El libro de las tierras vírgenes

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Los enterradores

Quien al chacal le llame «hermano mío»
y parta su comida con la hiena,
es como aquel que con Jacala, el vientre
que en cuatro patas corre, pacte tregua.

(Ley de la Selva).

—¡Respetad á los ancianos!

La voz que esto decía era una voz pastosa (fangosa, más bien, y que os hubiera hecho estremecer si la hubieseis oído)... una voz que parecía el rumor de algo muy blando que se partiera en dos pedazos. Había en ella un quiebro especial que la hacía participar del graznido y del lamento.

—¡Respetad á los ancianos, compañeros del río!... ¡Respetad á los ancianos!

Nada podía verse en toda la ancha extensión ocupada por el cauce, exceptuando una flotilla de gabarras, de velas cuadradas y clavijas de madera, cargada de piedras para edificaciones, y que acababa de llegar bajo el puente del ferrocarril, siguiendo corriente abajo. Hicieron jugar los toscos timones para evitar el banco de arena que había formado el agua al rozar contra los estribos del puente, y mientras pasaban, á tres de fondo, la horrible voz comenzó de nuevo á decir:

—¡Brahmanes del río, respetad á los ancianos y achacosos!

Volvióse uno de los barqueros, que iba sentado en la regala de uno de los barcos, levantó la mano, dijo algo, que no era precisamente una bendición, y los botes siguieron adelante, crujiendo de cuando en cuando, iluminados por la luna. El ancho río indio, que tenía más bien el aspecto de una cadena formada por lagos pequeños que el de una verdadera corriente continua, era terso como un cristal, reflejando en el centro el cielo de color de arena roja, pero mostrándose salpicado de manchas amarillentas y de un color de púrpura obscuro cerca de sus bajas orillas, y aun tocando con ellas. En la estación lluviosa formábanse calas en el río; pero ahora sus secas bocas quedaban muy por encima de la superficie del agua. Sobre la orilla izquierda, casi bajo el puente del ferrocarril, veíase una aldea edificada con fango y ladrillos, con bálago y palos, cuya principal calle, llena de ganado que volvía á sus establos, iba en línea recta hasta el río, y terminaba en una especie de tosco desembarcadero de ladrillo, en el que la gente que necesitaba lavar podía meterse en el agua paso á paso. Este sitio se llamaba el Ghaut de la aldea de Mugger-Ghaut[20].

Caía la noche á más andar sobre los campos de lentejas, arroz y algodón, en las tierras bajas, anualmente inundadas por el río; sobre los cañaverales que bordeaban el vértice del recodo que aquél formaba, y sobre la enmarañada maleza que crecía en las tierras de pastos, detrás de las adormecidas cañas. Los papagayos y los cuervos, que estuvieron charlando y dando gritos al ir á beber por la tarde, como de costumbre, habían volado ya tierra adentro para ir á dormir, cruzándose con los batallones de murciélagos que entonces salían; y nubes de aves acuáticas venían silbando á buscar el abrigo de los cañaverales. Había gansos de cabeza casi cilíndrica y de negra espalda, cercetas, patos silbadores, lavancos, tadornas, chorlitos, y, de cuando en cuando, un flamenco.

Cerraba pesadamente la marcha una grulla de las llamadas ayudantes, que volaba como si cada uno de sus aletazos fuera el último que iba á dar en su vida.

—¡Respetad á los ancianos!... ¡Brahmanes del río... respetad á los ancianos!

La grulla volvió á medias la cabeza, desvióse un poco en dirección de la voz y fué á pararse muy tiesa en el banco de arena que había debajo del puente. Entonces pudo verse bien su aire brutal y rufianesco. Por detrás parecía de gran respetabilidad, porque medía casi dos metros de alto, y su aspecto ofrecía bastante semejanza con el de un correctísimo pastor protestante de gran calva. Por delante era distinto, porque su cabeza á lo Ally Sloper[21] y su cuello no tenían ni una sola pluma, y en aquél llevaba una horrible bolsa de desnuda piel... á donde iba á parar cuanto su largo y afilado pico robaba. Eran sus patas largas, flacas y descarnadas; pero las movía con gran suavidad y las contemplaba con orgullo al alisarse las plumas de la cola, mirando de soslayo por encima del hombro y cuadrándose luego, como si obedeciera al grito de: «¡firmes!»

Un chacal pequeño y sarnoso que había estado ladrando como perrito hambriento allá en una hondonada, levantó las orejas y la cola y corrió al encuentro de la grulla.

