JUICIOS CRÍTICOS
SOBRE EL
PARAÍSO PERDIDO
DE
MILTON
DE RICHARDSON
Si algún libro ha habido jamás verdaderamente poético, es decir, lleno de poesía, es el Paraíso perdido. ¡Qué afluencia de hechos deducidos de una fuente histórica tan escasa! ¡Qué de mundos inventados! ¡Qué naturaleza tan bella nos presenta ante los sentidos! En ningún otro poema se pintan las cosas divinas más sublime ni divinamente; en ninguno se da tan grandiosa idea de la naturaleza, tal como salió de las manos de Dios, con todo su encanto virginal, su gloria y su pureza; y en cuanto a la raza humana, ¿qué Homero hay que la presente más gigantesca, más robusta ni más valiente? ¿Qué pinturas o estatuas de los grandes maestros pueden sugerirnos un concepto tan exacto de su gentileza y superioridad? Todas estas grandezas brillan en aquel poema de la manera más perfecta e interesante. El ánimo del lector se siente predispuesto a gozar, y embargado por el placer, admira, y se embelesa, y cede a cuantas impresiones quiere el poeta producir en él. En este poema se halla la fuente de todo conocimiento, de toda religión y de toda virtud, dado que infunde en el alma una paz inefable, un dulce consuelo y una alegría íntima luego que se penetra uno del verdadero sentido del escritor, y presta dócil atención a sus armoniosos cantos.
Al leer la Ilíada o la Eneida hallamos una colección de bellísimos cuadros, lo mismo que al leer el Paraíso perdido; pero para ejecutar los primeros hay, hablando en el lenguaje profesional, muchos Rafaeles, Corregios, Guidos, etc., al paso que las pinturas de Milton son más grandes y sublimes, más divinas e interesantes que las de Homero y Virgilio y cualquier otro poeta, o para decirlo de una vez, muy superiores a las de todos los poetas antiguos y modernos.
DE NEWTON
No hay página del Paraíso perdido en que el autor no dé muestras de ser un crítico eminente y un apasionado admirador de la Sagrada Escritura. De esta ha tomado infinitamente más que de Homero, de Virgilio y de todos los demás libros. En la Escritura tiene su fundamento no solo la acción principal, sino todos los episodios. La Escritura, no solo le ha suministrado los más nobles conceptos, sino engrandecido sus pensamientos y sublimado su imaginación; y al propio tiempo ha enriquecido sobremanera su lenguaje, dando a la dicción cierta majestad solemne, y sugiriéndole las más apropiadas y felices expresiones. Aprendan pues los lectores con este ejemplo a leer devotamente las Sagradas Escrituras. Si alguno hay que se atreva a ridiculizarlas o mirarlas con indiferencia, lo menos que puede decirse de él es que dista mucho de comprender el gusto y el genio de Milton; porque el que verdaderamente tenga uno y otro, estamos seguros de que estimará este poema como la más excelente de todas las composiciones modernas, y la Escritura como el mejor de todos los libros antiguos.
DE JOHNSON
Voy ahora a examinar el Paraíso perdido, poema que con relación a su objeto bien puede ocupar el lugar más preferente, y con respecto a la ejecución, el segundo entre las producciones del ingenio humano.
Es opinión común a todos los críticos que el autor de un poema épico debe considerarse como el genio más privilegiado, porque requiere un conjunto de facultades de las cuales basta solamente alguna para otras composiciones. La poesía es el arte de unir lo agradable y lo verdadero, excitando a la imaginación como un poderoso auxiliar de la inteligencia. La poesía épica aspira a enseñar las verdades más importantes por medio de preceptos agradables, y para ello refiere los grandes hechos del modo que más interés produzcan. La historia debe suministrar al escritor los datos de la narración, datos que aprovecha y realza con arte superior, que vivifica con dramática energía y que reviste con útiles recuerdos y reflexiones; la moral le prescribe límites exactos, considerando bajo diferentes puntos de vista la virtud y el vicio; de la política y la práctica de la vida aprende a discernir los caracteres y a describir las pasiones, cada una de por sí o combinadas unas con otras; y la fisiología le ayuda a su vez con mil recursos e imágenes. Para levantar con todos estos materiales un edificio poético, se requiere una imaginación capaz de pintar a la naturaleza y de inventar lo que no existe; y nadie puede llamarse poeta si no posee todas las riquezas del lenguaje y distingue todos los primores de la frase o el colorido que resulta de ella, y sabe acordar los diferentes sonidos con las infinitas variedades de la modulación métrica.
Bossu es de opinión que el primer propósito del poeta debe ser hallar una moral que ilustre y realice después por medio de su fábula. Este parece haber sido el único fin de Milton, pues así como en otros poemas la moral es una consecuencia o un mero incidente, solo en Milton es una cosa esencial e intrínseca. Su objeto fue el más útil y el más difícil de todos, justificar los designios de Dios respecto al hombre; mostrar lo razonable de la religión y la necesidad de obedecer los preceptos divinos.
Para cumplir con este objeto era menester una fábula, una narración dispuesta con tal arte, que excitase el más vivo interés y la más grata sorpresa en el ánimo de los demás, y en esta parte de su obra preciso es confesar que Milton ha llegado a donde cualquier otro poeta. En su historia de la caída del hombre ha comprendido los sucesos que precedieron a este acontecimiento y los que sobrevinieron posteriormente; y con tal oportunidad introdujo todo el sistema de la teología, que no hay parte alguna de su obra que no aparezca necesaria en tal concepto. Apenas hay pasaje ni digresión alguna que no contribuya al desarrollo y progreso de la acción principal.
