El libro de las tierras vírgenes

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El milagro de Purun Bhagat

La noche que sentimos
que iba la tierra á abrirse
partir de allí le hicimos
y en pos nuestro venirse,
porque él logró inspirarnos
aquel cariño rudo
que llega á dominarnos
incomprensible y mudo.

Y cuando el estallido
se oyó de la montaña,
y todo hubo caído
como una lluvia extraña,
nosotros le salvamos,
nosotros, pobre gente;
mas ¡ay! que no le hallamos
y siempre está ya ausente.

¡Llorad! Sus salvadores
nosotros sólo fuimos:
también aquí hay amores,
también aquí sentimos;
mas duerme nuestro hermano
y no ha de despertarse...
¡y aún viene el pueblo humano
del sitio á apoderarse!

(Canto elegíaco de los langures)

Hubo una vez en la India un hombre que era Primer Ministro de uno de los semi-independientes estados que hay en la parte noroeste del país. Era un brahmán, de tan alta casta, que estaba ya por encima de cuantos límites supone la división en castas, y su padre había ocupado un importante empleo entre la gentuza de vistosos ropajes y los descamisados que formaban parte de una corte india montada á la antigua. Pero, al ir creciendo Purun Dass, notó que el acostumbrado orden de cosas iba cambiando, y que quien quisiera elevarse era preciso que estuviera bien con los ingleses é imitara cuanto á éstos les parecía bueno. Al propio tiempo, era conveniente que todo funcionario supiera captarse y conservar las simpatías de su amo. Algo difícil resultaba el compaginar ambas cosas; pero el callado, reservadísimo brahmancito, ayudado por una buena educación inglesa recibida en la Universidad de Bombay, se arregló de modo que lo lograra, y elevóse paso á paso, hasta llegar á ser Primer Ministro del reino, es decir, disfrutó de un poder más real y verdadero que el de su amo, el Maharajah.

Cuando el rey, ya viejo (y siempre receloso de los ingleses, de sus ferrocarriles y de sus telégrafos), murió, Purun Dass conservó toda su influencia con el sucesor, joven que había sido educado por un inglés; y entre uno y otro, aunque siempre cuidó él muy especialmente de que su amo se llevara la gloria, establecieron escuelas para niñas, construyeron caminos, fundaron hospitales, hicieron exposiciones de instrumentos agrícolas, publicaron anualmente una información, ó libro azul, sobre «El progreso moral y material del Estado», y así el Ministerio de Negocios Extranjeros inglés, y el Gobierno de la India estaban contentísimos. Muy pocos son los Estados indígenas que aceptan en conjunto los progresos ingleses, porque no creen, como Purun Dass demostró creer, que lo que sea bueno para un inglés debe serlo doblemente para un asiático. Llegó el Primer Ministro á ser amigo muy considerado de Virreyes, Gobernadores y Secretarios; de médicos encargados de misiones especiales; de los acostumbrados misioneros; de oficiales ingleses, ginetes excelentes que iban á cazar en los terrenos del Estado; y de todo un ejército de viajeros que recorría la India en la estación fría dando á la gente lecciones de cómo habían de hacerse las cosas. Á ratos perdidos fundaba bolsas para el estudio de la Medicina y de la Industria, siguiendo para ello exactamente los modelos ingleses, y escribía cartas al «Explorador», el mayor de los periódicos indios, explicando las ideas y propósitos de su amo.

Hizo, en fin, un viaje á Inglaterra, y, al volver á su país, tuvo que pagar enormes sumas á los sacerdotes, porque hasta un brahmán de tan elevada casta como Purun Dass quedaba degradado al cruzar el negro mar. En Londres vió y habló á cuanta gente valía la pena de conocer, á personas cuya nombradía vuela por todo el mundo, y bastante más tuvo ocasión de ver de lo que él contaba. Sabias universidades le concedieron títulos académicos honorarios, é hizo discursos y habló de reformas sociales en la India á señoras vestidas de etiqueta, hasta que todo Londres acabó por decir: «Es el hombre más agradable con quien jamás se sentó alguien á manteles desde que éstos existen».

