Prólogo del traductor
El libro de las tierras vírgenes, que no tengo noticia de que se haya traducido antes de ahora al castellano, lleva en inglés los títulos de The Jungle Book y The Second Jungle Book, pues se halla dividido en dos series, cada una de las cuales forma un tomo aparte. Háse creído más conveniente reunirlas aquí en un sólo volumen, y como en castellano no se usa la palabra jungle, que posee el francés, por ejemplo, el traductor ha considerado que, para el título del libro, la mejor versión de aquel vocablo era algo que abarcara todos los significados que quiere darle el autor. Son éstos bastante diversos y aun bastante vagos, pues lo mismo puede traducirse por selva, que por tierra inculta y llena de maleza; lo mismo podría aplicarse á la manigua cubana, que le sirve al autor para hablarnos de grandes extensiones de la abrasada India ó de las que están cubiertas por los hielos á poca distancia del Polo; del propio modo se refiere á la tierra, en este libro, que á sus habituales pobladores... y aun Kipling llega, arrastrado por su imaginación de poeta, á hacer de la Jungle, con mayúscula, una entidad tan importante como la Sociedad humana, con sus leyes, usos y costumbres, lenguaje, etc.
En el texto de la obra yo he escrito, generalmente, selva donde decía jungle, y, acomodándome al espíritu del autor, he acudido también á la majestuosa mayúscula siempre que se ha tratado de dar á aquella palabra cierto sentido enfático digno de los graves y trascendentales asuntos que aquí se dilucidan entre osos, lobos, tigres, panteras, elefantes, cocodrilos, chacales, monos, serpientes, pájaros y demás personajes importantes con quienes ha de trabar conocimiento quien siga leyendo atentamente las páginas de este volumen, el cual es, en su mayor parte, el libro de las selvas Indias, y así podría haberse llamado en castellano, si cuanto el autor nos cuenta ocurriera en la India y entre sus selvas.
The Jungle Book es famoso en Inglaterra y en los países de lengua inglesa, y más de un crítico, no siempre benévolo con el autor, lo considera como la mejor obra de éste.
Desde 1894, en que se publicó la primera edición de la serie inicial de estos cuentos, se han agotado ya varias de aquéllas, y la Société du Mercure de France, incluyendo la obra en la lista de las que publica de autores extranjeros, ha contribuído también grandemente á propagarla entre los que no suelen leer libros ingleses y están al tanto de las últimas novedades parisienses[1]. Kipling merece en verdad ser traducido, ya que es uno de los autores más populares de Inglaterra, una de las más potentes figuras literarias de hoy, y, sin duda, la que mejor puede vanagloriarse de ser, entre las gentes de su raza, gloria de la literatura al propio tiempo que fuerza política, fuerza que él ha conquistado y sostenido por medio de la pluma. No es Kipling uno de esos autores refinados que escriben pensando más en el arte que en el público que ha de leer sus trabajos. Por el contrario, se le ha dicho que es una especie de periodista que busca los asuntos palpitantes y hace de sus grandes dotes literarias arma de combate. Tiene el fuerte y pesado puño de la raza anglo-sajona pura, sin influencias debilitantes que vengan á suavizar asperezas, y hay que tomarle como él es: como tipo representativo de la gran familia de que forma parte, como condensación de todas las buenas y malas cualidades que pasean por el mundo, con aire sereno y triunfal á la vez, muchos millones de hombres que han creado y extienden por todas partes una civilización poderosa, personal, dominadora, pero que lleva en el fondo un gran sedimento de libertad para todo el que forma parte integrante de ella, no para el que estorbe su marcha ambiciosa, incansable.
Es difícil adivinar si todos los paladares españoles gustarán por igual del manjar exótico que entre el editor y yo les ofrecemos con el título de El libro de las tierras vírgenes. Yo creo que toda persona de cultivado gusto hallará en esos cuentos de Kipling mucho que admirar, y que no será acogida con indiferencia, en España y en la América que fué española, obra que reune tan grandes condiciones para quedar como una de las más típicas muestras de la literatura inglesa contemporánea, y una, también, de las más artísticas que se han escrito con la intención de que puedan servir, lo mismo para instructivo solaz de los niños, que para inofensivo regalo de personas mayores que sepan deleitarse viendo el fondo intencionado de lo que sólo parece dirigido á despertar juveniles imaginaciones y á mantener más ó menos viva su curiosidad. En la literatura de todo el mundo hay ya otras obras que son infantiles sólo por el aspecto, y que los hombres citan con respeto, porque quien las escribió demostró en ellas ser consumado artista, poeta y pensador.
