El árbol de la ciencia: novela

III
LAS MOSCAS

Andrés salió a la calle con un grupo de hombres.

Hacía un frío intenso.

—¿Adónde iríamos?—preguntó Julio.

—Vamos a casa de doña Virginia—propuso Casares—. ¿Ustedes la conocerán?

—Yo sí la conozco—contestó Aracil.

Se acercaron a una casa próxima, de la misma calle, que hacía esquina a la de la Verónica. En un balcón del piso principal se leía este letrero a la luz de un farol:

VIRGINIA GARCÍA

Comadrona con título del colegio
de san carlos


(Sage femme.)

—No se ha debido acostar, porque hay luz—dijo Casares.

Julio llamó al sereno, que les abrió la puerta, y subieron todos al piso principal. Salió a recibirles una criada vieja que les pasó a un comedor en donde estaba la comadrona sentada a una mesa con dos hombres. Tenían delante una botella de vino y tres vasos.

Doña Virginia era una mujer alta, rubia, gorda, con una cara de angelito de Rubens que llevara cuarenta y cinco años revoloteando por el mundo. Tenía la tez iluminada y rojiza, como la piel de un cochinillo asado y unos lunares en el mentón que le hacían parecer una mujer barbuda.

Andrés la conocía de vista por haberla encontrado en San Carlos en la clínica de partos, ataviada con unos trajes claros y unos sombreros de niña bastante ridículos.

De los dos hombres, uno era el amante de la comadrona. Doña Virginia le presentó como un italiano profesor de idiomas de un colegio. Este señor, por lo que habló, daba la impresión de esos personajes que han viajado por el extranjero viviendo en hoteles de dos francos y que luego ya no se pueden acostumbrar a la falta de confort de España.

El otro, un tipo de aire siniestro, barba negra y anteojos, era nada menos que el director de la revista El Masón Ilustrado.

Doña Virginia dijo a sus visitantes que aquel día estaba de guardia, cuidando a una parturiente. La comadrona tenía una casa bastante grande con unos gabinetes misteriosos que daban a la calle de la Verónica; allí instalaba a las muchachas, hijas de familia, a las cuales, un mal paso dejaba en situación comprometida.

Doña Virginia pretendía demostrar que era de una exquisita sensibilidad.

—¡Pobrecitas!—decía de sus huéspedas—. ¡Qué malos son ustedes los hombres!

A Andrés esta mujer le pareció repulsiva.

En vista de que no podían quedarse allí, salió todo el grupo de hombres a la calle. A los pocos pasos se encontraron con un muchacho, sobrino de un prestamista de la calle de Atocha, acompañando a una chulapa con la que pensaba ir al baile de la Zarzuela.

—¡Hola, Victorio!—le saludó Aracil.

—¡Hola, Julio!—contestó el otro—. ¿Qué tal? ¿De dónde salen ustedes?

—De aquí; de casa de doña Virginia.

—¡Valiente tía! Es una explotadora de esas pobres muchachas que lleva a su casa engañadas.

¡Un prestamista llamando explotadora a una comadrona! Indudablemente, el caso no era del todo vulgar.

El director de El Masón Ilustrado, que se reunió con Andrés, le dijo con aire grave que doña Virginia era una mujer de cuidado; había echado al otro mundo dos maridos, con dos jicarazos; no le asustaba nada. Hacía abortar, suprimía chicos, secuestraba muchachas y las vendía. Acostumbrada a hacer gimnasia, y a dar masaje, tenía más fuerzas que un hombre, y para ella no era nada sujetar a una mujer como si fuera un niño.

En estos negocios de abortos y de tercerías manifestaba una audacia enorme. Como esas moscas sarcófagas que van a los animales despedazados y a las carnes muertas, así aparecía doña Virginia con sus palabras amables, allí donde olfateaba la familia arruinada a quien arrastraban al spoliarium.

El italiano, aseguró el director de El Masón Ilustrado, no era profesor de idiomas ni mucho menos, sino un cómplice en los negocios nefandos de doña Virginia, y si sabía francés e inglés, era porque había andado durante mucho tiempo de carterista, desvalijando a la gente en los hoteles.