Al volver á la India vióse rodeado de una aureola de gloria, porque el Virrey en persona hizo una visita al Maharajah para concederle la Gran Cruz de la Estrella de la India (toda diamantes, cintas y esmalte); y en la misma ceremonia, mientras tronaban los cañones, Purun Dass fué proclamado Comendador de la Orden del Imperio Indio, con lo cual su nombre se transformó en Sir Purun Dass, K. C. I. E.[15]

Aquella tarde, á la hora de la comida en la gran tienda del Virrey, levantóse llevando sobre el pecho la placa y el collar de la Orden, y, contestando al brindis en honor de su amo, pronunció un discurso que pocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando la ciudad había vuelto ya á su reposo, tostada por el sol, hizo algo que á ningún inglés se le hubiera ocurrido nunca ni por soñación, pues murió para todo lo concerniente á los negocios de este mundo. Las ricas insignias de la orden que le habían sido concedidas volvieron al Gobierno de la India; nombróse á otro Primer Ministro que se encargara de los negocios, y entre los empleados subalternos se armó una de comunicaciones y de idas y venidas que parecía que jugaran á Correos. Los sacerdotes sabían lo que había ocurrido, y el pueblo lo adivinaba; pero la India es el único país del mundo en que un hombre puede hacer lo que se le antoje sin que nadie pregunte por qué lo hace, y el de que Dewan Sir Purun Dass, K. C. I. E. hubiera renunciado á su posición, á su palacio y á su poderío, adoptando el cuenco y el vestido de color de ocre de un sunnyasi ó santón, no parecía á nadie cosa extraordinaria. Había sido, como recomienda la Antigua Ley, luchador durante los veinte años de la juventud (aunque nunca llevó consigo arma alguna), y, durante otros veinte, cabeza de familia. Había usado su riqueza y poderío en cosas cuya utilidad le constaba; recibió honores cuando le salieron al paso; vió hombres y ciudades de los que cerca tenía y de los que estaban lejos, y hombres y ciudades se levantaron para honrarle. Ahora se desprendía de todo eso como quien deja caer un manto que ya no necesita.

Á su espalda, mientras cruzaba las puertas de la ciudad llevando bajo el brazo una piel de antílope y una maleta con atravesaño de cobre, y en la mano un moreno cuenco pulimentado, hecho de coco de mar[16], desnudos los pies, solo, clavados los ojos en el suelo... á su espalda, retumbaban las salvas de los baluartes en honor del que había tenido la fortuna de sustituirle. Purun Dass saludó. Aquella clase de vida había ya terminado para él, y no le tenía mejor ni peor voluntad de la que puede tenerle un hombre á un incoloro sueño que pasó con la noche. El era un sunnyasi... un mendigo errante, sin casa ni hogar, que recibía del prójimo el pan cotidiano; y, mientras haya en la India un mendrugo que partir, ni sacerdotes ni mendigos se mueren de hambre. No había probado carne en su vida, y hasta el pescado lo probaba raras veces. Un billete de cinco libras esterlinas le hubiera bastado para cubrir todos sus gastos personales, en punto á comida, durante cualquiera de los muchos años en que había sido dueño absoluto de millones en metálico. Hasta en Londres, cuando hicieron de él el hombre de moda, jamás perdió de vista su sueño de paz y de reposo... el largo, blanco, polvoriento camino indio, lleno de huellas de desnudos pies; el incesante, calmoso tráfico, y el acre olor de la leña quemada cuyo humo se eleva en espirales bajo las higueras, á la luz de la luna, en los sitios donde los caminantes se sientan á cenar.

Cuando llegó el momento de realizar este sueño, el Primer Ministro tomó sus disposiciones, y, al cabo de tres días, hubiera sido más fácil hallar una burbuja de agua en las profundidades interminables del Atlántico que á Purun Dass entre los errantes millones de hombres en la India, que ora se reúnen, ora se separan.

