
Los perros jaros
¡Por nuestras claras, deliciosas noches
en que libres corremos y cazamos!
¡Por el aroma matinal del aire
que humedece el rocío, no secado!
¡Por el placer de perseguir las piezas
que locas huyen con terror incauto!
¡Por los gritos de nuestros compañeros
que al vencido sambhur tienen cercado!
¡Por los dulces peligros de la noche!
¡Por el dormir de día, dulce y grato,
allá á la entrada del cubil! ¡Por todo,
guerra á muerte juramos!
No empezó para Mowgli la parte más agradable de su vida hasta después de la invasión verificada por la Selva. Tranquila su conciencia por considerar que había pagado sus deudas, y amigo de cuantos en la Selva vivían, era mirado por todos con un poco de temor. Lo que hizo, vió y oyó vagando solo ó con sus cuatro compañeros bastaría para escribir innumerables cuentos, cada uno de ellos tan largo como el presente. Así, pues, dejaré de referiros su encuentro con el Elefante Loco de Mandla, que mató veintidós bueyes que conducían once carros llenos de plata acuñada, perteneciente al Tesoro nacional, y esparció por el polvo las brillantes rupias; su lucha con Jacala, el cocodrilo, durante toda una noche, en los Pantanos del Norte, y cómo rompió su cuchillo de desollador en las placas de la espalda del animal; cómo halló otro cuchillo nuevo que llevaba pendiente del cuello un hombre que había sido muerto por un oso, tras de lo cual siguió él las huellas de éste y lo mató para que fuera el justo precio pagado por el cuchillo; cómo quedó cogido una vez, durante la época llamada de la Gran Hambre, entre los rebaños de ciervos que emigraban, y fué casi aplastado por ellos; cómo salvó á Hathi, el Silencioso, del peligro de caer por segunda vez en una trampa de las que tienen un palo afilado en el fondo, y cómo, al día siguiente, cayó él mismo en otra de las que sirven para leopardos, rompiendo entonces Hathi las gruesas barras de madera que la formaban; finalmente, cómo pudo ordeñar las hembras de los búfalos salvajes en los terrenos pantanosos, y cómo... Pero no pueden contarse varios cuentos á la vez y hay que limitarse á uno.
Murieron Papá Lobo y Mamá Loba, colocando entonces Mowgli una gran piedra contra la boca de la cueva y entonando allí, entre sollozos, la Canción de la Muerte; Baloo era ya muy viejo y apenas podía moverse, y hasta Bagheera, que tenía nervios de acero y férreos músculos, comenzaba ya á mostrar menos agilidad cuando se trataba de matar alguna pieza. Con los años, de gris que era, volvióse Akela blanco como la leche, con las costillas salientes, caminando como si su cuerpo fuera de madera, y Mowgli tenía que cazar para él. Pero los lobos jóvenes, los hijos de la deshecha manada de Seeonee, crecían y se multiplicaban, y cuando llegaron á ser unos cuarenta, de cinco años, sin amo, con excelentes pulmones y ligeros pies, Akela les dijo que debían juntarse, obedecer la Ley, y estar bajo la dirección de uno, como correspondía á los del Pueblo Libre.
No se metió Mowgli en este asunto, porque, como él dijo, ya sabía lo que eran frutas agrias y en qué árboles se cogían; pero cuando Fao, hijo de Faona (cuyo padre era el que indicaba las pistas en los tiempos de la jefatura de Akela) ganó en buena lid el derecho de dirigir la manada, de acuerdo con la Ley de la Selva, y cuando, á la luz de las estrellas, resonaron una vez más los antiguos gritos y canciones, Mowgli volvió á asistir al Consejo de la Peña, como en memoria de tiempos que pasaron. Si se le antojaba hablar, la manada aguardaba hasta que hubiera terminado, y se sentaba en la peña al lado de Akela, más arriba del sitio ocupado por Fao. Eran, aquéllos, días en que se cazaba bien y se dormía mejor. Ningún forastero se atrevía á entrar en las selvas que pertenecían al pueblo de Mowgli, como llamaban á la manada; los lobos más jóvenes crecían más fuertes y gordos, y abundaban los lobatos que había que llevar á la Peña para que los inspeccionaran. Iba siempre Mowgli á estas reuniones, acordándose de aquella noche en que una pantera negra compró á la manada la vida de un chiquillo moreno y desnudo, y al prolongado grito de: «Mirad, mirad bien, lobos», latía con fuerza su corazón. Otras veces se alejaba, internándose en la Selva con los que él consideraba como sus cuatro hermanos, probando, tocando y viendo toda clase de cosas nuevas.
