quiero que seas esposo de mi hija."
—Ese es el lenguaje que debió emplear usted conmigo
desde el primer día—repuso el ingeniero, respirando con10
desahogo, como quien se ve libre de enorme peso.—Agradezco
mucho a usted esas palabras. Después de ser acuchillado
en las tinieblas, ese bofetón a la luz del día me
complace mucho.
—Pues te repito el bofetón, sobrino—afirmó la señora15
con tanta energía como displicencia.—Ya lo sabes. No
quiero que te cases con Rosario.
Pepe calló. Hubo una larga pausa, durante la cual los
dos estuvieron mirándose atentamente, cual si la cara de cada
uno fuese para el contrario la más perfecta obra del arte.20
—¿No entiendes lo que te he dicho?—repitió ella.—Que
se acabó todo, que no hay boda.
—Permítame usted, querida tía—dijo el joven con
entereza,—que no me aterre con la intimación. En el estado
a que han llegado las cosas, la negativa de usted es de25
escaso valor para mí.
—¿Qué dices?—gritó fulminante doña Perfecta.
—Lo que usted oye. Me casaré con Rosario.
Doña Perfecta se levantó indignada, majestuosa, terrible.
Su actitud era la del anatema hecho mujer. Rey30
permaneció sentado, sereno, valiente, con el valor pasivo de una
creencia profunda y de una resolución inquebrantable. El
desplome de toda la iracundia de su tía, que le amenazaba,
no le hizo pestañear. Él era así.
—Eres un loco. ¡Casarte tú con mi hija, casarte tú con
ella, no queriendo yo!...
Los labios trémulos de la señora articularon estas
palabras con el verdadero acento de la tragedia.
—¡No queriendo usted!... Ella opina de distinto5
modo.
—¡No queriendo yo!...—repitió la dama.—Sí, y lo
digo y lo repito: no quiero, no quiero.
—Ella y yo lo deseamos.
—Menguado, ¿acaso no hay en el mundo más que ella10
y tú? ¿No hay padres, no hay sociedad, no hay conciencia,
no hay Dios?
—Porque hay sociedad, porque hay conciencia, porque
hay Dios—afirmó gravemente Rey, levantándose y alzando
el brazo y señalando al cielo,—digo y repito que me casaré15
con ella.
—¡Miserable, orgulloso! Y si todo lo atropellaras, ¿crees
que no hay leyes para impedir tu violencia?
—Porque hay leyes digo y repito que me casaré con
ella.20
—Nada respetas.
—Nada que sea indigno de respeto.
—Y mi autoridad, y mi voluntad, yo... ¿yo no soy
nada?
—Para mí su hija de usted es todo: lo demás nada.25
La entereza de Pepe Rey era como los alardes de una
fuerza incontrastable, con perfecta conciencia de sí misma.
Daba golpes secos, contundentes, sin atenuación de ningún
género. Sus palabras parecían, si es permitida la comparación,
una artillería despiadada.30
Doña Perfecta cayó de nuevo en el sofá; pero no lloraba,
y una convulsión nerviosa agitaba sus miembros.
—De modo que para este ateo infame—exclamó con
franca rabia,—no hay conveniencias sociales, no hay nada
más que un capricho. Eso es una avaricia indigna. Mi
hija es rica.
—Si piensa usted herirme con esa arma sutil,
tergiversando la cuestión e interpretando torcidamente mis
sentimientos, para lastimar mi dignidad, se equivoca, querida tía.5
Llámeme usted avaro. Dios sabe lo que soy.
—No tienes dignidad.
—Ésa es una opinión como otra cualquiera. El mundo
podrá tenerla a usted en olor de infalibilidad. Yo no. Estoy
muy lejos de creer que las sentencias de usted no tengan10
apelación ante Dios.
—¿Pero es cierto lo que dices?... ¿Pero insistes
después de mi negativa?... Tú lo atropellas todo, eres
un monstruo, un bandido.
—¡Un miserable! Acabemos: yo te niego a mi hija,
yo te la niego.
—¡Pues yo la tomaré! No tomo más que lo que es mío.
