
¡Al tigre! ¡Al tigre!
—¿Cómo fué la caza, fiero cazador?
—Muy largo el acecho, y el frío era atroz.
—¿Dónde está la pieza que fuíste á matar?
—En la selva, hermano, pienso que estará.
—¿Dónde está tu orgullo, dónde tu poder?
—Por la herida huyeron ambos á la vez.
—¿Por qué así corriendo vienes hacia mí?
—¡Ay, hermano! Corro á casa... á morir.
Hemos de retroceder ahora hasta la época del primer cuento. Cuando abandonó Mowgli la caverna de los lobos, después de la lucha que sostuvo con la manada en el Consejo de la Peña, fuése hacia las tierras de labor donde vivían los campesinos; pero no quiso quedarse allí por hallarse demasiado cerca de la selva y por saber que en el Consejo había dejado, por lo menos, un enemigo acérrimo. Así, pues, apretó el paso siguiendo un mal camino que iba á parar hasta el valle, y no lo abandonó, corriendo al trote largo durante cosa de unas cinco leguas, hasta que llegó á un país que le era desconocido. El valle se abría allí convirtiéndose en gran llanura, salpicada de rocas y cortada á trechos por barrancos. Á un extremo veíase una aldea, y al otro la espesa selva descendía súbitamente hasta las tierras de pastos, parándose de golpe como si la hubieran cortado con la azada. Por toda la llanura pacían búfalos y ganado, y cuando los muchachos que los cuidaban vieron á Mowgli, comenzaron á gritar huyendo, mientras los amarillos perros vagabundos que andan siempre alrededor de toda aldea india pusiéronse á ladrar. Siguió Mowgli adelante, porque se sentía hambriento, y al llegar á la entrada del lugarejo, vió que el gran arbusto espinoso que colocaban frente á ella al oscurecer, para interceptar el paso, estaba entonces corrido hacia á un lado.
—¡Je! exclamó, porque más de una vez había ya tropezado con barreras semejantes en sus nocturnas correrías, cuando iba en busca de algo que comer. ¡De modo que también aquí tienen los hombres miedo del Pueblo de la Selva!
Sentóse junto á la entrada, y cuando vió venir á un hombre, levantóse, abrió la boca y señaló hacia el interior de ella para significar que necesitaba comida. Miró el hombre y retrocedió corriendo por la única calle de la aldea, llamando á grandes voces al sacerdote, que era alto y gordo, iba vestido de blanco y llevaba en la frente una señal roja y amarilla. Acudió éste, y con él unas cien personas más, mirando, hablando y dando gritos mientras señalaban hacia Mowgli.
—¡Qué mal educado está el Pueblo de los Hombres! se dijo el muchacho. Sólo los monos grises harían semejantes cosas. Así, apartó hacia atrás su larga cabellera, y púsose á mirarles ceñudo, malhumorado.
—¿Pero de qué tenéis miedo, dijo el sacerdote? Mirad esas señales que tiene en los brazos y en las piernas: son cicatrices de los mordiscos que le han dado los lobos. Él mismo no es más que un niño-lobo que se ha escapado de la selva.
Como puede suponerse, al jugar juntos, los lobatos habían, no pocas veces, mordido á Mowgli más profundamente de lo que creían, y de ahí las blancas cicatrices que se veían en sus miembros. Pero él hubiera sido la última persona de este mundo que se atreviera á llamar á aquello mordiscos, porque bien sabía lo que verdaderamente era morder.
—¡Arré! ¡Arré! exclamaron á la vez dos ó tres mujeres. ¡Mordido por los lobos! ¡Pobrecillo! ¡Un muchacho tan hermoso! Tiene unos ojos como brasas. Te juro, Messua, que se parece al niño que te robó el tigre.
—Déjame mirarlo bien, dijo una mujer que llevaba pesados brazaletes de cobre en las muñecas y en los tobillos. Y púsose á observarlo con curiosidad, haciendo pantalla de su mano puesta sobre la frente. De veras que se le parece, continuó. Es más flaco, pero tiene el mismo aspecto de mi niño.
