
De cómo vino el miedo
Seco el arroyo, la laguna seca,
tú y yo somos hermanos;
confundidos nos ven estas orillas,
febril la boca, polvoriento el flanco,
sin pensar en la caza,
y por igual temor paralizados.
Junto á su madre, el cervatillo puede
tímido ver al lobo demacrado;
sin miedo, los colmillos
que á su padre mataron mira el gamo.
Secos los charcos, los arroyos secos,
tú y yo somos hermanos,
hasta que alguna nube á romper venga
la gran «tregua del agua» que observamos,
y nos mande la lluvia
y con ella la caza, nuestro encanto.
La Ley de la Selva (que es la más antigua ley del mundo) ha previsto casi todos los casos que á su Pueblo pudieran presentarse, de tal suerte que constituye hoy un código tan cercano á la perfección como el tiempo y la costumbre pueden llegar á hacerlo. Si habéis leído las anteriores narraciones relativas á Mowgli, recordaréis que pasó éste gran parte de su vida en la manada de lobos de Seeonee, aprendiendo la Ley con Baloo, el oso pardo; y el mismo Baloo fué quien le dijo, cuando el muchacho empezó á impacientarse con tanto recibir órdenes constantemente, que la Ley era como la Enredadera Gigante, porque alcanza á todas las espaldas, y no hay una que pueda escaparse de que sobre ella caiga.
—Cuando hayas vivido tanto como yo, Hermanito, verás que toda la Selva obedece, cuando menos, á una Ley, dijo Baloo. Y no te parecerá esto muy agradable, añadió.
Entróle esta conversación al chico por un oído y le salió por el otro, porque al muchacho que pasa su vida entre comer y dormir pocos cuidados le inspiran todas las demás cosas, hasta que llega la hora de tener que mirarlas cara á cara. Pero hubo un año en que resultó que las palabras de Baloo eran exactísimas: entonces pudo ver Mowgli á toda la Selva bajo el poder de la Ley.
Comenzó á ocurrir esto cuando las lluvias del invierno faltaron casi por completo, y cuando Ikki, el puerco espín, hallando á Mowgli entre unos bambúes, le dijo que las batatas silvestres se secaban. Ahora bien: todo el mundo sabe que Ikki es lo más ridículamente escrupuloso que darse pueda en punto á escoger lo que come, y sólo elige las cosas mejores y más en sazón. Así, pues, Mowgli se rió y le dijo:
—¿Á mí qué me importa de eso?
—Por ahora, no mucho, contestó Ikki, haciendo sonar sus púas muy estirado y violento; pero lo que es más tarde, veremos. ¿Sigues aún dando chapuzones en la laguna que hay en la roca, allá en las Peñas de las Abejas, Hermanito?
—No. El agua es tan tonta que se va marchando, y no tengo ganas de romperme la cabeza, dijo Mowgli, que en aquella época creía saber tanto como cinco juntos de cuantos formaban el Pueblo de la Selva.
—Pues todo eso te pierdes. Si te la rompieras un poco, quizá por la abertura te entraría algo de juicio.
Echó á correr Ikki, bajando la cabeza para que Mowgli no le estirara las cerdas del hocico, y el muchacho le contó luego á Baloo lo que aquél había dicho. Púsose el oso muy serio, y murmuró entre dientes:
—Si estuviera solo cambiaría ahora de cazadero, antes de que empezaran los demás á cavilar. Sin embargo, el cazar en país forastero acaba siempre en lucha, y bien podría ser que le hicieran daño al Hombre-cachorro. Hay que esperar y ver cómo florece el mohwa.