Tendía, para dormir, su piel de antílope en el sitio donde se le hacía de noche, unas veces en un monasterio de sunnyasis que estuviera junto á un camino, otras, arrimado á una columna de tapia de algún templo en Kala Pir, donde los joguis, que son otro nebuloso grupo de santones, lo recibían como hacen los que saben qué valor tiene eso de las castas y los grupos; muchas veces en las afueras de algún pueblecillo indio, á donde los niños acudían con la comida preparada por sus padres; y no pocas, finalmente, en lo más alto de desnudas tierras de pastos, donde la llama del fuego que encendía con leña menuda despertaba á los adormecidos camellos. Todo le era igual á Purun Dass... ó á Purun Bhagat, como se llamaba él á sí mismo ahora. Tierra... gente... comida... todo era lo mismo. Pero inconscientemente fué caminando hacia el Norte y hacia el Este; desde el Sur hacia Rohtak; de Rohtak á Kurnool; de Kurnool al arruinado Samanah, y de allí subiendo por el seco cauce del río Gugger, que sólo se llena cuando llueve en las montañas vecinas, hasta que un día vió la lejana línea del Himalaya.

Sonrióse entonces Purun Bhagat, porque se acordó de que su madre era de origen brahmánico, de la raza de los rajhputras, allá por el camino de Kulu (una montañesa que siempre echaba de menos las nieves...) y basta que un hombre lleve en sus venas una gota de sangre montañesa para que, al fin, vuelva al sitio de donde salió.

—Allá abajo, dijo Purun Bhagat emprendiendo de frente la subida de las primeras lomas de los montes Sewaliks, donde los cactus se yerguen como candelabros de siete brazos... allá abajo me sentaré á meditar. Y el fresco viento del Himalaya silbó en sus oídos al andar por el camino que conduce á Simla.

La última vez que había pasado por allí era con grande pompa y aparato, acompañado de una ruidosa escolta de caballería, para visitar al más cortés y amable de todos los virreyes; y ambos estuvieron hablando, durante una hora, de los amigos de Londres y de las opiniones que de mil cosas tiene la gente del pueblo en la India. Esta vez Purun Bhagat no hizo visita alguna, sino que se recostó sobre una verja del paseo, contemplando la magnífica vista de las llanuras que se extendían debajo, en una extensión de diez leguas; hasta que, al fin, un policía mahometano de los del país le dijo que interrumpía la circulación; y Purun Bhagat saludó al representante de la Ley con gran respeto, porque sabía el valor de aquélla é iba en busca de una que fuera propia, suya. Siguió, pues, adelante, y durmió aquella noche en una cabaña abandonada, en Chota Simia, lugar que tiene todo el aspecto de ser el fin del mundo; pero que no era más que el principio de su viaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet, la vía de tres metros de ancho abierta á fuerza de barrenos en la roca viva, ó apuntalada con maderos sobre abismos de trescientos metros de profundidad; que se hunde en tibios, húmedos, cerrados valles, ó trepa á través de colinas desnudas de árboles y con algo de yerba, en las que pega el sol como los rayos de un espejo ustorio; que caracolea á través de espesos, obscuros bosques donde los helechos arborescentes cubren de alto á bajo los troncos de los árboles, y donde el faisán llama á su compañera. Hallóse con pastores del Thibet, acompañados de sus perros y rebaños de carneros, cada carnero provisto de una bolsita con bórax que llevaba á la espalda; con leñadores errantes; con lamas del Thibet cubiertos de mantos y abrigos, que llegaban en peregrinación á la India; con enviados de pequeños y solitarios Estados, perdidos entre montañas, que corrían la posta desesperadamente en caballitos cebrados ó píos, ó bien con la cabalgata de un rajah que iba á hacer una visita; finalmente, durante todo un largo y claro día no vió más que un oso negro, gruñendo y desenterrando raíces allá abajo, en el valle. Durante las primeras jornadas, los rumores mundanales resonaban aún en sus oídos, como el estruendo de un tren al pasar un túnel quédase aún sonando largo tiempo después que el tren sale de él; pero cuando hubo dejado tras de sí el paso de Mutteeanee todo terminó, y Purun Bhagat quedóse á solas consigo mismo, caminando, vagabundeando pensativo, clavados los ojos en el suelo y por las nubes las ideas.

