El libro de las tierras vírgenes

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Correteos primaverales

¡El Hombre vuelve al Hombre! Decídselo á la Selva:
el que era nuestro hermano de nuevo va á partir.
¿Quién puede detenerle ni quién tras de sus pasos
irá, si parte al fin?

¡El Hombre vuelve al Hombre! Las lágrimas le ahogan
y en nuestra compañía no puede ya vivir.
¡El Hombre vuelve al Hombre! ¡Y tanto que nosotros
le amábamos!... Seguirle no es ya posible allí.

Diez y siete años debía de tener Mowgli al cumplirse dos después de la gran lucha contra los perros jaros y de la muerte de Akela. Alguna más edad representaba, porque el rudo ejercicio, los buenos alimentos, y los baños, siempre que el calor ó el polvo le molestaban, habíanle dado fuerzas y desarrollo superiores á su edad. Podía balancearse, sin parar, durante media hora, colgando de una rama sostenido sólo por una mano, cuando se le antojaba curiosear por entre los árboles. No le era difícil parar á un gamo en su carrera y tumbarlo, cogiéndolo por la cabeza. Se atrevía á voltear hasta á los grandes y feroces jabalíes azulados que viven en los Pantanos del Norte. El Pueblo de la Selva, que solía temerle antes por su ingenio, le temía ahora por su fuerza, y cuando andaba él ocupado en sus correrías silenciosas, el mero rumor de que se acercaba era suficiente para dejar despejados todos los senderos del bosque. Y, sin embargo, sus ojos miraban siempre bondadosamente. Hasta en plena lucha no despedían nunca aquellas llamaradas de los de Bagheera. Habíanse vuelto tan sólo más atentos y mostraban mayor excitación, siendo esto, precisamente, una de las cosas que la pantera no llegaba á entender.

Hízole alguna pregunta acerca de ello, y el muchacho se rió, contestando:

—Al errar un golpe me incomodo; cuando me ocurre tener que estar un par de días sin comer me incomodo aun más. ¿No se me ve, entonces, en los ojos el malhumor?

—Tu boca puede sentir hambre, repuso Bagheera, pero tus ojos no lo revelan. Cazando, comiendo ó nadando, siempre están lo mismo... como las piedras, tanto si hay sequía como si llueve.

Miróla Mowgli con aire perezoso á través de sus largas pestañas, y, como de costumbre, bajó la pantera la cabeza. Bagheera sabía que aquel era su amo.

Estaban los dos solos, tendidos cerca de la cumbre de una colina que dominaba al río Wainganga, y la niebla matutina se veía allá abajo, á sus pies, colgando en tiras blancas y verdes. Al elevarse por el horizonte cambióse en burbujantes mares de un color rojo dorado, se deshizo, y dejó paso á los rayos, que fueron á trazar luminosas franjas sobre la yerba seca en el sitio en que Mowgli y Bagheera estaban recostados. La estación fría tocaba entonces á su fin; las hojas y los árboles parecían gastados y marchitos, y, al soplar el viento, oíase un rumor seco y un tic-tac por todas partes. Una hojilla comenzó á golpear furiosamente contra una rama, como suele hacer toda hoja agitada por una corriente de aire. Á Bagheera logró despabilarla, porque se puso á olfatear el aire matinal con profundo y cavernoso ronquido, tendióse de espaldas, y con las patas delanteras golpeó también la hojilla que se movía sobre su cabeza.

—El año va á cambiar, dijo. La Selva avanza. La época del Nuevo Lenguaje se acerca. Esa hojuela lo sabe. ¡Qué bien!

—La yerba está seca, contestó Mowgli, arrancando un puñado. Hasta los ojos de primavera (que son unas flores rojas, como de cera, en forma de trompetillas, y que crecen entre la yerba), hasta los ojos de primavera no se han abierto aún, y... Oye Bagheera ¿te parece que está bien que la pantera negra esté echada así de espaldas, y se entretenga en dar manotazos en el aire como si fuera un gato montés?

¡Aoh! se limitó á decir Bagheera, que parecía distraída.