Aquella primavera, el árbol de mohwa, al que tanto cariño tenía Baloo, no floreció. Los verdosos, lácteos capullos, semejantes á la cera, murieron antes de nacer, á consecuencia del calor, y sólo algunos mal olientes pétalos cayeron cuando él sacudió el árbol, puesto en dos patas contra el tronco. Luego, el incesante calor fué entrando, pulgada á pulgada, en el corazón de la Selva, volviéndolo todo amarillo, primero, de color de tierra, después, y, por fin, negro. La maleza que crecía á los lados de los torrentes fué secándose hasta convertirse en algo semejante á rotos alambres, y en enroscadas fibras de una materia muerta; las escondidas lagunas fueron perdiendo gradualmente el agua y se quedaron llenas de barro, conservando en los bordes hasta la más leve huella, como si hubiera sido vaciada en un molde de hierro; las enredaderas de jugoso tronco cayeron de los árboles desde los cuales colgaban, y se murieron al pie de ellos; los bambúes se secaron, produciendo agudo ruido cuando el viento caliente soplaba; y el musgo comenzó á morirse, dejando desnudas las rocas, hasta en el corazón de la Selva, tanto que quedaron peladas y ardientes como los azules guijarros que centelleaban en los cauces.
Desde los comienzos del año los pájaros y los monos emigraron hacia el Norte, porque sabían lo que iba á venir; y el ciervo y el jabalí se internaron por entre los muertos campos de los aldeanos, muriéndose ellos también, algunas veces, á la vista de los hombres, que se hallaban demasiado débiles para matarlos. Chil, el milano, quedóse, y con ello tuvo ocasión de engordarse, porque hubo carroña para él en abundancia, y cada tarde les llevaba la noticia á las fieras, cuya postración impedía que buscaran nuevos cazaderos, de que el sol estaba matando á toda la Selva en una extensión de tres días de estar volando, desde allí, en todas direcciones.
Mowgli, que nunca había sabido lo que significaba el tener hambre de veras, tuvo que echar mano de miel vieja, de tres años, raspada de abandonadas colmenas hechas en la roca... miel negra como la endrina y espolvoreada toda ella con azúcar seco. Dedicóse también á cazar gusanillos de los que taladran la corteza de los árboles, y les robó no pocas veces á las avispas sus avisperos. Toda la caza que había en la Selva no era más que piel y huesos, y Bagheera mataba tres veces en una sola noche sin llegar á obtener apenas lo que necesitaba para saciar su apetito. Pero lo peor de todo era la falta de agua, porque aunque el Pueblo de la Selva bebe raras veces, ha de beber, sin embargo, en gran cantidad cada vez.
Y el calor fué siguiendo, y secó toda humedad, hasta que, al fin, el álveo del rio Wainganga fué el único sitio por donde pasara un hilillo de agua entre las muertas márgenes; y cuando Hathi, el elefante salvaje, que puede vivir hasta cien años ó más, vió un largo, descarnado y azul banco de piedra asomar, completamente seco, en el centro mismo de la corriente, comprendió que aparecía ante su vista la Peña de la Paz, y, de cuando en cuando, levantó la trompa y proclamó la Tregua del Agua, como su padre la había proclamado antes que él, cincuenta años atrás. El ciervo, el jabalí y el búfalo hicieron coro con ronca voz; y Chil, el milano, voló en todas direcciones, describiendo círculos, silbando y chillando, para extender la noticia.
Según la Ley de la Selva, se castiga con pena de muerte al que mata en los sitios destinados á beber, desde el momento en que la Tregua del Agua ha sido proclamada. La razón que para esto hay es que el beber es antes que el comer. Cualquiera puede ir pasando en la Selva, más ó menos bien, cuando sólo es la caza lo que escasea; pero el agua es el agua, y cuando no hay más que un manantial donde pueda obtenerse, toda caza queda suspendida, mientras el Pueblo de la Selva tenga que ir allí por necesidad. En las estaciones buenas, cuando el agua era abundante, los que iban á beber al río Wainganga (ó á cualquier otro sitio, que para el caso era lo mismo), lo verificaban arriesgando la vida, y este riesgo contribuía, en no pequeña parte, al atractivo de las excursiones nocturnas. Moverse con tal habilidad que ni una hoja temblara al paso; cruzar á vado, hundiéndose hasta la rodilla, en los sitios en que el agua es baja y cuyo ruido apaga todo otro rumor; beber, mirando hacia atrás por encima de un hombro, con cada músculo pronto para dar el primer desesperado salto de loco terror; revolcarse sobre la arena de la orilla y regresar después, con el hocico húmedo y bien repleto el vientre, á la manada que os admira... todo eso, para el gamo joven y dotado de buenos cuernos, era cosa deliciosa, precisamente porque todos sabían que, cuando menos pensaran, Bagheera ó Shere Khan se lanzarían, acaso, sobre ellos y les quitarían la vida. Pero, ahora, todo ese juego, que podía ser mortal, había terminado: el Pueblo de la Selva llegaba, hambriento y triste, al río cuyo cauce parecía haberse encogido, y el tigre, el oso, el ciervo, el búfalo, el jabalí, todos juntos, bebían en las sucias aguas y se quedaban allí mismo, sin fuerzas para moverse.