Era el sacerdote hombre listo, y sabía que Messua era esposa del aldeano más rico del lugar. Así, mirando antes al cielo por un momento, dijo solemnemente:
—Lo que la selva te quitó, la selva te lo devuelve. Llévate al muchacho á tu casa, hermana mía, y no te olvides de honrar al sacerdote cuya mirada tan adentro penetra en la vida de los hombres.
—¡Por el toro que me rescató!, dijo Mowgli entre sí, que toda esa charla no es más que una especie de examen como el que me hicieron sufrir en la manada. ¡Bueno! Si soy un hombre, hombre he de volverme, al fin y al cabo.
Disolvióse el grupo al ver que la mujer hacía señas á Mowgli para que se dirigiera con ella á su choza, donde había una cama roja barnizada, una gran caja de tierra cocida para guardar granos, adornada con curiosos dibujos en relieve; media docena de cacerolas de cobre; la imagen de un dios indio, en un pequeño dormitorio; y sobre la pared un espejo, un espejo de veras, como los que venden en las ferias rurales.
Dióle la mujer un buen trago de leche y un poco de pan, y, hecho esto, colocóle la mano sobre la cabeza y le miró en los ojos, pensando en si realmente sería su hijo que volvía de la selva, á donde el tigre se lo había llevado.
—¡Nathoo! ¡Nathoo! le llamó. Pero Mowgli no dió señal alguna de conocer este nombre.
—¿No te acuerdas de aquel día en que te regalé un par de zapatos nuevos?
Tocó el pie del muchacho y lo halló tan duro casi como si estuviese revestido de una superficie córnea.
—No, dijo tristemente, esos pies no han llevado nunca zapatos... Pero tú te pareces mucho á mi Nathoo, y de todos modos serás mi hijo.
Hallábase Mowgli violento porque jamás se había visto antes bajo techado; pero, mirando á la cubierta de bálago que tenía la choza, pensó en que podría romperla cuando se le antojara escaparse, y, además, la ventana carecía de pestillo.
—¿De qué sirve ser hombre, preguntóse, cuando no entiende uno el lenguaje que los hombres usan? Estoy hecho un bobo y un sordo, como le ocurriría también á cualquier hombre que estuviera en la selva entre nosotros. No tengo más remedio que aprender ese lenguaje.
No en balde se había ejercitado, cuando vivía con los lobos, en imitar el grito de alerta que da el gamo en la selva, y el gruñido del jabato. Así, en cuanto Messua pronunciaba una palabra, Mowgli la imitaba también, casi con perfección, y, antes de que oscureciera, ya había aprendido los nombres de muchas cosas de las que en la choza había.
Surgió alguna dificultad á la hora de acostarse, porque se resistía Mowgli á dormir bajo un techo que tanto se parecía á una trampa de las que se usan para cazar panteras, y, en cuanto cerraron la puerta, salió por la ventana.
—Déjale que haga su voluntad, dijo el marido de Messua. Piensa que no es posible que sepa lo que es dormir en una cama. Si realmente nos ha sido enviado para que sustituyera á nuestro hijo, no temas que se escape.
Así, pues, tendióse Mowgli sobre la alta y limpia yerba que crecía al extremo del campo; pero, antes que hubiera podido cerrar los ojos, un gris y suave hocico vino á tocarle bajo la barba.
—¡Fú! exclamó el Hermano Gris (que era el mayor de los cachorros que tenía Mamá Loba). ¡Vaya un premio que me das por haberte estado siguiendo durante veinte leguas. Apestas á humo de leña y á ganado... ni más ni menos que un hombre. ¡Vaya, despiértate, Hermanito! ¡Traigo noticias!
—¿Están todos buenos en la selva? preguntó Mowgli dándole un abrazo.
—Todos, excepto los lobos que recibieron quemaduras de la Flor roja. Ahora, oye; Shere Khan se ha ido á cazar á otra parte, muy lejos, hasta que vuelva á crecerle el pelo, porque lo tiene todo chamuscado. Jura que cuando vuelva enterrará tus huesos en el Wainganga.
