
Los hermanos de Mowgli
Suelta á la noche Mang, el murciélago,
tráela en sus alas Rann, el milano;
ya en sus corrales las vacas duermen,
de los corderos duerme el rebaño,
tras las cerradas puertas se esconden
porque hasta al alba libres vagamos.
Ésta es la hora: fuerza y orgullo;
garra afilada, silencio cauto.
¡Ya el grito suena! ¡Caza abundante
para el que observa la ley que amamos!
Canción nocturna en la selva.
Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando papá Lobo despertó de su sueño diurno, rascóse, bostezó y estiró las patas una tras otra para quitarse de encima la pesadez que en ellas sentía aún. Mamá Loba estaba echada, caído el grande hocico de color gris sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos, mientras la luna brillaba á la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.
—¡Augr![4] dijo el lobo padre, ya es hora de volver á cazar. E iba á lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy grande y provista de espesa cola, atravesó el umbral y exclamó con plañidera voz:
—¡Buena suerte, Jefe de los lobos, y que no sea peor la de tus nobles hijos! ¡Buenos dientes les crezcan, y que jamás se les olvide el tener hambre en este mundo!
Quien así hablaba era el chacal (Tabaqui, el lameplatos), y los lobos en la India desprecian á Tabaqui porque anda siempre enredando de un lado á otro, metiendo chismes, comiendo andrajos y pedazos de cuero de los montones de basura que hay en las calles de los pueblos. Pero aunque le desprecien le temen, porque Tabaqui, más que nadie en la selva toda, tiene propensión á perder la cabeza, y entonces se olvida de que jamás haya tenido miedo y corre por la espesura mordiendo cuanto encuentra al paso. Hasta el tigre se esconde cuando Tabaqui se vuelve loco, porque la locura es lo más deshonroso que puede ocurrirle á un animal salvaje. Nosotros le damos el nombre de hidrofobia, pero ellos le llaman dewanee (la locura) y huyen al decirlo.
—Bueno; entra y busca, dijo papá Lobo; pero te advierto que aquí no hay comida.
—Para un lobo no, contestó Tabaqui, mas para un pobrecillo como yo hasta un hueso es exquisito banquete. ¿Quiénes somos nosotros, los Gidur-log (el pueblo chacal), para andar escogiendo?
Dirigióse á toda prisa hacia el fondo de la caverna, donde halló un hueso de gamo con algo de carne adherida á él, y se puso á romperlo alegremente.
—Muchísimas gracias por tan buena comida, dijo relamiéndose. ¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos más grandes tienen! ¡Y á pesar de ser tan jovencitos! Por más que, verdaderamente, no debiera extrañarme, con sólo recordar que los hijos de los reyes son ya hombres desde que nacen.
Excusado es decir que Tabaqui sabía, tan bien como cualquiera, que nada hay tan inoportuno como elogiar á los niños estando ellos delante, y que le divertía en extremo el ver en situación embarazosa, no sólo á mamá Loba, sino también al papá.
Tabaqui se quedó inmóvil gozándose en el daño que había causado, y luego añadió con aire de despecho:
—Shere Kan, el Grande, ha cambiado de cazadero. Durante la próxima luna cazará, según me ha dicho, en estas colinas.
Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Wainganga, á cinco leguas de distancia.
—No tiene ningún derecho á ello, dijo incomodado papá Lobo. Según la Ley de la Selva no puede cambiar de lugar sin advertirlo debidamente. Va á asustar á toda la caza en dos leguas y media á la redonda, y yo... yo he de trabajar doble en esos casos.
—Por algo le llamó su madre Lungri (el Cojo), dijo mamá Loba en voz baja: es cojo de nacimiento. Por eso no ha podido matar nunca más que ganado. Ahora, los campesinos de Wainganga le persiguen, y se ha venido aquí á molestar á los nuestros. Revolverán la selva en busca de él cuando estará ya lejos, pero nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando peguen fuego á la maleza. ¡Te aseguro que le estamos muy agradecidos á Shere Khan!
—¿Queréis que se lo diga? contestó Tabaqui.
—¡Fuera de aquí! replicó enfadado papá Lobo. ¡Fuera de aquí y vete á cazar con tu amo! Ya has hecho bastante daño por esta noche.