—Digo que si te parece que esté bien que la pantera negra se entretenga en abrir la boca, y dar ronquidos, y aullar, y revolcarse. Acuérdate de que tú y yo somos los amos de la Selva.

—Sí, es verdad. Ya te escucho, Hombre-cachorro.

Dió media vuelta Bagheera rápidamente y se sentó, cubiertos de polvo los raídos y negros ijares. (Estaba entonces mudando la piel del invierno).

—¡Seguramente que somos los amos de la Selva! continuó. ¿Quién hay que sea tan fuerte como Mowgli? ¿Quién que sepa tanto como él?

Había en la voz con que lo dijo un modo especial de arrastrar las palabras que hizo á Mowgli volverse para ver si había querido la pantera burlarse de él, porque la Selva está llena de vocablos que suenan de muy distinto modo de lo que significan.

—He dicho que sin ningún género de duda somos los amos de la Selva, repitió Bagheera. ¿He hecho mal? No sabía que el Hombre-cachorro no se echaba ya sobre la tierra. ¿Qué hace, pues? ¿Vuela?

Sentóse Mowgli con los codos apoyados sobre las rodillas, mirando á través del valle, á lo lejos, la luz del día. En algún rincón de los bosques que se veían en lo hondo, un pájaro ensayaba con ronca y aflautada voz las primeras notas de su canción primaveral. No era aquello más que una sombra del torrente de armonías que lanzaría más tarde; pero no escapó al oído de Bagheera.

—Dije que la época del Nuevo Lenguaje está cerca, gruñó la pantera, azotándose los ijares con la cola.

—Ya lo oigo, contestó Mowgli. Pero, Bagheera, ¿por qué te tiembla todo el cuerpo? El sol quema.

—Este es Ferao, el picamaderos de color escarlata, dijo Bagheera. Lo que es él no ha olvidado nada. Ahora, también á mí me toca probar si me acuerdo de mi canción. Al decirlo comenzó á producir un susurro como de gato y á berrear, escuchándose á sí misma, una y otra vez, con aire poco satisfecho.

—No hay ninguna pieza de caza á la vista, dijo Mowgli.

—Pero, Hermanito ¿estás completamente sordo? Esto no es un grito de caza, sino mi canción, que estoy ensayando para cuando la necesite.

—Se me había olvidado. Yo sabré cuándo llega la época del Lenguaje Nuevo, porque, entonces, tú y los otros me abandonaréis todos y os escaparéis. Dijo esto Mowgli con visible malhumor.

—Pero no siempre, Hermanito, repuso Bagheera... La verdad es que no siempre...

—Te digo que sí, contestó Mowgli con imperativo gesto de cólera. Os escapáis, y yo, que soy el dueño de la Selva, tengo que pasearme solo. ¿Qué ocurrió en la última estación, cuando quería yo recoger cañas de azúcar en los campos de una de las manadas de hombres? Mandé un mensajero... ¡te mandé á tí!... á hablar con Hathi, diciéndole que viniera tal noche y que me arrancara con su trompa algunas de aquellas yerbas dulces...

—Sólo tardó en llegar dos noches más de lo que tú querías, dijo Bagheera, agachándose un poco, con miedo; y de aquella larga y dulce yerba que tanto te gustaba cogió mucha más cantidad de lo que cualquier Hombre-cachorro podría comer durante todas las noches de la temporada de lluvias. No tuve yo la culpa de aquello.

—No vino la noche que yo le dije. No, estaba ocupado trompeteando, corriendo, dando bramidos por los valles, á la luz de la luna. Su rastro era como el que dejan tres elefantes juntos, porque no se escondía, entonces, entre los árboles. Bailaba frente á las casas de la manada de los hombres. Yo le ví, y, á pesar de todo, no quiso venir á donde yo estaba... ¡y yo soy el amo de la Selva!

—Era aquélla la época del Lenguaje Nuevo, dijo la pantera, muy humilde siempre. Tal vez, Hermanito, no empleaste entonces, para llamarle, ninguna palabra mágica. ¡Escucha á Ferao, y diviértete!

El malhumor de Mowgli parecía haberse evaporado ya. Acostóse con la cabeza apoyada sobre los brazos, cerrados los ojos.

