
La foca blanca
¡Duérmete, mi niño! La noche ha llegado,
y negra es el agua que verde brillaba:
la luna, al alzarse por entre las olas,
nos mira en su seno dormir recostadas.
Donde chocan unas con otras revueltas
pon allí tu lecho, ve y allí descansa,
revuélcate á gusto, la cola torciendo:
no ha de despertarte la tormenta airada:
no hará en tí su presa tiburón osado
¡duérmete, mi niño! ¡duérmete en el agua!
¡duérmete al arrullo del mar que te mece!
¡duérmete en los brazos de las olas mansas!
(Canción con que arrullan las focas á sus pequeñuelos).
Cuanto voy á referir ocurrió, muchos años hace, en un lugar llamado Novastoshnah ó Cabo del Noreste, en la isla de San Pablo, allá por el mar de Behring. Contóme ese cuento Limmershin, el reyezuelo de invierno, en ocasión en que el viento lo arrojó contra la arboladura de un barco que iba al Japón, y en que yo me lo llevé á mi camarote, calentándolo y alimentándolo durante un par de días, hasta que se halló en disposición de tender el vuelo y regresar á San Pablo. Limmershin es un pajarillo de genio bastante raro; pero tiene la cualidad de no saber mentir.
Nadie va á Novastoshnah como no sea para negocios, y las únicas que los tienen allí constantes son las focas. Acuden en los meses de verano por centenares y por miles, saliendo del mar frío y gris, pues saben que la playa de Novastoshnah posee, para hospedar focas, mejores cualidades que ningún otro sitio del mundo.
Gancho de Mar estaba enterado de esto, y cada primavera, desde el punto en que se hallara, se iba nadando hasta Novastoshnah, en línea recta, como si fuera un torpedero, y allí pasaba un mes luchando con sus colegas por conservar un buen sitio en las rocas, lo más cerca del mar que le fuera posible. Gancho de Mar tenía quince años y era una enorme foca macho, de color gris, con una piel sobre los hombros que parecía crín, y unos dientes caninos largos, amenazadores. Cuando se levantaba sobre sus extremidades anteriores elevábase á más de un metro de altura sobre el suelo, y si alguien se hubiera atrevido á pesarlo habría hallado que su peso era casi de unas setecientas libras. Estaba lleno de cicatrices, consecuencia de salvajes luchas; pero, á pesar de eso, mostrábase siempre dispuesto á aceptar nuevas peleas. Ladeaba en tales casos la cabeza como si no se atreviera á mirar á su enemiga cara á cara; pero de pronto caía sobre ella como un rayo, y cuando sus enormes dientes se habían clavado fuertemente en el cuello de la otra foca, podía ésta escapársele si lo lograba, pero no sería ciertamente Gancho de Mar quien la ayudara á ello.
Sin embargo, lo que nunca hizo fué atacar á una foca herida ya por otras, porque esto era contrario á las reglas de la Playa. No necesitaba más que un sitio para su prole, junto al mar; pero como ocurría que cuarenta ó cincuenta mil focas más luchaban por lo mismo cada primavera, el silbar, bramar, rugir y resoplar que se oían en aquella playa eran algo verdaderamente horroroso.
Desde una colina, llamada de Hutchinson, divisábase una extensión de tierra de cerca de una legua, completamente cubierta de focas que peleaban unas con otras, y, á la hora de la resaca, la playa quedaba toda salpicada de puntos que eran las cabezas de otras muchas focas que se apresuraban á ir á tierra para unirse á las que combatían. Luchaban sobre las rompientes, luchaban en la arena y hasta sobre las desgastadas rocas de basalto donde tenían sus viveros: eran tan estúpidas y tan poco complacientes como si fueran hombres. Las hembras, sus esposas, nunca iban á la isla hasta fines de Mayo ó primeros de Junio, porque les hacía poca gracia la perspectiva de que las hicieran pedazos en aquellas batallas; y en cuanto á los pequeñuelos de dos, tres ó cuatro años, que no sabían aún lo que era el sostener una familia, se iban tierra adentro, á alguna distancia, atravesando las filas de combatientes para ponerse á jugar sobre las dunas en grupos ó formando verdaderas legiones que destruían cuanta planta verde crecía por allí.