El asunto de un poema épico naturalmente tiene que ser un hecho de grande importancia: pues bien; Milton no trata de la destrucción de una ciudad, del establecimiento de una colonia, ni de la fundación de un imperio; su asunto es la suerte del mundo, las revoluciones del cielo y de la tierra, la rebelión contra el Ser Supremo suscitada por las criaturas más sublimes entre todos los seres creados; la derrota de sus huestes y el castigo de su crimen; la creación de una nueva raza de criaturas racionales; su ventura e inocencia original; la pérdida de su inmortalidad y la restauración de su paz y de su esperanza.
En la realización de los grandes sucesos solo pueden intervenir personas de elevada dignidad. Ante la grandeza desplegada en el poema de Milton, cualquiera otra desaparece; sus más débiles agentes son los seres humanos más dignos y más nobles, los primitivos padres de la humanidad, con cuyas acciones coincide la acción hasta de los mismos elementos, de cuya rectitud o de cuya extraviada voluntad dependen el estado de la naturaleza terrestre y la condición de todos los futuros habitantes del globo.
De los demás agentes del poema, los principales son tales que sería irreverente nombrarlos en ocasión menos importante; poderes de ínfima condición a quienes solo el freno del Omnipotente puede impedir la facultad de crear y de envolver los vastos límites del espacio en ruina y en confusión. Explicar los motivos y acciones de seres tan superiores de manera que la razón humana pueda comprenderlo y la humana imaginación representárselo es la empresa que este eminente poeta se propuso y que llevó a cabo.
En el examen de un poema épico entra por mucho el estudio de los caracteres que en él se emplean, y los que en el Paraíso perdido admiten este examen son los ángeles y el hombre, los ángeles buenos, y más, el hombre en su estado de inocencia y en su pecado.
Respecto a los ángeles, la virtud de Rafael es afable y benigna, condescendiente y francamente comunicativa; la de Miguel es majestuosa y sublime, y como es de suponer, celosa en cuanto corresponde a la dignidad de su propia naturaleza. Abdiel y Gabriel aparecen solo casualmente y obran como lo requiere su respectiva situación; la fidelidad solitaria de Abdiel está pintada afectuosamente.
Los caracteres de los ángeles malos son muy diversos. A Satán, como observa Addison, se atribuyen sentimientos propios del ser más sublime y más perverso. Clarke ha censurado a Milton por las impías blasfemias que a veces pone en boca de Satán; «porque hay pensamientos, dice con mucha razón, que no puede justificar ninguna índole ni carácter, dado que no se atrevería a expresarlos ningún hombre virtuoso, aun cuando se le pasasen por la imaginación.» Hacer hablar a Satán como un rebelde sin usar de expresiones que pudieran ofender la delicadeza del lector, era una de las mayores dificultades con que tenía que luchar Milton, y no puedo menos de añadir que supo salir perfectamente airoso de ella. En las arengas de Satán hay pocas cosas que puedan ofender los oídos del hombre más timorato. El lenguaje de la rebelión no puede ser nunca el mismo que el de la obediencia. La malignidad de Satán se deja llevar siempre de su altanería y obstinación, pero sus expresiones, por lo común, son generales y ofensivas en cuanto nacen de un corazón perverso.
Los demás caudillos de la rebelión celeste están diestramente dados a conocer en los libros 1.º y 2.º, y el feroz carácter de Moloc es siempre consecuente, lo mismo batallando que aconsejando.
Adán y Eva están durante su inocencia dotados de sentimientos que solo las almas puras pueden comprender y expresar; su amor es pura benevolencia y mutua veneración; se procuran el alimento sin ansia alguna y se muestran diligentes sin fatigarse. En sus oraciones al Criador apenas hay más que la efusión del asombro y de la gratitud. Disfrutan y no se les ocurre averiguar más; son inocentes y no abrigan temor alguno.
Pero con el pecado empiezan la desconfianza y las desavenencias, las acusaciones recíprocas y el empeño de disculparse; se miran ya uno a otro con prevención y temen que el Criador vengue la injuria que le han hecho; pero por fin vuelven en sí para implorar su perdón, va labrando en ellos el arrepentimiento y acaban postrándose en ademán de súplica. Adán, sin embargo, aparece siempre superior antes y después de la caída.
Acerca de lo verosímil y maravilloso, dos condiciones del poema épico vulgar que sugieren a los críticos profundas consideraciones, el Paraíso perdido no da lugar a muchas. Contiene la historia de un milagro, el de la creación y la redención; ensalza el poder y la misericordia del Ser Supremo, y así lo verosímil resulta maravilloso y lo maravilloso verosímil. Lo esencial en una narración es que sea verdadera, y como en la verdad no hay elección posible, supuesto que es necesaria, está sobre todos los cánones y reglas. En las partes accesorias y eventuales, puede, como en todo lo humano, hacerse algunas excepciones. Mas lo verdaderamente importante se apoya en inmóviles fundamentos.
Ha observado muy oportunamente Addison, que este poema por la naturaleza de su asunto lleva a todos los demás la ventaja de interesar universal y perpetuamente: todo el género humano de todos tiempos ha de tener la misma conexión con Adán y Eva, y cada hombre ha de participar del bien y el mal que se hace extensivo a todos.
En lo tocante a la máquina con que se da a entender la oportuna intervención de un poder sobrenatural, otro asunto inagotable de observaciones críticas, nada hay que hablar aquí porque cuanto sucede es bajo la inmediata y visible dirección del cielo; pero de todas suertes, de tal manera está observada esta regla, que no hay acción ni parte de ella que llegue a realizarse por otros medios.
En punto a episodios hallo únicamente dos, la relación de Rafael sobre la guerra del cielo y el discurso profético de Miguel sobre las vicisitudes que ha de experimentar el mundo. Ambos están estrechamente unidos con la acción principal; el uno era necesario para la instrucción de Adán, y el otro para su consuelo.