—No sé... ni me importa averiguarlo, dijo soñoliento. Durmamos, Bagheera. ¡Siento una cosa en el pecho! Déjame reclinar la cabeza contra tu cuerpo.

Echóse la pantera, de nuevo, dando un suspiro, porque oía á Ferao ensayando una y otra vez su canción para la época de primavera, ó del Lenguaje Nuevo, como ellos dicen.

En las selvas indias, las estaciones se deslizan pasando de una á otra casi sin que se note separación entre ellas. No parece haber más que dos: la húmeda y la seca; pero mirando atentamente, por debajo de los torrentes de lluvia, y de las nubes de polvo, y de cosas carbonizadas, notaréis que las cuatro van sucediéndose según el ciclo acostumbrado. La primavera es la más admirable, porque no tiene que cubrir de hojas nuevas y de flores un campo limpio y desnudo, sino llevarse y arrinconar los montones de cosas medio verdes que sobreviven y cuelgan aún, respetadas por el suave invierno, y hacer, de paso, que la tierra envejecida vuelva á sentirse nueva y joven una vez más. Y esto, de tal modo lo hace que no existe en el mundo primavera que pueda compararse con la de la Selva.

Hay un día en que todas las cosas parecen fatigadas, y hasta los mismos olores, al elevarse por el pesado aire, dijérase que han envejecido, que están ya harto usados. Es una sensación inexplicable, pero que se experimenta. Luego, llega otro día (y es de advertir que para la vista nada ha cambiado) en que todos los olores son nuevos y deliciosos, y, al sentirlos, al Pueblo de la Selva le tiemblan los bigotes hasta las mismas raíces, comenzando á caérsele de los ijares el pelo del invierno en largos y sucios mechones. Entonces, si por casualidad llueve un poco, todos los árboles y matorrales, todos los bambúes, y musgos, y plantas de hojas jugosas, despiertan de sus sueños con unos rumores y un desarrollo súbito que casi podría decirse que se les oye crecer, y por debajo de todo esto corre día y noche otro rumor, una especie de profundo zumbido. Es el susurro de la primavera: algo que vibra en el aire, y que no es ruido de abejas, ni de agua que cae, ni de viento en las copas de los árboles, sino la especie de arrullo del mundo que se siente feliz.

Hasta aquel año Mowgli había disfrutado siempre con el cambio de las estaciones. El era, generalmente, el que antes que nadie veía el primer ojo de primavera escondido entre la yerba, y la primera aglomeración de nubes primaverales, que son características en la Selva. Su voz podía oirse en todas partes, en los sitios húmedos, donde brillaban las estrellas, donde hubiera algo que floreciera, uniéndose al coro de las ranas, ó imitando á los buhos pequeños que graznan, haciendo las cosas al revés, durante las noches claras. Como todos los suyos, escogía para sus correrías la estación primaveral, yendo de un sitio á otro por el mero placer de ir corriendo y de sentir el aire tibio durante ocho, diez, ó más leguas, entre la hora del crepúsculo y la del alba, volviendo luego jadeante, sonriente y coronado de extrañas flores. Los cuatro no le seguían en sus salvajes correrías por la Selva, sino que iban á cantar sus canciones con los otros lobos. El Pueblo de la Selva suele estar muy ocupado en la primavera, y Mowgli le oía gruñir, gritar ó silbar según la especie á que pertenecían sus individuos. Su voz es en aquella época diferente de lo que suele ser en otras, y ésta es una de las razones que existen para que en la Selva se llame la primavera la época del Lenguaje Nuevo.