—Somos dos los que hemos de hablar en este asunto. También yo he jurado algo. Pero las noticias son siempre agradables. Cansado estoy esta noche..... muy cansado con las novedades que me ocurren..... mas vengan noticias.
—¿No te olvidarás de que eres un lobo? ¿No te harán los hombres olvidarte de ello? dijo el Hermano Gris con la mayor ansiedad.
—Nunca. Siempre he de acordarme de que te quiero á tí, y de que os quiero á todos los de nuestra cueva; pero también me acordaré siempre de que se me ha arrojado de la manada.
—Mira que no te arrojen ahora de otra. Los hombres son hombres y nada más, Hermanito, y su charla es como la de las ranas en las charcas. Cuando vuelva por aquí te esperaré entre los bambúes, al extremo de la pradera.
En tres meses, á contar desde aquella noche, apenas salió Mowgli de la aldea: tan ocupado estaba aprendiendo los usos y costumbres de los hombres. Primero tuvo que acostumbrarse á llevar el cuerpo envuelto en una tela, lo que le molestaba grandemente; luego hubo de aprender el valor de la moneda, que no lograba entender poco ni mucho; finalmente, tuvo que arar, labor cuya utilidad no se le alcanzaba. Además, los chiquillos de la aldea le molestaban en extremo. Por fortuna, la Ley de la Selva le había enseñado á dominar su genio, porque allí la vida y la alimentación dependen precisamente de esa cualidad; pero cuando se burlaban de él porque no jugaba ni sabía hacer volar una cometa, ó porque pronunciaba mal alguna palabra, sólo el recuerdo de que era indigno de un cazador el matar á desnudos cachorrillos le impedía realizar su impulso de cogerlos y partirlos en dos.
Él mismo no tenía conciencia de su propia fuerza. En la selva bien sabía él su debilidad si se comparaba con las fieras; pero en la aldea decía la gente que era tan fuerte como un toro.
Tampoco Mowgli tenía la menor idea de las diferencias que las castas establecen entre los hombres. Cuando el borriquillo del alfarero resbalaba y se hundía en el barrizal, él iba, y, cogiéndolo por la cola, lo sacaba fuera, ayudando, además, á amontonar los cacharros para llevarlos al mercado de Khanhiwara. Y esto eran cosas altamente ofensivas para las buenas costumbres, porque el alfarero es de casta inferior, y su borriquillo mucho peor aún. Cuando el sacerdote le reprendió por ello, amenazóle Mowgli con ponerlo á él también sobre el pollino, lo que decidió al sacerdote á decir al marido de Messua que, cuanto antes, pusiera á trabajar á aquel muchacho, y el que hacía de jefe en la aldea le mandó á Mowgli que al día siguiente fuera á apacentar los búfalos. Nada podía ser tan agradable para Mowgli como esto, y aquella misma noche, considerándose ya, realmente, como encargado de uno de los servicios de la aldea, se dirigió á una reunión que se verificaba diariamente, desde el oscurecer, en una plataforma de ladrillos, á la sombra de una gran higuera. Venía á ser como el casino de la aldea, y en él el jefe, el vigilante, el barbero (que estaba enterado de todos los chismes locales) y el viejo Buldeo, cazador del lugar, que poseía un antiguo mosquete, se reunían y fumaban. Los monos sentábanse también y charlaban en las ramas superiores de la higuera, y debajo de la plataforma había un agujero en el cual vivía una serpiente cobra, que, por ser tenida como sagrada, recibía cada noche su cuenco de leche. Tomaban asiento los viejos alrededor del árbol, y comenzaba la conversación acompañada de chupetones á las grandes hukas ó pipas, durando esto hasta muy entrada la noche. Contábanse allí historias estupendas de dioses, hombres y duendes; pero las que refería Buldeo sobre costumbres de las fieras en la selva sobrepujaban á las demás, hasta el punto de que, al oirlas, los ojos se les saltaban de las órbitas á los chiquillos que se sentaban fuera del círculo para escuchar. La mayor parte de aquellos relatos eran relativos á animales, porque como tenían la selva á sus puertas, como quien dice, era lo que más les interesaba. Ciervos y jabalíes destrozaban á menudo sus cosechas, y, de vez en cuando, un tigre se llevaba á alguno de sus hombres, hacia el oscurecer, á la vista misma de los que vivían en la aldea.