—Quítate de mi presencia—exclamó la señora, levantándose
de súbito.—Fatuo, ¿crees que mi hija se acuerda de ti?20
—Me ama, lo mismo que yo a ella.
—¡Mentira, mentira!
—Ella misma me lo ha dicho. Dispénseme usted si en
esta cuestión doy más fe a la opinión de ella que a la de
su mamá.25
—¿Cuándo te lo ha dicho, si no la has visto en muchos
días?
—La he visto anoche y me ha jurado ante el Cristo de la
capilla que sería mi mujer.
—¡Oh escándalo y libertinaje!... ¿Pero qué es esto?30
¡Dios mío, qué deshonra!—exclamó doña Perfecta
comprimiéndose otra vez con ambas manos la cabeza y dando
algunos pasos por la habitación.—¿Rosario salió anoche
de su cuarto?
—Salió para verme. Ya era tiempo.
—¡Qué vil conducta la tuya! Has procedido como los
ladrones, has procedido como los seductores adocenados.
—He procedido según la escuela de usted. Mi intención
era buena.5
—¡Y ella bajó!... ¡Ah! lo sospechaba. Esta mañana
al amanecer la sorprendí vestida en su cuarto. Díjome que
había salido no sé a qué.... El verdadero criminal lo
eres tú, tú.... Esto es una deshonra. Pepe, esperaba
todo de ti, menos tan grande ultraje.... Todo acabó.10
Márchate. No existes para mí. Te perdono, con tal de
que te vayas.... No diré una palabra de esto a tu padre....
¡Qué horrible egoísmo! No, no hay amor en ti.
¡Tú no amas a mi hija!
—Dios sabe que la adoro, y me basta.15
—No pongas a Dios en tus labios, blasfemo, y calla—exclamó
doña Perfecta.—En nombre de Dios, a quien
puedo invocar, porque creo en él, te digo que mi hija no
será jamás tu mujer. Mi hija se salvará, Pepe; mi hija
no puede ser condenada en vida al infierno, porque infierno20
es la unión contigo.
—Rosario será mi esposa—repitió el matemático con
patética calma.
Irritábase más la piadosa señora con la energía serena de
su sobrino. Con voz entrecortada habló así:25
—No creas que me amedrentan tus amenazas. Sé lo
que digo. Pues qué, ¿se puede atropellar un hogar, una
familia; se puede atropellar la autoridad humana y divina?
—Yo atropellaré todo—dijo el ingeniero, empezando a
perder su calma y expresándose con alguna agitación.30
—¡Lo atropellarás todo! ¡Ah! Bien se ve que eres un
bárbaro, un salvaje, un hombre que vive de la violencia.
—No, querida tía. Soy manso, recto, honrado y enemigo
de violencia; pero entre usted y yo, entre usted que es la
142
ley y yo que soy el destinado a acatarla, está una pobre
criatura atormentada, un ángel de Dios sujeto a inicuos
martirios. Este espectáculo, esta injusticia, esta violencia
inaudita es la que convierte mi rectitud en barbarie, mi
razón en fuerza, mi honradez en violencia parecida a la de5
los asesinos y ladrones; este espectáculo, señora mía, es lo
que me impulsa a no respetar la ley de usted, lo que me
impulsa a pasar sobre ella, atropellándolo todo. Esto que
parece un desatino es una ley ineludible. Hago lo que
hacen las sociedades, cuando una brutalidad tan ilógica10
como irritante se opone a su marcha. Pasan por encima y
todo lo destrozan con feroz acometida. Tal soy yo en este
momento: yo mismo no me conozco. Era razonable y soy
un bruto: era respetuoso y soy insolente: era culto y me
encuentro salvaje. Usted me ha traído a este horrible15
extremo, irritándome y apartándome del camino del bien
por donde tranquilamente iba. ¿De quién es la culpa, mía
o de usted?
—¡Tuya, tuya!
—Ni usted ni yo lo podemos resolver. Creo que ambos20
carecemos de razón. En usted violencia e injusticia; en
mí injusticia y violencia. Hemos venido a ser tan bárbaro
el uno como el otro, y luchamos y nos herimos sin compasión.