Pero en aquella ocasión, según Mowgli le dijo á Bagheera, su pecho había cambiado. Desde que los brotes del bambú habían adquirido un color moreno, lleno de manchas, que estaba él esperando que llegara la mañana en que cambiaran todos los olores. Pero cuando esa mañana llegó, y Mor, el pavo real, resplandeciente en sus luminosos colores bronce, azul y oro, lanzó su agudo grito desde los bosques, y Mowgli abrió la boca para contestar con otro suyo, las palabras se le quedaron entre los dientes, y experimentó una sensación que empezó en los dedos de los pies y acabó en el cabello... una sensación de malestar, de tan hondo aplanamiento, que se examinó cuidadosamente para asegurarse de que no había pisado ninguna espina. Dió Mor el grito que señalaba los nuevos olores, repitiéronlo las demás aves, y allá por las rocas del Wainganga oyó el muchacho resonar el ronco grito de Bagheera, algo que participaba del del águila y del relincho del caballo. En las ramas cubiertas de retoños, situadas sobre la cabeza de Mowgli, hubo chillidos y fugas de Bandar-log, mientras él se quedaba allí de pie, lleno del deseo de contestar á Mor, y no haciendo más que prorrumpir en sollozos que el sentimiento de su infelicidad le arrancaba.

Tendía en torno suyo la mirada, pero nada más veía que los burlones Bandar-log correteando por entre los árboles y Mor haciendo la rueda, brillando en todo su esplendor, allá abajo, en los declives.

—¡Los olores han cambiado! gritaba Mor. ¡Buena suerte, Hermanito! ¿Por qué no contestas?

—¡Hermanito, buena suerte! silbaron Chil, el milano, y su compañera, descendiendo juntos por el aire en rápido vuelo. Ambos pasaron tan cerca de Mowgli que, al rozar con él, algo de suave y blanco plumón se desprendió de sus alas.

Ligera lluvia primaveral (lluvia de elefante, como ellos dicen allí) pasó á través de la Selva, formando una faja de más de medio kilómetro de ancho, dejó tras de sí mojadas las hojas y moviéndose, y, al fin, terminó con un doble arco iris y algunos truenos. El zumbido especial de la primavera rompió todo freno por un momento y después quedó en silencio; pero todos los habitantes de la Selva parecían gritar á la vez. Sólo faltaba que á ellos se sumara Mowgli.

—He comido buenos alimentos, dijo éste entre sí, y buena agua he bebido. No arde mi garganta ni parece cerrarse, como cuando mordí la raíz de manchas azuladas que Oo, la tortuga, me dijo que era alimento sano. Pero siento el pecho oprimido, y he hablado con violencia á Bagheera y á otros, á los de la Selva, en general, y á los míos. Por otra parte, ya siento calor, ya frío, ó bien ni calor ni frío, pero malhumor contra algo que no acierto á ver. ¡Huhu! ¡Hora es ya de correr! Esta noche atravesaré los campos; sí, emprenderé mi carrera primaveral á los Pantanos del Norte, y volveré aquí otra vez. Hace demasiado tiempo que cazo con harta comodidad. Los cuatro vendrán conmigo, porque se están poniendo gordos como gorgojos.

Llamólos entonces, pero ninguno de los cuatro le contestó. Hallábanse donde no podían oirle, cantando las canciones de primavera (las de la Luna y del Sambhur) con los lobos de la manada; porque en la estación primaveral el Pueblo de la Selva no halla, apenas, diferencia entre el día y la noche. Dió el agudo grito semejante á un ladrido, pero la única contestación que obtuvo fué el burlón miau del pequeño gato montés moteado, que se arrastraba tortuosamente por entre las ramas, buscando nidos tempranos. Al oirlo tembló de coraje y echó mano al cuchillo. Luego adoptó un continente altivo, aunque nadie había allí que pudiera verlo, y bajó á grandes pasos y muy serio por la falda de la colina, alta la barbilla y fruncidas las cejas. Pero ni uno de los suyos le hizo la menor pregunta, porque harto ocupados estaban todos con sus propios asuntos.

—Sí, dijo entre sí Mowgli, aunque en el fondo de su pecho bien veía que no tenía razón: que vengan del Dekkan los perros jaros, ó que se agite la Flor Roja entre los bambúes, y toda la Selva corre lloriqueando á precipitarse á los pies de Mowgli, dándole grandes calificativos como si fuera un elefante. Pero ahora, porque los ojos de primavera se han vuelto rojos, y á Mor se le ocurre enseñar las desnudas piernas en sus danzas de primavera, la Selva se vuelve loca, como Tabaqui... ¡Por el toro que me rescató! ¿Soy ó no soy el amo de la Selva? ¡Silencio! ¿Qué es lo que hacéis ahí?