Yendo de un lado á otro habían estado todo el día, en busca de algo mejor que cortezas secas y hojas muertas, el ciervo y el jabalí. Los búfalos no hallaron ni lodazales en que refrescarse, ni verdes sembrados en que entrar á saco. Abandonaron la Selva las serpientes y descendieron al río, con la esperanza de encontrar allí alguna rana perdida. Enroscábanse en torno de alguna piedra húmeda, y ni hacían frente al jabalí cuando el hocico de éste iba á sacarlas de su sitio. Las tortugas de río, tiempo hacía que habían sido exterminadas por Bagheera, cazadora habilísima, y los peces se habían enterrado profundamente ellos mismos en el seco barro. Sólo la Peña de la Paz se extendía á través del agua poco profunda, como si fuera larga sierpe, y las leves, fatigadas ondulaciones de la corriente, silbaban al dar contra sus cálidos costados y evaporarse.
Allí iba cada noche Mowgli en busca de fresco y de compañía. El más hambriento de todos sus enemigos apenas hubiera hecho caso, entonces, del muchacho. Su desnuda piel le hacía parecer aun más flaco y miserable que ninguno de sus compañeros. El cabello habíasele descolorido, con el sol, hasta parecer estopa; destacábansele las costillas como si fueran los mimbres de un cesto, y los bultos que le habían crecido en las rodillas y en los codos, por la costumbre de arrastrarlos por el suelo caminando á gatas, daban á sus reducidos miembros el aspecto de manojos de yerbas trenzadas. Pero, bajo aquella melena enredada y como entretejida, veíanse unos ojos fríos, reposados, porque Bagheera, que era su consejera en aquellos tristes días, le advirtió que anduviera calmosamente, cazara despacio, y nunca, por ningún motivo, se incomodara.
—Malos tiempos son éstos, dijo la pantera negra una noche en que el calor era como el de un horno; pero ya pasarán, si no nos morimos antes. ¿Te has llenado el estómago, hombrecito?
—Algo metí en él; pero no me aprovecha. ¿No te parece, Bagheera, que las lluvias se han olvidado de nosotros y que no volverán ya más?
—¡No! Aún veremos florecer el mohwa, y engordarse los cervatos con la yerba fresca. Vente á la Peña de la Paz á saber noticias. Súbete á mi espalda, Hermanito.
—No es ésta época de cargar pesos. Aún puedo tenerme en pie sin que me ayuden; pero la verdad es que ni tú ni yo nos parecemos, por lo gordos, á los bueyes bien cebados.
—Miróse Bagheera los costados, verdaderos harapos cubiertos de polvo, y murmuró:
—Ayer noche maté un buey uncido al yugo. Tan pocas fuerzas me quedaban que creo que no me hubiera atrevido á saltarle encima si le hubiese visto en libertad. ¡Wou!
Mowgli se rió y dijo:
—Sí, buen par de cazadores estamos ahora tú y yo. Yo soy audacísimo para comer gusanillos. Y ambos se fueron, á través de la crujiente maleza, hacia la orilla del río, junto á la labor de encaje que formaban los montones de arena que, por todos lados, habían salido de él.
—El agua no puede ya durar mucho, dijo Baloo juntándose á ellos. Mirad hacia allá. Al otro lado se ven hileras de huellas que se parecen á los caminos que trazan los hombres.