Una tarde, á la hora del anochecer, mientras caminaba distraidamente por los bosques para ir á dar á Akela la mitad de un gamo que acababa de matar, mientras los cuatro se empujaban, medio riñendo y revolcándose por juego, oyó un grito como nunca se había vuelto á oir allí desde los tiempos en que vivía Shere Khan. Era lo que llaman en la Selva el feeal, una especie de horroroso chillido que da el chacal cuando caza siguiendo á un tigre, ó cuando tiene caza mayor á la vista. Si imagináis una mezcla de odio, de aire triunfal, de miedo y de desesperación, en un solo grito desgarrador, tendréis una idea del feeal que se oyó entonces elevarse, descender y vibrar en el aire, á lo lejos, del otro lado del Wainganga. Los cuatro lobos dejaron de jugar en el acto, con los pelos erizados y gruñendo. Mowgli echó mano al cuchillo y se paró, congestionado el rostro, arrugado el entrecejo.
—No hay por aquí ningún rayado que se atreva á matar... dijo.
—No es éste el grito del Explorador, contestó el Hermano Gris. Eso es alguna gran cacería. ¡Escucha!
Resonó de nuevo el grito, mitad parecido á un sollozo y mitad á una risa ahogada, ni más ni menos que si el chacal tuviera flexibles labios humanos. Respiró entonces Mowgli con fuerza y echó á correr en dirección de la Peña del Consejo, adelantándose por el camino á los lobos de la manada que también corrían hacia el mismo sitio. Fao y Akela estaban juntos sobre la Peña, y más abajo que ellos veíanse á los demás, sentados y con todos los nervios en tensión. Las madres y sus lobatos corrían hacia sus cubiles, porque cuando el feeal suena conviene que los débiles se hallen recogidos.
Nada se oía más que el rumor del Wainganga, corriendo entre la obscuridad, y las ligeras brisas del anochecer pasando entre las copas de los árboles, cuando de pronto, al otro lado del río, aulló un lobo. No era ninguno que perteneciera á la manada, porque éstos se hallaban todos alrededor de la Peña. El aullido se fué prolongando, adquiriendo un tono como de desesperación. «¡Dhole!», decía, «¡Dhole! ¡Dhole! ¡Dhole!» Oyóse ruido de cansados pasos por entre las rocas, y un demacrado lobo, con los costados llenos de rayas rojas, destrozada una de sus patas delanteras y cubiertas de espuma las quijadas, lanzóse en mitad del círculo y se echó jadeante á los pies de Mowgli.
—¡Buena suerte! ¿Quién es tu jefe? le preguntó gravemente Fao.
—¡Buena suerte! Soy Won-tolla, contestó el recién llegado.
Quería decir con esto que era un lobo solitario, que atendía á su defensa, á la de su compañera y pequeñuelos en algún aislado cubil, como hacen algunos lobos en la parte meridional del país. Won-tolla significa uno que no forma parte de ninguna manada. Al acabar de hablar quedóse jadeando, y con tal fuerza le latía el corazón que á cada latido todo su cuerpo se movía.
—¿Quién anda por ahí? dijo Fao, porque esto es lo que todos preguntan en la Selva en cuanto se oye el feeal.
—¡Los dholes, los dholes del Dekkan... los Perros Jaros, los Asesinos! Fueron desde el Sur hacia el Norte, diciendo que en el Dekkan no se encontraba nada y matándolo todo por donde pasaban. Cuando esta luna era luna nueva tenía yo cuatro de los míos: mi compañera y tres lobatos. Ella les enseñaba á cazar sobre las llanuras cubiertas de yerba, escondiéndose para apoderarse de los gamos, como hacemos nosotros, los que cazamos en campo abierto. Á media noche les oí pasar, siguiendo, con grandes ladridos, un rastro. Al soplar la brisa matutina hallé á los míos yertos sobre la yerba... los cuatro, Pueblo libre, los cuatro... y esto ocurrió cuando esta luna era luna nueva. Entonces hice uso del Derecho de la Sangre y fuí en busca de los dholes.
—¿Cuántos eran? preguntó rápidamente Mowgli, mientras la manada gruñía rabiosamente.
—No lo sé. Tres de ellos no matarán ya á nadie más; pero al fin me persiguieron como á un gamo, haciéndome correr con sólo las tres patas que me quedan. ¡Mira, Pueblo Libre!
Adelantó entonces su destrozada pata, ennegrecida con la sangre que se había secado ya. Tenía en los costados terribles mordiscos, y el cuello herido, desgarrado.
—¡Come! le dijo Akela, levantándose de encima de la carne que Mowgli le había traído, é inmediatamente lanzóse sobre ella el solitario.
—No perderéis lo que me dáis, dijo humildemente cuando hubo satisfecho un poco el hambre. Préstame fuerzas, Pueblo Libre, y también yo mataré luego. Vacío está mi cubil, antes lleno, y la Deuda de Sangre no está pagada aún del todo.
Fao oyó cómo sus dientes crujían sobre un hueso, y gruñó con aire de aprobación.
—Esas quijadas tuyas han de sernos útiles, dijo. ¿Iban cachorros con los dholes?
—No, no. Todos eran cazadores rojos, perros de manada, grandes y fuertes, aunque allá en el Dekkan suelen alimentarse comiendo lagartos.