Dios lo permite así. Mi sangre caerá sobre la
conciencia de usted, la de usted caerá sobre la mía.... Basta25
ya, señora. No quiero molestar a usted con palabras
inútiles. Ahora entraremos en los hechos.
—¡En los hechos, bien!—dijo doña Perfecta más bien
rugiendo que hablando.—No creas que en Orbajosa falta
Guardia civil.30
—Adiós, señora. Me retiro de esta casa. Creo que nos
volveremos a ver.
—Vete, vete, vete ya—gritó ella señalando la puerta con
enérgico ademán.
Pepe Rey salió. Doña Perfecta, después de pronunciar
algunas palabras incoherentes que eran la más clara
expresión de su ira, cayó en un sillón con muestras de cansancio
o de ataque nervioso. Acudieron las criadas.
—¡Que vayan a llamar al Sr. D. Inocencio!—gritó.—Al5
instante... ¡pronto!... ¡que venga!...
Después mordió el pañuelo.
XX
Rumores.—Temores
Al día siguiente de esta disputa lamentable, corrieron
por toda Orbajosa de casa en casa, de círculo en círculo,
desde el Casino a la botica, y desde el paseo de las10
Descalzas a la puerta de Baidejos, rumores varios sobre Pepe Rey
y su conducta. Todo el mundo los repetía, y los
comentarios iban siendo tantos, que si D. Cayetano los recogiese y
compilase, formaría con ellos un rico Thesaurum de la
benevolencia orbajosense. En medio de la diversidad de15
especies que corrían, había conformidad en algunos puntos
culminantes, uno de los cuales era el siguiente:
Que el ingeniero, enfurecido porque doña Perfecta se
negaba a casar a Rosario con un ateo, había alzado la
mano a su tía.20
Estaba viviendo el joven en la posada de la viuda de
Cuzco, establecimiento montado como ahora se dice, no a la
altura, sino a la bajeza de los más primorosos atrasos del
país. Visitábale con frecuencia el teniente coronel
Pinzón, para ponerse de acuerdo respecto al enredo que entre25
manos traían, y para cuyo eficaz desempeño mostraba el
soldado felices disposiciones. Ideaba a cada instante
nuevas travesuras y artimañas, apresurándose a llevarlas del
pensamiento a la obra con excelente humor, si bien solía
decir a su amigo:30
—El papel que estoy haciendo, querido Pepe, no se debe
contar entre los más airosos; pero por dar un disgusto a
Orbajosa y su gente, andaría yo a cuatro pies.
No sabemos qué sutiles trazas empleó el ladino militar,
maestro en ardides del mundo; pero lo cierto es que a los5
tres días de alojamiento había logrado hacerse muy
simpático en la casa. Agradaba su trato a doña Perfecta, que no
podía oír sin emoción sus zalameras alabanzas del buen
porte de la casa, de la grandeza, piedad y magnificencia
augusta de la señora. Con D. Inocencio estaba a partir un10
confite. Ni la madre, ni el Penitenciario le estorbaban que
hablase a Rosario (a quien se dió libertad después de la
ausencia del feroz primo); y con sus cortesanías
alambicadas, su hábil lisonja y destreza suma, adquirió en la casa de
Polentinos considerable auge y hasta familiaridad. Pero el15
objeto de todas sus artes era una criada, que tenía por
nombre Librada, a quien sedujo (castamente hablando)
para que transportase recados y cartitas a Rosario,
fingiéndose enamorado de ésta. No resistió la muchacha al
soborno, realizado con bonitas palabras y mucho dinero,20
porque ignoraba la procedencia de las esquelas y el
verdadero sentido de tales líos; pues si llegara a entender que
todo era una nueva diablura de D. José, aunque éste le
gustaba mucho, no hiciera traición a su señora por todo el
dinero del mundo.25
Estaban un día en la huerta doña Perfecta, D. Inocencio,
Jacinto y Pinzón. Hablóse de la tropa y de la misión que
traía a Orbajosa, en cuyo tratado el señor Penitenciario
halló tema para condenar la tiránica conducta del Gobierno,
y, sin saber cómo, nombraron a Pepe Rey.30
—Todavía está en la posada—dijo el abogadillo.—Le he
visto ayer, y me ha dado memorias para usted, doña Perfecta.
