El árbol de la ciencia: novela

TERCERA PARTE
Tristezas y dolores.

I
DÍA DE NAVIDAD

Un día, ya en el último año de la carrera, antes de las Navidades, al volver Andrés del hospital, le dijo Margarita que Luisito escupía sangre. Al oirlo Andrés quedó frío como muerto. Fué a ver al niño, apenas tenía fiebre, no le dolía el costado, respiraba con facilidad; sólo un ligero tinte de rosa coloreaba una mejilla, mientras la otra estaba pálida.

No se trataba de una enfermedad aguda. La idea de que el niño estuviera tuberculoso le hizo temblar a Andrés. Luisito, con la inconsciencia de la infancia, se dejaba reconocer y sonreía.

Andrés recogió un pañuelo manchado con sangre y lo llevó a que lo analizasen al laboratorio. Pidió al médico de su sala que recomendara el análisis.

Durante aquellos días vivió en una zozobra constante; el dictamen del laboratorio fué tranquilizador: no se había podido encontrar el bacilo de Koch en la sangre del pañuelo; sin embargo, esto no le dejó a Hurtado completamente satisfecho.

El médico de la sala, a instancias de Andrés, fué a casa a reconocer al enfermito. Encontró a la percusión cierta opacidad en el vértice del pulmón derecho. Aquello podía no ser nada; pero unido a la ligera hemoptisis, indicaba con muchas probabilidades una tuberculosis incipiente.

El profesor y Andrés discutieron el tratamiento. Como el niño era linfático, algo propenso a catarros, consideraron conveniente llevarlo a un país templado, a orillas del Mediterráneo a ser posible; allí le podrían someter a una alimentación intensa, darle baños de sol, hacerle vivir al aire libre y dentro de la casa en una atmósfera creosotada, rodearle de toda clase de condiciones para que pudiera fortificarse y salir de la infancia.

La familia no comprendía la gravedad, y Andrés tuvo que insistir para convencerles de que el estado del niño era peligroso.

El padre, don Pedro, tenía unos primos en Valencia, y estos primos, solterones, poseían varias casas en pueblos próximos a la capital.

Se les escribió y contestaron rápidamente; todas las casas suyas estaban alquiladas menos una de un pueblecito inmediato a Valencia.

Andrés decidió ir a verla.

Margarita le advirtió que no había dinero en casa; no se había cobrado aún la paga de Navidad.

—Pediré dinero en el hospital e iré en tercera—dijo Andrés.

—¡Con este frío! ¡Y el día de Nochebuena!

—No importa.

—Bueno, vete a casa de los tíos—le advirtió Margarita.

—No, ¿para qué?—contestó él—. Yo veo la casa del pueblo, y, si me parece bien, os mando un telegrama diciendo: Contestadles que sí.

—Pero eso es una grosería. Si se enteran...

—¡Qué se van a enterar! Además, yo no quiero andar con ceremonias y con tonterías; bajo en Valencia, voy al pueblo, os mando el telegrama y me vuelvo en seguida.

No hubo manera de convencerle. Después de cenar tomó un coche y se fué a la estación. Entró en un vagón de tercera.

La noche de diciembre estaba fría, cruel. El vaho se congelaba en los cristales de las ventanillas y el viento helado se metía por entre las rendijas de la portezuela.

Andrés se embozó en la capa hasta los ojos, se subió el cuello y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Aquella idea de la enfermedad de Luisito le turbaba.

La tuberculosis era una de esas enfermedades que le producía un terror espantoso; constituía una obsesión para él. Meses antes se había dicho que Roberto Koch había inventado un remedio eficaz para la tuberculosis: la tuberculina.

Un profesor de San Carlos fué a Alemania y trajo la tuberculina.

Se hizo el ensayo con dos enfermos a quienes se les inyectó el nuevo remedio. La reacción febril que les produjo hizo concebir al principio algunas esperanzas; pero luego se vió que no sólo no mejoraban, sino que su muerte se aceleraba.

Si el chico estaba realmente tuberculoso, no había salvación.

Con aquellos pensamientos desagradables, marchaba Andrés en el vagón de tercera, medio adormecido.

Al amanecer se despertó, con las manos y los pies helados.

El tren marchaba por la llanura castellana y el alba apuntaba en el horizonte.

En el vagón no iba más que un aldeano fuerte, de aspecto enérgico y duro de manchego.

Este aldeano le dijo:

—Qué, ¿tiene usted frío, buen amigo?

—Sí, un poco.

—Tome usted mi manta.

—¿Y usted?

—Yo no la necesito. Ustedes, los señoritos, son muy delicados.

A pesar de las palabras rudas, Andrés le agradeció el obsequio en el fondo del corazón.

Aclaraba el cielo, una franja roja bordeaba el campo.

