¡Presas y fortuna! ¡dinero y amor!
En aquel punto cierta claridad cayó sobre mí, adentro del barril; alcé la vista y me encontré con que la luna acababa de aparecer en el cielo, plateaba la gavia de mesana y comunicaba un tinte blanquecino á la palma del trinquete. Casi en el mismo instante la voz del vigía se alzó gritando:
CAPÍTULO XII
CONSEJO DE GUERRA
PASOS precipitados sonaron por donde quiera al grito de ¡tierra! apresurándose todos á subir sobre cubierta, tanto mis amigos de la cámara de popa como las gentes de la tripulación. Yo salté rápidamente afuera de mi barril; me deslicé cubriéndome con la vela de trinquete, dí la vuelta hacia el alcázar de popa y volví sobre cubierta por el camino de todos los demás, á tiempo de reunírmeles en el acto de acudir á proa.
Todo el mundo estaba ya congregado allí. Una cinta de niebla se había alzado casi al mismo tiempo que aparecía la luna. Allá á lo lejos, hacia el sudoeste, divisábamos dos montañas no muy altas, como á unas dos millas de distancia y por encima de una de ellas aparecía una tercera eminencia, notablemente más alta que las otras, y cuya cumbre se miraba todavía envuelta entre las gasas de la niebla. Las tres parecían de figura aguzada y cónica.
Esto fué, á lo menos, lo que yo creí ver, puesto que aún no me recobraba de mis terrores de hacía dos ó tres minutos. En seguida oí la voz del Capitán Smollet dando órdenes. La Española fué puesta unos dos puntos más cerca de la dirección del viento y comenzó á enderezar el rumbo de tal manera que enfilaría precisamente la costa oriental de la isla.
—Y ahora muchachos, dijo el Capitán, cuando la maniobra estuvo ejecutada, ¿alguno de Vds. ha visto esa tierra antes de ahora?
—Yo, dijo Silver. Siendo cocinero de un buque mercante anclamos en ella para proveernos de agua.
—El fondeadero está al Sur, tras un islote, ¿no es esto?, preguntó el Capitán.
—Sí señor, el islote del Esqueleto que le llaman. Este lugar ha sido alguna vez abrigadero de piratas, y un hombre que llevábamos á bordo sabía los nombres de todos aquellos sitios. Aquel cerro al Norte le llaman El Trinquete. Hay tres cerros colocados en línea hacia el Sur y que les llaman, con nombres marinos, El Trinquete, El Mayor y El Mesana. Pero el principal es el más grande, que tiene el pico sumido en la nube. Lo llamaban también el Cerro del Vigía, á causa de la vigilancia que desde su cima mantenían esos hombres, mientras sus embarcaciones permanecían al ancla limpiando sus fondos, con perdón de Vd., porque aquí es donde ellos llevaban á cabo esa operación.
—Aquí tengo un mapa, dijo el Capitán Smollet; vea Vd. si este es el lugar que Vd. dice.
En los ojos de Silver pasó algo como un relámpago de alegría feroz al tomar la carta que le alargaba el Capitán. Pero en el instante mismo en que sus ojos cayeron sobre el papel, le conocí que su esperanza de un segundo sufría una terrible decepción. Aquel no era el mapa encontrado en la maleta de Billy Bones, sino una copia cuidadosa en todos sus detalles, nombres, alturas y sondajes, con la sola excepción de las cruces rojas y de las notas manuscritas. Sin embargo, por aguda que haya sido la contrariedad de Silver, tuvo la presencia de ánimo necesaria para dominarse y aparecer sereno.
—Sí señor, contestó, este es el lugar según entiendo, y muy bien trazado ciertamente. ¿Quién habrá sido el autor de esta carta? Los piratas eran demasiado ignorantes, á lo que creo, para poder dibujar esto. ¡Ah! ¡vamos! aquí está marcado “Ancladero del Capitán Kidd”; precisamente este es el nombre que le dió mi Patrón. Allí existe una fuerte corriente á lo largo de la costa Sud y luego sube en dirección Norte, á lo largo de la costa occidental. Tenía Vd. razón, prosiguió, en ceñir el viento y poner la proa hacia la isla, por lo menos si su intención era que entrásemos luego y carenar allí, porque la verdad es que en todas estas aguas no hay lugar más á propósito que ese.