Por uno de los senderos descendían corriendo dos lobos jóvenes pertenecientes á la manada, buscando campo abierto en que poder luchar. (Ya recordaréis que la Ley de la Selva prohibe el pelearse donde pueda verlo el resto de la manada). Tenían los pelos del pescuezo erizados, como si fueran alambres, y ladraban furiosamente, acercándose agachados uno á otro, prontos á dar la primera acometida. Dió Mowgli un salto hacia delante y cogió con cada mano uno de aquellos estirados pescuezos, creyendo poder lanzar hacia atrás ambos animales, como había hecho muy á menudo en juegos ó cacerías de la manada. Pero nunca había tenido que intervenir en ninguna de las luchas de primavera. Ambos saltaron hacia delante y lo echaron al suelo, después de lo cual, y sin perder tiempo en decir nada, se agarraron, y así fueron rodando y rodando.

Casi antes de llegar al suelo estaba ya Mowgli de pie, desnudo el cuchillo, enseñando los dientes, y deseando en aquel momento matarlos á uno y otro, nada más que por luchar cuando él quería que se estuvieran quietos, aunque según la Ley, todo lobo tiene el indiscutible derecho de pelearse. Dió vueltas en torno de los dos, encogidos los hombros, temblorosa la mano, preparándose á darles de cuchilladas cuando hubiera pasado la primera furia del ataque; pero, esperando, sus fuerzas parecieron abandonarle, la punta del cuchillo fué bajándose, y acabó por volverlo á la vaina y quedarse mirando.

—No hay duda que he comido algo que es veneno, dijo, al fin, suspirando. Desde que interrumpí el Consejo con la Flor Roja... desde que maté á Shere Khan... ni uno sólo de los de la manada era capaz de echarme al suelo. ¡Y éstos no son más que zagueros de la manada... cazadores sin importancia! He perdido la fuerza, y no tardaré en morirme. ¡Ah! ¿Por qué, Mowgli, no los matas á los dos?

Continuó la lucha hasta que uno de ambos lobos huyó, y el muchacho se quedó solo, sobre aquella tierra removida y ensangrentada, mirando ora su cuchillo, ora sus piernas y brazos, mientras la sensación de profundo aplanamiento, de honda infelicidad que jamás había experimentado hasta entonces, pesaba sobre él como el agua pesa sobre un leño que cubre.