Mowgli que, como es natural, conocía algo á fondo el asunto de que hablaban, tenía que taparse la cara para que no le vieran reirse, y mientras Buldeo, con el viejo mosquete sobre las rodillas, iba enredándose de uno en otro cuento maravilloso, al muchacho le temblaban los hombros con los esfuerzos que hacía para contenerse.
Explicaba Buldeo cómo el tigre que había robado al hijo de Messua era un tigre-duende, en cuyo cuerpo habitaba el alma de un malvado usurero, muerto hacía algunos años. Y no me cabe de ello la menor duda, añadía, porque Purun Dass cojeaba siempre, de un golpe que recibió en un tumulto, cuando le pegaron fuego á sus libros de caja, y el tigre de que hablo cojea también, porque las huellas que deja al andar son desiguales.
—¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Esa es la pura verdad! dijeron los viejos con ademanes de aprobación.
—¿Y todos vuestros cuentos son así: un tejido de embustes y de sueños? exclamó Mowgli. Ese tigre cojea porque cojo nació, como todo el mundo sabe. Venir á hablarnos de que el alma de un avaro se ha refugiado en el cuerpo de una fiera como ésa, que tiene menos valor que cualquier chacal, es completamente infantil.
Quedóse Buldeo mudo de sorpresa por un momento, y el jefe miró fijamente al muchacho.
—¡Ah! Tú eres el rapaz que ha venido de la selva, ¿verdad? Pues si tanto sabes llévanos la piel de ese tigre á Khanhiwara, porque el gobierno tiene ofrecidas cien rupias al que lo mate. Pero más vale que te calles y respetes á las personas mayores.
Mowgli púsose en pie para marcharse.
—En tanto rato como estoy aquí escuchando, dijo desdeñosamente, mirando por encima del hombro, no ha dicho Buldeo, hecha una ó dos excepciones, palabra de verdad respecto á la selva, que tan cerca tiene. ¿Cómo voy á creer, pues, esos cuentos de duendes, y dioses, y toda clase de espíritus que él dice haber visto?
—Ya es hora de que el muchacho ese vaya á guardar el ganado, indicó el jefe, mientras Buldeo daba bufidos de rabia al ver la impertinencia de Mowgli.
Es costumbre en las aldeas indias que algunos muchachos lleven el ganado y los búfalos á pacer en las primeras horas de la mañana, volviendo á traerlos por la noche; y los mismos animales que pisotearían á un hombre blanco hasta matarlo, dejan que les golpeen, gobiernen y griten chiquillos que á duras penas les llegan al hocico. Mientras los muchachos no se aparten del ganado están en salvo, pues ni los tigres se atreven entonces á atacar á aquella gran masa. Pero en cuanto se desvían para coger flores ó cazar lagartos corren el peligro de desaparecer para siempre. Pasó Mowgli por la calle de la aldea, al rayar el alba, sentado sobre los lomos de Rama, el gran toro del rebaño, y los búfalos, de un color azulado de pizarra, de largos cuernos colgando hacia atrás y de ojos feroces, se levantaron de sus establos, uno á uno, y le siguieron, demostrando bien claramente Mowgli á los chiquillos que le rodeaban que él era allí el que mandaba. Golpeó á los búfalos con una larga caña de bambú, y dijo á Kamya, uno de los muchachos, que cuidara del ganado mientras él se iba con los búfalos; pero que por nada se alejara del rebaño.
Una pradera en la India es un terreno lleno de rocas, de matojos y de quebraduras, por donde se esparcen y desaparecen los rebaños. Generalmente, los búfalos se quedan en las lagunas y tierras pantanosas, donde se echan, revolcándose ó tomando el sol, metidos en el fango durante horas enteras. Mowgli los llevó al extremo de la llanura, donde el rio Wainganga desembocaba, procedente de la selva, y entonces, apeándose de Rama, corrió hacia un grupo de bambúes, hallando allí al Hermano Gris.