—Gracias, mi amigo, dijo el Capitán Smollet. Más tarde creo que pediré á Vd. algunos otros informes para ayudarnos en algo. Puede Vd. retirarse.
No pude menos que sorprenderme al ver la sangre fría con que Silver confesaba su conocimiento de la isla. Por mi parte, yo continuaba medio aterrorizado todavía y me sentí más aun cuando ví á aquel hombre acercarse á mí, más y más. Por supuesto que ni remotamente se figuraba que hubiese yo escuchado su conciliábulo desde el fondo de un barril de manzanas, y sin embargo, en aquel punto había yo cogido tal horror de su crueldad, doblez y poderío, que muy mal contuve un estremecimiento nervioso cuando su mano tomó mi brazo mientras él me decía:
—¡Ah, muchachuelo! Aquí tienes un precioso lugar para un chico como tú, en esta isla. Aquí puedes bañarte, trepar á los árboles, cazar cabras monteses, todo lo que quieras. Tú mismo podrás ir como las cabras subiéndote á los más altos peñascos y montañas. ¡Ah! créeme que me rejuvenece todo esto y casi casi me iba ya olvidando de mi pierna de palo. Linda cosa es ser uno joven y tener uno sus veinte dedos cabales, puedes estar seguro. Cuando quieras ir á hacer un paseíto de exploración, nada más avísale á tu viejo amigo John y él cuidará de darte tu cestilla de víveres muy bien arreglada, para que la lleves contigo.
Dicho esto me dió una palmada sobre el hombro de la manera más amistosa, se alejó cojeando y se perdió en el interior de las galeras.
El Capitán Smollet, el Caballero y el Doctor Livesey se quedaron conversando junto al alcázar de proa. Á pesar de mi impaciente ansiedad por contarles lo que la casualidad me había hecho oir, no me atreví á interrumpirlos abiertamente. Entre tanto y cuando más absorto estaba yo en mis pensamientos para encontrar alguna excusa probable, el Doctor Livesey me llamó. Habíasele olvidado su pipa abajo en la cámara, y, como era un verdadero esclavo del tabaco, me iba á indicar que bajara á traérsela, sin duda. Pero en cuanto que estuve bastante cerca de él para que me oyese él solo, le dije rápidamente:
—Doctor, permítame Vd. que le hable. Llévese consigo al Capitán y al Caballero inmediatamente abajo á la cámara, y con cualquier pretexto manden Vds. por mí. Tengo nuevas terribles.
El Doctor pareció desconcertarse por un instante, pero en el acto fué otra vez dueño de sí mismo.
—Gracias, Jim, dijo en voz bien alta; eso es todo lo que quería saber. Fingía, con esto, haberme hecho alguna pregunta á la que yo hubiese respondido.
En seguida giró sobre sí mismo y se volvió á reunir al grupo de que formaba parte. Hablaron los tres por algunos momentos y aun cuando ninguno de ellos dió muestras de sobresalto ni levantó la voz, me pareció evidente que el Doctor Livesey les acababa de comunicar mi súplica, porque lo primero que llegó á mis oídos fué que el Capitán daba órdenes á Job Anderson y el silbato sonó luego llamando sobre cubierta á toda la tripulación.
—Muchachos, dijo el Capitán en cuanto que todos estuvieron reunidos; tengo dos palabras que decir á Vds. Esa tierra que acabamos de ver es el lugar de nuestro destino. El Patrón de este buque, hombre muy liberal y generoso, según todos lo sabemos por experiencia, acaba de hacerme dos preguntas que yo he podido contestar diciéndole que cada marinero de esta goleta ha cumplido con su deber, desde el tope hasta la cala, de tal manera que nada mejor pudiera pedirse. Por tal motivo él, el Doctor y yo, vamos á la cámara á beber á la salud y buena suerte de todos ustedes, mientras que á Vds. se les servirá un buen grog para que brinden, á su vez, por nosotros. Yo les daré á Vds. mi opinión sobre esto: yo lo encuentro magnífico. Si Vds. son de mi parecer, les propondré, pues, que envíen un buen aplauso al caballero que así se porta.