Tampoco puede hacerse objeción alguna tocante a complemento o integridad del plan, pues cumple distinta y claramente con lo que Aristóteles exige, el principio, el medio y el fin. Quizá no hay poema de la extensión de este de que pueda suprimirse menos sin que resulte una verdadera mutilación. No hay en él juegos, funerales, ni la prolija descripción de ningún escudo; de las breves digresiones que se hallan al principio de los libros tercero, séptimo y noveno pudiera indudablemente prescindirse; pero ¿quién se atrevería a suprimir tan bellas superfluidades? ¿quién no desearía que el autor de la Ilíada hubiese deleitado a los siglos venideros con un tanto de conocimiento de sí mismo? Tal vez no habrá pasaje alguno leído tan frecuentemente y con tanta atención como estos trozos que pudieran llamarse extrínsecos; y si el fin de la poesía es deleitar, lo que tanto embelesa a todos no puede tenerse por antipoético.
Las cuestiones de si la acción del poema es estrictamente una, de si el mismo poema merece propiamente llamarse heroico, y de quién por último es el héroe, solo pueden ocurrirse a lectores que deducen el fundamento de su criterio más bien de los libros que de la razón. Verdad es que Milton califica solamente de Poema el Paraíso perdido, pero también le llama en otra parte Canto heroico. Indigna la petulancia e inconveniencia de Dryden que niega el heroísmo de Adán porque al fin resulta vencido; pero no hay razón alguna para suponer que el héroe no pueda ser desgraciado, y eso aún con la práctica establecida, desde que muy bien pueden no andar juntos el triunfo y el merecimiento. Catón es el héroe de Lucano; pero la autoridad de Lucano no bastaría a Quintiliano a darle la razón; y sin embargo, aún dada la necesidad del triunfo, puede decirse que el seductor de Adán al cabo se vio humillado, y Adán reintegrado en la gracia de su Hacedor, y por tanto, seguro de recobrar su dignidad humana.
Después del plan y artificio del poema, deben considerarse como partes que lo componen los afectos y la dicción.
Los afectos, como expresión de las acciones o pintura de los caracteres, en su mayor parte guardan siempre la precisión más rigurosa.
Rara vez se tropieza con trozos brillantes que contengan lecciones morales o reglas de prudencia, pues es tan original la forma de este poema, que así como nada humano admite hasta que ocurre la catástrofe, tampoco puede tratarse en él del procedimiento humano. Su fin es elevar el pensamiento sobre los cuidados o entretenimientos terrestres. El elogio de la fortaleza con que Abdiel mantuvo su valerosa y singular virtud contra el menosprecio que de él hacía su enemiga muchedumbre, a todos los tiempos puede acomodarse; y la severidad con que Rafael reprende a Adán cuando quiere enterarse de los movimientos de los planetas y la respuesta que da el mismo Adán, seguramente pueden oponerse a cuantas reglas prácticas han dado hasta ahora todos los poetas.
Los pensamientos que van sucesivamente eslabonándose son tales, que únicamente pueden ocurrirse a una imaginación en el más alto grado de entusiasmo y energía, excitada además por un estudio incesante y un inmenso espíritu de investigación. El ardoroso vigor de Milton puede decirse que sublima su gran saber y que impregna su obra en el espíritu de la ciencia que se sobrepone a todo lo que es terreno y vulgar.
Consideraba la creación en cuanto ella abarca, y así sus descripciones son siempre magníficas y propias de un hombre sabio. Había acostumbrado su imaginación a salvar cuantos obstáculos se le opusiesen, y sus conceptos por lo tanto son siempre grandiosos. Lo sublime es la cualidad característica de su poema. Desciende a veces a la elegancia; su elemento, sin embargo, es la grandeza. Puede a veces revestirse de alguna forma graciosa, pero su natural actitud es la elevación gigantesca. Agrada cuando es menester agradar, aunque su recurso favorito es producir admiración.
Parece saber acomodarse bien a la índole de su genio y conocer las cualidades de que la naturaleza le había pródigamente dotado más que a otro cualquiera; la facultad de abarcar la inmensidad, de realzar la esplendidez, de acrecentar lo terrible, de oscurecer más lo sombrío y aumentar lo que de suyo es pavoroso; y así eligió un asunto sobre el que no era posible extenderse mucho y en que podía darse vuelo a la imaginación sin incurrir en la extravagancia.
Ni los fenómenos de la naturaleza, ni los acaecimientos de la vida satisfacían bastantemente el anhelo con que buscaba cuanto era grande. El pintar las cosas como son en sí requiere una atención minuciosa y es propio de la memoria más bien que de la fantasía. Milton se complacía en explayarse por las vastas regiones de lo posible, porque la realidad era campo sobrado estrecho para su inteligencia. Empleó sus facultades en nuevos descubrimientos dentro de mundos en que solo puede campear la imaginación, embelesándose en hallar nuevos modos de existencia, en atribuir sentimientos y acciones a los seres superiores, en referir las discusiones que se tenían en la asamblea del infierno o en acompañar a los coros celestiales.
Pero no podía permanecer siempre en extraños mundos: tenía a lo mejor que descender a la tierra y hablar de cosas visibles y conocidas; y cuando no podía remontarse a lo maravilloso en alas de su talento, se complacía en dar muestras de su asombrosa fecundidad.