Yo espero que á la lista de esas obras las futuras historias de la literatura añadirán The Jungle Book de Rudyard Kipling, y que la única duda que se ofrecerá á los historiadores será la de si es una obra realmente escrita para niños ó una juguetona y sonriente serie de sátiras sociales encubiertas y de estupendas descripciones para personas mayores que tengan alma poética é inclinada á soñar en lo lejano, lo nuevo y lo raro.
Esas tres cualidades reune la obra que presento al lector. Posee el prestigioso aroma de lo lejano y poco semejante á lo nuestro; la novedad, porque no es frecuente que un gran escritor nos dé una larga serie de narraciones para contarnos la fantástica y casi humana vida de las fieras en la India ó en otros apartados y más ó menos salvajes países; posee también la rareza, que, si para unos es cualidad, para otros es defecto; pero que saben apreciar en la justa medida los que comprenden que por debajo de ella corre, como fecundante río, la originalidad, signo de un cerebro fuerte y creador, incapaz de sujetarse á estrechos límites ni de seguir caminos trillados. La personalidad de Kipling no es de las que esperan modestamente que el beneplácito de los críticos les diga cómo y sobre qué deben escribir, sino de las que traen dentro de sí un mundo y lo van esparciendo á pedazos para que los demás aprendan algo que ignoraban ó que no pensaron nunca que pudiera ser tan bello iluminado á plena luz. Rudyard Kipling es de los reveladores, de los que llegan al alma de las cosas y sorprenden allí leyes y armonías de las que ve el poeta, y que si no son la verdad son una apariencia de ella, más hermosa, á veces, que la verdad misma.
La literatura inglesa tiene más tendencia al cosmopolitismo que la nuestra. Viajan los ingleses mucho más que nosotros; como gente muy convencida de su fuerza, no temen que nadie les robe su propia personalidad, y así como muy fácilmente introducen en su lenguaje voces de idiomas extranjeros sin tomarse el trabajo de subrayarlas siquiera cuando las escriben, y sin esperar á que ninguna Academia de la Lengua (que no poseen) les dé permiso para ello, así también hallan especial encanto en que no sólo los libros de viajes les hablen de las más apartadas regiones del planeta que habitamos, sino, además, las obras del género novelesco, que satisfacen así mejor cierta innata sed de romanticismo que hay en el alma inglesa bajo la grave y fría, ó quizá mejor, serena, cubierta exterior.
Son frecuentísimas las novelas inglesas de asunto extranjero; y en terreno tan bien preparado para el cultivo ha ido á sembrar Kipling sus narraciones de asunto indio, su gran especialidad, ó aquéllas en que intervienen principalmente marineros, soldados, tipos de aventureros de las colonias, etc., etc., gente, en suma, que nació muy lejos ó que muy lejos ha ido á parar con frecuencia en su vida, como al mismo autor le ocurre, aunque por distintos motivos. La India tiene, sin embargo, doble interés para los ingleses, porque al romántico júntase también el político. Del último carecerá en absoluto el lector español; pero, aun así, creo yo que si fuere niño leerá este libro con más interés, por lo general, que ciertos insustanciales cuentos de hadas, y si fuere hombre se sentirá agradablemente sorprendido ante el profundo conocimiento que de la vida de los animales muestra el autor; ante su habilidad en ponerlos en escena prestando á sus actos hondo valor psicológico; ante el poder de evocación de cosas que, sin duda, ha presenciado, ó el de imaginar las que no ha visto, aunque acerca de ellas posea datos propios ó ajenos, aquellos datos de primera mano que parecen ser privilegio de los naturalistas, de los hombres del campo, de los cazadores... de todos los que gozan de la doble vista que comunica el diario contacto con la naturaleza y son, como si dijéramos, los zahoríes de ella. Poned á cada uno de los animales de que nos habla el autor en esta obra un nombre humano, referid á nuestra propia vida no pocas de las escenas que él describe, y el literato, y el político, y el soldado, los hombres de todos los oficios y caracteres, se reconocerán á sí mismos en este libro, ó, si para ello les falta valor y sinceridad, reconocerán al vecino, sea amigo ó enemigo, y más si es lo segundo que lo primero. De mí sé decir que, con la sonrisa en los labios, porque hay aquí su parte de humorismo, me ha parecido algunas veces descubrir la más sorprendente semejanza entre algunos de los caballeros que andan por el mundo mostrando satisfechos su maldad ó su tontería y los que Kipling nos presenta haciendo con poca diferencia lo mismo. Y si á la vida literaria aplicáramos todo eso ¡oh! qué despiadada sátira contra los falsos dioses; los impotentes; los envidiosos; los que á sabiendas faltan á la verdad para que el efecto redunde en propia ventaja; los que chillan, se disputan y se exhiben como monos para que alguien se fije en ellos por lo que bullen, ya que no por lo que valen; los que como el chacal adulan sólo con la intención de sacar algo, y cuando nada consiguen devoran al adulado si la ocasión se ofrece; los que como el tigre (Shere Khan) se