Llamábanlos los holluschickie (la gente moza) y de ellos había, en Novastoshnah sólo, quizá dos ó tres cientos mil.
Un día de primavera, acababa Gancho de Mar de poner término á su pelea número cuarenta y cinco, cuando Matkah, su dulce y suave esposa de lánguida mirada, salió del mar, y en el mismo instante cogióla él por el pescuezo y la plantó en el espacio de terreno que se había reservado, mientras le decía refunfuñando:
—¡Tarde, como de costumbre! ¿Dónde has estado?
No solía Gancho de Mar comer nada en los cuatro meses que se pasaba en la playa, y así estaba, generalmente, de muy mal humor. Matkah no contestó á la pregunta: sabía que esto era lo mejor que podía hacer. Tendió la mirada en torno suyo, y dijo muy tierna y suavemente:
—¡Qué atención has tenido conmigo! Has tomado nuestro sitio de otras veces.
—¡Pues ya lo creo que sí! contestó Gancho de Mar. ¡Mírame!
Estaba lleno de arañazos, y la sangre le corría de veinte heridas distintas; tenía un ojo hundido y ambos costados hechos una lástima, con la piel colgando á pedazos.
—¡Ah! ¡Lo que sois los hombres! dijo Matkah abanicándose con la aleta de una de sus patas posteriores. Pero ¿por qué no podéis ser razonables y repartiros los sitios en paz? ¡Cómo estás! ¡Parece que te hayas peleado con el Cetáceo Carnicero!
—No he hecho otra cosa más que pelear, desde mediados de Mayo. La playa está tan llena esta temporada que es una vergüenza. Lo menos he tropezado con cien focas de la playa de Lukannon que iban buscando alojamiento. ¿Por qué no podría quedarse la gente en su propia casa?
—No pocas veces se me ha ocurrido la idea de que viviríamos mucho más felices en la isla de Otter que en un lugar tan concurrido como éste, dijo Matkah.
—¡Bah! Los holluschickie son los únicos que van á la isla de Otter. Si fuéramos nosotros, dirían que lo hacemos por miedo. Hay que guardar las apariencias, hija mía.
Hundió Gancho de Mar la orgullosa cabeza entre los gruesos hombros, y durante algunos minutos hizo como que dormía; pero no dejó ni un momento de estar ojo avizor para el caso de que tuviera que comenzar otra lucha. Ahora que todas las focas machos, con sus respectivas hembras, estaban ya en tierra, su clamoreo podía oirse en algunas leguas mar adentro, dominando el ruido de los más furiosos vendabales. Contando por lo bajo, bien podía decirse que había allí, sobre la playa, más de un millón de focas (focas viejas, focas madres, pequeñuelos y holluschickie, peleándose, retozando, dando balidos, arrastrándose y jugando), y ese millón iba y volvía del mar á la playa y de la playa al mar en grupos, y, á veces, formando verdaderos ejércitos, sin dejar ni un palmo de tierra donde no fueran á echarse en toda la extensión que podía abarcar la vista, y entreteniéndose en continuas escaramuzas á través de la niebla. En Novastoshnah hayla casi siempre, excepción hecha de las raras ocasiones en que brilla por un momento el sol y hace que aparezca todo como cuajado de perlas y matizado con los colores del iris.
En medio de ese barullo había nacido Kotick, el pequeñuelo de Matkah, y era todo cabeza y hombros, con ojos claros, de un azul de agua, como corresponde que sean los de las focas pequeñas; pero algo había en su piel que era causa de que su madre lo mirara con profunda atención.
—¡Gancho de Mar, dijo al fin, nuestro hijo va á ser blanco!
—¡Caracoles! refunfuñó aquel. Nunca se ha visto en el mundo cosa tan rara. ¡Una foca blanca!
—Pues no sé que decirte; ahora se verá.
Y comenzó á cantar en voz baja y berreante la canción de las focas, que todas las que son madres cantan á sus hijos:
No nades nunca hasta las seis semanas
si no quieres hundirte sin remedio;
tormentas estivales y cetáceos
son un peligro cierto.