Lo que acababa de decir Won-tolla significaba que los dholes, los rojos perros cazadores del Dekkan, iban de paso en busca de algo que matar, y los lobos de la manada sabían perfectamente que hasta el tigre les cede su presa á los dholes. Suelen cazar éstos corriendo en línea recta por la Selva, lanzándose sobre cuanto hallan y despedazándolo todo. Aunque no tengan el tamaño ni la astucia del lobo son muy fuertes y en gran número. No comienzan á considerar que forman manada hasta que se ha reunido un centenar de ellos; mientras que con cuarenta lobos basta y sobra para lo mismo. El haber ido errante Mowgli de un lado á otro le llevó hacia los confines de los grandes prados del Dekkan, donde vió á los fieros dholes durmiendo, jugando y rascándose en los hoyos y matojos que usan como cubiles. Despreciábalos y odiábalos él porque no olían como el Pueblo Libre; porque no vivían en cavernas, y, sobre todo, porque les crecía el pelo entre los dedos de las patas, mientras que á él y á sus amigos no les ocurría eso. Pero no se le ocultaba, por habérselo dicho Hathi, lo terrible que es una manada de dholes cuando va de caza. Aun el mismo Hathi les deja libre el paso, y ellos siguen adelante, hasta que los matan ó hasta que escasea ya la caza.
Algo sabía, también, Akela respecto á los perros jaros, porque dijo en voz baja á Mowgli:
—Más vale morir entre todos los de la manada que sin guía y solo. Ésta es una cacería magnífica... y será la última en que yo tome parte. Pero, á juzgar por los años que suelen vivir los hombres, á tí, Hermanito, te quedan aún muchas noches y muchos días de vida. Vete hacia el Norte y acuéstate allí, y si alguien queda vivo después del paso de los dholes ya irá á llevarte noticias del resultado de la lucha.
—¡Ah! contestó Mowgli con toda la gravedad posible, ¿es que he de irme á coger pececillos en las lagunas y á dormir en un árbol, ó quieres que pida á los Bandar-log que me ayuden á cascar nueces mientras la manada queda ahí abajo batiéndose?
—La lucha será á muerte. Tú no te has encontrado nunca con los dholes... con los Asesinos rojos. Hasta el rayado...
—¡Aowa! ¡Aowa! exclamó Mowgli con mal humor. Yo maté á un mono rayado, Shere Khan, y estoy seguro que lo que es él hubiera sido capaz de abandonar á su propia compañera, para que se la comieran los dholes, si el viento hubiese llegado á traerle el olor de la manada, aunque entre ambos se hallaran tres bosques de por medio. Pues bien, escucha: hubo una vez un lobo que era mi padre, y una loba que era mi madre, y otro lobo viejo y gris (no muy discreto á veces, y blanco ahora) que era para mí como mi padre y mi madre juntos. Así, pues (y aquí levantó más la voz) yo afirmo que cuando vengan los dholes, si vienen, Mowgli y el Pueblo Libre lucharán como iguales contra ellos; y digo, por el toro que me rescató (por aquel toro que Bagheera pagó por mí en aquellos tiempos de que ya no os acordáis los de la manada), digo... para que lo tengan presente los árboles y el río que me oyen, si es que yo lo olvido... que este cuchillo que ves será para la manada como un colmillo más con que ha de contar... y no me parece, en verdad, que su filo esté muy embotado. Eso es cuanto he de decir, y ésa la palabra que empeño.
—No conoces tú á los dholes, hombre que hablas como los lobos, dijo Won-tolla. Yo no deseo más que pagar la deuda de sangre que con ellos tengo pendiente antes de que me hagan pedazos. Avanzan despacio, matando á medida que se alejan, y dentro de dos días habré recobrado ya algo las fuerzas perdidas, con lo cual podré volver á la lucha. Pero en cuanto á vosotros, Pueblo Libre, mi opinión es que os vayáis hacia el Norte y que os contentéis con comer poco durante el tiempo que tarden en pasar los dholes. Es ésta una cacería en que no hay que buscar carne.
—¡Mirad con qué sale ahora el solitario! exclamó Mowgli riendo. ¡Pueblo Libre! ¡Tenemos que huir hacia el Norte y dedicarnos á coger lagartos y ratas por miedo de tropezar con algún dhole! Hay que dejarles á ellos que maten todo lo que quieran en nuestros cazaderos, mientras nosotros nos escondemos en el Norte hasta que se les antoje devolvernos lo que es nuestro. ¡No son más que unos perros (y mejor dicho unos cachorros), rojos, con el vientre amarillo, sin cubiles, y con pelos que les crecen entre los dedos de las patas! En sus camadas vénse seis ú ocho pequeñuelos, como en las de Chikai, el diminuto ratoncillo saltador. ¡Es indudable que hemos de huir, Pueblo Libre, y pedirles por favor á los del Norte que nos dejen comer alguna res muerta! Ya sabéis el adagio: «en el Norte hay miseria; en el Sur piojos. En cuanto á nosotros, somos la Selva». Escoged, pues, escoged. ¡La cacería ha de valer la pena! ¡Por la manada... por toda la manada; por los cubiles y las carnadas; por lo que se mata dentro y fuera de aquéllos; por la compañera que persigue al gamo y por los más pequeños de los lobatos que estén en las cavernas... juremos la lucha... juremos... juremos!