—Ya me voy, dijo con suave tono Tabaqui. Desde aquí se oye á Shere Khan allá abajo, en la espesura. Podía haberme ahorrado el traeros la noticia.
Púsose á escuchar papá Lobo, y en el valle que descendía hasta el río oyó el seco, rabioso, pérfido lamento que canturrea el tigre cuando no ha podido apoderarse ni de una sola pieza, y poco le importa ya que la selva toda se entere de ello.
—¡Imbécil! exclamó papá Lobo. ¡Vaya un modo de comenzar el trabajo metiendo semejante ruido! ¿Si se figurará que nuestros gamos son como sus gordos bueyes de Wainganga?
—¡Chist! No son bueyes ni gamos lo que caza esta noche, contestó mamá Loba. Lo que busca es el Hombre. El plañidero grito se había trocado ya en una especie de zumbante ronquido que parecía venir de todo el ámbito del país. Era aquel ruido especial que desconcierta á los leñadores y á toda la gente errante que duerme al raso, haciéndoles correr, á veces, tan desatentados que se arrojan en las mismas fauces del tigre.
—¡El Hombre! dijo papá Lobo enseñando la doble hilera de blanquísimos dientes. ¡Faug! ¿Acaso no hay bastantes escarabajos y ranas en las cisternas, que ahora se le ocurre comer carne humana? ¡Y, por añadidura, en terreno nuestro!
La Ley de la Selva, que nunca ordena algo sin tener motivos para ello, prohibe á toda fiera el comer Hombre, excepto en el caso de que ésta mate para enseñar á sus pequeñuelos á matar, y aun así es preciso que cace fuera del cazadero de su manada ó tribu. La verdadera razón que hay para disponerlo de esta suerte es que toda humana matanza significa, tarde ó temprano, la llegada de hombres blancos, montados en elefantes y armados de fusiles, en compañía de algunos centenares de hombres de color con gongos, cohetes y antorchas. Á todo el mundo en la selva le toca sufrir entonces. En cuanto á la razón que entre sí se dan las fieras, es que el Hombre es el más débil é indefenso de todos los seres vivientes, y no es digno de un cazador el poner mano en él. Dicen también (y es cierto), que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.
El ronquido fué haciéndose más intenso y terminó, al fin, en el ¡Aaar! á plena voz que lanza el tigre en el momento en que ataca.
Oyóse entonces un aullido (impropio de un tigre), lanzado por Shere Khan.
—Ha errado el golpe, dijo mamá Loba. ¿Qué ocurre?
Corrió hacia fuera papá Lobo, á la distancia de algunos pasos, y oyó á Shere Khan murmurando y gruñendo furiosamente, mientras se revoleaba entre la maleza.
—Á ese estúpido se le ha ocurrido nada menos que saltar por encima del fuego de unos leñadores, y se le han quemado las patas, dijo papá Lobo gruñendo con malhumor. Tabaqui está allí, con él.
—Algo sube por la colina, observó mamá Loba levantando una oreja. Prepárate.
Crujieron levemente los matorrales en la espesura y papá Lobo agachóse, con el cuarto trasero junto á la tierra, pronto á dar el salto. Á haber estado allí en acecho, hubiérais visto entonces la cosa más estupenda de este mundo: el lobo se detuvo en el preciso momento de estar saltando. Brincó antes de haber visto contra qué se lanzaba, y, de pronto, trató de pararse. El resultado fué salir disparado en dirección vertical hasta un metro ó metro y medio de altura, volviendo á caer casi en el mismo sitio.
—¡Un hombre! exclamó con disgusto. Un cachorro humano. ¡Mira!
Frente á frente de él, apoyándose sobre una rama baja, erguíase, completamente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: la cosa más mona y pequeña, más fina y regordeta que jamás se había presentado, de noche, ante la caverna de un lobo. Miró á éste cara á cara, y se rió.
—¿Es esto un cachorro de hombre? dijo mamá Loba. Nunca he visto ninguno: tráelo.
Acostumbrado á mover de un lado á otro sus propios pequeñuelos puede un lobo, si es preciso, llevar un huevo en la boca sin romperlo, y así, aunque se juntaron sobre la espalda del niño ambas quijadas de papá Lobo, ni un solo diente le arañó la piel, que apareció intacta al colocarle éste entre los lobatos.
—¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo! Y... ¡qué valiente! dijo con dulzura mamá Loba. El niño se abría paso por entre los cachorros para arrimarse al calor de la piel. ¡Ajá! Ahora come con los demás. De modo que éste es un cachorro de hombre ¿eh? Pues á ver si ha habido nunca lobo que pudiera vanagloriarse de contar uno entre sus hijos.
—De eso he oído hablar algunas veces, pero nunca refiriéndolo á nuestra manada ni á mis tiempos, contestó papá Lobo. Está completamente desprovisto de pelo, y bastaría que lo tocara con el pie para matarlo. Pero observa: nos está mirando y ni siquiera tiene miedo.
El resplandor de la luna, que penetraba por la boca de la caverna, quedó interceptado, de pronto, por la enorme cabeza cuadrada y por los hombros de Shere Khan que se asomaba á la entrada. Tabaqui, detrás de él, le decía con voz chillona:
—¡Señor, señor, se ha metido aquí.
—Shere Khan nos honra en extremo con su visita, dijo papá Lobo, mientras le desmentían sus iracundos ojos. ¿Qué desea Shere Khan?
—Mi presa. Un cachorro humano ha pasado por aquí. Sus padres han huído. Dámelo.
Shere Khan había saltado por encima de un fuego de leñadores, como dijo papá Lobo, y estaba furioso por el dolor de las quemaduras que tenía en las patas. Pero papá Lobo sabía perfectamente que la boca de la caverna era harto estrecha para que por ella pudiera pasar un tigre. Aun en el sitio donde Shere Khan estaba, sus hombros y patas delanteras tenían que encogerse penosamente, como le ocurriría al hombre que intentara pelearse con otro dentro de una cuba.
—Los lobos son un pueblo libre, dijo papá Lobo. Obedecen las órdenes del Jefe de su manada, y no las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro de hombre es nuestro... para matarlo si se nos antoja.
—¡Si se nos antoja! ¡Si se nos antoja! ¿Qué es eso de antojárseos ó no? ¡Por el toro que maté, que es cosa de preguntar hasta cuándo he de estar oliendo vuestra perruna guarida, para obtener lo que en justicia se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que os habla!
Tronó por los ámbitos de la caverna el rugido del tigre. Mamá Loba separóse de los lobatos y se adelantó, fijando en los llameantes ojos de Shere Khan los suyos, semejantes á dos verdes lunas brillando en la oscuridad.
—Y soy yo, Raksha (el Demonio), quien te contesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se le matará. Vivirá para correr junto con nuestra manada y para cazar con ella; y, al fin y al cabo, mire vuesa merced, señor cazador de desnudos cachorrillos... devorador de ranas... matador de peces..., al fin y al cabo, él será quien, á su vez, le cace. Con que ahora apártese, ó por el sambhur que maté (yo no como ganado hambriento), le aseguro, fiera chamuscada de estas selvas, que va á volver vuesa merced al regazo de su madre, más coja aún que al venir al mundo. ¡Márchese!
Papá Lobo miró con aire estupefacto. Había casi olvidado ya aquellos tiempos en que ganó á mamá Loba en liza abierta contra otros cinco lobos, cuando ella tomaba parte en las correrías de la manada, y el llamarla el Demonio no era un mero cumplido. Shere Khan acaso hubiera desafiado á papá Lobo, pero no podía resistirse contra mamá Loba, porque sabía que, en el sitio en que se hallaban, todas las ventajas eran para ella, y que lucharía hasta morir. Retiróse, pues, refunfuñando, de la boca de la caverna, y cuando se vió libre, gritó:
—¡Cada perro ladra en su cubil! Ya veremos lo que dice la manada respecto á eso de criar cachorros humanos. El cachorro es mío, y al fin vendrá á parar á mis dientes, ¡rabosos! ¡ladrones!
Dejóse caer jadeante mamá Loba, entre sus lobatos, y díjole gravemente papá Lobo:
—Mucho hay de verdad en lo que ha hablado Shere Khan. Es preciso enseñar á la manada el cachorro ese. ¿Persistes aún en guardártelo, mamá?