Son peligrosos, ratoncillo mío,
muy peligrosos para el que es pequeño;
pero báñate, y crece, y hazte fuerte...
y no tengas ya miedo,
¡y atrévete ya entonces,
hijo del mar inmenso!
Por supuesto que el chiquitín no entendía, al principio, aquellas palabras. Chapoteaba en el agua, ó andaba á gatas por el suelo al lado de su madre, é iba aprendiendo á escaparse, tropezando más ó menos, cuando veía que su padre se peleaba con otra foca y ambos rodaban con feroces bramidos por encima de las resbaladizas rocas. Matkah solía ir al mar á buscar comida, y el pequeñín no se alimentaba más que una sola vez cada dos días; pero entonces comía cuanto le era posible, y así iba creciendo.
Lo primero que hizo fué ir gateando tierra adentro, y allí encontró miles y miles de pequeñuelos de su misma edad, jugando todos como cachorrillos, durmiendo sobre la limpia arena, y jugando de nuevo después. La gente vieja, en los viveros, no hacía caso de ellos, y los holluschickie no se movían de su propio terreno, con lo cual los chiquitines podían jugar á sus anchas.
Al volver Matkah de su pesca en alta mar, íbase en dirección al sitio en que tales juegos se verificaban, y, balando como la oveja que llama á su corderillo, esperaba hasta que otro balido de Kotick le contestara. Entonces, íbase hacia él en línea recta, tan recta que no podía serlo más, abriéndose paso con las aletas de sus patas delanteras, dando golpes y revolcando por el suelo, á derecha é izquierda, á toda la chiquillería aquélla que le estorbaba. Siempre había algunos centenares de madres que iban en busca de sus hijos, á través del sitio destinado á jugar, y así puede decirse que los pequeñuelos tenían allí una vida muy animada, muy movida; pero, como le dijo Matkah á Kotick: «Mientras no te eches sobre el fango y cojas sarna; mientras no vayas á restregarte alguna cortadura ó arañazo contra la dura arena; y mientras, finalmente, no se te ocurra nadar cuando la mar está picada, nada puede dañarte aquí en lo más mínimo».
Cuando las focas son pequeñas no saben nadar, lo propio que les ocurre á los niños; pero no están contentas hasta que aprenden. La primera vez que Kotick se echó al mar vino una ola y se lo llevó á donde había mucha más profundidad de lo que era conveniente para él, y su gruesa cabeza se hundió, al paso que sus pequeñas aletas posteriores fuéronse en alto por encima del agua, exactamente como le había dicho que le sucedería su madre, al cantarle la canción que hemos copiado; y gracias que otra ola lo recogió, lanzándolo de nuevo á la playa, pues, de no ser así, se hubiera ahogado.
Aprendió, después de esto, á estarse tendido en un charco de la playa y esperar que las oleadas le cubrieran y lo levantaran mientras él chapoteaba, pero siempre anduvo ya alerta para el caso que vinieran olas muy grandes, de las que pueden hacer daño. Dos semanas estuvo aprendiendo el modo de usar sus aletas, y durante todo este tiempo entraba y salía del agua deslizándose, y tosía, gruñía, se arrastraba por la playa y dormitaba sobre la arena, hasta que luego volvía á las andadas. Así se convenció de que el agua era verdaderamente su elemento.
Entonces, bien podéis imaginaros lo que se divertiría con sus compañeros, dando chapuzones para pasar por debajo de las olas, ó llegando á la playa sobre la cresta de una de ellas y cayendo con sordo ruido, resoplando para no ahogarse, mientras la enorme ola subía como un torbellino por la arena; ó alzándose sobre la cola y rascándose la cabeza, como veía él que la gente madura hacía; ó jugando á «yo soy el Rey del castillo[7]» sobre las resbaladizas rocas, llenas de vegetaciones, que asomaban á flor de agua. De vez en cuando veía una delgada aleta semejante á la de un enorme tiburón, que iba costeando, costeando, y como no se le ocultaba que aquello era el Cetáceo Carnicero, el delfín, que se come á las focas pequeñas cuando puede apoderarse de ellas, Kotick se iba como una flecha hacia la playa, y la aleta se alejaba bailando lentamente sobre el agua como si nada hubiera ido á buscar por allí.