—¿Hase visto mayor insolencia?... ¡Ah! Sr. Pinzón,
no extrañe usted que emplee este lenguaje, tratándose de
un sobrino carnal... ya sabe usted... aquel caballerito
que se aposentaba en el cuarto que usted ocupa.
—¡Sí, ya lo sé! No le trato; pero le conozco de vista
y de fama. Es amigo íntimo de nuestro brigadier.
—¿Amigo íntimo del brigadier?5
—Sí, señora, del que manda la brigada que ha venido a
este país, y que se ha repartido entre diferentes pueblos.
—¿Y dónde está?—preguntó la dama.
—En Orbajosa.
—Creo que se aposenta en casa de Polavieja—indicó10
Jacinto.
—Su sobrino de usted—continuó Pinzón,—y el
brigadier Batalla son íntimos amigos, se quieren entrañablemente,
y a todas horas se les ve juntos por las calles del pueblo.
—Pues, amiguito, mala idea formo de ese señor jefe—repuso15
doña Perfecta.
—Es un... es un infeliz—dijo Pinzón en el tono
propio de quien por respeto no se atreve a aplicar una
calificación dura.
—Mejorando lo presente, Sr. Pinzón, y haciendo una20
salvedad honrosísima en honor de usted—afirmó la señora—no
puede negarse que en el ejército español hay cada tipo....
—Nuestro brigadier era un excelente militar antes de
darse al espiritismo....
—¡Esa secta que llama a los fantasmas y duendes por
medio de las patas de las mesas!...—exclamó el
canónigo riendo.
—Por curiosidad, sólo por curiosidad—dijo Jacintillo
con énfasis,—he encargado a Madrid la obra de Allan30
Cardec. Bueno es enterarse de todo.
—¿Pero es posible que tales disparates?... ¡Jesús!
Dígame usted, Pinzón, ¿mi sobrino también es de esa secta
de pie de banco?
—Me parece que él fué quien catequizó a nuestro bravo
brigadier Batalla.
—¡Pero, Jesús!
—Eso es; y cuando se le antoje—dijo don Inocencio
sin poder contener la risa—hablará con Sócrates, San5
Pablo, Cervántes y Descartes, como hablo yo ahora con
Librada para pedirle un fosforito. ¡Pobre Sr. de Rey!
Bien dije yo que aquella cabeza no estaba buena.
—Por lo demás—continuó Pinzón,—nuestro brigadier
es un buen militar. Si de algo peca es de excesivamente10
duro. Toma tan al pie de la letra las órdenes del Gobierno,
que si le contrarían mucho aquí, será capaz de no dejar
piedra sobre piedra en Orbajosa. Sí, les prevengo a
ustedes que estén con cuidado.
—Pero ese monstruo nos va a cortar la cabeza a todos.15
¡Ay! Sr. D. Inocencio, estas visitas de la tropa me
recuerdan lo que he leído en la vida de los mártires, cuando se
presentaba un procónsul romano en un pueblo de cristianos....
—No deja de ser exacta la comparación—dijo el20
Penitenciario, mirando al militar por encima de las gafas.
—Es un poco triste; pero siendo verdad, debe decirse—manifestó
Pinzón con benevolencia.—Ahora, señores míos,
están ustedes a merced de nosotros.
—Las autoridades del país—objetó Jacinto,—funcionan25
aún perfectamente.
—Creo que se equivoca usted—repuso el soldado, cuya
fisonomía observaban con profundo interés la señora y el
Penitenciario.—Hace una hora ha sido destituído el alcalde
de Orbajosa.30
—¿Por el gobernador de la provincia?
—El gobernador ha sido sustituído por un delegado del
Gobierno que debió llegar esta mañana. Los
Ayuntamientos todos cesarán hoy. Así lo ha mandado el ministro,
porque temía, no sé con qué motivo, que no prestaban apoyo
a la autoridad central.
—Bien, bien estamos—murmuró el canónigo frunciendo
el ceño y echando adelante el labio inferior.
—También han sido quitados algunos jueces de primera
instancia, entre ellos el de Orbajosa.
