A mediados de curso se celebraron exámenes de alumnos internos para el hospital general.
Aracil, Montaner y Hurtado decidieron presentarse. El examen consistía en unas preguntas hechas al capricho por los profesores acerca de puntos de las asignaturas ya cursadas por los alumnos. Hurtado fué a ver a su tío Iturrioz para que le recomendara.
—Bueno, te recomendaré—le dijo el tío—; ¿tienes afición a la carrera?
—Muy poca.
—Y entonces, ¿para qué quieres entrar en el hospital?
—¡Ya, qué le voy a hacer! Veré si voy adquiriendo la afición. Además, cobraré unos cuartos, que me convienen.
—Muy bien—contestó Iturrioz—. Contigo se sabe a qué atenerse; eso me gusta.
En el examen, Aracil y Hurtado salieron aprobados.
Primero tenían que ser libretistas; su obligación consistía en ir por la mañana y apuntar las recetas que ordenaba el médico; por la tarde, recoger la botica, repartirla y hacer guardias. De libretistas, con seis duros al mes, pasaban a internos de clase superior, con nueve, y luego a ayudantes, con doce duros, lo que representaba la cantidad respetable de dos pesetas al día.
Andrés fué llamado por un médico amigo de su tío, que visitaba una de las salas altas del tercer piso del hospital. La sala era de Medicina.
El médico, hombre estudioso, había llegado a dominar el diagnóstico como pocos. Fuera de su profesión no le interesaba nada: política, literatura, arte, filosofía o astronomía, todo lo que no fuera auscultar o percutir, analizar orinas o esputos, era letra muerta para él.
Consideraba, y quizá tenía razón, que la verdadera moral del estudiante de Medicina estribaba en ocuparse únicamente de lo médico, y fuera de esto, divertirse. A Andrés le preocupaban más las ideas y los sentimientos de los enfermos que los síntomas de las enfermedades.
Pronto pudo ver el médico de la sala la poca afición de Hurtado por la carrera.
—Usted piensa en todo menos en lo que es Medicina—le dijo a Andrés con severidad.
El médico de la sala estaba en lo cierto. El nuevo interno no llevaba el camino de ser un clínico; le interesaban los aspectos psicológicos de las cosas; quería investigar qué hacían las hermanas de la Caridad, si tenían o no vocación; sentía curiosidad por saber la organización del hospital y averiguar por dónde se filtraba el dinero consignado por la Diputación.
La inmoralidad dominaba dentro del vetusto edificio. Desde los administradores de la Diputación provincial hasta una sociedad de internos que vendía la quinina del hospital en las boticas de la calle de Atocha, había seguramente todas las formas de la filtración. En las guardias, los internos y los señores capellanes se dedicaban a jugar al monte, y en el Arsenal funcionaba casi constantemente una timba en la que la postura menor era una perra gorda.
Los médicos, entre los que había algunos muy chulos; los curas, que no lo eran menos, y los internos se pasaban la noche tirando de la oreja a Jorge.
Los señores capellanes se jugaban las pestañas; uno de ellos era un hombrecito bajito, cínico y rubio, que había llegado a olvidar sus estudios de cura y adquirido afición por la Medicina. Como la carrera de médico era demasiado larga para él, se iba a examinar de ministrante, y si podía, pensaba abandonar definitivamente los hábitos.
El otro cura era un mozo bravío, alto, fuerte, de facciones enérgicas. Hablaba de una manera terminante y despótica; solía contar con gracejo historias verdes, que provocaban bárbaros comentarios.
Si alguna persona devota le reprochaba la inconveniencia de sus palabras, el cura cambiaba de voz y de gesto, y con una marcada hipocresía, tomando un tonillo de falsa unción, que no cuadraba bien con su cara morena y con la expresión de sus ojos negros y atrevidos, afirmaba que la religión nada tenía que ver con los vicios de sus indignos sacerdotes.
Algunos internos que le conocían desde hacía algún tiempo y le hablaban de tú, le llamaban Lagartijo, porque se parecía algo a este célebre torero.
—Oye, tú, Lagartijo—le decían.
—Qué más quisiera yo—replicaba el cura—que cambiar la estola por una muleta, y en vez de ayudar a bien morir ponerme a matar toros.
Como perdía en el juego con frecuencia, tenía muchos apuros.
Una vez le decía a Andrés, entre juramentos pintorescos:
—Yo no puedo vivir así. No voy a tener más remedio que lanzarme a la calle a decir misa en todas partes y tragarme todos los días catorce hostias.
A Hurtado estos rasgos de cinismo no le agradaban.
Entre los practicantes había algunos curiosísimos, verdaderas ratas de hospital, que llevaban quince o veinte años allí, sin concluir la carrera, y que visitaban clandestinamente en los barrios bajos más que muchos médicos.
Andrés se hizo amigo de las hermanas de la Caridad de su sala y de algunas otras.
Le hubiera gustado creer, a pesar de no ser religioso, por romanticismo, que las hermanas de la Caridad eran angelicales; pero la verdad, en el hospital no se las veía más que cuidarse de cuestiones administrativas y de llamar al confesor cuando un enfermo se ponía grave.