Cualquiera que sea el asunto de que trate no deja de poner en él su imaginación; pero sus imágenes y las descripciones de las escenas o fenómenos de la naturaleza no las toma siempre de formas originales, ni las presenta con la naturalidad, fuerza y energía de la observación inmediata; veía la naturaleza, según la expresión de Dryden, a través de la perspectiva de los libros y en muchas ocasiones tenía que llamar a la erudición en su ayuda. El jardín del Edén le trae a la memoria el valle del Enna donde Proserpina se entretenía en coger flores. Satán se abre camino por entre procelosos elementos, como Argos por entre las rocas Cianeas, o como Ulises entre los dos vagíos sicilianos cuando huía de Caribdis sesgando su nave. Con razón se le han criticado las alusiones mitológicas de que se vale y cuya inutilidad no siempre llega a comprender; pero es indudable que contribuyen a amenizar la narración y a excitar alternativamente la memoria y la imaginación.
Sus símiles son en más número y más varios que los de todos sus predecesores, y no se reduce a los límites de una comparación rigurosa, pues precisamente su gran recurso es la amplificación, dando una gran extensión, cuando la oportunidad lo requiere así, a la imagen más secundaria. Así, al comparar el escudo de Satán con el disco de la luna, lleva su imaginación hasta el descubrimiento del telescopio que dio lugar a tan maravillosas revelaciones.
En cuanto a los sentimientos morales no es mucho encarecer su elogio asegurando que deja muy atrás en ellos a todos los demás poetas, porque esta superioridad la debía a lo familiarizado que estaba con la Sagrada Escritura. Los antiguos poetas épicos, como no conocían la luz de la revelación, eran poco hábiles en la enseñanza de la virtud; sus principales caracteres tenían grandeza pero no eran simpáticos; el lector puede deducir de ellos los más grandes ejemplos de fortaleza activa y pasiva, y a veces hasta de prudencia, pero rara vez podrá aprender principios de justicia y mucho menos máximas de piedad.
Para los escritores italianos puede decirse que son vanas todas las ventajas del espíritu cristiano. Conocida es la depravación de Ariosto; y aunque la Jerusalén libertada puede considerarse como un asunto sagrado, el poeta ha escatimado más de lo justo la instrucción moral.
En Milton, por el contrario, cada verso revela la santidad del pensamiento y la pureza de las costumbres, menos en aquellos casos en que el transcurso de la narración exige la introducción de los espíritus rebeldes; y aún estos se ven obligados a confesar su sumisión a Dios de tal manera que inspiran reverencia y dan pábulo al sentimiento religioso.
En los seres humanos hay dos diferentes, pero ambos son padres de toda la especie, venerables antes de perder su dignidad e inocencia, e interesantes aun después de perdida por su sumisión y arrepentimiento. En su primitivo estado se ven animados de un afecto tierno sin debilidad y de una piedad sublime sin presunción. Caen en el pecado y manifiestan desde luego lo desigual que es su fragilidad y cuán presto se rompe su armonía, cuánto debilita el pecado su confianza en el favor divino, y que solo por la penitencia y la oración pueden esperar la remisión de su culpa. El estado de perfecta inocencia solo puede llegar a concebirse, si es posible no obstante concebirlo dada nuestra actual miseria; pero los sentimientos y culto propios de un ser abyecto y culpable, todos podemos profesarlos, porque podemos practicarlos todos.
Nuestro poeta es siempre grande en cualquiera ocasión que se le contemple. En su primitivo estado nuestros progenitores conversaban con los ángeles; aún envilecidos por su insensatez y por el pecado, no se ofrecían en su humillación bajo el aspecto de meros suplicantes, y cuando vemos que sus ruegos han sido oídos, volvemos a contemplarlos con el mismo respeto que antes.
Como hasta que incurrieron Adán y Eva en su culpa no entraron en el mundo las pasiones humanas, el poeta tenía pocas ocasiones de mostrarse patético, pero aun de esas pocas supo aprovecharse bien. Describe con exactitud y expresa con energía un afecto peculiar de la naturaleza racional, el sobresalto que se apodera de la conciencia después del delito, y el horror con que el culpable espera los efectos de la indignación divina. Mas para ponerse en juego las pasiones, solo una ocasión se ofrece, y la cualidad que más sobresale en este poema es el sublime, el sublime empleado con ingeniosa variedad, unas veces en las descripciones, otras en los razonamientos.
De errores y defectos adolece, como toda obra humana, el Paraíso perdido: la crítica imparcial no puede prescindir de ellos; sin embargo, así como para encarecer el mérito de Milton, no hemos prodigado mucho las citas, que si fuéramos a enumerar sus bellezas serían interminables, tampoco debemos detenernos en recargar demasiado las censuras; porque ¿qué inglés llevaría a bien la reproducción de uno y otro pasaje que, al propio tiempo que rebajasen el crédito de Milton, amenguarían hasta cierto punto la gloria de su nación?
Renunciemos, por consiguiente, al sistema de notar la frecuente impropiedad de las voces, como lo ha hecho Bentley, más competente acaso en la gramática que en la poesía, aunque atribuyendo a veces aquella a la intervención de un corrector en quien hubo de fiarse el autor a causa de su falta de vista; suposición temeraria y vana, si la creía verdadera, y pérfida y vergonzosa, si, como se asegura, él mismo confesaba privadamente que la tenía por falsa.
El asunto del Paraíso perdido tiene el inconveniente de no referirse a acciones ni a vicisitudes humanas. El Hombre y la Mujer se ven allí en un estado enteramente desconocido para los individuos de su especie; el lector no encuentra situación alguna análoga a las de su vida, ni condición comparable con la suya por más que esfuerce su imaginación para colocarse en ella: de modo que ni una ni otra pueden excitar su natural curiosidad ni su simpatía.
Todos sentimos los efectos de la desobediencia de Adán; pecamos como Adán todos, y como él lamentamos nuestras culpas; en los ángeles caídos tenemos otros tantos enemigos encubiertos e infatigables, y en los espíritus bienaventurados celosos amigos y protectores: esperamos llegar a participar de la redención del género humano, y estamos tan interesados en la descripción del cielo y del infierno, como que nuestra morada futura ha de ser la mansión de las penas o de la bienaventuranza.