—¡El juez! ¡Periquito!... ¿Ya no es juez
Periquito?—exclamó doña Perfecta con voz y gesto semejantes
a los de las personas que tienen la desgracia de ser picadas10
por una víbora.
—Ya no es juez de Orbajosa el que lo era—dijo Pinzón.—Mañana
vendrá el nuevo.
—¡Un desconocido!
—Un tunante quizás.... ¡El otro era tan honrado!...—dijo
la señora con zozobra.—Jamás le pedí cosa alguna
que al punto no me concediera. ¿Sabe usted quién será el
alcalde nuevo?
—Dicen que viene un corregidor.20
—Vamos, diga usted de una vez que viene el Diluvio, y
acabaremos—manifestó el canónigo levantándose.
—¿De modo que estamos a merced del señor brigadier?
—Por algunos días, ni más ni menos. No se enfaden
ustedes conmigo. A pesar de mi uniforme, soy enemigo del25
militarismo; pero nos mandan pegar... y pegamos. No
puede haber oficio más canalla que el nuestro.
—Sí que lo es, sí que lo es—dijo la señora, disimulando
mal su furor.—Ya que usted lo ha confesado.... Con
que ni alcalde ni juez....30
—Ni gobernador de la provincia.
—Que nos quiten también al señor obispo y nos manden
un monaguillo en su lugar.
—Es lo que falta.... Si aquí les dejan hacerlo—
murmuró D. Inocencio, bajando los ojos,—no se pararán
en pelillos.
—Y todo es porque se teme el levantamiento de partidas
en Orbajosa—exclamó la señora, cruzando las manos y
agitándolas de arriba a bajo, desde la barba a las rodillas.—Francamente,5
Pinzón, no sé cómo no se levantan hasta las
piedras. No le deseo mal ninguno a usted; pero lo justo
sería que el agua que beben ustedes se les convirtiera en
lodo.... ¿Dijo usted que mi sobrino es íntimo amigo del
brigadier?10
—Tan íntimo que no se separan en todo el día; fueron
compañeros de colegio. Batalla le quiere como un hermano
y le complace en todo. En su lugar de usted, señora, yo
no estaría tranquilo.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Temo un atropello!...—exclamó15
ella muy desasosegada.
—Señora—afirmó el canónigo con energía.—Antes que
consentir un atropello en esta honrada casa, antes que
consentir el menor vejamen hecho a esta nobilísima familia, yo
... mi sobrino... los vecinos todos de Orbajosa....20
Don Inocencio no concluyó. Su cólera era tan viva, que
se le trababan las palabras en la boca. Dió algunos pasos
marciales, y después se volvió a sentar.
—Me parece que no son vanos esos temores—dijo
Pinzón.—En caso necesario yo....25
—Y yo....—repitió Jacinto.
Doña Perfecta había fijado los ojos en la puerta vidriera
del comedor, tras la cual dejóse ver una graciosa figura.
Mirándola, parecía que en el semblante de la señora se
ennegrecían más las sombrías nubes del temor.30
—Rosario, pasa aquí, Rosario—dijo saliendo a su
encuentro.—Se me figura que tienes hoy mejor cara y estás
más alegre, sí.... ¿No les parece a ustedes que Rosario
tiene mejor cara? Si parece otra.
Todos convinieron en que tenía retratada en su semblante
la más viva felicidad.
XXI
Desperta, ferro
Por aquellos días publicaron los periódicos de Madrid
las siguientes noticias:
"No es cierto que en los alrededores de Orbajosa se haya5
levantado partida alguna. Nos escriben de aquella
localidad que el país está tan poco dispuesto a aventuras, que se
considera inútil en aquel punto la presencia de la brigada
Batalla."
"Dícese que la brigada Batalla saldrá de Orbajosa,10
porque no hacen falta allí fuerzas del ejército, e irá a Villajuán
de Nahara, donde han aparecido algunas partidas."