Cazó temprano aquella noche y no comió más que un poco, á fin de hallarse en disposición de emprender su carrera primaveral, comiendo ese poco él solo, porque todo el Pueblo de la Selva se hallaba lejos, cantando ó luchando unos con otros. La noche, magnífica, era una de aquéllas que ellos llaman blancas. Todas las plantas parecían haber crecido tanto desde la mañana como si hubiera ya transcurrido un mes. La rama que el día antes mostraba hojas amarillas dejaba correr ahora la savia al romperla Mowgli. Los musgos se enroscaban tibios y mullidos, por encima de sus pies; la yerba nueva no cortaba aún al tocarla, y todas las voces de la Selva resonaban como una sola cuerda de arpa que la luna pulsara... la Luna de la temporada del Lenguaje Nuevo, que lanzaba de lleno su luz sobre las rocas y las lagunas, la deslizaba entre los troncos y las enredaderas, y la filtraba á través de millones de hojas. Olvidándose de lo desdichado que le parecía ser, Mowgli cantaba en alta voz con el más puro júbilo al emprender su carrera. Tenía ésta, más bien, algo del vuelo, porque había él escogido como punto de partida la larga y rápida pendiente que conduce á los Pantanos del Norte, atravesando por el corazón de la Selva, donde el terreno, verdaderamente elástico, por la yerba, amortiguaba el ruido de sus pasos. Un hombre que hubiera sido educado entre los hombres habría tenido en su camino no pocos tropiezos, engañado por la vaga luz de la luna; pero los músculos de Mowgli, adiestrados ya por los años de experiencia que tenía, le sostuvieron con la misma facilidad que si fuera una pluma. Cuando algún leño podrido ó una piedra escondida se torcían bajo sus plantas, él seguía adelante como si tal cosa, sin moderar su velocidad, sin el menor esfuerzo, ni preocuparse lo más mínimo. Cuando estaba cansado de caminar por el suelo echaba al aire las manos, asiéndose como un mono de algunas de las enredaderas más próximas, y parecía flotar, más bien que encaramarse, llegando hasta las más delgadas ramas de los árboles, desde donde seguía alguno de los caminos arbóreos, hasta que cambiaba de idea y se lanzaba al suelo otra vez, describiendo una larga curva. Había sitios silenciosos, cálidos y profundos, rodeados de húmedas rocas, donde casi no podía respirar por los fuertes olores que se desprendían de las flores nocturnas y de los capullos de las enredaderas; obscuras avenidas en que la luz de la luna formaba sobre el suelo brillantes fajas, puestas con la misma regularidad que si fueran piezas de mármol colocadas en la nave de una iglesia; espesos y húmedos matorrales en que los nuevos brotes le llegaban al pecho y parecían echarle los brazos alrededor de la cintura; cimas de montaña coronadas de rocas hechas pedazos, donde saltaba de piedra en piedra por encima de las zorreras en que las raposas pequeñas se ocultaban asustadas. Oía, á veces, muy débil y lejano, el chug-drug, el ruido, de un jabalí afilando sus colmillos contra un tronco, y se encontraba con el enorme animal arañando y arrancando la corteza de un altísimo árbol, llena de espumarajos la boca y echando llamas los ojos. O bien se desviaba algo al oir un ruido de cuernos chocando y silbantes gruñidos, y pasaba como una exhalación por delante de un par de sambhurs enfurecidos que se movían como vacilantes, baja la cabeza, cubiertos de rayas de sangre que á la luz de la luna parecían negras. Finalmente, en algún vado oía á Jacala, el cocodrilo, dando bramidos como un buey, ó separaba á una pareja perteneciente al Pueblo venenoso; pero antes de que pudieran picarle estaba ya lejos, cruzando por los brillantes guijarros, y se internaba de nuevo en la Selva.

Así fué corriendo, unas veces gritando, otras cantando, sintiéndose ya entonces el más feliz de cuantos seres viven allí, hasta que, al fin, el olor de las flores le indicó que se hallaba cerca de los pantanos, y éstos estaban mucho más lejos de los límites de su acostumbrado cazadero.

Aquí, también, cualquier hombre entre los hombres educado habríase hundido hasta el cuello á los tres pasos; pero dijérase que Mowgli tenía ojos en los pies y que aquéllos lo llevaban de mata en mata movediza, vacilante, sin necesidad de pedir auxilio á los ojos de la cara. Corrió hacia el centro de la ciénaga, asustando á los patos al pasar, y se sentó sobre un tronco de árbol cubierto de musgo y caído sobre el agua negruzca. Todos los moradores del pantano estaban despiertos en torno suyo, porque en la Primavera el Pueblo de los pájaros tiene muy ligero el sueño, y así toda la noche estuvieron yendo de un lado á otro en gran número. Pero ninguno de ellos hizo el menor caso de Mowgli que, sentado entre las altas cañas, susurraba canciones sin palabras y se miraba las plantas de los pies, morenos y endurecidos, para ver si le había quedado clavada allí alguna espina. Toda su infelicidad parecía haberla dejado atrás, en la Selva; pero comenzaba, precisamente, á entonar una de sus canciones á grito pelado cuando volvió á apoderarse de él... y diez veces peor que antes.

Lo que es entonces sintió miedo Mowgli.

—¡También está aquí! dijo casi en alta voz. ¡Me ha seguido! Y miró por encima del hombro para ver si aquello estaba, realmente, allí, á su espalda. No hay nadie, añadió.

Los ruidos nocturnos del pantano continuaron, mas ni un ave, ni una fiera, le dijeron nada, y el sentimiento de tristeza que le embargaba fué aumentando.

