El árbol de la ciencia: novela

III
LA CASA ANTIGUA

Varias veces don Pedro fué y volvió de Madrid al pueblo. Luisito parecía que estaba bien, no tenía tos ni fiebre; pero conservaba aquella tendencia fantaseadora que le hacía divagar y discurrir de una manera impropia de su edad.

—Yo creo que no es cosa de que sigáis aquí—dijo el padre.

—¿Por qué no?—preguntó Andrés.

—Margarita no puede vivir siempre metida en un rincón. A ti no te importará; pero a ella sí.

—Que se vaya a Madrid por una temporada.

—¿Pero tú crees que Luis no está curado todavía?

—No sé; pero me parece mejor que siga aquí.

—Bueno; veremos a ver qué se hace.

Margarita explicó a su hermano que su padre decía que no tenían medios para sostener así dos casas.

—No tiene medios para esto; pero sí para gastar en el Casino—contestó Andrés.

—Eso a ti no te importa—contestó Margarita enfadada.

—Bueno; lo que voy a hacer yo es ver si me dan una plaza de médico de pueblo y llevar al chico. Lo tendré unos años en el campo, y luego que haga lo que quiera.

En esta incertidumbre, y sin saber si iban a quedarse o marcharse, se presentó en la casa una señora de Valencia, prima también de don Pedro. Esta señora era una de esas mujeres decididas y mandonas que les gusta disponerlo todo. Doña Julia decidió que Margarita, Andrés y Luisito fueran a pasar una temporada a casa de los tíos. Ellos los recibirían muy a gusto. Don Pedro encontró la solución muy práctica.

—¿Qué os parece?—preguntó a Margarita y a Andrés.

—A mí, lo que decidáis—contestó Margarita.

—A mí no me parece una buena solución—dijo Andrés.

—¿Por qué?

—Porque el chico no estará bien.

—Hombre, el clima es igual—repuso el padre.

—Sí; pero no es lo mismo vivir en el interior de una ciudad, entre calles estrechas, a estar en el campo. Además, que esos señores parientes nuestros, como solterones, tendrán una porción de chinchorrerías y no les gustarán los chicos.

—No; eso no. Es gente amable, y tienen una casa bastante grande para que haya libertad.

—Bueno. Entonces probaremos.

Un día fueron todos a ver a los parientes. A Andrés, sólo tener que ponerse la camisa planchada, le dejó de un humor endiablado.

Los parientes vivían en un caserón viejo de la parte antigua de la ciudad. Era una casa grande, pintada de azul, con cuatro balcones, muy separados unos de otros, y ventanas cuadradas encima.

El portal era espacioso y comunicaba con un patio enlosado como una plazoleta que tenía en medio un farol.

De este patio partía la escalera exterior, ancha, de piedra blanca, que entraba en el edificio al llegar al primer piso, pasando por un arco rebajado.

Llamó don Pedro, y una criada vestida de negro, les pasó a una sala grande, triste y obscura.

Había en ella un reloj de pared alto, con la caja llena de incrustaciones, muebles antiguos de estilo Imperio, varias cornucopias y un plano de Valencia de a principios del siglo XVIII.

Poco después salió don Juan, el primo del padre de Hurtado, un señor de cuarenta a cincuenta años, que les saludó a todos muy amablemente y les hizo pasar a otra sala, en donde un viejo, reclinado en ancha butaca, leía un periódico.

La familia la componían tres hermanos y una hermana, los tres solteros. El mayor, don Vicente, estaba enfermo de gota y no salía apenas; el segundo, don Juan, era hombre que quería pasar por joven, de aspecto muy elegante y pulcro; la hermana, doña Isabel, tenía el color muy blanco, el pelo muy negro y la voz lacrimosa.

Los tres parecían conservados en una urna; debían estar siempre a la sombra en aquellas salas de aspecto conventual.

Se trató del asunto de que Margarita y sus hermanos pasaran allí una temporada, y los solterones aceptaron la idea con placer.

Don Juan, el menor, enseñó la casa a Andrés, que era extensa. Alrededor del patio, una ancha galería encristalada le daba vuelta. Los cuartos estaban pavimentados con azulejos relucientes y resbaladizos y tenían escalones para subir y bajar, salvando las diferencias de nivel. Había un sinnúmero de puertas de diferente tamaño. En la parte de atrás de la casa, a la altura del primer piso de la calle brotaba, en medio de un huertecillo sombrío, un altísimo naranjo.

Todas las habitaciones presentaban el mismo aspecto silencioso, algo moruno, de luz velada.

El cuarto destinado para Andrés y para Luisito era muy grande y daba enfrente de los tejados azules de la torrecilla de una iglesia.

Unos días después de la visita, se instalaron Margarita, Andrés y Luis en la casa.

Andrés estaba dispuesto a ir a un partido. Leía en El Siglo Médico las vacantes de médicos rurales, se enteraba de qué clase de pueblos eran y escribía a los secretarios de los Ayuntamientos pidiendo informes.

Margarita y Luisito se encontraban bien con sus tíos; Andrés, no; no sentía ninguna simpatía por estos solterones, defendidos por su dinero y por su casa contra las inclemencias de la suerte; les hubiera estropeado la vida con gusto. Era un instinto un poco canalla, pero lo sentía así.

Luisito, que se vió mimado por sus tíos, dejó pronto de hacer la vida que recomendaba Andrés; no quería ir a tomar el sol ni a jugar a la calle; se iba poniendo más exigente y melindroso.

La dictadura científica que Andrés pretendía ejercer, no se reconocía en la casa.

Muchas veces le dijo a la criada vieja que barría el cuarto que dejara abiertas las ventanas para que entrara el sol; pero la criada no le obedecía.

—¿Por qué cierra usted el cuarto?—le preguntó una vez.—Yo quiero que esté abierto. ¿Oye usted?

La criada apenas sabía castellano, y después de una charla confusa, le contestó que cerraba el cuarto para que no entrara el sol.

—Si es que yo quiero precisamente eso—la dijo Andrés—. ¿Usted ha oído hablar de los microbios?

—Yo, no, señor.

—¿No ha oído usted decir que hay unos gérmenes... una especie de cosas vivas que andan por el aire y que producen las enfermedades?

—¿Unas cosas vivas en el aire? Serán las moscas.

—Sí; son como las moscas, pero no son las moscas.

—No; pues no las he visto.

—No, si no se ven; pero existen. Esas cosas vivas están en el aire, en el polvo, sobre los muebles... y esas cosas vivas, que son malas, mueren con la luz... ¿Ha comprendido usted?

—Sí, sí, señor.

—Por eso hay que dejar las ventanas abiertas... para que entre el sol.

Efectivamente; al día siguiente las ventanas estaban cerradas, y la criada vieja contaba a las otras que el señorito estaba loco, porque decía que había unas moscas en el aire que no se veían y que las mataba el sol.