—¡Ah! exclamó éste. Te estoy esperando aquí desde hace muchos días. ¿Y qué significa eso de que vayas con el ganado?
—Me han dado esta orden. Soy pastor, por ahora. ¿Y qué noticias me traes de Shere Khan?
—Ha vuelto á este país, y ha estado mucho tiempo buscándote. Hoy se ha marchado, porque la caza escasea aquí; pero tiene la intención de matarte.
—Perfectamente, dijo Mowgli. Mientras no vuelva, procurad, tú ó uno de tus hermanos, poneros sobre esta roca de modo que yo pueda veros al salir de la aldea. En cuanto él esté aquí, espérame en el barranco donde está aquel árbol de dhâk, en el centro de la llanura. No hay ninguna necesidad de que nosotros mismos nos metamos en la boca de Shere Khan.
Dicho esto buscó Mowgli un sitio en que hubiera sombra, acostóse y durmió mientras los búfalos pacían en torno suyo. El pastoreo, en la India, es uno de los oficios más perezosos de este mundo. Cambia el ganado de sitio, masca, se echa, vuelve á levantarse, y ni muge siquiera. No hace más que gemir sordamente, y, en cuanto á los búfalos, muchas veces, ni aun eso, sino que se hunden en los pantanos, uno tras otro, ábrense paso entre el fango hasta no dejar ver en la superficie más que el hocico y los fijos, azules ojos, y así se quedan como unos leños. El sol parece que haga vibrar las rocas en la atmósfera caliginosa, y los chiquillos que guardan el ganado oyen, de cuando en cuando, á un milano (nunca á más de uno) que silba desde casi invisible altura, y saben que si ellos, ó alguna vaca, murieran, aquel milano lanzaríase allí en el acto, mientras el más próximo, á algunas leguas de distancia, vería su rápido descenso, y otros y otros se enterarían desde muy lejos, hasta el punto de que, casi sin dar tiempo de que se acabaran de morir, más de veinte milanos hambrientos se presentarían sin que se supiera de donde habían salido. Unas veces los chiquillos duermen, se despiertan, vuelven á dormirse; tejen cestitas con hierba seca y meten saltamontes dentro; cojen dos insectos de los llamados mantas religiosas y hacen que se peleen; forman collares con nueces de la selva, rojas y negras; observan á un lagarto que toma el sol sobre una roca; ó, finalmente, miran como junto á los pantanos alguna serpiente da caza á una rana. Otras veces cantan largas, larguísimas canciones con unos trinos al final muy típicos del país, y oyendo aquello parece el día más largo que la vida de la mayoría de las personas; ó fabrican con el fango castillos, con hombres, caballos y búfalos, y, poniendo cañas en las manos de aquéllos, suponen que son reyes rodeados de sus ejércitos, ó dioses que reclaman adoración.
Á todo eso llega la noche, y, á los gritos de los chiquillos, levántanse los búfalos pesadamente de entre el pegajoso barro, produciendo ruidos semejantes á sucesivos disparos de armas de fuego, y en larga fila se dirigen, á través de la llanura gris, hacia el sitio donde parpadean las luces de la aldea.
Día tras día llevó Mowgli á los búfalos á aquellos pantanos; día tras día vió al Hermano Gris, á una legua y media de distancia, en la extensa llanura (con lo cual sabía que Shere Khan no había vuelto aún); y día tras día acostóse, también, sobre la yerba, escuchando los ruidos y soñando en su pasada vida, allá en la selva. Si Shere Khan hubiera dado, con su pata coja, uno de sus inseguros pasos en los bosques que dominan el Wainganga, no hay duda que Mowgli lo hubiera oído: tal era la quietud de aquellas interminables mañanas.
Llegó, al fin, un día en que no vió al Hermano Gris en el sitio convenido, y, riéndose, condujo entonces á los búfalos por el barranco en que estaba el árbol de dhâk, cubierto materialmente de flores de un color rojo dorado. Allí encontró al Hermano Gris, erizados cuantos pelos tenía en la espalda.
