Al pasar sus dos meses de sustituto, Andrés volvió a Madrid; tenía guardados sesenta duros, y como no sabía qué hacer con ellos, se los envió a su hermana Margarita.
Andrés hacía gestiones para conseguir un empleo, y mientras tanto iba a la Biblioteca Nacional.
Estaba dispuesto a marcharse a cualquier pueblo si no encontraba nada en Madrid.
Un día se topó en la sala de lectura con Fermín Ibarra, el condiscípulo enfermo, que ya estaba bien, aunque andaba cojeando y apoyándose en un grueso bastón.
Fermín se acercó a saludar efusivamente a Hurtado.
Le dijo que estudiaba para ingeniero en Lieja, y solía volver a Madrid en las vacaciones.
Andrés siempre había tenido a Ibarra como a un chico. Fermín le llevó a su casa y le enseñó sus inventos, porque era inventor; estaba haciendo un tranvía eléctrico de juguete y otra porción de artificios mecánicos.
Fermín le explicó su funcionamiento y le dijo que pensaba pedir patentes por unas cuantas cosas, entre ellas una llanta con trozos de acero para los neumáticos de los automóviles.
A Andrés le pareció que su amigo desvariaba; pero no quiso quitarles las ilusiones. Sin embargo, tiempo después, al ver a los automóviles con llantas de trozos de acero como las que había ideado Fermín, pensó que éste debía tener verdadera inteligencia de inventor.
Andrés, por las tardes, visitaba a su tío Iturrioz. Se lo encontraba casi siempre en su azotea leyendo o mirando las maniobras de una abeja solitaria o de una araña.
—Esta es la azotea de Epicuro—decía Andrés riendo.
Muchas veces tío y sobrino discutieron largamente. Sobre todo, los planes ulteriores de Andrés fueron los más debatidos.
Un día la discusión fué más larga y más completa:
—¿Qué piensas hacer?—le preguntó Iturrioz.
—¡Yo! Probablemente tendré que ir a un pueblo de médico.
—Veo que no te hace gracia la perspectiva.
—No; la verdad. A mí hay cosas de la carrera que me gustan; pero la práctica no. Si pudiese entrar en un laboratorio de fisiología, creo que trabajaría con entusiasmo.
—¡En un laboratorio de fisiología! ¡Si los hubiera en España!
—Ah, claro, si los hubiera. Además no tengo preparación científica. Se estudia de mala manera.
—En mi tiempo pasaba lo mismo—dijo Iturrioz—. Los profesores no sirven más que para el embrutecimiento metódico de la juventud estudiosa. Es natural. El español todavía no sabe enseñar; es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante. Los profesores no tienen más finalidad que cobrar su sueldo y luego pescar pensiones para pasar el verano.
—Además falta disciplina.
—Y otras muchas cosas. Pero, bueno, tú ¿qué vas a hacer? ¿No te entusiasma visitar?
—No.
—¿Y entonces qué plan tienes?
—¿Plan personal? Ninguno
—Demonio. ¿Tan pobre estás de proyectos?
—Sí, tengo uno; vivir con el máximum de independencia. En España, en general, no se paga el trabajo, sino la sumisión. Yo quisiera vivir del trabajo, no del favor.
—Es difícil. ¿Y como plan filosófico? ¿Sigues en tus buceamientos?
—Sí. Yo busco una filosofía que sea primeramente una cosmogonía, una hipótesis racional de la formación del mundo; después una explicación biológica del origen de la vida y del hombre.
—Dudo mucho que la encuentres. Tú quieres una síntesis que complete la cosmología y la biología; una explicación del Universo físico y moral. ¿No es eso?
—Sí.
—¿Y en dónde has ido a buscar esa síntesis?
—Pues en Kant, y en Schopenhauer sobre todo.
—Mal camino—repuso Iturrioz—; lee a los ingleses; la ciencia en ellos va envuelta en sentido práctico. No leas esos metafísicos alemanes; su filosofía es como un alcohol que emborracha y no alimenta. ¿Conoces el Leviatán de Hobbes? Yo te lo prestaré si quieres.
—No; ¿para qué? Después de leer a Kant y a Schopenhauer, esos filósofos franceses e ingleses dan la impresión de carros pesados que marchan chirriando y levantando polvo.
—Sí, quizás sean menos ágiles de pensamiento que los alemanes; pero, en cambio, no te alejan de la vida.
—¿Y qué?—replicó Andrés—. Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones, sin accidentes, al menos aquí, y creo que en todas partes y el pensamiento se llena de terrores como compensación a la esterilidad emocional de la existencia.
—Estás perdido—murmuró Iturrioz—. Ese intelectualismo no te puede llevar a nada bueno.
—Me llevará a saber, a conocer. ¿Hay placer más glande que éste? La antigua filosofía nos daba la magnífica fachada de un palacio; detrás de aquella magnificencia no había salas espléndidas, ni lugares de delicias, sino mazmorras obscuras. Ese es el mérito sobresaliente de Kant; él vió que todas las maravillas descritas por los filósofos eran fantasías, espejismos; vió que las galerías magníficas no llevaban a ninguna parte.
—¡Vaya un mérito!—murmuró Iturrioz.
—Enorme. Kant prueba que son indemostrables los dos postulados más transcendentales de las religiones y de los sistemas filosóficos: Dios y la libertad. Y lo terrible es que prueba que son indemostrables a pesar suyo.
—¿Y qué?
—¡Y qué! Las consecuencias son terribles; ya el universo no tiene comienzo en el tiempo ni límite en el espacio; todo está sometido al encadenamiento de causas y efectos; ya no hay causa primera; la idea de causa primera, como ha dicho Schopenhauer, es la idea de un trozo de madera hecho de hierro.
—A mí esto no me asombra.
—A mí sí. Me parece lo mismo que si viéramos un gigante que marchara al parecer con un fin y alguien descubriera que no tenía ojos. Después de Kant, el mundo es ciego; ya no puede haber ni libertad, ni justicia, sino fuerzas que obran por un principio de causalidad en los dominios del espacio y del tiempo. Y esto tan grave, no es todo; hay además otra cosa que se desprende por primera vez claramente de la filosofía de Kant, y es que el mundo no tiene realidad; es que ese espacio y ese tiempo y ese principio de causalidad no existen fuera de nosotros tal como nosotros los vemos, que pueden ser distintos, que pueden no existir.
—Bah. Eso es absurdo—murmuró Iturrioz—. Ingenioso si se quiere, pero nada más.
—No; no sólo es absurdo, sino que es práctico. Antes para mí era una gran pena considerar el infinito del espacio; creer el mundo inacabable me producía una gran impresión; pensar que al día siguiente de mi muerte el espacio y el tiempo seguirían existiendo me entristecía, y eso que consideraba que mi vida no es una cosa envidiable; pero cuando llegué a comprender que la idea del espacio y del tiempo son necesidades de nuestro espíritu, pero que no tienen realidad; cuando me convencí por Kant que el espacio y el tiempo no significan nada; por lo menos que la idea que tenemos de ellos puede no existir fuera de nosotros, me tranquilicé. Para mí es un consuelo pensar que así como nuestra retina produce los colores, nuestro cerebro produce las ideas de tiempo, de espacio y de causalidad. Acabado nuestro cerebro, se acabó el mundo. Ya no sigue el tiempo, ya no sigue el espacio, ya no hay encadenamiento de causas. Se acabó la comedia, pero definitivamente. Podemos suponer que un tiempo y un espacio sigan para los demás. ¿Pero eso qué importa si no es el nuestro que es el único real?
—Bah. ¡Fantasías! ¡Fantasías!—dijo Iturrioz.