Contestó la manada con un ladrido profundo, que estalló resonando en la noche como si fuera el ruido de la caída de un árbol enorme.
—¡Lo juramos! gritaron los lobos.
—Quedaos con ellos, dijo Mowgli á los cuatro. No habrá diente que no haga aquí falta. Fao y Akela que lo preparen todo para la batalla. Yo voy á contar los perros.
—¡Eso es la muerte! gritó Won-tolla, levantándose á medias. ¿Qué puede hacer ése, que ni siquiera tiene pelo, contra los perros jaros? Acordaos de que hasta el Rayado...
—Vamos, que eres un verdadero solitario, repuso Mowgli; pero ya hablaremos de esto cuando los dholes estén muertos. ¡Buena suerte para todos!
Echó á correr por entre la obscuridad, presa de tal agitación que apenas miraba donde ponía los pies, y la natural consecuencia de ello fué el caerse cuan largo era sobre los grandes anillos de Kaa, la serpiente pitón, en el sitio donde ésta estaba echada al acecho frente á un sendero frecuentado por los ciervos cerca del río.
—¡Kscha! dijo Kaa malhumorada. ¿Es proceder al estilo de la Selva el venir aquí haciendo ese ruido con los pies, caminando tan torpemente, para estropearle á uno el trabajo de toda una noche... y precisamente cuando la caza se presentaba tan bien?
—Confieso que he estado torpe, dijo Mowgli levantándose. Verdaderamente, en tu busca iba, Cabeza Chata; pero cada vez que nos encontramos te has engordado y has crecido un pedazo tan largo como uno de mis brazos. No hay en la Selva nadie como tú, discreta, anciana, fuerte y hermosísima Kaa.
—Á ver... ¿á donde vas á parar por este camino? dijo Kaa con voz algo más suavizada. No ha cambiado aún la luna desde que un hombrecito armado de un cuchillo me tiraba piedras á la cabeza llenándome de insultos, más furioso que un gato montés, porque yo dormía al raso.
—Sí, y espantabas á todos los ciervos que Mowgli venía persiguiendo, y esa Cabeza Chata estaba tan sorda que ni oía mis silbidos para que dejara libre el camino por donde los ciervos pasan, contestó Mowgli con gran calma, sentándose entre los pintados anillos de la serpiente.
—Y ahora este mismo hombrecito viene con palabras suaves y halagadoras diciéndole á aquella misma Cabeza Chata que es discreta, y fuerte, y hermosa, y ella se deja persuadir, y le hace sitio... así... á aquel que le tiraba piedras, y... ¿Estás bien? ¿Podría Bagheera ofrecerte asiento tan cómodo?
Como de costumbre, bajo el peso del cuerpo de Mowgli, Kaa había convertido el suyo en una especie de blanda hamaca. Tendióse el muchacho, en medio de la obscuridad, y se enroscó sobre aquel cuello flexible, semejante á un cable, hasta lograr que la cabeza de Kaa descansara sobre su hombro, y entonces le refirió cuanto había pasado en la Selva aquella noche.
—Lista puedo ser, dijo Kaa cuando hubo terminado él, pero lo que es sorda también lo soy, sin ningún género de duda. De lo contrario, hubiera oído el feeal. Ya no me extraña que los que viven de hierba se hallen tan inquietos. ¿Cuántos son los dholes?
—No lo he visto aún. Vine corriendo á encontrarte. Tú eres más vieja que Hathi. Pero, Kaa... (y al decir esto temblaba Mowgli de puro contento) ¡qué magnífica cacería va á ser! Pocos de nosotros vivirán cuando cambie la luna.
—¿Es que tú también vas á tomar parte en esto? Acuérdate de que eres un hombre, y de cuál fué la manada que te arrojó de ella. Deja que el Lobo y el Perro se arreglen. Tú eres un hombre.
—Las nueces de antaño son ogaño tierra negra, contestó Mowgli. Cierto que soy un hombre, pero paréceme haber dicho esta noche que era un lobo. Por testigos puse al río y á los árboles. Pertenezco al Pueblo Libre, Kaa, hasta que hayan pasado los dholes.
—¡Pueblo Libre! murmuró Kaa... Dí, más bien, pandilla suelta de ladrones. ¿Y tú te has ligado á ellos, en busca de una muerte segura, sólo por la memoria de aquellos lobos que ya no existen? Eso no es saber cazar.
—He dado mi palabra. Los árboles lo saben y el río también. Hasta que el dhole se haya ido no quedaré libre del compromiso.
—¡Ah! La cosa cambia, así, por completo. Pensé llevarte conmigo á los pantanos del Norte, pero palabra es palabra, aunque sea la de un hombrecito desnudo y sin pelo como tú. Así, pues, yo, Kaa, digo á esto que...