—De seguro que estoy envenenado, dijo con voz que reflejaba el terror que sentía. Habré tragado algún veneno inadvertidamente, y he perdido las fuerzas. Sentí miedo (y, sin embargo, no era yo el que lo sentía)... Mowgli tuvo miedo cuando los dos lobos se peleaban. Akela, y hasta el mismo Fao, los hubieran reducido á la obediencia, y, no obstante, Mowgli se acobardó. Esto es señal indudable de que he tragado algún veneno... Pero ¿qué les importa á los de la Selva? Cantan, aullan, luchan unos con otros y corren en cuadrillas á la luz de la luna, mientras yo... ¡Hai-mai!... yo me estoy muriendo aquí, en los pantanos, víctima de ese veneno que he tragado.

Tal compasión sentía por sí mismo que casi lloraba al decir estas palabras.

—Y luego, continuó, me encontrarán echado sobre esa agua negra. No, volveré á mi Selva y moriré sobre la Peña del Consejo, y Bagheera, á quien quiero... si es que no anda gritando por el valle... tal vez vigilará algún rato lo que de mí quede, para que Chil no haga conmigo lo que hizo con Akela.

Gruesa y tibia lágrima fué á caer sobre su rodilla, y, á pesar de lo triste que se hallaba, Mowgli sentía algo como el placer de su desgracia, si es que cabe explicar y entender esa clase de felicidad al revés.

—Sí, lo que Chil, el milano, hizo con Akela, repitió, aquella noche en que yo salvé de los perros jaros á la manada.

Quedóse un rato callado, pensando en las últimas palabras del Lobo Solitario, de que, por supuesto, os acordaréis.

—Pues bien: Akela me dijo infinidad de tonterías antes de morir, porque cuando nos morimos lo que tenemos en el pecho cambia completamente. Dijo... pero no importa; á pesar de todo, yo pertenezco á la Selva.

En medio de la excitación que sentía al recordar la lucha en las orillas del Wainganga, pronunció Mowgli las últimas palabras gritando, y la hembra de un búfalo salvaje que estaba entre las cañas levantóse del suelo, poniéndose sobre las rodillas, y dijo dando un bufido:

—¡Un hombre!

¡Uh! contestó Mysa, el búfalo (Mowgli lo oía moverse en su charco), eso no es un hombre. No es más que el lobo pelón de la manada de Seeonee. En noches como ésta anda corriendo de un lado á otro.

¡Uh! dijo, también, la hembra, bajando otra vez la cabeza para pacer: creí que era un hombre.

—Te digo que no. ¡Mowgli! ¿Hay algún peligro? mugió entonces Mysa.

—¡Mowgli! ¿Hay algún peligro? repitió el muchacho burlándose. ¡Eso es lo único que piensa Mysa: si hay algún peligro! Pero de Mowgli, que va por la noche de un lado á otro vigilando ¿qué se le importa?

—¡Cómo grita! exclamó la hembra.

—Así gritan, dijo Mysa con aire despreciativo, los que cuando han arrancado la yerba no saben luego cómo arreglarse para comerla.

—Por mucho menos que esto, dijo entre sí Mowgli, por mucho menos, en la época de las lluvias, hubiera yo pinchado á Mysa hasta sacarlo de su charco, y, montado en él, lo hubiera llevado á través del pantano atado con una cuerda de juncos.

Tendió la mano para romper uno de éstos, pero volvió á retirarla dando un suspiro. Mysa siguió rumiando imperturbable, y la larga yerba iba clareando donde el búfalo pacía.

—No quiero morir aquí, dijo Mowgli incomodado. Mysa, que es de la misma sangre de Jacala y del jabalí, me vería. Vamos más allá de los pantanos á ver qué ocurre. Nunca he emprendido una carrera como ésta: siento frío y calor á la vez. ¡Animo, Mowgli!

No pudo resistir á la tentación de deslizarse, escondido entre los juncos, hasta llegar á donde estaba Mysa y darle un pinchazo con la punta de su cuchillo. El enorme búfalo salió, chorreando, de su charco, como una bomba al explotar, mientras á Mowgli fué tal la risa que le acometió que tuvo que sentarse.

—Anda ahora y dí que el lobo pelón de la manada de Seeonee te ha tratado como á un búfalo de rebaño, Mysa, gritó.