Una tarde cruzó el más alto desfiladero que había hallado hasta entonces (dos días de ascensión costóle el llegar allí) y se encontró frente á una línea de nevados picos que ceñían todo el horizonte; montañas de cinco á seis mil metros de altura que parecían estar tan cerca que una pedrada podía alcanzarlas, aunque se hallaran, en realidad, á catorce ó quince leguas de distancia. Estaba coronado el desfiladero por un espeso, sombrío bosque formado de deodoras, castaños, cerezos silvestres, olivos y perales silvestres también; pero principalmente deodoras, que son los cedros del Himalaya, y á la sombra de estos árboles se elevaba un templo abandonado que se construyó en honor de Kali... el cual es Durga... el cual es, á su vez, Sitala, y que es adorado por su virtud contra la viruela.

Barrió Purun Dass el empedrado suelo; sonrió á la estatua que parecía hacerle una mueca; se arregló con barro un hogar detrás del templo; extendió su piel de antílope sobre un lecho de pinocha verde; se apretó bien su bairagi (su muleta con atravesaño de cobre) bajo uno de los sobacos, y sentóse á descansar.

Junto á él, casi á sus plantas, tenía el declive de la montaña, desnudo, pelado, en una altura de cuatrocientos metros, donde un pueblecillo de casas hechas de piedra con techos de tierra amasada parecía colgar de la escarpada pendiente. Alrededor, pedazos de tierra en forma de terraplenes se extendían como si fueran delantales hechos de retazos y colocados sobre la falda de la montaña, y vacas, que no parecían mayores que escarabajos, pacían entre los círculos, empedrados de bruñidas piedras, que servían de eras. Mirando á través del valle se engañaba la vista al juzgar el tamaño de las cosas, y no podía, al principio, convencerse de que lo que tenía el aspecto de arbustos, al otro lado de la montaña, era en realidad un bosque de pinos de treinta metros de alto. Purun Bhagat vió pasar un águila hundiéndose en la inmensa hondonada; pero la enorme ave fué disminuyendo pronto de tamaño, hasta no parecer más que una virgulilla antes de que llegara á la mitad del camino. Algunos grupos de nubes se enfilaban por el valle, enredándose cerca de la cima de una montaña, ó elevándose para desvanecerse al llegar á la altura de los picos en los desfiladeros. Y Purun Bhagat se dijo: aquí hallaré la paz que ando buscando.

Ahora bien: para un montañés, unas cuantas docenas de metros más abajo ó más arriba no significan nada, y, en cuanto los aldeanos vieron humo en el templo abandonado, el sacerdote del pueblecillo subió por la ladera llena de terraplenes, y fué á saludar al forastero.

Al clavar la mirada en los ojos de Purun Bhagat (ojos acostumbrados á mandar á miles de hombres) inclinóse hasta el suelo, cogió el cuenco, sin decir palabra, y volvióse á la aldea diciendo:

—Por fin tenemos un santón. Jamás ví á un hombre como éste. Es un hijo de los llanos, pero de color pálido... es la quinta esencia de un brahmán.

Á lo cual todas las mujeres de la aldea contestaron:

—¿Creéis que estará entre nosotros mucho tiempo?

Y cada una de ellas hizo cuanto pudo para cocinarle los más sabrosos manjares. La comida montañesa es sencillísima; pero con alforfón, maíz, pimentón; pescado del río cuyas aguas corren por el valle; miel de las colmenas fabricadas en forma de chimeneas sobre las paredes de piedra; albaricoques secos; azafrán de Indias; jengibre silvestre, y tortas de harina de trigo, una mujer que quiera lucirse puede hacer algo bueno, y cuando el sacerdote volvió con el cuenco para entregárselo á Bhagat traíalo bien colmado.

—¿Pensaba quedarse allí? preguntó. ¿Necesitaría un chela (un discípulo) que fuera mendigando para él? ¿Tenía una manta para abrigarse cuando hiciera frío? ¿Le gustaba la comida aquélla?

Comió Purun Bhagat y dió gracias al donante. Su intención era quedarse; al oir lo cual el sacerdote dijo que le bastaba con saber esto. No tenía más que dejar el cuenco fuera del templo abandonado, en el hueco que formaban dos raíces retorcidas, y diariamente recibiría su alimento, porque el pueblo se tenía por muy honrado con que un hombre como él (y al decirlo miró tímidamente á Bhagat en el rostro) se quedara entre ellos.