—Piensa bien lo que vas á decir, Cabeza Chata, para que no resulte que también tú te has ligado más de lo conveniente. No necesito que me des palabra de hacer nada, porque bien sé que...
—Bueno: sea, contestó Kaa. No daré palabra alguna; pero ¿qué piensas hacer cuando vengan los dholes?
—Tienen que pasar á nado el Wainganga. Pues bien: yo pensaba salirles al encuentro, cuchillo en mano, cuando crucen algún sitio de poca agua, y llevar detrás de mí á la manada, para que, á cuchilladas y atacados por los míos, tuvieran que retroceder un poco río abajo ó ir á refrescarse el gaznate.
—Los dholes no retroceden, y, en cuanto á su gaznate, hierve siempre, contestó Kaa. Cuando esta cacería termine no quedará ya hombrecito ni lobato, sino únicamente los huesos.
—¡Alala! Si morimos moriremos. Será una cacería magnífica. Pero soy joven y no he visto aún muchas lluvias. Ni sé mucho ni soy fuerte. ¿Tienes tú, Kaa, algún plan mejor?
—Yo he visto centenares y centenares de lluvias. Antes de que Hathi hubiera mudado los colmillos de leche, el rastro que yo dejaba en el polvo al pasar era enorme. Por el primer huevo que hubo en el mundo te aseguro que soy más vieja que muchos árboles, y que he visto todo lo que la Selva ha hecho.
—Pero éste es un caso nuevo. Nunca los dholes se han cruzado en nuestro camino.
—Lo que es ha sido, también, antes. Lo que será no es más que un año olvidado que hiere mirando hacia atrás. Estate quieto mientras yo cuento esos años que tengo.
Durante más de una hora estuvo echado Mowgli sobre los anillos de la serpiente, mientras Kaa, con la cabeza inmóvil sobre el suelo, pensaba en todo lo que había visto y aprendido desde el día en que salió del huevo. Sus ojos parecieron extinguirse, y, ya sin luz, semejaban viejos ópalos, mientras, de cuando en cuando, daba una especie de torpes estocadas con la cabeza, á derecha é izquierda, como si estuviera cazando en sueños. Mowgli dormitaba, porque sabía que nada prepara tan bien para la caza como el dormir, y estaba acostumbrado á hacerlo á cualquier hora del día ó de la noche.
De pronto sintió que el cuerpo de Kaa crecía y se ensanchaba bajo el suyo, mientras la enorme serpiente pitón soplaba, silbando con el ruido de una espada que alguien sacara de una vaina de acero.
—He visto todas las estaciones del año que pasaron, dijo, al fin Kaa; los árboles enormes, los viejos elefantes, y las rocas desnudas y ásperas cuando aun el musgo no las vestía. ¿Estás vivo todavía, hombrecito?
—No hace más que un momento que desapareció la luna en el horizonte, dijo Mowgli. No entiendo...
—¡Hisch! Ya vuelvo á ser Kaa. Ya sabía que no hacía más que un momento, como dices. Ahora iremos al río y te enseñaré cómo hay que proceder contra los dholes.
Volvióse la serpiente y se dirigió, recta como una flecha, hacia el cauce del Wainganga, hundiéndose en el agua un poco antes de llegar á la laguna que oculta la Roca de la Paz, y llevando á Mowgli á su lado.
—No, no nades. Yo me deslizaré rápidamente. Ponte sobre mi espalda, Hermanito.
Apretó Mowgli el brazo izquierdo alrededor del cuello de Kaa, dejó caer el derecho, bien pegado al cuerpo, y puso los pies de punta. Entonces Kaa embistió contra la corriente como sólo ella era capaz de hacer, mientras la ondulación del agua formaba en torno del cuello de Mowgli como una gorguera y sus pies se balanceaban en el remolino que se veía á cada lado de la serpiente. Á un kilómetro ó dos más arriba de la Roca de la Paz, el Wainganga se estrecha al pasar por una garganta que forman unas rocas de mármol de veinticinco á treinta metros de altura, y la corriente se desliza como por el canal de un molino entre toda clase de pedruscos. Pero Mowgli no hizo caso del agua: poca habría en el mundo que llegara á preocuparle ni por un momento por el miedo que le causara. Miraba á cada lado de aquella estrecha garganta y resollaba fuertemente como molestado, porque se sentía en el aire un olor, mitad como de algo dulce y mitad como de algo agrio, que era muy parecido al olor de un gran hormiguero en día caluroso. Instintivamente metióse todo él bajo el agua, levantando sólo la cabeza, de cuando en cuando, para respirar, y entonces Kaa ancló, por medio de una doble torsión de la cola en torno de una roca hundida, sosteniendo á Mowgli en el hueco que formaban sus anillos, mientras el agua corría.
—Esto es la Morada de la Muerte, dijo el muchacho. ¿Por qué hemos venido aquí?