Era el ser más bajo de toda su casta (y no quiere decir esto que en los mejores chacales haya mucho bueno, sino que éste era una especialidad en lo de la bajeza, por ser mitad mendigo y mitad criminal), dedicado á limpiar los montones de basura de la aldea, exageradamente tímido ó temerariamente fiero, con hambre perpetua, y lleno de astucia, que jamás le sirvió para maldita la cosa.

—¡Uf! dijo, sacudiéndose con aire lastimoso, al pararse. ¡Así la sarna se coma á los perros de la aldea! Tres mordidas me han dado por cada pulga que llevo encima, y todo porque miré (nada más que mirar, fijaos bien) un zapato viejo que había en un corral de vacas. Pues ¿qué he de comer? ¿Barro? Al decir esto se rascó debajo de la oreja izquierda.

—Oí yo, contestó la grulla con voz que parecía el ruido de una sierra embotada pasando á través de una gruesa tabla, oí yo decir que había un perrillo recién nacido dentro de ese zapato.

—Del dicho al hecho hay gran trecho, repuso el chacal que conocía bastantes refranes, aprendidos escuchando las conversaciones que tenían los hombres alrededor de las fogatas, al caer de la tarde.

—Cierto que sí. Y por esto, para estar yo segura de la verdad, me quedé cuidando á ese cachorro mientras los perros estaban ocupados en otro sitio.

—Estaban muy ocupados, dijo el chacal. Bueno: no he de ir á caza de lo que sobre en la aldea por algún tiempo. ¿De modo que de veras había un perrillo ciego dentro de aquel zapato?

—Aquí está, contestó la grulla mirando por encima del pico á su bolsa que estaba llena. Poca cosa es, pero muy aceptable en estos tiempos en que la caridad ha muerto en este mundo.

—¡Ay! El mundo es duro como el hierro, en nuestros tiempos, exclamó el chacal gimiendo. En aquel instante sus inquietos ojos notaron una levísima ondulación en el agua, y se apresuró á decir, continuando:

—La vida es muy dura para todos nosotros, y no dudo de que hasta nuestro excelente amo, orgullo del Ghaut y envidia del río...

—Un embustero, un adulador y un chacal son tres cosas que salieron á la vez de un mismo huevo, dijo la grulla sin dirigirse á nadie de un modo determinado, porque también era ella una grandísima embustera, cuando quería tomarse esa molestia.

—Sí, la envidia del río..., repitió el chacal elevando la voz. Hasta él mismo opina, sin duda, que desde que se construyó el puente es más escasa la buena comida. Pero, por otra parte, aunque no quisiera yo decirle esto en su propia y nobilísima cara, es él tan sabio y virtuoso... como poco... ¡ay! tengo yo de ambas cosas...

—Cuando el chacal confiesa que es gris muy negro debe de ser, murmuró la grulla, á la cual no se le alcanzaba, entonces, lo que iba á suceder.

—Que no le falte nunca la comida á él, y, como consecuencia...

Oyóse un ruido sordo de algo que rozaba, como si un bote acabara de tocar en sitio donde el agua fuera poco profunda. Volvióse en redondo el chacal y se encaró (al fin más vale siempre hacerlo así), con el animal de quien había estado hablando en aquellos momentos. Era un cocodrilo de más de siete metros de largo, encerrado en lo que bien podía compararse á una plancha de caldera de triples remaches, claveteada, carenada y adornada luego con una especie de cresta; con unos dientes amarillos cuyas puntas colgaban desde la mandíbula superior, pasando sobre la inferior, hermosamente terminada en una especie de pico de flauta. Era el achatado Mugger, ó bocón, de la aldea de Mugger-Ghaut, más viejo que ninguno de los aldeanos, que había dado su nombre al lugar, y algo como el diablo de aquel río, en su parte vadeable, antes de que se construyera el puente del ferrocarril: un asesino, un devorador de carne humana, y un fetiche local, todo en una pieza. Quedóse tendido, con la barba en la orilla del agua, conservándose en esta posición gracias á una casi invisible ondulación de la cola, y bien sabía el chacal que bastaría un solo golpe de esta última, dado en el agua, para que el Mugger se elevara por la orilla con la velocidad de una máquina de vapor.

—¡Feliz encuentro, protector de los pobres!, dijo con servil adulación, retrocediendo un poco á cada palabra. Oimos una voz deliciosa y nos acercamos con la esperanza de un poco de conversación agradable. Mi presunción desmesurada me indujo, mientras esperábamos, á hablar de vos. Espero que nada se habrá oído por casualidad.