Empezaba a cambiar el paísaje, y el suelo, antes llano, mostraba colinas y árboles que iban pasando por delante de la ventanilla del tren.

Pasada la Mancha, fría y yerma, comenzó a templar el aire. Cerca de Játiba salió el sol, un sol amarillo, que se derramaba por el campo entibiando el ambiente.

La tierra presentaba ya un aspecto distinto.

Apareció Alcira con los naranjos llenos de fruta, con el río Júcar profundo, de lenta corriente. El sol iba elevándose en el cielo; comenzaba a hacer calor; al pasar de la meseta castellana a la zona mediterránea la naturaleza y la gente eran otras.

En las estaciones los hombres y las mujeres, vestidos con trajes claros, hablaban a gritos, gesticulaban, corrían.

—Eh, tú, ché—se oía decir.

Ya se veían llanuras con arrozales y naranjos, barracas blancas con el techado negro, alguna palmera que pasaba en la rapidez de la marcha como tocando el cielo. Se vió espejear la Albufera, unas estaciones antes de llegar a Valencia, y poco después Andrés apareció en el raso de la plaza de San Francisco, delante de un solar grande.

Andrés se acercó a un tartanero, le preguntó cuánto le cobraría por llevarle al pueblecito, y, después de discusiones y de regateos, quedaron de acuerdo en un duro por ir, esperar media hora y volver a la estación.

Subió Andrés y la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por una carretera.

El carrito tenía por detrás una lona blanca y, al agitarse ésta por el viento, se veía el camino lleno de claridad y de polvo; la luz cegaba.

En una media hora la tartana embocaba la primera calle del pueblo, que aparecía con su torre y su cúpula brillante. A Andrés le pareció la disposición de la aldea buena para lo que él deseaba; el campo de los alrededores, no era de huerta, sino de tierras de secano medio montañosas.

A la entrada del pueblo, a mano izquierda, se veía un castillejo y varios grupos de enormes girasoles.

Tomó la tartana por la calle larga y ancha, continuación de la carretera, hasta detenerse cerca de una explanada levantada sobre el nivel de la calle.

El carrito se detuvo frente a una casa baja encalada, con su puerta azul muy grande y tres ventanas muy chicas. Bajó Andrés; un cartel pegado en la puerta indicaba que la llave la tenían en la casa de al lado.

Se asomó al portal próximo y una vieja, con la tez curtida y negra por el sol, le dió la llave, un pedazo de hierro que parecía un arma de combate prehistórica.

Abrió Andrés el postigo, que chirrió agriamente sobre sus goznes, y entró en un espacioso vestíbulo con una puerta en arco que daba hacia el jardín.

La casa apenas tenía fondo; por el arco del vestíbulo se salía a una galería ancha y hermosa con un emparrado y una verja de madera pintada de verde. De la galería, extendida paralelamente a la carretera, se bajaba por cuatro escalones al huerto, rodeado por un camino que bordeaba sus tapias.

Este huerto, con varios árboles frutales desnudos de hojas, se hallaba cruzado por dos avenidas que formaban una plazoleta central y lo dividían en cuatro parcelas iguales. Los hierbajos y jaramagos espesos cubrían la tierra y borraban los caminos.

Enfrente del arco del vestíbulo había un cenador formado por palos, sobre el cual se sostenían las ramas de un rosal silvestre, cuyo follaje, adornado por florecitas blancas, era tan tupido que no dejaba pasar la luz del sol.

A la entrada de aquella pequeña glorieta, sobre pedestales de ladrillo, había dos estatuas de yeso, Flora y Pomona. Andrés penetró en el cenador. En la pared del fondo se veía un cuadro de azulejos blancos y azules con figuras que representaban a Santo Tomás de Villanueva vestido de obispo, con su báculo en la mano y un negro y una negra arrodillados junto a él.

Luego Hurtado recorrió la casa; era lo que él deseaba; hizo un plano de las habitaciones y del jardín y estuvo un momento descansando, sentado en la escalera. Hacía tanto tiempo que no había visto árboles, vegetación, que aquel huertecito abandonado, lleno de hierbajos, le pareció un paraíso. Este día de Navidad tan espléndido, tan luminoso, le llenó de paz y de melancolía.

Del pueblo, del campo, de la atmósfera transparente llegaba el silencio, sólo interrumpido por el cacareo lejano de los gallos; los moscones y las avispas brillaban al sol.

¡Con qué gusto se hubiera tendido en la tierra a mirar horas y horas aquel cielo tan azul, tan puro!

Unos momentos después, una campana de son agudo comenzó a tocar. Andrés entregó la llave en la casa próxima, despertó al tartanero medio dormido en su tartana, y emprendió la vuelta.

En la estación de Valencia mandó un telegrama a su familia, compró algo de comer y unas horas más tarde volvía para Madrid, embozado en su capa, rendido, en otro coche de tercera.