—Duermen, dijo Kaa. Hathi no tuerce su camino cuando ve al Rayado. Y, sin embargo, tanto Hathi como el mismo Rayado se apartan cuando vienen los dholes, pero de éstos se dice que no cambian de dirección por nada. Ahora bien: ¿ante quién retrocede el diminuto Pueblo de las Rocas? Dime, amo de la Selva, ¿quién es el verdadero amo?
—Éstas, susurró Mowgli. Aquí mora la Muerte. Vámonos.
—No, mira bien, porque ahora están durmiendo. Todo está como estaba cuando yo no era más larga de lo que es tu brazo.
Las rajadas y carcomidas rocas de aquella garganta del Wainganga habían servido desde el principio de la Selva para el diminuto Pueblo de las Rocas: las laboriosas y feroces abejas negras de la India; y, como Mowgli sabía perfectamente, todo rastro de animal torcía hacia un lado ú otro á más de ochocientos metros antes de llegar á aquel sitio. Durante siglos, el Pueblo Diminuto había tenido allí sus enjambres y pululado de grieta en grieta, juntándose una y otra vez, manchando el blanco mármol con miel seca y fabricando sus panales, altos y profundos, en la obscuridad de las cavernas interiores, donde ni los animales, ni el fuego, ni el agua pudieran llegar nunca. En toda su longitud, la garganta parecía adornada con negras cortinas de terciopelo de un brillo débil, y Mowgli se sintió desfallecer al verlo, porque aquella especie de cortinas eran los millones de abejas amontonadas que allí dormían. Había, además, otros pedazos, y adornos, y cosas que parecían carcomidos troncos de árbol prendidos sobre la superficie de las rocas, restos viejos, abandonados, ó nuevas ciudades fabricadas al abrigo de aquella garganta resguardada del viento; y enormes masas de esponjosos panales, ya podridos, habían rodado desde lo alto, pegándose entre los árboles y enredaderas que parecían agarrarse á la superficie de las rocas. Como se pusiera el muchacho á escuchar oyó más de una vez el ruido que producían, al deslizarse, los panales repletos de miel, cayéndose allá adentro, en las obscuras galerías; luego rumor de alas batiendo furiosamente, y el gotear de la miel esparcida que iba corriendo hasta llegar al borde de alguna abertura al aire libre, desde la cual chorreaba lentamente sobre hojas y ramas. Había, á un lado del río, una especie de playa pequeñísima, de menos de un metro y medio de ancho, y estaba llena de desechos acumulados allí durante innumerables años. Abejas muertas, basura, colmenas viejas, alas de mariposillas merodeadoras que habían ido á perderse en aquel sitio en busca de miel, todo estaba amontonado, formando finísimo polvo negro. El solo olor penetrante de aquel conjunto bastaba para asustar á cualquier ser viviente que careciera de alas y supiese lo que era el Pueblo Diminuto.
De nuevo dirigióse Kaa corriente arriba hasta que llegó á un banco de arena que se hallaba al extremo de aquella garganta.
—Aquí está lo que han muerto en esta estación, dijo. ¡Mira!
Sobre el banco se veían los esqueletos de un par de ciervos y de un búfalo. Mowgli vió que ni lobos ni chacales habían tocado sus huesos, que estaban sobre el suelo en la posición natural.
—Traspasaron el lindero, no conociendo la Ley, murmuró Mowgli, y el Pueblo Diminuto los mató. Vámonos antes de que despierte.
—No despierta hasta que llega la aurora, dijo Kaa. Ahora voy á contarte una cosa. Venía un gamo perseguido desde el Sur, en dirección á este sitio, hace de ello muchas, muchas lluvias, sin conocer la Selva y llevando tras de sí á toda una manada que seguía su rastro. Ciego de miedo, saltó desde lo alto, mientras la manada iba siguiéndole sólo con la vista, porque corría desatinadamente tras de él, ciega también. El sol estaba ya alto y el Pueblo Diminuto era numeroso y se hallaba muy enfurecido. Numerosos fueron, igualmente, los de la manada que saltaron al Wainganga; pero antes de que llegaran al agua estaban ya muertos. Los que no saltaron murieron también en las rocas, allá arriba. En cuanto al gamo quedó vivo.
—¿Y cómo fué esto?
—Porque él llegó primero, corriendo para salvar la vida, y saltó antes de que el Pueblo Diminuto estuviera prevenido, hallándose ya en el río cuando las abejas se juntaron para matarlo. Pero la manada que venía detrás se perdió por completo bajo el peso de aquéllas.
—¿Y el gamo vivió? dijo pausadamente Mowgli, insistiendo en la misma idea.
—Cuando menos no murió entonces, aunque no tuviera nadie que, al caer, lo esperara para recibirlo sobre un cuerpo bastante fuerte que lo protegiera contra el agua, como esta gruesa, sorda y amarilla Cabeza Chata está pronta á hacer por cierto hombrecito... sí, aunque detrás de él fueran todos los dholes del Dekkan siguiéndole el rastro. ¿Qué te parece esto?
