El árbol de la ciencia: novela

IV
LULÚ

La conversación que tuvo en el baile con Lulú, dió a Hurtado el deseo de intimar algo más con la muchacha.

Realmente la chica era simpática y graciosa. Tenía los ojos desnivelados, uno más alto que otro, y al reir los entornaba hasta convertirlos en dos rayitas, lo que le daba una gran expresión de malicia; su sonrisa levantaba las comisuras de los labios para arriba, y su cara tomaba un aire satírico y agudo.

No se mordía la lengua para hablar. Decía habitualmente horrores. No había en ella dique para su desenfreno espiritual, y cuando llegaba a lo más escabroso, una expresión de cinismo brillaba en sus ojos.

El primer día que fué Andrés a ver a Lulú después del baile, contó su visita a casa de doña Virginia.

—¿Estuvieron ustedes a ver a la comadrona?—preguntó Lulú.

—Sí

—Valiente tía cerda.

—Niña—exclamó doña Leonarda-, ¿qué expresiones son esas?

—¿Pues qué es, sino una alcahueta o algo peor?

—¡Jesús! ¡Qué palabras!

—A mí me vino un día—siguió diciendo Lulú—preguntándome si quería ir con ella a casa de un viejo. ¡Qué tía guarra!

A Hurtado le asombraba la mordacidad de Lulú. No tenía ese repertorio vulgar de chistes oídos en el teatro; en ella todo era callejero, popular.

Andrés comenzó a ir con frecuencia a la casa, sólo para oir a Lulú. Era, sin duda, una mujer inteligente, cerebral, como la mayoría de las muchachas que viven trabajando en las grandes ciudades, con una aspiración mayor por ver, por enterarse, por distinguirse, que por sentir placeres sensuales.

A Hurtado le sorprendía; pero no le producía la más ligera idea de hacerle el amor. Hubiera sido imposible para él pensar que pudiera llegar a tener con Lulú más que una cordial amistad.

Lulú bordaba para un taller de la calle de Segovia, y solía ganar hasta tres pesetas al día. Con esto, unido a la pequeña pensión de doña Leonarda, vivía la familia; Niní ganaba poco, porque, aunque trabajaba, era torpe.

Cuando Andrés iba por las tardes, se encontraba a Lulú con el bastidor en las rodillas, unas veces cantando a voz en grito, otras muy silenciosa.

Lulú cogía rápidamente las canciones de la calle y las cantaba con una picardía admirable. Sobre todo, esas tonadillas encanalladas, de letra grotesca, eran las que más le gustaban.

El tango aquel que empieza diciendo:

Un cocinero de Cádiz, muy afamado,
a las mujeres las compara con el guisado

y esos otros en que las mujeres entran en quinta, o tienen que ser marineras, el de la ¿Niña qué?, o el de las mujeres que montan en bicicleta, en el que hay esa preocupación graciosa, expresada así:

Por eso hay ahora
mil discusiones,
por si han de llevar faldas
o pantalones.

Todas estas canciones populares las cantaba con muchísima gracia.

A veces le faltaba el humor y tenía esos silencios llenos de pensamientos de las chicas inquietas y neuróticas. En aquellos instantes sus ideas parecían converger hacia adentro, y la fuerza de la ideación le impulsaba a callar. Si la llamaban de pronto, mientras estaba ensimismada, se ruborizaba y se confundía.

—No sé lo que anda maquinando cuando está así—decía su madre—; pero no debe ser nada bueno.

Lulú le contó a Andrés que de chica había pasado una larga temporada sin querer hablar. En aquella época el hablar le producía una gran tristeza, y desde entonces le quedaban estos arrechuchos.

Muchas veces Lulú dejaba el bastidor y se largaba a la calle a comprar algo en la mercería próxima, y contestaba a las frases de los horteras de la manera más procaz y descarada.

Este poco apego a defender los intereses de la clase les parecía a doña Leonarda y a Niní una verdadera vergüenza.

—Ten en cuenta que tu padre fué un personaje—decía doña Leonarda con énfasis.

—Y nosotras nos morimos de hambre—replicaba Lulú.

Cuando obscurecía y las tres mujeres dejaban la labor, Lulú se metía en algún rincón, apoyándose en varios sitios al mismo tiempo. Así como encajonada, en un espacio estrecho, formado por dos sillas y la mesa o por las sillas y el armario del comedor, se ponía a hablar con su habitual cinismo, escandalizando a su madre y a su hermana. Todo lo que fuera deforme en un sentido humano la regocijaba. Estaba acostumbrada a no guardar respeto a nada ni a nadie. No podía tener amigas de su edad, porque le gustaba espantar a las mojigatas con barbaridades; en cambio, era buena para los viejos y para los enfermos, comprendía sus manías, sus egoísmos, y se reía de ellos. Era también servicial; no le molestaba andar con un chico sucio en brazos o cuidar de una vieja enferma de la guardilla.

A veces, Andrés la encontraba más deprimida que de ordinario; entre aquellos parapetos de sillas viejas solía estar con la cabeza apoyada en la mano, riéndose de la miseria del cuarto, mirando fijamente el techo o alguno de los agujeros de la estera.

Otras veces se ponía a cantar la misma canción sin parar.

—Pero, muchacha, ¡cállate!—decía su madre—. Me tienes loca con ese estribillo.

Y Lulú callaba; pero al poco tiempo volvía con la canción.

A veces iba por la casa un amigo del marido de doña Leonarda, don Prudencio González.

Don Prudencio era un chulo grueso, de abdomen abultado. Gastaba levita negra, chaleco blanco, del que colgaba la cadena del reloj llena de dijes. Tenía los ojos desdeñosos, pequeños, el bigote corto y pintado y la cara roja. Hablaba con acento andaluz y tomaba posturas académicas en la conversación.

El día que iba don Prudencio, doña Leonarda se multiplicaba.

—Usted, que ha conocido a mi marido—decía con voz lacrimosa—. Usted, que nos ha visto en otra posición.

Y doña Leonarda hablaba con lágrimas en los ojos de los esplendores pasados.