Pero estas verdades son demasiado importantes para que nos parezcan nuevas: se nos han enseñado desde la infancia; ocupan cuando estamos a solas nuestro pensamiento; dan asunto a nuestras conversaciones familiares, y habitualmente tienen grande influencia en los actos de nuestra vida; pero no siendo nuevas, no pueden ejercer emoción alguna extraordinaria en nuestro espíritu, porque lo que de antemano sabemos, no es menester estudiarlo, ni lo que no es inesperado para nosotros, puede en manera alguna sorprendernos.
Así que de las ideas que nos sugieren estas imponentes escenas, unas veces nos abstraemos con respeto, excepto cuando se nos ocurren por medio de la asociación, y otras nos alejamos con horror o únicamente las admitimos como saludable escarmiento, como contrapeso de nuestros intereses y pasiones; y semejantes imágenes más bien entorpecen que avivan el vuelo de nuestra imaginación.
El deleite y el terror son sin duda las verdaderas fuentes de la poesía, mas el deleite poético ha de ser tal que la imaginación humana por lo menos lo conciba, y el terror poético no ha de llegar a tal punto, que la fuerza y la fortaleza humanas sean incapaces de dominarlo. El bien y el mal de la Eternidad son cosas demasiado graves para la sutileza del entendimiento; este necesita considerarlos con cierta frialdad pasiva, dado que se contenta con una fe tranquila y una adoración humilde.
Y, sin embargo, las verdades conocidas pueden tomar diferente aspecto y llegar al ánimo por una nueva representación de imágenes intermedias. Esto lo intentó Milton, y lo consiguió por la fecundidad y vigor que tan peculiares eran de su ingenio; y el que considere los pocos recursos fundamentales que la Escritura le suministraba, seguramente se maravillará de la inmensa extensión a que los llevó y de la variedad con que supo utilizarlos, teniendo que renunciar a ciertas licencias de ficción por el religioso respeto que se debía.
Nadie ha sabido valerse mejor de las fuerzas unidas del estudio y del genio, de la claridad de juicio necesaria para no verse embarazado entre tal cúmulo de materiales, ni de imaginación más a propósito para disponerlos y combinarlos. Era además incomparable su acierto en sacar recursos de la naturaleza, de la historia, de las fábulas antiguas y de las ciencias modernas, siempre que por alguno de estos medios podía ilustrar o embellecer sus pensamientos, que a su mucho caudal de erudición añadía los tesoros del estudio y la prodigalidad con que los ostentaba su fantasía.
Por esto ha dicho alguno de sus admiradores, empleando una hipérbole extravagante, que en el Paraíso perdido tenemos un libro de ciencia universal. Y sin embargo, no es esto cierto: no hay medio de suplir a lo que de suyo es insuficiente, y siempre hallaremos un vacío en la falta de interés humano. El Paraíso perdido es uno de esos libros que asombran al lector, pero que una vez cerrados, no suelen volverse a abrir. Se cree uno obligado a conocerlo, mas no halla deleite en él; leemos a Milton para instruirnos; le cerramos fatigados y como rendidos, y volvemos la vista a otra parte para distraernos; nos alejamos del maestro, y vamos en busca de nuestros amigos.
Otro inconveniente del asunto elegido por Milton es que requiere la descripción de cosas que no pueden describirse, los actos de los espíritus. No se le ocultaba que lo inmaterial no es susceptible de imágenes, y que no podía presentar a los ángeles sino como instrumentos de acción, por lo cual les atribuyó forma y materia. Esto, como necesidad al cabo, era defendible, y hubiera ganado mucho su plan no poniendo lo inmaterial a la vista del lector, sino interesándole más con el artificio de ocultárselo y obligarle a que lo dedujese él mismo de sus pensamientos. Pero desgraciadamente confundió lo poético con lo filosófico: sus personajes infernales y celestiales unas veces son espíritus puros, y cuerpos animados otras. Cuando Satán, armado con su lanza, recorre la abrasada tierra, es figura corporal; cuando al tender su vuelo entre el infierno y el nuevo mundo, se ve en peligro de perderse en el vacío, y halla un apoyo en los vapores que se desprenden de la profundidad, tampoco puede dudarse de que es corpóreo; cuando anima el cuerpo del reptil, parece ser un espíritu que se infiltra según le place en la materia; cuando se levanta erguido como un coloso, tiene por lo menos una forma determinada; y cuando es conducido a la presencia de Gabriel con su espada y con su escudo, bien hubiera podido ocultar estas armas dentro de la serpiente, por más que fuesen materiales las de que para combatir se servían los ángeles.
Los vulgares habitantes del Pandemonium, que eran espíritus incorpóreos, a pesar de ocupar tan vasta extensión y de su infinito número, se veían reducidos a un limitado espacio; y en la batalla, cuando quedan aplastados por las montañas, las armas se les introducen por los cuerpos, y sus padecimientos son mayores porque con el pecado su sustancia se ha dilatado más y héchose más sensible. Esto acontecía a ángeles incorruptibles, cuyas armas contribuían a su mayor derrota, pues sin ellas, como espíritus que eran, hubieran salido ilesos, contrayéndose o desapareciendo; y aun como espíritus, serían espirituales a medias, porque la contracción y el movimiento son propiedades de la materia; pero sin el embarazo de la armadura nada hubiera quedado de ellos, y hubiera recibido los golpes la materia que los cubría. Cuando Uriel desciende en un rayo de Sol, es corpóreo, y corpóreo también Satán cuando teme que Adán pruebe en él su esforzado aliento.