convierten en una especie de caciques de pueblo á quienes todo el mundo debe sumisión incondicional, ó pretenden ellos que se la debe, hasta que, al fin, viene un hombre verdaderamente libre y los manda enhoramala, y les arranca la piel para que sirva de lección á los que vengan detrás... ¡Y qué bello y significativo aquel tipo de Mowgli, que es, como de Segismundo dicen los versos de Calderón, «un hombre entre las fieras—y una fiera entre los hombres»! La idea de patria late en fiel fondo de esa figurilla de muchacho, y al mismo tiempo, y como burla burlando, infinidad de problemas de la educación, de la mezcla de razas, de la emigración... problemas que se ofrecen continuamente á los que por unas ú otras razones han hallado en el mundo más de una patria, ó así, al menos, se lo parece á ellos. ¡Y aquella manada de lobos que mata constantemente á su jefe cuando ya no le sirve, porque la edad le ha hecho poco apto para la caza!... ¿No os parece que se trata de políticos, artistas, literatos, pensadores, hombres en fin? Y hasta la foca que, por nacer blanca, constituye una excepción desagradable para su raza, y aun para su propia familia, y más cuando se le antoja reformar inveteradas tradiciones y descubrir nuevas tierras para los que se hallan ya perfectamente con las que poseen, sean buenas ó malas... ¿quién no la ha conocido á esa pobre foca blanca, ó quién con sólo hurgar en su propia conciencia no la ha descubierto allí muy escondida, por poco que no piense en todo como las mayorías, como las multitudes suelen pensar?
Sería interminable la tarea de poner comentarios á este libro, que á mí me parece una gran fábula con que un escritor se venga de los que le han hecho sufrir, y el modesto papel de traductor me impone ciertos límites á los que he de procurar ajustarme, no sin dificultad. Los comentarios que yo no hago, los hará, seguramente, más de un lector que lea la obra como debe leerse la de un autor cuya gloria no necesita de más aplausos ni recomendaciones que los que hace años está acostumbrado á oir. Claro es que también ha oído censuras, unas debidas á la desigualdad que se nota á veces en sus trabajos, y otras á su imperialismo fogoso (de brutal lo ha calificado un poeta inglés), que si le ha hecho más popular en Inglaterra en época reciente, le ha convertido también en blanco de la prensa política en los países en que se combate encarnizadamente aquella tendencia. Acaso alguien espere que hable yo aquí largo y tendido de ese imperialismo de Kipling y que me detenga á combatirlo, como hacen otros, con ensañamiento, por sanguinario y poco escrupuloso. No voy á complacerles, porque no me preocupa eso tanto como á ellos. Los países fuertes han tenido siempre, en todas las épocas, tendencia á tratar de demostrar que el mundo les pertenece por derecho propio; así como los débiles han protestado, también siempre, en nombre de la justicia y del derecho. Pero pierde el tiempo quien crea que á las naciones les importa mucho la opinión ajena cuando tratan de engrandecerse é imponerse. Por otra parte: no debe inmiscuirse el lector de una obra literaria en averiguar si las ideas políticas del autor coinciden ó no con las suyas. Juzgue sobre la belleza ó fealdad de la obra que se le ofrece, y deje lo demás para otra ocasión, ó para que sea discutido en las columnas de la prensa á la que esto interesa.
Rudyard Kipling, á pesar de lo mucho que lleva escrito y de su extensa reputación, es aun joven, pues nació en Bombay en 1865. Pasó allí con sus padres sus primeros años, hasta que le llevaron á Inglaterra dejándole con unos parientes para que se educara. Era sobrino del célebre pintor Burne Jones, y esto le facilitó el conocer á no pocas personalidades distinguidas, y entre ellas al famoso William Morris. Á los diez y siete años regresó á la India, y, gracias á la influencia de su padre, entró en el periodismo, al que se entregó con pasión y en el cual dejó buenos recuerdos. El padre de Kipling era también persona muy conocida y respetada: hábil dibujante, ilustró parte de las dos series de este mismo libro; fué profesor de la Escuela de Bellas Artes de Bombay, y estuvo encargado luego del Museo establecido por el Gobierno inglés en Lahore; publicó en 1891 una obra titulada «Fieras y hombres en la India», y no sería de extrañar que á su padre le debiera nuestro autor algunos de los conocimientos de que da fe The Jungle Book. Juan Lockwood Kipling es su nombre, y hay quien pretende, sin que yo pueda afirmarlo, que el de su hijo fué primitivamente José Rudyard Kipling, desapareciendo muy pronto el José y quedando al fin sólo el Rudyard, único que he visto mencionado en biografías suyas que conozco. Rudyard es intraducible: es uno de tantos nombres de pila que se usan en Inglaterra y que no recuerdan á un santo, sino al sitio en que nació el que lo lleva, ó únicamente al capricho de su familia. Rudyard Lake, en el Staffordshire, es el punto en que por primera vez vió el padre de Kipling á la que debía después ser su esposa, y el nombre de aquel lago quiso que se perpetuara, dándoselo á su hijo que, realmente, ha hecho que no se olvidara en el mundo.