Ahora bien, el chacal había hablado precisamente para que le oyeran, porque sabía que la adulación era el mejor medio de procurarse algo para comer; y el Mugger sabía que únicamente con tal fin había hablado el chacal; y el chacal no ignoraba que el Mugger lo supiera; y éste sabía que el chacal estaba seguro de que lo sabía él; pero, á pesar de ello, quedábanse todos tan contentos.

El viejísimo animal adelantóse, jadeando y gruñendo, sobre la orilla, mientras farfullaba sus acostumbradas palabras:

—¡Respetad á los viejos y achacosos!

Durante todo este tiempo sus ojillos brillaban como brasas bajo los pesados, córneos párpados, encima mismo de su triangular cabeza, al paso que iba arrastrando el cuerpo, hinchado como un barril, entre sus patas ganchosas. Al fin, se paró, y acostumbrado y todo, como estaba el chacal, á sus maneras, no pudo evitar un estremecimiento, que experimentaba ya por centésima vez, cuando vió cuan exactamente se parecía el Mugger á un leño arrojado junto á la orilla del río. Hasta había tenido el cuidado de tenderse formando, precisamente, con el agua el mismo ángulo que, al encallar naturalmente, formaría un madero, teniendo en cuenta cómo era la corriente en aquella época y lugar. Todo esto no era, por supuesto, más que cuestión de hábito, porque el Mugger había venido á tierra únicamente por gusto; pero nunca un cocodrilo está bastante harto, y si el chacal hubiera llegado á equivocarse, tomándolo por lo que parecía y no por lo que era, no habría quedado con vida para seguir filosofando sobre este asunto.

—Hijo mío, no he oído nada, dijo el Mugger cerrando un ojo. Nada podía oir, porque el agua me lo impedía, y, por otra parte, el hambre me tenía desfallecido. Desde que se construyó el puente del ferrocarril la gente de mi aldea ha dejado ya de quererme, y esto me tiene con el corazón traspasado de dolor.

—¡Qué vergüenza! dijo el chacal. ¡Un corazón tan noble como el vuestro! Pero los hombres son todos parecidos, por lo que á mí se me alcanza.

—Nada de eso. Hay entre ellos muy grandes diferencias, por cierto, contestó el Mugger con dulzura. Unos son flacos como bicheros de bote; otros, gordos como cachorros de chac... digo, de perro. Jamás quisiera yo hablar mal de los hombres sin motivo para ello. Los hay de muy diversas clases; pero los años me han demostrado que, en general, son muy buenos. Ni en los hombres, ni en las mujeres, ni en los niños, hallo yo nada que reprochar. Y acuérdate, hijo mío, de que aquel que desprecia al mundo será despreciado por él.

—La adulación es peor que una lata vacía en el estómago; pero la verdad es que lo que acabo de oir no es más que sabiduría pura, dijo la grulla, bajando una de sus patas.

—Considerad, sin embargo, lo ingratos que son con quien es tan bondadoso, comenzó á decir el chacal muy tiernamente.

—¡No, no, no son ingratos! contestó el Mugger. Es que no piensan en los demás: no otra cosa. Pero yo he notado, estando fijo en mi puesto allá por debajo del vado, que las escaleras del puente nuevo son tan difíciles de subir que es una crueldad el obligar á pasar por ellas á los ancianos y á los niños. Los primeros no son, en realidad, tan dignos de consideración; pero los que á mí me apenan (me apenan verdaderamente), son los niños que están gordos. Sin embargo, paréceme que, á no tardar, cuando haya pasado ya la novedad ésa del puente, veremos á mis gentes chapoteando por el agua del vado como antes, valerosamente, desnuda la morena pierna. Entonces el viejo Mugger se verá honrado otra vez.

—Pero yo estoy seguro de haber visto guirnaldas de caléndulas flotando en el borde del Ghaut esta misma tarde, dijo la grulla.

Las guirnaldas de caléndulas son una muestra de veneración en toda la India.

—Error... error. Era la mujer del vendedor de confituras. Va perdiendo la vista cada año más, y no es capaz ya de distinguir entre un madero y yo... el Mugger del Ghaut. Ya ví la equivocación cuando arrojó la guirnalda, porque estaba echado al pie mismo del Ghaut, y, si llega á dar un paso más, le hubiera demostrado que había un poco de diferencia entre lo que á ella le parecía igual. Mas, en fin, la intención era buena y hay que considerar el espíritu de la ofrenda y no otra cosa.

—¿De qué sirven las guirnaldas de caléndulas cuando está uno ya en el estercolero? dijo el chacal dedicándose á cogerse las pulgas; pero no quitando ojo, con cierto aburrimiento, de su Protector de los pobres.