La cabeza de Kaa estaba pegada á la oreja de Mowgli. Algún tiempo transcurrió antes de que el muchacho contestara.
—Es jugar con la Muerte, pero... verdaderamente, Kaa, tú eres quien más sabe en toda la Selva.
—Eso me han dicho muchos. Pues bien, mira: si los dholes te siguen...
—Como me seguirán, con toda seguridad... ¡Oh! Mi lengua sabrá lanzar espinas agudísimas que irán á clavárseles.
—Pues si te siguen furiosos, ciegos, sin mirar á ningún lado, fija sólo la vista en tí, los que no mueran arriba caerán al agua aquí ó más abajo, porque el Pueblo Diminuto levantará el vuelo y toda la manada quedará cubierta por él. Las aguas del Wainganga tienen siempre hambre, y ellos no contarán con ninguna Kaa que vaya á sostenerlos cuando caigan, sino que, los que vivan, serán arrastrados por la corriente hasta los bajíos, allá por los Cubiles de Seeonee, y en aquel sitio podría tu manada salirles al encuentro y arrojarse sobre ellos.
—¡Ahai! ¡Eowawa! Ni una lluvia cayendo á tiempo en mitad de la estación seca es mejor que este plan. No queda nada por decidir más que la cuestión insignificante de la carrera y del salto. Ya iré yo á que me vean y conozcan los dholes, á fin de que me persigan muy de cerca.
—¿Has visto las rocas que están ahí arriba?... ¿Las has visto desde la tierra?
—¡Ah! no. No se me había ocurrido esto.
—Anda á verlas. La tierra está como podrida, llena de grietas y agujeros. Con que pusieras en falso uno de tus torpes pies la cacería habría terminado. Mira, voy á dejarte aquí y hacer por tí una cosa: ir á contarles á los de la manada lo que hemos dicho, para que sepan dónde podrán encontrar á los dholes. Lo que es por mí, nada tengo yo que ver con ningún lobo.
Cuando á Kaa no le gustaba una amistad mostraba su desagrado con más rudeza que nadie en toda la Selva, excepción hecha, quizá, de Bagheera. Nadó río abajo, y frente á la Peña encontróse con Fao y con Akela que estaban escuchando los ruidos nocturnos.
—¡Hisch! ¡Perros! dijo alegremente; los dholes bajarán por el río. Si no les tenéis miedo podréis matarlos en los bajíos.
—¿Cuándo vendrán? dijo Fao.
—¿Y dónde está mi hombre-cachorro? preguntó Akela.
—Vendrán cuando vengan, contestó Kaa. Espéralos y lo verás. En cuanto á tu hombre-cachorro, al cual le has hecho empeñar su palabra, y que has conducido así á la Muerte... tu hombrecito está conmigo, y si no está ya muerto ahora mismo no tienes tú la culpa, ¡perro blanqueado! Espera aquí á los dholes, y alégrate de que el hombre-cachorro y yo peleemos á tu lado.
Volvió Kaa á remontar con rapidez la corriente y dió fondo en mitad de la estrecha garganta, mirando hacia arriba, hacia el borde de los acantilados. De pronto vió la cabeza de Mowgli proyectándose contra las estrellas, luego oyóse un rumor, como un silbido, en el aire, el agudo schloop de un cuerpo que caía de pie, y un momento después hallábase el muchacho descansando nuevamente sobre los anillos del cuerpo de Kaa.
—Este salto no es nada, de noche, dijo Mowgli tranquilamente. Yo he saltado desde doble altura, sólo por gusto; pero ahí arriba sí que es mal sitio: todo son arbustos bajos y zanjas muy profundas, llenos unos y otras de Pueblo Diminuto. Yo he colocado grandes piedras superpuestas en el borde de tres zanjas. Al correr les daré con el pie y las lanzaré abajo y todo el Pueblo Diminuto se levantará detrás de mí, furioso.
—Esto son habladurías y astucias de hombre, dijo Kaa. Tú eres listo, pero ese Pueblo está enfurecido siempre.
—No, al anochecer todas las alas descansan un rato, las que están lejos y las que están cerca. Yo me entretendré con los dholes á esa hora, porque sé que ellos suelen cazar mejor de día. Ahora siguen el rastro de sangre que ha dejado Won-tolla.
—Ni Chil deja nunca un buey muerto, ni los dholes un rastro de sangre, dijo Kaa.
—Pues entonces, yo les daré otro nuevo, hecho con su propia sangre, si me es posible, y les haré morder el polvo. ¿Te quedarás aquí, Kaa, hasta que vuelva con mis dholes?
—Sí, pero ¿y si te matan en la Selva, ó si es el Pueblo Diminuto el que te quita la vida antes de que puedas saltar al río?
—Cuando llegue mañana cazaremos según lo que mañana exija, contestó Mowgli, citando, al decirlo, una frase de uso común en la Selva, y luego añadió: que me canten la Canción de la Muerte cuando muerto esté. ¡Buena suerte, Kaa!