El aplauso se dejó oir, esto era claro; pero estalló tan compacto y tan cordial, que confieso que me fué difícil convencerme de que aquellos mismos que lo daban estaban arreglando tramas infernales contra nuestras vidas.
—¡Un aplauso más por el Capitán Smollet!, gritó Silver cuando el último hubo cesado.
Lo mismo que el anterior, este segundo aplauso parecía enteramente sincero y voluntario.
Apenas pasado esto los tres caballeros bajaron á la cámara y no pasó mucho rato sin que enviasen un recado diciendo que se necesitaba á Jim Hawkins en el salón.
Encontrélos á todos tres en torno de la mesa, con una botella de vino español y algunas uvas delante de ellos; el Doctor fumando fuerte y con la peluca puesta sobre sus rodillas, lo cual me constaba que era un signo de agitación en él. La ventanilla de popa estaba abierta porque la noche era bastante cálida, y podía verse perfectamente desde dentro el resplandor de la luna cintilando sobre la estela de nuestro buque.
—Ahora bien, Hawkins, díjome el Caballero, parece que tienes algo que decirme: habla ya.
Hícelo como se me mandaba y, sin alargarme demasiado, conté todos los detalles de la conversación de Silver. Ninguno trató de hacer la más pequeña interrupción hasta que todo lo hube dicho; ni ninguno tampoco hizo movimiento de ninguna especie, sino que todos tres mantuvieron sus ojos clavados en mi semblante desde el principio hasta el fin de mi narración.
—Siéntate, Jim, díjome el Doctor.
Hiciéronme lugar entonces á la mesa, junto á ellos, sirviéronme un vaso de vino y me pusieron en las manos un gran racimo de uvas; y todos tres, con un saludo cordial, bebieran á mi salud, felicitándome por mi valor y por mi buena suerte.
—Ahora, Capitán, dijo el Caballero, es ya tiempo de proclamar que Vd. estaba en lo justo y yo estaba equivocado. Me declaro sencillamente un borrico y espero las órdenes de Vd.
—Nadie más borrico que yo, replicó el Capitán. Yo no he visto jamás tripulación alguna tramando una rebelión que no deje escapar perceptiblemente algunos signos de su descontento, de manera que todo hombre que no es ciego puede ver el peligro y tomar las medidas necesarias para evitarlo. Pero confieso que esta tripulación derrota toda mi experiencia.
—Capitán, dijo el Doctor, con su permiso diré que esta es obra de Silver y que este es un hombre muy notable.
—Me parece que muy notable aparecería colocado en un peñol de las vergas, replicó el Capitán. Pero esto no es más que charla que no conduce á nada. He fijado mi atención en tres ó cuatro puntos y con permiso del Sr. de Trelawney voy á exponerlos.
—Caballero, dijo el Sr. Trelawney en un tono solemne, Vd. es el Capitán y á Vd. es á quien toca hablar.
—Primer punto, comenzó el Capitán Smollet: tenemos que seguir adelante porque es ya imposible retroceder. Si esto último se intentara la rebelión estallaría inmediatamente. Segundo punto: tenemos á nuestra disposición tiempo hasta que se encuentre ese tesoro. Tercer punto: todavía nos quedan hombres leales á bordo. Ahora bien, señores, es una cosa que no tiene remedio el que tarde ó temprano debamos entrar en hostilidades. Hay que tomar, pues, á la calva ocasión cuando nos presente sus cabellos, es decir, propongo que seamos nosotros los que rompamos el fuego, el día más á propósito y cuando ellos menos lo esperen. Me parece, Sr. de Trelawney que podremos fiar en los criados de su casa, ¿no es verdad?
—Tanto como en mí mismo, declaró el Caballero.
—Tres, dijo el Capitán, y con nosotros cuatro, somos ya siete, incluyendo á Hawkins. ¿Y cuántos serán los hombres leales?