La mezcla de espíritu y materia que resulta en la narración de la guerra celeste es una verdadera incongruencia, y el libro que a ella se refiere, es a mi juicio el favorito de los estudiantes, y el que más pronto olvidan según van adquiriendo gusto y conocimientos.
Después de la intervención de los agentes inmateriales, sobre que no debe insistirse más, entra la de los personajes alegóricos, que no tienen existencia real. El poner en relieve las causas por medio de estos otros agentes, el atribuir una forma dada a las ideas abstractas y comunicarles animación y vida, ha sido siempre privilegio de la poesía; pero la mayor parte de esos seres ideales luego que representan su papel natural, no vuelven a figurar. Así la Fama cuenta proezas, y la Victoria corona a un general o sigue tal estandarte, pero ni una ni otra pueden hacer más: darles una existencia real o atribuirles una intervención material, es despojarlos de su carácter alegórico, o atormentar al entendimiento para que suponga efectos irrealizables. En el Prometeo de Esquilo vemos la Violencia y la Fuerza y en el Alcestes de Eurípides la Muerte que se presentan en la escena y toman parte en la acción como personas del drama; pero no hay ejemplo alguno que pueda justificar un absurdo.
La Muerte y el Pecado, alegorías de Milton, seguramente son personificaciones falsas. El Pecado es la madre de la Muerte y puede muy bien ser portero del Infierno; pero cuando detienen en su viaje a Satán, viaje que se describe como verdadero, y cuando la Muerte le provoca a combate, no es ya posible la alegoría. Que el Pecado y la Muerte hubiesen mostrado el camino del Infierno, nada tenía de extraño; lo inverosímil es que allanen el camino construyendo un puente, porque los obstáculos que encuentra Satán se pintan como reales y materiales, y el puente no puede ser más que imaginado. El Infierno, morada de los espíritus rebeldes, se localiza tan puntualmente como la mansión del Hombre. Está situado en cierta región lejana del espacio, separado de aquellas donde reinan la armonía y el orden por medio del inmenso vacío que llena el Caos; pero el Pecado y la Muerte levantan una enorme mole de rocas amasadas con asfalto; obra demasiado sólida para arquitectos tan ideales.
Esta desmañada alegoría es, a mi juicio, uno de los mayores defectos del poema, defecto que no tiene disculpa, porque consiste en la opinión que el autor se había formado de la belleza de su obra.
También en cuanto a la narración en sí, hay algo en qué reparar. Satán es conducido en el Paraíso con sobrada lentitud a la presencia de Gabriel, y se le deja ir muy tranquilamente. La creación del Hombre se supone una consecuencia del vacío que había quedado en el Cielo por la expulsión de los ángeles rebeldes, y Satán hace mención de ella como de un rumor que corría por el cielo antes de su caída.
Difícil era en verdad hallar sentimientos que correspondiesen al estado de la inocencia, y sin embargo, de vez en cuando algunos suelen anticiparse. El discurso que Adán se forja entre sueños no parece muy propio de un ser nuevamente creado. Tampoco hallo gran propiedad en su respuesta al Ángel cuando este le reprende por la curiosidad que muestra: es el razonamiento de un hombre que conversa con otros hombres. Hubieran podido omitirse algunas nociones filosóficas, y sobre todo de falsa filosofía; así como que en una comparación hable, el Ángel del tímido ciervo, cuando el ciervo no era todavía tímido, y antes de que Adán pudiera comprender la comparación.
Observa Dryden que en medio de su sublimidad, Milton peca de hinchado a veces; lo cual quiere decir que adolece de desigualdad. En toda obra hay una parte que necesariamente depende de las demás: un palacio no puede estar sin galerías, ni se da un poema sin transiciones. Por demás sería exigir que el ingenio esté siempre a la misma altura, como si pretendiéramos que el sol se mantenga constantemente en el mediodía. En las grandes obras hay cierta alternativa de partes luminosas y opacas, como en el mundo se suceden el día y la noche. Después de recorrer los ámbitos del cielo, no debe parecer mal que descienda Milton a contemplar la tierra; porque ¿qué otro autor se ha remontado nunca a tanta altura, ni ha sabido sostener su vuelo por tanto tiempo?
Tan empapado estaba en los poetas italianos, que con mucha frecuencia se valía de ellos; y como todos aprendemos algo de los demás, su afán por imitar la ligereza de Ariosto le sugirió la malhadada imitación del Paraíso de los Locos; invención que no carece en sí de mérito, pero demasiado ridícula para ingerida donde se halla.
Sus juegos de palabras, de que abusa en demasía, sus equivocaciones, que Bentley procura disculpar con el ejemplo de los antiguos; y el empleo innecesario que con tan poco gusto hace del tecnicismo artístico, no hay para qué detenerse a mencionarlos, porque fácilmente se advierten y han sido generalmente censurados, además de que guardan tan pequeña proporción con el conjunto, que apenas llaman la atención de los críticos.
Tales son los defectos del admirable poema del Paraíso perdido. El que pretenda valerse de ellos para que sirvan de contrapeso a sus innumerables bellezas, no mostrará tanta imparcialidad ni celo, como ruindad y escasez de juicio, y merecerá, no que se le censure por su cándida intención, sino que se le compadezca por su falta de sensibilidad.
DE BLAIR
Milton se trazó a sí mismo un rumbo nuevo y extraordinario en la poesía. Apenas abrimos su Paraíso perdido nos sentimos trasladados a un mundo invisible, y rodeados de seres tan pronto celestes como infernales. Los ángeles y demonios no son la máquina, sino los principales actores de su poema; y lo que en otra composición cualquiera sería maravilloso, en esta se reduce a un curso natural de acontecimientos. Un asunto tan ajeno a los intereses de este mundo puede dar fundamento a los aficionados a discusiones materiales, para dudar de si el Paraíso perdido debe propiamente contarse entre los poemas épicos. Califíquese como quiera, es uno de los más sublimes esfuerzos del genio poético, y en condiciones tan características del poema épico como la majestad y la sublimidad, igual al más excelente que merezca esta denominación.