—Cierto, pero no han empezado aún á hacer el estercolero al cual he de ir á parar yo. Cinco veces he visto el río retroceder desde la aldea y dejar al descubierto nueva tierra, al pie de la calle. Cinco veces he visto reedificar la aldea sobre las orillas, y la veré reedificar aun cinco veces más. No soy yo un inconstante gavial[22], que se dedica á coger peces, hoy en Kasi y mañana en Prayag, como dice el proverbio, sino el verdadero y continuo vigilante del vado. Por algo, muchacho, por algo lleva mi nombre la aldea, y «quien mucho vigila», como suele decirse, «obtendrá, al fin, su galardón».

—Mucho he vigilado yo... mucho... casi toda mi vida, y el premio que he recibido son mordiscos y cardenales, dijo el chacal.

—¡Ja, ja, ja! contestó soltando la carcajada la grulla.

Nació el chacal en Agosto
y en Septiembre son las lluvias...
¡y él dice que no recuerda
ver llover como hoy diluvia!

Tiene la grulla ayudante una particularidad muy desagradable. En épocas que se reproducen con irregularidad sufre de agudos ataques de hormigueos ó calambres en las piernas, y aunque tenga la virtud de la resistencia en mayor grado que cualquiera de las otras clases de grullas, que, sin embargo, muestran siempre un aire de inmensa impasibilidad, se echa á revolotear en salvajes danzas guerreras bailadas en su especie de zancos torcidos, abriendo á medias las alas y moviendo de arriba abajo su cabeza calva; y mientras esto hace, por motivos que ella sabrá, sin duda, cuida grandemente de que sus más fuertes ataques vayan acompañados de sus más acerbas críticas. Al terminar la última palabra de su cantar cuadróse de nuevo muy tiesa, diez veces más digna que nunca del nombre de ayudante, que llevaba.

El chacal retrocedió acobardado, aunque había visto ya sucederse en su vida tres estaciones del año; pero no puede uno darse fácilmente por ofendido y contestar á un insulto cuando proviene éste de quien posee un pico de un metro de largo y el poder de clavarlo como una jabalina. La grulla se distinguía por lo cobarde; pero el chacal era aun peor que ella.

—Hay que vivir para aprender, dijo el Mugger, y bien puede afirmarse lo siguiente: los chacales pequeños abundan mucho; pero un bocón como yo es raro. Á pesar de ello no soy yo orgulloso, porque el orgullo conduce á la propia perdición; mas, fíjate bien, eso es cosa del Hado, y contra el Hado ni uno solo de los que nadan, caminan ó corren debiera decir palabra. Yo estoy contento del Hado. Con buena suerte, buen ojo y la costumbre de asegurarse de que está libre la salida antes de que te metas en alguna cala ó remanso, mucho puede hacerse.

—Oí decir una vez que hasta el Protector de los pobres se equivocó, dijo el chacal, maliciosamente.

—Cierto, pero hasta entonces vino el Hado en mi ayuda. Era antes de que hubiera adquirido todo mi desarrollo... tres hambres antes de la última que ha habido. (¡Por la margen derecha é izquierda del Ganges que la corriente de los ríos era enorme en aquellos tiempos!) Pues sí, era yo joven y atolondrado, y al venir la inundación que hubo ¿quién más contento que yo? Con poca cosa me bastaba entonces para considerarme muy dichoso. La aldea estaba completamente inundada, y yo nadé por encima del Ghaut yéndome tierra adentro, hasta llegar á los campos de arroz, que encontré llenos de barro. Acuérdome también de un par de brazaletes (por cierto que eran de cristal y no les hice el menor caso) que encontré aquella tarde. Sí, brazaletes de cristal, y, si la memoria no me es infiel, también hallé un zapato. Debiera haber sacudido aquel zapato... y el otro, pues había dos; pero estaba yo hambriento. Más tarde aprendí á proceder mejor. ¡Ah, sí! Comí, pues, y descansé; mas, cuando me disponía á volver al río, la inundación había bajado ya mucho de nivel, y yo pasé caminando por el barro de la calle principal. ¿Quién sino yo hubiera hecho esto? Acudió toda mi gente, sacerdotes, mujeres y niños, y yo los miré con benevolencia. El fango no se presta para que uno pueda combatir bien. Uno de los barqueros dijo:

—Id á buscar hachas y matadlo, que es el Mugger del vado.

—Nada de eso. ¡Mirad! Se lleva por delante la inundación. Es el dios que protege á la aldea.