La reputación literaria de Kipling comenzó en la India, y allí, exclusivamente, publicó sus primeros libros, que iban de mano en mano entre los ingleses residentes en el país. En 1889 emprendió un viaje á Inglaterra, y, de vuelta del mismo, estuvo en el Japón y en la América del Norte, donde no halló un sólo editor para sus obras quien pocos años después había de verse solicitado por todos, y con ofrecimientos tan increíbles para nosotros como el de un chelín por cada palabra que escribiera formando parte de una de sus narraciones. Aquel mismo año se estableció en Londres, donde no tardó en hacerse popular. Desde entonces ha vivido unas veces en Inglaterra, otras en los Estados Unidos, y ha viajado mucho por África y Oceanía. En una visita que hizo á Nueva York, en 1899, enfermó gravemente, y los periódicos de más circulación de Londres publicaban hojas extraordinarias para dar cuenta de la marcha de la enfermedad, mientras los norteamericanos le dedicaban sus artículos de fondo y por las calles de Nueva York voceaban los vendedores de periódicos los números diciendo que contenían «las últimas noticias sobre Rudyard Kipling». Celebridad más rápida y completa pocas veces se ha visto. El Emperador de Alemania dijo entonces, en una carta que dirigió á la esposa del escritor, interesándose por la salud de éste, que era entusiasta admirador suyo, y que en él veía al cantor de los grandes hechos de «la raza común» que en el fondo forman ingleses y alemanes. La raza era entonces la que hablaba, y ha hablado siempre en los grandes entusiasmos por Kipling, que parecen inexplicables porque otros autores de valía no los despiertan con tanta facilidad en el público. La multitud había hallado su verbo y temía perderlo antes de tiempo.
Kipling es un escritor fecundo. Trabaja mucho, con regularidad, y ha habido año en que ha publicado hasta siete libros. Quizá de ello se resienta su producción. Es, además de prosista, poeta y aun dibujante, habiendo escrito un tomo de cuentos para niños que está ilustrado por él mismo. Como poeta es muy popular, casi tanto como cuentista, y si puede discutirse su inspiración, es, en cambio, un versificador hábil que sabe producir efecto pulsando la cuerda sensible del patriotismo. Esa facilidad que tiene para versificar es, sin duda (además de ciertos ejemplos de Walter Scott), la que le induce muchas veces á entreverar en sus libros la prosa con el verso, no siempre con buen acuerdo, en mi humilde opinión. En este mismo libro, sus composiciones (que los niños pueden pasar por alto, si gustan) son, con frecuencia, alardes métricos, en los cuales dice lo que quiere y como quiere, jugando con las palabras y escribiendo lo que en España no se está generalmente acostumbrado á considerar como susceptible de ser poetizado. Traduzco estas poesías en verso, cuando así están escritas, porque éste creo que es mi deber, no por gusto, pues las dificultades que ofrece su adaptación á un idioma tan poco parecido al inglés como el castellano, son grandes, y, con frecuencia, casi invencibles[2].
Espero que el lector discreto se hará cargo de que no es fácil tarea la de hinchar un perro, como dijo Cervantes, y que no me achacará á mí más faltas que las que me correspondan, comprendiendo que ni la poesía inglesa de Kipling es como la de Zorrilla, Campoamor y Nuñez de Arce, ni mis pobres traducciones han de obrar milagros y hacer que lo que sea una imitación de la musa popular parezca lleno del mismo aroma al ser trasplantado aquí, y lo que imite al caprichoso y extraño poeta norteamericano Walt Whitman lo halle de perlas quien nunca haya leído en el original una línea de aquel poeta... sin rimas, ni leyes, ni grandes respetos humanos, autor que á los que no han visto mucho mundo... literario y creen que todas las razas han de ser como la suya les parece un loco; pero que á los más entendidos se les antoja un genio. No debemos los latinos medir con nuestro rasero á los pueblos septentrionales, porque ni ellos tienen nuestra ligereza, nuestro gusto é impresionabilidad, ni nosotros su fuerza incontrastable, fría, calmosa, audaz, poco amiga de detenerse ante ciertos reparos que paralizan á veces nuestra acción.
Como libro útil para la educación de la voluntad en los niños yo no dudo en recomendar éste de un hombre de voluntad de hierro. De igual modo podría un médico prescribir un tónico y mucho ejercicio al aire libre á quien él viera que lleva en el rostro el sello de la anemia.