Hasta qué punto anduvo acertado el autor en la elección de su argumento, es muy cuestionable: desde luego puede decirse que ofrece grandes dificultades. A ser de índole más humana y menos teológica, más en conexión con las vicisitudes de la vida, con la manifestación de los caracteres y las pasiones de los hombres, quizá sería este poema, al menos para la generalidad de los lectores, más agradable e interesante. Pero el asunto se acomodaba perfectamente a la sublime grandeza de su talento; solo él podía ponerse a su altura; y al llevar a cabo tan arduo empeño, mostró una fuerza tal de imaginación y de invención, que verdaderamente es maravillosa. Admira, en efecto, que de la escasa materia que la Sagrada Escritura le ofrecía, sacase una obra tan completa y tan regular en todas sus partes, y acumulase en su poema tantos y tan variados incidentes. Hay en él trozos áridos e ingratos; ocasiones hay en que el autor, más que poeta, parece un metafísico o un teólogo; pero el conjunto de la composición es interesante; sorprende y embelesa la imaginación, y seduce y conmueve más, a medida que se adelanta en su lectura, lo cual seguramente prueba gran mérito en una composición épica. La artificiosa variedad de objetos, y la escena que colocada tan pronto en la tierra, como en el infierno o en el cielo, no llega a hacerse monótona, producen, juntamente con la unidad de plan, un todo tan armónico como perfecto. ¡Qué dulce, qué tranquilamente respiramos con Adán y Eva en el Paraíso! ¡Con qué atención seguimos a Satán en su empresa, con qué ansiedad presenciamos el combate de los ángeles en el cielo! La inocencia, la pureza, la ternura de nuestros primeros padres al lado del orgullo y ambición de Satán, ofrecen un bello contraste que domina en todo el poema: únicamente la conclusión es demasiado trágica para un poema épico.
La naturaleza del asunto no admite gran desarrollo en los caracteres; pero tales como se pintan, se sostienen y hacen muy agradables por su propiedad. Satán, en particular, es una figura gigantesca, y el carácter mejor trazado de todo el poema. Milton no le representa conforme a la idea que tenemos de un espíritu infernal, sino que se propuso darle cierta apariencia humana, es decir, mixta, y no enteramente exenta de buenas cualidades. Es valeroso y fiel para con los suyos; en medio de su impiedad siente algunos remordimientos; hasta se muestra algo compadecido de nuestros primeros padres, y se disculpa del daño que les ocasiona con la necesidad de su situación. Obra por ambición y despecho, más bien que por natural malicia: en una palabra, no es peor que muchos conspiradores o jefes de partido de los que figuran en la historia. Los diferentes caracteres de Belzebú, Moloc y Belial, están pintados de mano maestra en las elocuentes arengas que pronuncian en el libro segundo. En cuanto a los ángeles buenos, aunque no carecen de dignidad y propiedad, tienen un colorido más uniforme que los espíritus infernales, a pesar de que la nobleza de Miguel, la afable condición de Rafael y la inquebrantable fidelidad de Abdiel, constituyen diferencias muy características. El empeño de presentar a Dios en el esplendor de su omnipotencia y de referir los diálogos que median entre el Padre y el Hijo, era demasiado grave y difícil, y fue en el que, como debía presumirse, quedó más deslucido nuestro poeta. Pero los caracteres verdaderamente humanos, la inocencia y amor de nuestros primeros padres, están pintados con sumo acierto y delicadeza. En algunos de sus diálogos con Rafael y Eva, Adán se muestra sobrado discreto y culto, atendida su situación; en Eva se advierte más verdad: su gracia, su modestia y su fragilidad son exactamente las de la mujer.
La cualidad más relevante y grande de Milton, es la sublimidad. En ella quizá sobrepuja a Homero, y en cuanto a Virgilio y los demás poetas posteriores a él, no cabe duda alguna respecto a su inferioridad. Los dos libros, primero y segundo del Paraíso perdido son una no interrumpida muestra del género sublime. La vista del infierno y sus debeladas huestes, la apariencia y aspecto de Satán, el consejo de los caudillos infernales y el caos donde se lanza Satán para arribar a las playas de este mundo, forman otros tantos pensamientos sublimes que no ha concebido jamás la fantasía de ningún poeta. Ni carece tampoco de grandeza el sexto libro, particularmente en la aparición del Mesías, sin que por eso deje de haber en él algo de censurable y aun de indisculpable, como los sarcasmos de los demonios al ver los efectos de la artillería. La sublimidad de Milton es de diferente género que la de Homero; la de Homero es por lo general brillante e impetuosa; la de Milton más grandiosa y reposada; Homero nos entusiasma y arrastra; Milton nos deslumbra y arrastra más; el uno es más sublime en la descripción de los hechos; el otro en la de los objetos de suyo grandes y maravillosos.