—Se ha escondido durante un mes para despistarte. Anoche cruzó por los campos, acompañado de Tabaqui, siguiéndote de cerca los pasos, dijo el lobo, perdido casi el resuello.
Mowgli arrugó el entrecejo.
—No le tengo miedo á Shere Khan, contestó, pero conozco la astucia de Tabaqui.
—No le temas, dijo el Hermano Gris relamiéndose un poco. Yo encontré á Tabaqui al rayar el alba. Que les cuente ahora á los milanos toda su sabiduría; pero antes me la contó á mí..... antes de que le partiera el espinazo. El plan que ha tramado Shere Khan consiste en esperarte á la entrada de la aldea, esta noche..... á tí, y sólo á tí. Está ahora echado en el gran barranco seco del Wainganga.
—¿Ha comido hoy, ó caza con el estómago vacío? preguntó Mowgli, porque de la contestación dependía su vida.
—Mató algo al amanecer..... un jabalí..... y también ha bebido. Acuérdate de que Shere Khan jamás pudo ayunar, ni siquiera cuando convenía á sus propósitos de venganza.
—¡Ah, imbécil! ¡Imbécil! ¡Eso es ser dos veces niño! ¡Bien comido, bien bebido, y aún cree que voy á dejarle dormir! ¡Á ver! ¿Dónde dices que se echa? Si fuéramos siquiera diez lo cojíamos y lo arrastrábamos hasta aquí. Estos búfalos no querrán embestirlo como no sientan el rastro, y yo no sé hablar su lenguaje. ¿Podríamos colocarnos detrás de él, de modo que, olfateando, pudieran ellos seguir su pista?
—Siguió á nado la corriente del río Wainganga, para evitar toda posibilidad de que hiciéramos esto.
—Tabaqui se lo aconsejó, estoy segurísimo. Á él nunca se le hubiera ocurrido eso.
Quedóse Mowgli pensando, con un dedo en la boca.
—El gran barranco seco del Wainganga, dijo, desemboca en la llanura á menos de media legua de aquí. Puedo conducir el rebaño á través de la selva, hasta la parte superior del barranco, y luego lanzarlo hacia abajo..... pero entonces se escaparía por la parte inferior. Hay que cerrar ese extremo. Hermano Gris ¿no puedes dividirme en dos el rebaño?
—Yo quizás no; pero he traído conmigo quien me ayude.
Corrió el Hermano Gris y se metió en un agujero. Salió de allí entonces una enorme cabeza gris, que Mowgli conocía perfectamente, y llenó el cálido ambiente el más desolado grito que puede oirse en la selva: el aullido de caza de un lobo resonando en mitad del día.
—¡Akela! ¡Akela! exclamó Mowgli, palmoteando. No sé cómo no se me ocurrió pensar que no me olvidarías. Traemos entre manos un trabajo muy importante. Divide en dos el rebaño, Akela. Ponme á un lado á las vacas y terneros, y déjame solos á los toros y á los búfalos de labor.
Corrieron los dos lobos, entrando y saliendo, como por juego, del rebaño, el cual, dando bufidos y levantando á la vez las cabezas, se separó en dos grupos. En uno de ellos las hembras de los búfalos, con sus pequeñuelos colocados en el centro, miraban furiosas y pateaban, prontas á embestir al primer lobo que se estuviera quieto un momento y á quitarle la vida aplastándolo. En otro grupo, los toros y novillos resoplaban también y golpeaban el suelo con las patas; pero, aunque su aspecto fuera más imponente, ellos eran allí los menos temibles, pues no tenían terneros que proteger. Ni seis hombres juntos hubieran dividido tan bien el ganado.
—¿Qué mandas ahora? dijo Akela, jadeante. Intentan reunirse otra vez.
Montó Mowgli sobre Rama y contestó:
—Llévate los toros hacia la izquierda, Akela. Y tú, Hermano Gris, cuando nos hayamos ido, cuida de que no se separen las vacas, y llévalas al pie del barranco.
—¿Hasta donde? dijo el Hermano Gris, jadeando, también, y dando bocados.