Entonces me arrojaron gran cantidad de flores, y alguien tuvo la feliz ocurrencia de ponerme una cabra en mitad del camino.

—¡Qué buena!... ¡Pero qué buena es la cabra! exclamó el chacal.

—Tiene muchos pelos... muchos pelos... y cuando se la encuentra uno en el agua es más que probable que dentro de ella haya escondido algún anzuelo en forma de cruz. Pero lo que es aquella cabra la acepté, y me fuí, triunfalmente, hasta el Ghaut. Más tarde, el Hado hizo que cayera en mi poder aquel barquero que había querido cortarme la cola con un hacha. Su bote embarrancó en un banco de que vosotros no os acordaríais ahora, aunque os dijera dónde está.

—No todos somos aquí chacales, dijo la grulla. ¿Era el banco que se formó donde se fueron á pique los barcos que acarreaban piedras, el año de la gran sequía... un banco de arena muy largo que duró por espacio de tres inundaciones?

—Había dos, dijo el Mugger: uno más arriba y otro más abajo.

—¡Ah, sí! Se me había olvidado. Un canal los separaba, y más tarde se secó también, dijo la grulla, que se sentía orgullosa de su buena memoria.

—En el banco de abajo fué á embarrancar la barca del hombre que tan buenas intenciones tenía respecto á mí. Estaba durmiendo en la proa, y, medio despierto, saltó al agua, que le llegaba hasta la cintura (ó no, no más que hasta las rodillas) para empujar la embarcación. Ésta, vacía, siguió adelante, yendo á tocar de nuevo en la tierra del próximo recodo que la corriente formaba entonces. Yo fuí siguiendo también, porque sabía que no faltarían hombres que salieran para arrastrar el barco hasta la playa.

—¿Y sucedió así? preguntó el chacal un poco despavorido.

Era éste un modo de cazar tan en grande que le causaba profunda impresión.

—Acudieron los hombres allí y más abajo también. No fuí ya más lejos; pero esto me permitió apoderarme de tres en un día... tres manjis (barqueros) bien gordos, y, excepto el último (con el cual tuve ya menos cuidado que con los otros), ni uno pudo gritar para advertir á los que se hallaban en la orilla del río.

—¡Ah! ¡Qué modo de cazar! ¡Con qué nobleza! ¡Pero cuánta habilidad y qué superior juicio reclama! dijo el chacal.

—No, habilidad no, muchacho, sino solamente pensar un poco. El pensar es á la vida lo que la sal al arroz, como dicen los barqueros, y yo he pensado siempre profundamente. El gavial, mi primo, el que se alimenta de peces, me tiene dicho cuán difícil es para él el seguirlos, y cuánto difieren unos de otros, y cómo él necesita conocerlos á todos en conjunto y á cada uno por separado. Á esto le llamo yo sabiduría; pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que mi primo, el gavial, vive entre su gente. Mi gente no nada por bandadas, con la boca fuera del agua, como hace Rewa; ni sale constantemente á la superficie del agua, ni se vuelve de lado, como suelen Mohoo y el diminuto Chapta; ni se junta en los bancos de arena después de una inundación, como Batchua y Chilva.

—Todos son manjares exquisitos, dijo la grulla, acompañando las palabras con un chasquido del pico.

—Eso dice mi primo, y convierte en ocupación muy seria el cazarlos; pero ellos no se le encaraman por los bancos de arena para escaparse de sus dientes. Mi gente es muy distinta. Vive en la tierra, en casas, entre sus ganados. Yo necesito saber lo que hacen y hasta lo que piensan hacer; y así poniendo primero la trompa del elefante, y luego la cola, como suele decirse, reconstruyo el elefante entero. ¿Qué cuelga de una puerta una rama verde con un anillo de hierro? Pues el viejo Mugger sabe que ha nacido un niño en aquella casa y que algún día vendrá al Ghaut á jugar. ¿Va á casarse una doncella? Pues el viejo Mugger lo sabe, porque ve cómo los hombres van y vienen con regalos; y, al fin, ella, también, acude al Ghaut para bañarse antes de la boda, y... allí está él. ¿Qué ha cambiado el río su curso y ha dejado nuevas tierras donde antes no había más que arena? El Mugger lo sabe igualmente.

—Bien, ¿y de qué sirve el saber esto? dijo el chacal. El río ha cambiado de sitio hasta durante mi corta vida.

Los ríos en la India están casi siempre mudando su curso, y se desvían á veces hasta media legua ó más en una sola estación, inundando los campos de una de las orillas y esparciendo fertilizante cieno sobre la opuesta.