Aquel día terminó para Purun Bhagat el andar vagabundo. Había llegado al sitio que le estaba destinado... á un lugar todo silencio y espacio. Después de esto paróse el tiempo, y él mismo, sentado á la entrada del templo, no podía decir si estaba vivo ó muerto; si era un hombre cuya voluntad mandaba en los miembros de su cuerpo, ó si formaba parte integrante de las montañas, de las nubes, de la mudable lluvia y de la luz del sol. Se repetía á sí mismo dulcemente un Nombre centenares y centenares de veces, hasta que, á cada repetición, parecía separarse más y más del cuerpo, y llegar, deslizándose, á las puertas de alguna tremenda revelación; pero, en el preciso instante de abrirse la puerta, le arrastraba hacia atrás el cuerpo, y con dolor se sentía otra vez atado á la carne y á los huesos de Purun Bhagat.

Cada mañana el cuenco lleno era colocado en silencio sobre la especie de muleta que formaban las retorcidas raíces fuera del templo. Traíalo, algunas veces, el sacerdote; otras un mercader ladakhi que paraba en el pueblo, y que, ganoso de hacer méritos, subía trabajosamente por el atajo; pero, con más frecuencia, la portadora era la misma mujer que había cocinado la comida la noche antes, y murmuraba, tan bajo que apenas se la oía:

—Interceded por mí ante los dioses, Bhagat. Rogad por Fulana, la mujer de Mengano.

De cuando en cuando, á algún muchacho atrevido se le permitía igual honor, y Purun Bhagat le oía poner el cuenco y echar á correr tan aprisa como sus piernecitas le permitían; pero el Bhagat nunca descendió hasta el pueblo. Veíalo extendido como un mapa, á sus pies. Podía ver también las reuniones que en él se celebraban, al caer de la tarde, en el círculo donde estaban las eras, porque era éste el único terreno llano que allí había; contemplar el estupendo y poco nombrado verdor del arroz cuando es joven; los tonos de azul de añil que mostraba el maíz; los pedazos de terreno en que se cultivaba el alforfón, semejantes á diques; y, en su estación propia, la roja flor del amaranto, cuyas diminutas semillas, por no ser grano ni legumbre, constituyen un alimento que puede tomar, sin faltar por ello en lo más mínimo, todo indio en época de ayuno.

Cuando el año tocaba ya á su fin, los techos de las chozas parecían cuadros llenos de purísimo oro, porque sobre los techos era donde ponían los aldeanos las mazorcas de maíz para que se secaran. La cría de abejas y la recolección de los granos; la siembra del arroz y su descascarillado, fueron pasando ante su vista; todo ello como bordado allá abajo, en los pedazos de campo de mil distintas orientaciones. Y él meditó sobre cuanto se ofrecía á su vista, preguntándose á qué conducía todo aquello en último, definitivo resultado.

Hasta en los sitios poblados de la India, no puede un hombre estarse sentado y completamente quieto durante un día entero, sin que los animales salvajes corran por encima de su cuerpo como si fuera una roca; y en aquella soledad pronto ellos, que conocían perfectamente el templo de Kali, fueron llegando para ver al intruso. Los langures, los grandes monos del Himalaya, de grises patillas, fueron, como es natural, los primeros, porque andan siempre devorados por la curiosidad; y una vez hubieron tirado el cuenco, haciéndolo rodar por el suelo, y probaron la fuerza de sus dientes sobre el atravesaño de cobre de la muleta, y le hubieron estado haciendo muecas á la piel de antílope, decidieron que aquel ser humano, que estaba allí sentado tan quieto, era inofensivo. Al caer de la tarde saltaban desde los pinos, pedían con las manos algo de comida, y luego se alejaban, balanceándose en graciosas curvas. Gustábales también el calor del fuego, y se apiñaban alrededor de él, hasta que Purun Bhagat se veía obligado á empujarlos á un lado para echar leña, y más de una vez se había hallado por la mañana con que un mono compartía con él su manta. Durante todo el día, uno ú otro de la tribu se sentaba á su lado, mirando fijamente hacia la nieve, dando gritos, y poniendo una cara de expresión indeciblemente sabia y triste.