—Hasta donde veas que los lados tienen más altura que la que puede saltar Shere Khan, gritó Mowgli. Tenlas allí hasta que nosotros bajemos.
Partieron los toros al oir ladrar á Akela, y quedóse el Hermano Gris frente á las vacas. Embistiéronle éstas, y entonces corrió, siempre delante de ellas, hasta llegar al pie del barranco, mientras Akela se llevaba á los toros hacia la izquierda.
—¡Muy bien! Otra embestida y están ya á punto. ¡Cuidado ahora..... cuidado, Akela! Con que te equivoques y des una dentellada de más, embisten los toros. ¡Hujah! Más pesado es este trabajo que el de acorralar gamos negros. ¿Te imaginaste nunca que animales como éstos pudieran correr tanto? gritó Mowgli.
—Los he cazado..... los he cazado también, en mis buenos tiempos, susurró débilmente Akela, cubierto de una nube de polvo. ¿Los lanzo hacia la selva?
—¡Sí, lánzalos! ¡Lánzalos pronto! Rama está furioso. ¡Ah! ¡Si yo pudiera darle á entender para qué lo necesito hoy!
Los toros fueron dirigidos entonces hacia la derecha y penetraron en la espesura aplastándolo todo. En cuanto á los demás muchachos encargados del pastoreo, que, cuidando su ganado á media legua de distancia, contemplaban lo que ocurría, fuéronse á todo correr hacia la aldea gritando que los búfalos se habían vuelto locos y habíanse escapado.
Pero el plan de Mowgli era sencillísimo. Consistía su propósito en trazar un gran círculo al subir, llegar á la parte alta del barranco, y entonces hacerlo descender á los toros, cogiendo á Shere Khan entre éstos y las vacas; porque sabía perfectamente que, después de haber comido y bebido bien, no estaría en disposición el tigre de luchar ni de encaramarse por los lados del barranco. Amansaba ahora á los búfalos con sus voces, y Akela se había quedado bastante rezagado, no ladrando más que una ó dos veces para que la retaguardia apretara el paso.
El círculo que trazaban era enorme, vastísimo, porque no querían acercarse demasiado al barranco y advertir á Shere Khan de su presencia. Al fin reunió Mowgli en torno suyo el azorado rebaño en lo alto del barranco, sobre una rápida pendiente cubierta de yerba, que iba á confundirse, en su extremo, con el mismo barranco.
Desde aquella altura, y mirando por encima de las copas de los árboles, podía verse abajo la extensión del llano; pero lo que Mowgli miró entonces fueron los lados del barranco, viendo con no poca satisfacción que se elevaban casi perpendicularmente, y que las vides y enredaderas que de ellos colgaban no podían prestar apoyo suficiente á un tigre, en el caso de que por allí quisiera huir.
—Déjalos resollar, Akela, dijo levantando una mano. No han hallado aun el rastro. Déjalos resollar. Tengo que anunciarle á Shere Khan lo que se le viene encima. Ya lo hemos cogido en la trampa.
Hizo bocina de sus manos, gritó hacia el barranco (lo cual era casi como gritar en la boca de un túnel), y el eco de su voz fué repercutiendo de roca en roca.
Al cabo de largo rato contestó el vago, soñoliento gruñido de un tigre, harto ya y que despierta de su sueño.
—¿Quién llama? dijo Shere Khan. Y á su voz un espléndido pavo real voló desde el fondo del barranco dando chillidos al huir.
—Yo, Mowgli. ¡Ladrón de reses, ya es hora de que te vengas conmigo al Consejo de la Peña! ¡Ahí va! ¡Lánzalos, Akela! ¡Abajo, Rama, abajo!
El rebaño quedóse un instante quieto al borde de la pendiente; pero Akela lanzó á plenos pulmones su grito de guerra, y se precipitaron todos, uno tras otro, como navíos que se lanzan á una corriente, mientras la arena y las piedras saltaban en torno suyo. Una vez comenzada la carrera no había modo de pararla, y, aún antes de llegar al cauce del torrente, Rama sintió ya el rastro de Shere Khan, y mugió.