Hacia fines de Octubre comenzaron las focas á abandonar la isla de San Pablo para internarse en alta mar, yendo reunidas en familias y tribus, cesando en sus peleas por culpa de los viveros, y los holluschickie podían ya jugar en todas partes donde se les antojara. «Para el año que viene, dijo Matkah á Kotick, tú también serás un holluschickie; pero este año tienes aún que aprender cómo se cazan los peces».
Partieron juntos, pues, atravesando el Pacífico, y Matkah le enseñó á Kotick á dormir de espalda, con las aletas plegadas á los lados y la naricita asomándose á flor de agua. No hay cuna tan cómoda como resulta serlo el continuado balanceo de las olas en el mar Pacífico. Cuando Kotick comenzó á sentir en la piel cierto hormigueo, Matkah le dijo que entonces empezaba á experimentar la sensación del agua, y que esos hormigueos y pinchazos en la piel anunciaban mal tiempo, por lo cual había que darse prisa en nadar y alejarse.
Dentro de poco sabrás también hacia donde has de dirigirte cuando nades; pero, por ahora, seguiremos al puerco marino, al marsuino, que sabe mucho. Toda una escuela de marsuinos se agitaba por allí, chapuzándose en el agua, dando carreras de un lado para otro, y Kotick los siguió con toda la velocidad que le fué posible.
—¿Cómo os arregláis para saber hacia dónde tenéis que dirigiros? preguntó anhelante.
Movió los blancos ojos hacia todos lados el director de la escuela y se lanzó de cabeza bajo el agua.
—Siento hormigueos en la cola, muchacho, le contestó. Significa esto que detrás de mí viene un temporal. ¡Vámonos! Cuando uno se halla al Sur del Mar Pegajoso (quería decir el Ecuador) y nota picazón en la cola, es anuncio de que se te viene de frente el temporal, y hay que dirigirse hacia el Norte. ¡Ven! La mar está aquí muy picada.
Fué ésta una de las muchas cosas que Kotick aprendió, y el aprender era en él tarea constante. Matkah le enseñó á perseguir los bacalaos y las platijas á lo largo de los bancos de arena y á arrancar el esperinque de sus agujeros cubiertos de yerbas; cómo ir bordeando los restos de naufragios medio enterrados á cien brazas bajo el agua, y lanzarse con la rapidez de una bala entrando por una de las portas y saliendo por la otra, según hacen los peces; cómo sostenerse sobre la cresta de las olas cuando los rayos cruzaban el espacio, y saludar cortesmente á la albatros, de corta y ancha cola, ó á la fragata, al verlas pasar por los aires siguiendo la dirección del viento; cómo saltar fuera del agua á la altura de tres ó cuatro pies, á la manera de los delfines, apretadas á los lados las aletas y encorvada la cola...
Enseñóle también á dejar tranquilos á los peces voladores, porque no tienen más que espinas; á arrancar de un bocado un pedazo de espalda á un bacalao corriendo á toda velocidad, á diez brazas bajo la superficie del mar; y á no pararse nunca á mirar un bote ó un buque, pero principalmente ningún barco de remos. Al cabo de seis meses, lo que Kotick no sabía sobre la pesca en alta mar era porque no valía la pena de saberse, y durante todo este tiempo nunca sus aletas tocaron tierra seca.
Un día, sin embargo, mientras estaba dormitando en el agua, tibia entonces, en un sitio cercano á la isla de Juan Fernández, sintió una dejadez en el cuerpo y un mareo como los que suelen sentir las personas al llegar la primavera, y viniéronsele á la memoria las dulces y seguras playas de Novastoshnah, á siete mil millas de distancia; los juegos de sus compañeros; el olor de las plantas marinas; el bramar de las focas, y las continuas luchas. En aquel mismo instante hizo rumbo hacia el Norte, nadando pausadamente, y á poco hallóse con bastantes docenas de compañeros que llevaban también la misma dirección.