Sobre el llano que se extendía á la orilla opuesta, la yerba, erguida, se había muerto, y quedaba como momificada. Las trilladas pistas del ciervo y del jabalí, todas en dirección del río, habían rayado la descolorida llanura con polvorientas ramblas, abiertas en la yerba de tres metros de altura, y, á pesar de ser temprano, cada larga avenida estaba ya llena de los que se apresuraban á ser los primeros en llegar al agua. Podía oirse á las hembras de los gamos y á los cervatos tosiendo, á consecuencia del polvo, del mismo modo que si éste fuera rapé.
Río arriba, en la curva que formaba el agua perezosa alrededor de la Peña de la Paz, y convertido en Guardián de la Tregua del Agua, estaba Hathi, el elefante salvaje, con sus hijos, demacrados, de color gris, balanceando el cuerpo á la luz de la luna... siempre balanceándolo. Algo más abajo estaba la vanguardia de los ciervos; descendiendo más aun, los jabalíes y los búfalos salvajes; y en la orilla opuesta, donde los árboles llegaban hasta tocar el agua, estaba el sitio aparte destinado á los carnívoros: el tigre, los lobos, la pantera, el oso, y los demás.
—En verdad que estamos bajo el peso de una sola Ley, dijo Bagheera, vadeando la corriente y mirando hacia las filas de cuernos, que chocaban unos con otros, y á los inquietos ojos que se veían en el lugar donde ciervos y jabalíes se empujaban. ¡Buena suerte á todos los de mi sangre, añadió, tendiéndose cuan larga era, con uno de sus costados fuera del agua, y luego entre dientes:
—¡Buena suerte sería la del que pudiera cazar aquí, á no ser por eso que se llama la Ley!
Al oído finísimo de los ciervos no se escaparon las últimas palabras, y rumor de azoramiento corrió á lo largo de las filas.
—¡La Tregua! ¡Acuérdate de la Tregua! exclamaron.
—¡Orden, orden! dijo con voz gutural Hathi, el elefante salvaje. La Tregua subsiste, Bagheera. No es ésta ocasión de hablar de caza.
—Nadie lo sabe mejor que yo, contestó Bagheera, dirigiendo sus miradas río arriba. No devoro más que tortugas... no soy más que una pescadora de ranas. ¡Ñaayah! ¡Quisiera poder alimentarme únicamente de ramas!
—También nosotros quisiéramos que lo hicieras, y mucho que nos gustaría, dijo, balando, un cervato nacido aquella misma primavera, y al cual Bagheera no le caía en gracia. Por muy abatido que estuviera el Pueblo de la Selva, nadie, ni aun el mismo Hathi, pudo menos de reirse con disimulo, mientras Mowgli, echado de codos sobre el agua, que estaba caliente, soltaba la carcajada y golpeaba la espuma con los pies.
—¡Bien has hablado, cornamenta en capullo! murmuró Bagheera. Cuando haya terminado la Tregua se te tendrá esto en cuenta.
Y le clavó los ojos, á través de las sombras, para tener la seguridad de reconocer al cervato.
Poco á poco la conversación se fué generalizando por todos lados en los sitios destinados á beber. Podía oirse al quisquilloso jabalí pedir con sus sordos ronquidos que le dejaran mayor espacio; á los búfalos gruñendo entre ellos, al andar al sesgo por los bancos de arena; á los ciervos contando lastimosos cuentos de sus largas y fatigosas caminatas en busca de comida. De cuando en cuando, dirigían alguna pregunta, en demanda de noticias, á los carnívoros que estaban al otro lado del río; pero las noticias eran siempre malas, y el bramador viento caliente de la Selva iba y venía por entre las rocas y las zumbantes ramas, esparciendo pedazos de las más jóvenes y polvo por encima del agua.
—También los hombres se mueren junto á sus arados, dijo un sambhur joven. Yo he encontrado á tres, entre la hora del crepúsculo y la noche. Estaban tendidos, completamente quietos, y sus bueyes con ellos, á su lado. Así estaremos nosotros, bien quietos y tendidos, dentro de poco.
—El río ha bajado desde ayer noche, dijo Baloo. Hathi ¿has visto nunca sequía como ésta?
—Ya pasará, ya pasará, contestó Hathi, lanzando agua al aire para que le cayera sobre la espalda y costados.