Además, no eran criaturas idealistas, místicas, que consideraran el mundo como un valle de lágrimas, sino muchachas sin recursos, algunas viudas, que tomaban el cargo como un oficio, para ir viviendo.
Luego las buenas hermanas tenían lo mejor del hospital acotado para ellas...
Una vez un enfermero le dió a Andrés un cuadernito encontrado entre papeles viejos que habían sacado del pabellón de las hijas de la Caridad.
Era el diario de una monja, una serie de notas muy breves, muy lacónicas, con algunas impresiones acerca de la vida del hospital, que abarcaban cinco o seis meses.
En la primera página tenía un nombre: sor María de la Cruz, y al lado una fecha. Andrés leyó el diario y quedó sorprendido. Había allí una narración tan sencilla, tan ingenua de la vida hospitalesca, contada con tanta gracia, que le dejó emocionado.
Andrés quiso enterarse de quién era sor María, de si vivía en el hospital o dónde estaba.
No tardó en averiguar que había muerto. Una monja, ya vieja, la había conocido. Le dijo a Andrés que al poco tiempo de llegar al hospital, la trasladaron a una sala de tíficos, y allí adquirió la enfermedad y murió.
No se atrevió Andrés a preguntar cómo era, qué cara tenía, aunque hubiese dado cualquier cosa por saberlo.
Andrés guardó el diario de la monja como una reliquia, y muchas veces pensó en cómo sería, y hasta llegó a sentir por ella una verdadera obsesión.
Un tipo misterioso y extraño del hospital, que llamaba mucho la atención, y de quien se contaban varias historias, era el hermano Juan. Este hombre, que no se sabía de dónde había venido, andaba vestido con una blusa negra, alpargatas y un crucifijo colgado al cuello. El hermano Juan cuidaba por gusto de los enfermos contagiosos. Era, al parecer, un místico, un hombre que vivía en su centro natural, en medio de la miseria y el dolor.
El hermano Juan era un hombre bajito, tenía la barba negra, la mirada brillante, los ademanes suaves, la voz melíflua. Era un tipo semítico.
Vivía en un callejón que separaba San Carlos del Hospital General. Este callejón tenía dos puentes encristalados que lo cruzaban, y debajo de uno de ellos, del que estaba más cerca de la calle de Atocha, había establecido su cuchitril el hermano Juan.
En este cuchitril se encerraba con un perrito que le hacía compañía.
A cualquier hora que fuesen a llamar al hermano, siempre había luz en su camaranchón y siempre se le encontraba despierto.
Según algunos, se pasaba la vida leyendo libros verdes; según otros, rezaba; uno de los internos aseguraba haberle visto poniendo notas en unos libros en francés y en inglés acerca de psicopatías sexuales.
Una noche en que Andrés estaba de guardia uno de los internos dijo:
—Vamos a ver al hermano Juan, y a pedirle algo de comer y de beber.
Fueron todos al callejón en donde el hermano tenía su escondrijo. Había luz, miraron por si se veía algo, pero no se encontraba rendija por donde espiar lo que hacía en el interior el misterioso enfermero. Llamaron e inmediatamente apareció el hermano con su blusa negra.
—Estamos de guardia, hermano Juan—dijo uno de los internos—; venimos a ver si nos da usted algo para tomar un modesto piscolabis.
—¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos!—exclamó él—. Me encuentran ustedes muy pobre. Pero ya veré, ya veré si tengo algo. Y el hombre desapareció tras de la puerta, la cerró con mucho cuidado, y se presentó al poco rato con un paquete de café, otro de azúcar y otro de galletas.
Volvieron los estudiantes al cuarto de guardia, comieron las galletas, tomaron el café y discutieron el caso del hermano.
No había unanimidad; unos creían que era un hombre distinguido; otros que era un antiguo criado; para algunos era un santo; para otros un invertido sexual o algo por el estilo.
El hermano Juan era el tipo raro del hospital. Cuando recibía dinero, no se sabía de dónde, convidaba a comer a los convalecientes y regalaba las cosas que necesitaban los enfermos.
A pesar de su caridad y de sus buenas obras, este hermano Juan era para Andrés repulsivo; le producía una impresión desagradable, una impresión física, orgánica.
Había en él algo anormal, indudablemente. ¡Es tan lógico, tan natural en el hombre huir del dolor, de la enfermedad, de la tristeza! Y, sin embargo, para él, el sufrimiento, la pena, la suciedad, debían de ser cosas atrayentes.
Andrés comprendía el otro extremo, que el hombre huyese del dolor ajeno, como de una cosa horrible y repugnante, hasta llegar a la indignidad, a la inhumanidad; comprendía que se evitara hasta la idea de que hubiese sufrimiento alrededor de uno; pero ir a buscar lo sucio, lo triste, deliberadamente, para convivir con ello, le parecía una monstruosidad.
Así que cuando veía al hermano Juan, sentía esa impresión repelente, de inhibición, que se experimenta ante los monstruos.