—¡Salud, Kotick! le dijeron.
Este año somos todos holluschickie, y podemos bailar la danza del fuego en las rompientes frente á Lukannon, y jugar sobre la yerba. Pero ¿de dónde has sacado esa piel?
Era ahora la piel de Kotick casi completamente blanca, y, aunque se sintiera orgulloso de ella, no contestó más que:
—¡Nadad aprisa! Los huesos me duelen y deseo llegar á tierra.
Y así fuéronse todos á las playas en que habían nacido, y oyeron á sus padres, las focas viejas, peleándose entre la niebla.
Aquella noche Kotick bailó la danza del fuego con las focas que contaban un año de edad. En todo el espacio que media entre Novastoshnah y Lukannon el mar está lleno de fuego en las noches de verano, y cada foca deja en pos de sí una estela como de aceite hirviendo, lanza flamígeros chispazos al saltar en el agua, y las olas rompen unas contra otras en grandes, fosforescentes rayas y remolinos. Después fuéronse tierra adentro, hacia el sitio reservado á los holluschickie, revolcáronse en el recien nacido trigo silvestre, y refirieron cuentos de lo que habían hecho durante el tiempo de su estancia en el mar. Hablaban del Pacífico como hablarían unos niños del bosque en que han estado jugando y cogiendo los frutos de los árboles, y, si alguien hubiera podido oirles, con los datos por ellos suministrados habría podido trazar un mapa tan detallado como jamás hubo otro alguno. Los holluschickie de tres y de cuatro años de edad se precipitaron desde la colina de Hutchinson gritando:
—¡Largo de ahí, muchachos! El mar es hondo y no sabéis aun todo lo que guarda. Esperad hasta que hayáis doblado el Cabo. ¡Ja! ¡Ja! ¡Chiquitín! ¿Dónde te has encontrado esa piel tan blanca?
—No la he encontrado en ninguna parte, dijo Kotick. Ha crecido sola. Y cuando se preparaba ya á darle un revolcón al que acababa de hablar, dos hombres de negro cabello y rojas caras aplastadas salieron de detrás de una duna, y Kotick, que nunca había visto á un hombre, tosió y bajó la cabeza. Los holluschickie se replegaron formando un pelotón á algunos metros de distancia, y se quedaron quietos mirando con aire estúpido. Los dos hombres eran nada menos que Kerick Booterin, el jefe de los cazadores de focas de la isla, y Patalamon, su hijo. Venían de la aldea situada á cosa de media legua del vivero de focas, y estaban discutiendo cuáles escogerían para llevárselas al matadero (porque las focas se dejan llevar como corderos) y convertirlas, más tarde, en chaquetas de piel de las que usan las señoras.
—¡Oh! ¡Mira! dijo Patalamon. Hay una foca blanca.
Kerick Booterin palideció hasta quedarse casi completamente blanco él también bajo la capa de aceite y de humo de que iba cubierto, porque era un aléuta, y los habitantes de las islas Aléutas no se distinguen por la limpieza. Después comenzó á murmurar una oración.
—No la toques, Patalamon, dijo. No se ha visto una foca blanca desde... desde mi nacimiento acá. Tal vez es el alma del viejo Zaharrof que ha tomado esta forma. Desapareció el año pasado en medio de aquella horrorosa tempestad que hubo.
—No, no me acerco á ella, contestó Patalamon. Es de mal agüero. ¿Te parece que será verdaderamente el alma del viejo Zaharrof que vuelve del otro mundo? Yo le debo algunos huevos de gaviota.
—No la mires, dijo Kerick. Llévate ese rebaño de las de cuatro años. Nuestros hombres debieran desollar hoy doscientas, pero estamos á principios de temporada y les falta práctica. Con cien bastarán. ¡Despacha!
Hizo sonar Patalamon un par de omoplatos de foca, dándole al uno contra el otro, en frente de la manada de holluschickie, y quedáronse todos quietos como muertos, y soplando con fuerza. Adelantó entonces algunos pasos, y las focas comenzaron á moverse, y Kerick fué guiándolas tierra adentro, sin que intentaran volverse atrás para reunirse con sus compañeras.