—Tenemos aquí alguien que no podrá resistir mucho tiempo, observó Baloo, y al decirlo miró en dirección del muchacho á quien tanto quería.
—¿Quién? ¿Yo? dijo indignado Mowgli, sentándose sobre el agua. Yo no tengo largo pelo con que cubrir mis huesos; pero... pero ¿y si se te quitara á tí la piel, Baloo?
Hathi tembló nada más que de pensarlo, y Baloo dijo con aire severo:
—Hombrecito, eso no está bien que se lo digas á un Maestro de la Ley. Nunca me ha visto nadie sin piel.
—Bien, yo no quise decir nada malo, Baloo; sino únicamente que tú eres, por decirlo así, como un coco con cáscara, y yo soy como uno que no la tuviera. Ahora bien, esa cáscara parda que tú tienes...
Estaba Mowgli sentado con las piernas cruzadas, razonando, como de costumbre, con el índice levantado, cuando, de pronto, alargó suavemente Bagheera una pata, y lo tiró de espaldas en el agua.
—Vamos de mal en peor, dijo la pantera negra al levantarse el muchacho farfullando algunas palabras. Primero, que hay que quitarle la piel á Baloo; luego, que es un coco... Pues mira, cuida que no haga él lo que hacen los cocos maduros.
—Y ¿qué es eso? preguntó Mowgli, á quien por un momento cogió distraído la advertencia y no la comprendió, aunque era uno de los más hábiles adivinadores de la Selva.
—Romperte la cabeza, contestó suavemente Bagheera, dándole otro empujón.
—No está bien que bromees á costa de tu maestro, dijo el oso, á la tercera vez de ir á parar Mowgli bajo el agua.
—¡No está bien! Pues ¿qué quisieras? Esa cosa desnuda, que anda corriendo siempre de aquí para allá, bromea, como los monos, con los que un tiempo fueron buenos cazadores, y nos tira de los bigotes, por juego, á los mejores de entre nosotros.
Quien así hablaba era Shere Khan, el tigre cojo, que descendía hacia el agua. Quedóse plantado un momento para disfrutar con la impresión que su vista producía á los ciervos al otro lado del río, y, luego, dejó caer la cuadrada cabeza llena de arrugas, comenzó á beber á lengüetadas, y refunfuñó:
—La Selva se ha convertido ahora en criadero de cachorros desnudos. ¡Mírame, hombrecito!
Miró Mowgli, clavó los ojos, mejor dicho, con el aire más insolente que le fué posible, y, al cabo de un instante, Shere Khan volvióse con visible malestar.
—¡Hombrecito por aquí... hombrecito por allá!... rugió sordamente, mientras seguía bebiendo. ¡Ea! El cachorro ese no es ni hombre ni cachorro, porque, de lo contrario, hubiera tenido miedo. En la estación próxima tendré yo que pedirle permiso para que me deje beber. ¡Augr!
—Bien podría ser que ocurriera esto, dijo Bagheera mirándole fijamente en los ojos. Bien podría ser. ¡Fú! ¡Shere Khan! ¿Qué abominable cosa es ésa que ahí nos traes?
Había el tigre cojo hundido la barba y la quijada en el agua, y oscuras, oleosas rayas flotaban, á partir de donde él bebía, siguiendo corriente abajo.
—¡Un hombre! dijo fríamente Shere Khan. Hace una hora que maté á un hombre.
Y siguió murmurando y rugiendo entre dientes.
Toda la fila de animales se estremeció, moviéndose presa de agitación, y por ella comenzó á correr un murmullo que, al fin, se convirtió en grito:
—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Ha matado á un hombre!
Entonces, miraron todos hacia Hathi, el elefante salvaje; pero él parecía, en aquel momento, no oir. Nunca hace nada Hathi hasta que llega la hora, y ésta es una de las razones de que su vida sea tan larga.
—¡Matar á un hombre en esta estación! ¿Es que no tenías otra caza á mano? exclamó Bagheera, saliendo del agua teñida de rojo y sacudiéndose cada pata, como un gato, al salir.
—Maté por gusto, no porque necesitara carne.