Apartó su brazo del cuello de la serpiente y descendió por la garganta que formaba el río como si fuera un madero arrastrado por una avenida, chapoteando en dirección de la lejana orilla, donde el agua corría más tranquila, y riéndose á carcajadas de puro gozo. Nada había que le gustara tanto á Mowgli, según él mismo había dicho, como jugar con la Muerte, y demostrar á la Selva que él era allí no el amo, sino el archiamo. Con frecuencia había ido á robar, ayudado por Baloo, colmenas de las que las abejas fabrican en árboles aislados, y gracias á ello sabía que el Pueblo Diminuto no puede sufrir el olor del ajo silvestre. Así, pues, recogió un hacecillo de esta planta, lo ató con una tira de corteza, y luego comenzó á seguir el rastro de sangre de Won-tolla, en dirección del Sur, á partir desde los cubiles, por espacio de más de una legua, mirando á los árboles con la cabeza inclinada á un lado, y riéndose como loco, al mirar.
—He sido Mowgli, la Rana, decía entre sí; y he dicho que era Mowgli, el Lobo. Ahora me toca ser Mowgli, el Mono, antes de que llegue á convertirme en Mowgli, el Gamo. Al fin, acabaré por ser Mowgli, el Hombre. ¡Oh! Y al decirlo pasó el dedo pulgar por la hoja de su cuchillo, de diez y siete pulgadas de largo.
El rastro de Won-tolla, todo él una línea de obscuras manchas negras, corría por debajo de un bosque de copudos árboles muy apiñados que se extendía en dirección noreste y que iba clareando, gradualmente, desde la distancia de media legua antes de llegar á las Rocas de las Abejas. Á partir del último árbol hasta llegar á la broza baja de dichas rocas era campo abierto, donde apenas habría logrado esconderse un lobo. Corrió, Mowgli, por debajo de los árboles, calculando las distancias entre rama y rama, ó, de cuando en cuando, encaramándose á un tronco, y saltando, por vía de ensayo, de un árbol á otro, hasta que llegó al campo abierto, que estuvo estudiando cuidadosamente por espacio de una hora. Luego volvióse, tomó nuevamente el rastro de Won-tolla donde lo había dejado, acomodóse en un árbol que tenía una rama saliente á unos dos metros y medio del suelo, y allí se quedó sentado tranquilamente, afilando su cuchillo en la planta del pie y canturreando.
Poco antes del mediodía, cuando el calor del sol era extremado, oyó ruido de pasos y sintió el abominable olor de la manada de dholes que iba siguiendo con aire feroz el rastro de Won-tolla. Vistos desde cierta altura, los perros jaros no parecen tener ni la mitad del tamaño de un lobo; pero Mowgli sabía perfectamente la fuerza que en sus patas y quijadas tenían. Estuvo observando la cabeza puntiaguda y de color bayo del que los dirigía, ocupado en olfatear la pista, y le gritó:
—¡Buena suerte!
Miró hacia arriba la fiera, y sus compañeros se pararon detrás de él, docenas y más docenas de perros jaros, de largas y colgantes colas, de sólidas espaldas, débiles patas traseras, y ensangrentadas bocas. Por lo general, son los dholes muy silenciosos y muy poco amigos de guardar buenas formas, aun entre los suyos. Unos doscientos debían de ser, cuando menos, los que se juntaron á los pies del muchacho; pero notó que los delanteros olfateaban con aire de hambrientos el rastro de Won-tolla é intentaban hacer seguir hacia delante á toda la manada. Esto no le convenía, porque así llegarían á los cubiles en pleno día, y la intención de Mowgli era entretenerlos allí, bajo el árbol, hasta el anochecer.
—¿Con qué permiso venís á este sitio? les dijo.
—Todas las Selvas son nuestras, fué la contestación que obtuvo, y el dhole que se la dió lo hizo enseñándole los dientes. Miró Mowgli hacia abajo sonriendo, é imitó perfectamente los agudos chillidos de Chikai, el ratón saltador del Dekkan, queriendo significar con esto á los dholes que les tenía en tan poco como al mismo Chikai. Agrupóse, entonces, la manada alrededor del tronco del árbol, y el que la dirigía ladró furiosamente llamándole á Mowgli mono. Por toda respuesta alargó el muchacho una de sus desnudas piernas y agitó los dedos del pie, precisamente sobre la cabeza del perro. No se necesitaba más para poner fuera de sí á toda la manada. Los que tienen pelo entre los dedos no gustan de que alguien se lo recuerde ni indirectamente. Apartó Mowgli su pie en el momento en que el jefe de la manada saltaba para mordérselo, y díjole con gran suavidad:
—¡Perro, perro jaro! Vuélvete al Dekkan á comer lagartos. ¡Vete con Chikai, tu hermano... perro, perro... jaro, perro jaro! ¡Tienes pelo entre todos tus dedos! Y, al decirlo, agitó los suyos por segunda vez.