"Ya es seguro que los Aceros recorren con algunos
ginetes el término de Villajuán, próximo al distrito judicial de
Orbajosa. El gobernador de la provincia de X... ha15
telegrafiado al Gobierno diciendo que Francisco Acero
entró en las Roquetas, donde cobró un semestre y pidió
raciones. Domingo Acero (Faltriquera) vagaba por la
sierra del Jubileo, activamente perseguido por la Guardia
civil, que le mató un hombre y aprehendió a otro.20
Bartolomé Acero fué el que quemó el registro civil de Lugarnoble,
llevándose en rehenes al alcalde y a dos de los principales
propietarios."
"En Orbajosa reina tranquilidad completa, según carta
que tenemos a la vista, y allí no piensan más que en25
trabajar el campo para la próxima cosecha de ajos, que promete
ser magnífica. Los distritos inmediatos sí están infestados
de partidas; pero la brigada Batalla dará buena cuenta de
ellas."
En efecto; Orbajosa estaba tranquila.—Los Aceros,
aquella dinastía aguerrida, merecedora, según algunas gentes,
de figurar en el Romancero, había tomado por su cuenta la
provincia cercana; pero la insurrección no cundía en el
término de la ciudad episcopal. Creeríase que la cultura5
moderna había al fin vencido en su lucha con las levantiscas
costumbres de la gran behetría, y que ésta saboreaba las
delicias de una paz duradera. Y esto es tan cierto, que el
mismo Caballuco, una de las figuras más caracterizadas de
la rebeldía histórica de Orbajosa, decía claramente a todo10
el mundo que él no quería reñir con el Gobierno ni meterse en
danzas que podían costarle caras.
Dígase lo que se quiera, el arrebatado carácter de Ramos
había tomado asiento con los años, enfriándose un poco la
fogosidad que con la existencia recibiera de los Caballucos15
padres y abuelos, la mejor casta de guerreros que ha asolado
la tierra. Cuéntase además que por aquellos días el nuevo
gobernador de la provincia celebró una conferencia con este
importante personaje, oyendo de sus labios las mayores
seguridades de contribuir al reposo público y evitar toda ocasión20
de disturbios. Aseguran fieles testigos que se le veía en
amor y compaña con los militares, partiendo un piñón con
este o el otro sargento en la taberna, y hasta se dijo que le
iban a dar un buen destino en el Ayuntamiento de la capital
de la provincia. ¡Oh! cuán difícil es para el historiador,25
que presume de imparcial, depurar la verdad en esto de las
opiniones y pensamientos de los insignes personajes que
han llenado el mundo con su nombre! No sabe uno a qué
atenerse, y la falta de datos ciertos da origen a lamentables
equivocaciones. En presencia de hechos tan culminantes30
como la jornada de Brumario, como el saco de Roma por
Borbón, como la ruina de Jerusalén, ¿qué psicólogo, ni qué
historiador podrá determinar los pensamientos que les
precedieron o les siguieron en la cabeza de Bonaparte, Carlos
151
V y Tito?—¡Responsabilidad inmensa la nuestra! Para
librarnos en parte de ella, refiramos palabras, frases y aun
discursos del mismo emperador orbajosense, y de este modo
cada cual formará la opinión que le parezca más acertada.
No cabe duda alguna de que Cristóbal Ramos salió, ya5
anochecido, de su casa, y atravesando por la calle del
Condestable, vió tres labriegos que en sendas mulas venían en
dirección contraria a la suya, y preguntándoles que a dó
caminaban, repusieron que a la casa de la señora doña
Perfecta a llevarle varias primicias de frutos de las huertas y10
algún dinero de las rentas vencidas. Eran el señor
Pasolargo, un mozo a quien llamaban Frasquito González, y el
tercero, de mediana edad y recia complexión, recibía el
nombre de Vejarruco, aunque el suyo verdadero era José
Esteban Romero. Volvió atrás Caballuco, solicitado por15
la buena compañía de aquella gente, con quien tenía franca
y antigua amistad, y entró con ellos en casa de la señora.