—¡Guardarlo! contestó ella suspirando. Desnudo vino, de noche, sólo y hambriento, y, sin embargo, no tenía miedo. Mira: ha echado ya á un lado á uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo hubiese querido matarlo y escaparse después al Wainganga, mientras los campesinos, en venganza, venían aquí al ojeo en nuestros cubiles! ¡Guardarlo! ¡Vaya si lo guardaré! Acuéstate quietecito, renacuajo. Tiempo vendrá, Mowgli (porque Mowgli, la rana, le llamaré á vuesa merced en adelante), en que no sea el cazado por Shere Khan, sino quien le cace á él.
—Pero ¿qué va á decir nuestra manada? dijo papá Lobo.
La Ley de la Selva prescribe terminantemente que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de la manada á que pertenece; pero que, tan pronto como sus cachorros tienen edad suficiente para sostenerse de pie, debe llevarlos al Consejo de la manada, que se celebra una vez cada mes, al resplandor de la luna llena, con el fin de que los demás lobos puedan identificarlos. Después de esta inspección, los lobatos quedan en libertad para correr por donde quieran, y, hasta que no hayan matado el primer gamo, no se admite excusa alguna en favor del lobo de la manada que sea ya mayor y mate á alguno de aquéllos. La pena de muerte es el castigo que se da al asesino donde pueda hallársele; y, si pensáis sobre esto un momento, veréis que es, realmente, justo.
Esperó papá Lobo á que sus cachorros pudieran corretear poco ó mucho, y entonces, la noche de la reunión de toda la manada, cogiólos, junto con Mowgli y con mamá Loba, y llevóselos á la Peña del Consejo, una cima cubierta de piedras y guijarros, donde podían ocultarse un centenar de lobos. Akela, el enorme y gris Lobo Solitario que había llegado á ser jefe de la manada gracias á su fuerza y habilidad, estaba echado cuan largo era sobre su peña, y más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos tamaños y colores, desde los veteranos de color de tejón que podían habérselas á solas con un gamo, hasta los de tres años de edad que sólo presumían que habían de poder. El Lobo Solitario los guiaba á todos desde hacía un año. Dos veces había caído en una trampa allá en su juventud, y otra había sido apaleado hasta darlo ya por muerto: bien sabía, pues, los usos y costumbres de los hombres. Muy poco se habló en la reunión de la Peña. Los lobatos tropezaban unos con otros, cayéndose, en el centro del círculo donde sus respectivos padres y madres se sentaban, y de vez en cuando un lobo anciano se dirigía silenciosamente hacia uno de los cachorros, lo miraba con gran atención, y se volvía á su sitio sin producir el menor ruido. De pronto empujaba una madre su lobato hacia la luz de la luna para tener la seguridad de que no había pasado inadvertido. Desde su peña, Akela gritaba: «Ya sabéis lo que dice la Ley; ya lo sabéis. ¡Mirad bien, lobos!» Y las ansiosas madres repetían: «¡Mirad! ¡Mirad bien, lobos!»
Al fin (y en aquel momento se le erizaron á mamá Loba todos los pelos del cuello), empujó papá Lobo á «Mowgli, la rana», como le llamaban, hacia el centro, donde se sentó, riendo y jugando con algunos guijarros que la luz de la luna hacía brillar.
Akela, sin levantar la cabeza, que tenía puesta sobre las patas, continuó con su monótono grito: «¡Mirad bien!» Sordo rugido se elevó por detrás de las rocas; era la voz de Shere Khan que gritaba á su vez:
—El cachorro es mío, dádmelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?
Akela no movía ni las orejas. No hizo más que decir:
—¡Mirad bien, lobos! ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con los mandatos de cualquiera que no sea el mismo Pueblo? ¡Miradlo bien!
Alzóse un coro de gruñidos, y un lobo joven, de unos cuatro años, recogió la pregunta de Shere Khan, dirigiéndose otra vez á Akela:
—¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?
Ahora bien: la Ley de la Selva prescribe que, en el caso de disputársele á un cachorro el derecho á ser admitido por la manada, han de defenderle por lo menos dos de los miembros de ésta, que no sean su padre ó su madre.