El árbol de la ciencia: novela

VII
SEXUALIDAD Y PORNOGRAFÍA

En el pueblo, la tienda de objetos de escritorio era al mismo tiempo librería y centro de suscripciones. Andrés iba a ella a comprar papel y algunos periódicos. Un día le chocó ver que el librero tenía quince o veinte tomos con una cubierta en donde aparecía una mujer desnuda. Eran de estas novelas a estilo francés; novelas pornográficas, torpes, con cierto barniz psicológico hechas para uso de militares, estudiantes y gente de poca mentalidad.

—¿Es que eso se vende?—le preguntó Andrés al librero.

—Sí; es lo único que se vende.

El fenómeno parecía paradójico y, sin embargo, era natural. Andrés había oído a su tío Iturrioz que en Inglaterra, en donde las costumbres eran interiormente de una libertad extraordinaria, libros, aun los menos sospechosos de libertinaje, estaban prohibidos, y las novelas que las señoritas francesas o españolas leían delante de sus madres, allí se consideraban nefandas.

En Alcolea sucedía lo contrario; la vida era de una moralidad terrible; llevarse a una mujer sin casarse con ella, era más difícil que raptar a la Giralda de Sevilla a las doce del día; pero, en cambio, se leían libros pornográficos de una pornografía grotesca por lo transcendental.

Todo esto era lógico. En Londres, al agrandarse la vida sexual por la libertad de costumbres, se achicaba la pornografía; en Alcolea, al achicarse la vida sexual, se agrandaba la pornografía.

—Qué paradoja esta de la sexualidad—pensaba Andrés al ir a su casa—. En los países donde la vida es intensamente sexual no existen motivos de lubricidad; en cambio en aquellos pueblos como Alcolea, en donde la vida sexual era tan mezquina y tan pobre, las alusiones eróticas a la vida del sexo estaban en todo.

Y era natural, era en el fondo un fenómeno de compensación.