Esto ocurría, según los más verosímiles datos, al anochecer,
y dos días después de aquél en que doña Perfecta y Pinzón
hablaron lo que en el anterior capítulo ha podido ver quien20
lo ha leído. Entretúvose el gran Ramos dando a Librada
ciertos recados de poca importancia que una vecina confiara
a su buena memoria, y cuando entró en el comedor ya los
tres labriegos antes mencionados y el señor Licurgo, que
asimismo por singular coincidencia estaba presente, habían25
entablado conversación sobre asuntos de la cosecha y de la
casa. La señora tenía un humor endiablado; a todo ponía
faltas, y reprendíales ásperamente por la sequía del cielo y
la infecundidad de la tierra, fenómenos de que ellos los
pobrecitos no tenían culpa. Presenciaba la escena el Sr.30
Penitenciario. Cuando entró Caballuco, saludóle
afectuosamente el buen canónigo, señalándole un asiento a su lado.
—Aquí está el personaje—dijo la señora con desdén.—¡Parece
mentira que se hable tanto de un hombre de tan
poco valer! Dime, Caballuco, ¿es verdad que te han dado
de bofetadas unos soldados esta mañana?
—¡A mí! ¡A mí!—dijo el Centauro levantándose
indignado cual si recibiera el más grosero insulto.
—Así lo han dicho—añadió la señora.—¿No es verdad?5
Yo lo creí, porque quien en tan poco se tiene.... Te
escupirán, y tú te creerás honrado con la saliva de los
militares.
—¡Señora!—vociferó Ramos con energía.—Salvo el
respeto que debo a usted, que es mi madre, más que mi10
madre, mi señora, mi reina... pues digo que salvo el
respeto que debo a la persona que me ha dado todo lo que
tengo... salvo el respeto....
—¿Qué?... Parece que vas a decir mucho y no dices
nada.15
—Pues digo que salvo el respeto, eso de la bofetada es
una calumnia—añadió, expresándose con extraordinaria
dificultad.—Todos hablan de mí, que si entro o si salgo,
que si voy, que si vengo.... Y todo, ¿por qué? Porque
quieren tomarme por figurón para que revuelva el país.20
Bien está Pedro en su casa, señoras y caballeros. ¿Que
ha venido la tropa?... malo es; ¿pero qué le vamos a
hacer?... ¿Que han quitado al alcalde y al secretario y
al juez?... malo es; yo quisiera que se levantaran contra
ellos las piedras de Orbajosa; pero di mi palabra al25
gobernador, y hasta ahora yo....
Rascóse la cabeza, frunció el adusto ceño, y con lengua
cada vez más torpe, prosiguió así:
—Yo seré bruto, pesado, ignorante, querencioso, testarudo
y todo lo que quieran; pero a caballero no me gana nadie.30
—Lástima de Cid Campeador—dijo con el mayor
desprecio doña Perfecta.—¿No cree usted, como yo, señor
Penitenciario, que en Orbajosa no hay ya un solo hombre
que tenga vergüenza?
—Grave opinión es ésa—repuso el capitular, sin mirar
a su amiga ni apartar de su barba la mano en que apoyaba
el-meditabundo rostro.—Pero se me figura que este vecindario
ha aceptado con excesiva sumisión el pesado yugo del
militarismo.5
Licurgo y los tres labradores reían con toda su alma.
—Cuando los soldados y las autoridades nuevas—dijo
la señora,—nos hayan llevado el último real, después de
deshonrado el pueblo, enviaremos a Madrid, en una urna de
cristal, a todos los valientes de Orbajosa para que los10
pongan en el Museo o les enseñen por las calles.
—¡Viva la señora!—exclamó con vivo ademán el que
llamaban Vejarruco.—Lo que ha dicho es como el oro.
No se dirá por mí que no hay valientes, pues no estoy con
los Aceros por aquello de que tiene uno tres hijos y mujer15
y puede suceder cualquier estropicio; que si no....
—¿Pero tú no has dado tu palabra al gobernador?—le
preguntó la señora.
—¡Al gobernador!—exclamó el nombrado Frasquito
González.—No hay en todo el país tunante que más merezca20
un tiro. Gobernador y Gobierno, todos son lo mismo. El
cura nos predicó el domingo tantas cosas altisonantes sobre
las herejías y ofensas a la religión que hacen en Madrid....
¡Oh! había que oírle.... Al fin dió muchos gritos en el
púlpito, diciendo que la religión ya no tenía defensores.25
—Aquí está el gran Cristóbal Ramos—dijo la señora,
dando fuerte palmada en el hombro del Centauro.—Monta
a caballo; se pasea en la plaza y en el camino real, para
llamar la atención de los soldados; venle éstos, se espantan
de la fiera catadura del héroe y echan todos a correr30
muertos de miedo.