Fueron todos con Victorio hasta la Carrera de San Jerónimo; allí, el sobrino del prestamista, les invitó a acompañarle al baile de la Zarzuela; pero Aracil y Casares supusieron que Victorio no les querría pagar la entrada, y dijeron que no.

—Vamos a hacer una cosa—propuso el sainetero amigo de Casares.

—¿Qué?—preguntó Julio.

—Vamos a casa de Villasús. Pura habrá salido del teatro ahora.

Villasús, según le dijeron a Andrés, era un autor dramático que tenía dos hijas coristas. Este Villasús vivía en la Cuesta de Santo Domingo.

Se dirigieron a la Puerta del Sol; compraron pasteles en la calle del Carmen esquina a la del Olivo; fueron después a la Cuesta de Santo Domingo, y se detuvieron delante de una casa grande.

—Aquí no alborotemos—advirtió el sainetero, porque el sereno no nos abriría.

Abrió el sereno, entraron en un espacioso portal, y Casares y su amigo, Julio, Andrés y el director de El Masón Ilustrado, comenzaron a subir una ancha escalera hasta llegar a las guardillas, alumbrándose con fósforos.

Llamaron en una puerta, apareció una muchacha que les hizo pasar a un estudio de pintor y poco después se presentó un señor de barba y pelo entrecano, envuelto en un gabán.

Este señor Rafael Villasús era un pobre diablo autor de comedias y de dramas detestables en verso.

El poeta, como se llamaba él, vivía su vida en artista, en bohemio; era en el fondo un completo majadero, que había echado a perder a sus hijas por un estúpido romanticismo.

Pura y Ernestina llevaban un camino desastroso; ninguna de las dos tenía condición para la escena; pero el padre no creía más que en el arte, y las había llevado al Conservatorio, luego metido en un teatro de partiquinas y relacionado con periodistas y cómicos.

Pura, la mayor, tenía un hijo con un sainetero amigo de Casares, y Ernestina estaba enredada con un revendedor.

El amante de Pura, además de un acreditado imbécil, fabricante de chistes estúpidos, como la mayoría de los del gremio, era un granuja, dispuesto a llevarse todo lo que veía. Aquella noche estaba allí. Era un hombre alto, flaco, moreno, con el labio inferior colgante.

Los dos saineteros hicieron gala de su ingenio, sacando a relucir una colección de chistes viejos y manidos. Ellos dos y los otros, Casares, Aracil y el director de El Masón Ilustrado, tomaron la casa de Villasús como terreno conquistado e hicieron una porción de horrores con una mala intención canallesca.

Se reían de la chifladura del padre, que creía que todo aquello era la vida artística. El pobre imbécil no notaba la mala voluntad que ponían todos en sus bromas.

Las hijas, dos mujeres estúpidas y feas, comieron con avidez los pasteles que habían llevado los visitantes, sin hacer caso de nada.

Uno de los saineteros hizo el león, tirándose por el suelo y rugiendo, y el padre leyó unas quintillas que se aplaudieron a rabiar.

Hurtado, cansado del ruido y de las gracias de los saineteros, fué a la cocina a beber un vaso de agua y se encontró con Casares y el director de El Masón Ilustrado. Este estaba empeñado en ensuciarse en uno de los pucheros de la cocina y echarlo luego en la tinaja del agua.

Le parecía la suya una ocurrencia graciosísima.

—Pero usted es un imbécil—le dijo Andrés bruscamente.

—¿Cómo?

—Que es usted un imbécil, una mala bestia.

—¡Usted no me dice a mí eso!—gritó el masón.

—¿No está usted oyendo que se lo digo?

—En la calle no me repite usted eso.

—En la calle y en todas partes.

Casares tuvo que intervenir, y como sin duda quería marcharse, aprovechó la ocasión de acompañar a Hurtado diciendo que iba para evitar cualquier conflicto. Pura bajó a abrirles la puerta, y el periodista y Andrés fueron juntos hasta la Puerta del Sol. Casares le brindó su protección a Andrés; sin duda, prometía protección y ayuda a todo el mundo.

Hurtado se marchó a casa mal impresionado. Doña Virginia, explotando y vendiendo mujeres; aquellos jóvenes, escarneciendo a una pobre gente desdichada. La piedad no aparecía por el mundo.