Pero aunque Milton se distinga realmente tanto por su sublimidad, hay muchas bellezas, muchos cuadros dulces y deliciosos en toda su obra. Las escenas que pasan en el Paraíso están llenas de imágenes risueñas y encantadoras; sus descripciones son hijas de una fecundísima imaginación, y en los símiles se muestra casi siempre muy feliz, aunque alguna vez pequen de impropiedad, y pocas y muy raras sean o triviales o de mal gusto. En lo general nos ofrece imágenes tomadas de objetos sublimes o bellos, y si de algún defecto se resienten es de aludir a menudo a conocimientos científicos o a las fábulas de la antigüedad. La última parte del Paraíso perdido preciso es confesar que decae algún tanto: parece que el genio de Milton participa del desfallecimiento de nuestros primeros padres. Rasgos, sin embargo, muy bellos del género trágico se hallan en los postreros libros, como el remordimiento y contrición de los dos culpables; y afectos conmovedores, como su despedida al Paraíso, cuando se ven obligados a abandonarlo. El último episodio del Ángel, que refiere a Adán la suerte de su posteridad, está felizmente ideado, aunque a trechos sea algún tanto lánguida la ejecución.
El lenguaje y versificación de Milton son de primer orden. Su estilo es altamente majestuoso y apropiado al asunto. El verso suelto es armonioso y vario, y ofrece el más perfecto ejemplo de la elevación que es capaz de alcanzar nuestra lengua en la poesía. No se sucede acompasadamente como el verso francés, en alterna, regular y uniforme melodía, que frecuentemente fatiga el oído, sino que es dulce, fluido y muchas veces enérgico, vario en su cadencia y mezclado con algunos sonidos desacordes, como conviene al vigor y libertad de la composición épica. De vez en cuando se tropieza con alguno prosaico y descuidado, pero en obra tan larga, y en lo general tan armoniosa, bien pueden perdonarse tan pequeñas faltas.
En suma, es el Paraíso perdido un poema que abunda en perfecciones de todo género, y que con razón ha dado a su autor una fama no inferior a la de ningún otro poeta, a pesar de que tengamos que reconocer en él algunos lunares; que es propiedad de todos los grandes genios no ser siempre uniformes ni correctos. Da Milton con frecuencia en la teología y la metafísica; suele ser duro en su lenguaje; suele usar de voces técnicas y hacer gala de su erudición; pero muchos de sus defectos deben atribuirse a la época en que vivió. La fuerza y seguridad que ostentaba su genio, estaba, a nivel de lo más grande que se conoce; y si a veces se muestra inferior a sí mismo, otras se eleva sobre todos los poetas del antiguo y del nuevo mundo.
DE LORD OXFORD
Si el Rafael, el Satán y el Adán de Milton tienen tanta dignidad como el Apolo de Belvedere, su Eva ostenta toda la gracia de la Venus de Médicis, y su descripción del Edén el colorido de Albano. Su ternura inspira siempre ideas tan graciosas como las Madonas de Guido, y las tres gracias pueden denominarse el Allegro, el Penseroso y Comus. Rebosaba su alma en poesía, en sentimiento y en entusiasmo, y aprovechaba todas estas cualidades estudiando los mejores modelos. Así preparado, dio rienda suelta a su genio, que era demasiado impetuoso y sublime para dejarse aprisionar por el mecanismo de la rima, que si alguna vez le embarazaba para expresar todo lo que sentía, con más frecuencia le obligaba a añadir trivialidades que contribuían a que cobrase mayor aliento.
DE HAYLEY
El entusiasmo era la cualidad predominante en la imaginación de Milton. En política le había llevado a ser crédulo con sobrada generosidad, y a veces demasiado rigorosamente decidido; pero en poesía le exaltaba a un grado tal de sublimidad, que nadie ha podido excederle en ella, ni es probable que llegue nadie a sobrepujarle; pues aunque en todas las artes haya sin duda grados de perfección a que ningún mortal ha llegado aún, se requiere tal conjunto de dotes, unas dependientes de la naturaleza, otras de la fortuna, en un grande artista de cualquier género que sea, que el mundo no tiene motivo alguno para esperar producciones de un genio poético superior al del Paraíso perdido. En él se ve la vigorosa y aguda originalidad de concepción que caracterizaba la inteligencia de Milton, y le hacía merecedor del más alto concepto; y así no solamente es digno nuestro autor de aplauso por haber ensanchado y ennoblecido la esfera de la poesía épica, sino de otro título mayor a nuestra gratitud, el de fundador del nuevo y encantador arte inglés, que tanta gloria ha dado a nuestro país.
Con justo encomio, pues, y con las más sinceras y felices expresiones han rendido un tributo de admiración a Milton, el elegante historiador de nuestra moderna jardinería lord Oxford, y los dos consumados poetas de Francia y de Inglaterra, De Lille y Mason, al celebrar su mérito y proclamarle como el benéfico genio que ha granjeado al mundo la más joven y amable de las artes.
No sería justo ni honroso para el mérito de un poeta como Milton terminar las precedentes observaciones sobre su inmortal obra, sin observar que el libro sexto ha sido quizá juzgado con excesiva severidad. En la brillante y animada crítica que de él ha hecho Johnson, lo ha calificado como muy a propósito para ser «el favorito de los estudiantes.» Pero Mr. Hayley elocuentemente replica que «hasta la imaginación puede menospreciar una lógica austera, creyéndola facultad estudiantil, pero a los que gozan aun con sus desvaríos, lícito les es complacerse en su deleite. Ningún lector de verdadero instinto poético se ha fijado jamás en el sexto libro sin sentir una especie de embeleso, que bien puede condenar un ceñudo lógico, pero que nada perdería en llegar a participar de él.» Tampoco puede decirse del Paraíso perdido que «se cree uno obligado a conocerlo, mas no halla deleite en él;» ni que «leemos a Milton para instruirnos, le cerramos fatigados y como rendidos, y volvemos la vista a otra parte para distraernos.» No hay tal: prestemos atención a su canto, y tal vez experimentaremos la misma sensación que nuestro padre Adán cuando después de oír la revelación del Ángel, quedó tan embebecido y suspenso, que por algún tiempo le estuvo atento, creyendo que seguía hablándole, y que todavía llegaban sus palabras a sus oídos.