La señora terminó su frase con una risa exagerada que
se hacía más chocante por el profundo silencio de los que
la oían. Caballuco estaba pálido.
—Señor Pasolargo—continuó la dama, poniéndose seria,—esta
noche, cuando vaya usted a su casa, mándeme acá a
su hijo Bartolomé para que se quede aquí. Necesito tener
buena gente en casa; y aun así, bien podrá suceder que el
mejor día amanezcamos mi hija y yo asesinadas.5
—¡Señora!—exclamaron todos.
—¡Señora!—gritó Caballuco levantándose.—¿Eso es
broma o qué es?
—Señor Vejarruco, Sr. Pasolargo—continuó la señora,
sin mirar al bravo de la localidad;—no estoy segura en mi10
casa. Ningún vecino de Orbajosa lo está, y menos yo.
Vivo con el alma en un hilo. No puedo pegar los ojos en
toda la noche.
—Pero ¿quién, quién se atreverá?...
—Vamos—exclamó Licurgo con ardor,—que yo, viejo15
y enfermo, seré capaz de batirme con todo el ejército
español si tocan el pelo de la ropa a la señora....
—Con el Sr. Caballuco—dijo Frasquito González,—basta
y sobra.
—¡Oh! no—repuso doña Perfecta con cruel sarcasmo.—No20
ven ustedes que Ramos ha dado su palabra al
Gobernador....
Caballuco volvió a sentarse, y poniendo una pierna sobre
otra, cruzó las manos sobre ellas.
—Me basta un cobarde—añadió implacablemente el25
ama,—con tal que no haya dado palabras. Quizás pase
yo por el trance de ver asaltada mi casa, de ver que me
arrancan de los brazos a mi querida hija, de verme
atropellada e insultada del modo más infame....
No pudo continuar. La voz se ahogó en su garganta y30
rompió a llorar desconsoladamente.
—¡Señora, por Dios, cálmese usted!... Vamos...
no hay motivo todavía....—dijo precipitadamente y con
semblante y voz de aflicción suma D. Inocencio.—También
es preciso un poquito de resignación para soportar las
calamidades que Dios me envía.
—Pero ¿quién... señora? ¿Quién se atreverá a tales
vituperios?—preguntó uno de los cuatro.—Orbajosa toda
se pondría sobre un pie para defender a la señora.5
—Pero ¿quién, quién?—repitieron todos.
—Vaya, no la molesten ustedes con preguntas
importunas—dijo con oficiosidad el Penitenciario.—Pueden
retirarse.
—No, no, que se queden—manifestó vivamente la10
señora, secando sus lágrimas.—La compañía de mis buenos
servidores es para mí un gran consuelo.
—Maldita sea mi casta—dijo el tío Lucas, dándose un
puñetazo en la rodilla,—si todos estos gatuperios no son
obra del mismísimo sobrino de la señora.15
—¿Del hijo de D. Juan Rey?
—Desde que le vi en la estación de Villahorrenda y me
habló con su voz melosilla y sus mimos de hombre cortesano—manifestó
Licurgo,—le tuve por un grandísimo... no
quiero acabar por respeto a la señora.... Pero yo le20
conocí... le señalé desde aquel día, y yo no me equivoco.
Sé muy bien, como dijo el otro, que por el hilo se saca el
ovillo, por la muestra se conoce el paño, y por la uña el león.
—No se hable mal en mi presencia de ese desdichado
joven—dijo la de Polentinos severamente.—Por grandes25
que sean sus faltas, la caridad nos prohibe hablar de ellas y
darles publicidad.
—Pero la caridad—manifestó D. Inocencio con cierta
energía,—no nos impide precavernos contra los malos; y
de eso se trata. Ya que han decaído tanto los caracteres30
y el valor en la desdichada Orbajosa; ya que este pueblo
parece dispuesto a poner la cara para que escupan en ella
cuatro soldados y un cabo, busquemos alguna defensa
uniéndonos.