—¿Lobo, tú? dijo, dando bufidos, el búfalo y pateando sobre el barro. Toda la Selva sabe que guardabas ganado... que eres un rapaz como ésos que gritan entre el polvo, allá lejos, en los campos. ¿Tú, uno de los de la Selva?... ¿Qué cazador se hubiera arrastrado como una serpiente entre sanguijuelas, y, por una broma indigna... por una broma de chacal... me habría avergonzado delante de mi hembra? Sal afuera, á la tierra firme, y verás... verás lo que te hago...

Lanzaba el animal espumarajos de rabia, porque Mysa es tal vez quien peor genio tiene en toda la Selva. Mowgli mirábale con ojos que reflejaban inalterable calma, mientras el otro daba bufidos. Cuando pudo hacerse oir entre el ruido del barro que saltaba en chispas, dijo:

—¿Qué manada de Hombres hay por aquí, cerca de los pantanos, Mysa? Yo no conozco esta parte de la Selva.

—Vete hacia el Norte, pues, bramó furioso el búfalo, porque el pinchazo de Mowgli había sido bastante fuerte. Eso ha sido una burla digna de un vaquero como tú. Anda y cuéntasela á los de la aldea, allá al extremo del pantano.

—Á las manadas de hombres no les gustan los cuentos de la Selva, y no me parece, Mysa, que porque muestres un arañazo más ó menos en la piel es cuestión de reunir un consejo. Pero iré á dar un vistazo á esa aldea. Sí, iré. ¡Calma, ahora, calma! No se ofrece cada noche la ocasión de que el dueño de la Selva venga á guardarte mientras paces.

Saltó sobre la tierra movediza al extremo del pantano, sabiendo perfectamente que Mysa no le embestiría allí, y echó á correr, riéndose al pensar en lo rabioso que se había puesto el búfalo.

—No he perdido aún toda la fuerza, dijo. Tal vez el veneno no me ha llegado todavía hasta los huesos. Allá lejos hay una estrella, muy baja.

Al decirlo, miróla por entre las manos casi cerradas.

—¡Por el toro que me rescató! ¡Es la Flor Roja!... la Flor Roja junto á la cual me senté yo antes... antes de ir á unirme á la primera manada de Seeonee. Ahora que lo he visto daré aquí por acabada mi carrera.

El pantano terminaba en una ancha llanura en la cual parpadeaba una luz. Largo tiempo había transcurrido desde la última vez que Mowgli se mezcló en los asuntos de los hombres, pero aquella noche el resplandor de la Flor Roja le indujo á seguir adelante.

—Daré una ojeada, se dijo, como otra vez en tiempos pasados, y veré si la manada humana ha cambiado mucho.

Olvidándose de que no se hallaba ya en su Selva, donde podía hacer cuanto se le antojara, comenzó á correr descuidadamente por la yerba, húmeda de rocío, hasta que llegó á la choza donde ardía la luz. Tres ó cuatro perros avisaron su llegada ladrando, pues se hallaba ya en los alrededores de una aldea.

—¡Eh! dijo Mowgli, sentándose sin producir el menor ruido, después de lanzar un aullido de lobo que redujo al silencio á los gozques. Suceda lo que suceda. Mowgli ¿qué tienes tú que ver con los cubiles en que vive la manada de los hombres?

Pasóse, al decirlo, la mano por la boca, acordándose de que una piedra fué á herirla, años atrás, cuando la otra manada humana le arrojó de su seno.

Abrióse la puerta de una choza y apareció una mujer que miró hacia la obscuridad de afuera. Lloró un chiquillo, y la mujer dijo por encima del hombro:

—Duerme. No era más que un chacal que despertó á los perros. Pronto se hará de día.

Mowgli, oculto en la yerba, comenzó á temblar como atacado de fiebre. Conocía perfectamente aquella voz; pero, para estar más seguro, gritó suavemente, sorprendido él mismo de la facilidad con que podía aún hacer uso del lenguaje de los hombres:

—¡Messua! ¡Messua!

—¿Quién llama? preguntó la mujer con voz temblorosa.