Comenzó nuevamente el murmullo de horror, y el vigilante ojillo blanco de Hathi miró en dirección de Shere Khan.
—Por gusto, repitió lentamente Shere Khan. Y ahora vengo á beber y á limpiarme. ¿Hay alguien que se oponga á ello?
La espalda de Bagheera comenzó á encorvarse como un bambú cuando sopla fuerte viento; pero Hathi levantó la trompa y habló con calma.
—¿Has matado por gusto? preguntó. Y, cuando Hathi pregunta algo, lo mejor que puede hacerse es contestarle.
—Eso es. Tenía derecho á hacerlo, porque esta noche es mía. Tú lo sabes, Hathi.
Shere Khan hablaba casi cortesmente.
—Sí, ya sé, contestó Hathi. Y, después de breve silencio, añadió:
—¿Has bebido todo lo que necesitabas?
—Por esta noche sí.
—Pues, márchate. El río es para beber, y no para ensuciarlo. Nadie más que el Tigre Cojo hubiera hecho gala de su derecho en esta estación en que... en que sufrimos todos... tanto los hombres como el Pueblo de la Selva. Limpio ó sucio ¡vuélvete á tu cubil, Shere Khan!
Las últimas palabras resonaron como si fueran trompetas de plata, y los tres hijos de Hathi se adelantaron cosa de un paso, aunque ninguna necesidad hubiera de ello. Escurrióse Shere Khan sin atreverse ni á dar siquiera un gruñido, porque bien sabía lo que para nadie es cosa ignorada: que en último resultado el amo de la Selva es Hathi.
—¿Qué derecho es ese de que habla Shere Khan? murmuró Mowgli al oído de Bagheera. Matar á un hombre es siempre cosa vergonzosa. La Ley lo prescribe así. Y, sin embargo, dice Hathi...
—Pregúntaselo á él. Yo no lo sé Hermanito. Pero tenga ó no derecho, á no haber hablado Hathi ya le habría dado yo á ese carnicero cojo una lección. Venir á la Peña de la Paz poco después de matar á un hombre... y luego hacer gala de ello... eso es acción digna sólo de un chacal. Y además ha venido á ensuciar el agua.
Esperó Mowgli un minuto para darse ánimo, porque nadie se atrevía á hablar á Hathi directamente, y luego gritó:
—¿Cuál es el derecho que tiene Shere Khan, Hathi?
En ambas orillas hallaron eco sus palabras, porque el Pueblo de la Selva es curiosísimo, y acababan de presenciar algo que nadie, excepto Baloo, muy pensativo entonces, parecía entender.
—Es una antigua historia, dijo Hathi; una historia más vieja que la Selva. Callaos todos, en ésta y la otra orilla, y yo os la contaré.
Hubo uno ó dos minutos de barullo, pues los jabalíes y los búfalos se empujaban unos á otros, y, al fin, los que dirigían las manadas gruñeron, sucesivamente:
—Estamos esperando.
Hathi se adelantó, metiéndose, casi hasta las rodillas, en la laguna que se formaba junto á la Peña de la Paz.
Flaco y arrugado, como estaba, y con los colmillos amarillentos, su aspecto era, sin embargo, el que le correspondía: el del amo de la Selva, lo que todos sabían que era.
—«Bien sabéis, hijos míos, comenzó, que, de todas las cosas, la que más teméis es el hombre».
Oyóse un murmullo de aprobación.
—Este cuento reza contigo, Hermanito, dijo Bagheera á Mowgli.
—¿Conmigo? Yo pertenezco á la manada... soy un cazador del Pueblo Libre, contestó Mowgli. ¿Qué tengo yo que ver con los hombres?
—«¿Y no sabéis por qué le tenéis miedo al Hombre? continuó Hathi. Pues he aquí la razón: en el principio de la Selva, y nadie sabe cuando fué esto, los que de ella formábamos parte, andábamos juntos, sin sentir ningún temor unos de otros. En aquellos tiempos no había sequías, y hojas, flores y frutos crecían en el mismo árbol, no comiendo nosotros nada más que hojas, flores, yerbas, frutos y cortezas».