—Muy probablemente, replicó el Doctor, han de ser los contratados personalmente por Trelawney antes de que se hubiera echado en brazos de Silver.
—No por cierto, replicó el Caballero. Hands es uno de esos hombres.
—Yo hubiera creído que podríamos tener fe ciega en este último, dijo el Capitán.
—¡Y pensar que todos ellos son ingleses!, prorrumpió el Caballero, ¡Señores, crean Vds. qué ganas me vienen de hacer volar este buque!
-Pues bien, señores, agregó el Capitán, lo mejor que yo puedo decir ahora es bien poco. Debemos tenernos por advertidos y mantener la más expecta vigilancia. Esto es desagradable para un hombre, yo lo sé. Preferiría, por lo mismo, que desde luego se rompieran las hostilidades, pero no tendremos ayuda suficiente para que no sepamos cuales son nuestros hombres. Estémonos quietos y esperemos la oportunidad; ese es mi parecer.
—Este Jim, dijo el Doctor, puede sernos más útil que todo lo demás que hagamos. El enemigo no tiene ninguna mala voluntad respecto de él y yo sé que él es un chico muy observador.
—Hawkins, añadió el Caballero, en tí pongo una fe ciega y completa.
Al oir esto no dejaba de comenzar á sentirme punto menos que desesperado porque me sentía sin apoyo enteramente. Y sin embargo, por un extraño encadenamiento de circunstancias, no fué sino por mi conducto por el que todos nos salvamos. En el entretanto, por más vueltas que se le diera al asunto, el hecho es que de veintiséis hombres á bordo, no había sino siete con los que se pudiera contar, y todavía de esos siete uno no era más que un niño; de suerte que, en realidad, los hombres hechos y derechos que teníamos de nuestro lado eran seis, para diez y nueve de nuestros enemigos.
PARTE III
MI AVENTURA DE TIERRA
CAPÍTULO XIII
CÓMO EMPEZÓ LA AVENTURA
CUANDO subí sobre cubierta á la mañana siguiente, el aspecto de la isla había cambiado en gran manera. Aun cuando la brisa de la víspera había cesado ya, el camino hecho durante la noche era muy considerable y á la sazón nos encontrábamos detenidos como á una media milla al Sudeste de la costa baja oriental. Bosques de un color pardo cubrían una gran parte de la superficie de aquella tierra. Sin embargo, ese tinte se interrumpía aquí y acullá por las listas amarillentas de la arena, en los terrenos más bajos y por algunos árboles más elevados, de la familia de los pinos, que se alzaban sobre las copas de los otros, algunos de ellos aislados y dispersos, otros reunidos; pero el aspecto y el colorido general de la isla era triste y uniforme. Los cerros se alzaban libremente por encima de la vegetación, en espirales de desnudas rocas. Todos eran de extraña configuración y el del “Vigía” que sobrepasaba en trescientos ó cuatrocientos pies á la eminencia próxima á él en elevación, era probablemente el de aspecto más raro, alzándose casi derecho, por todos lados y apareciendo después cortado repentinamente en la cima, como si fuese un pedestal listo para recibir una estatua.
La Española vaciaba á torrentes sus imbornales en la agitada superficie de un mar de leva. Los botalones chocaban con los motones, el timón golpeaba de un lado y otro y todo el navío rechinaba y parece que gemía y temblaba como una gran fábrica en operación. Yo me veía obligado á asirme á los brandales de los masteleros con todas mis fuerzas y sentía que el mundo entero daba vueltas vertiginosamente en torno de mi cabeza, porque aun cuando yo era ya un marino bastante bueno, cuando el buque iba en marcha, aquella movible inmovilidad (permítaseme la frase), aquel meneo desesperante sin salir de un punto y aquel verme rodado de aquí para allá como una botella suelta, fueron cosas que jamás afronté sin sentirme desfallecido, sobre todo en la mañana y cuando el estómago estaba completamente vacío.
Quizás fué por esto; tal vez fué por el aspecto de la isla con sus cenicientos y melancólicos bosques, con sus salvajes espirales de rocas y con su marejada que podíamos ver y oir quebrándose tronante y espumosa en la escarpada costa; el hecho es que, aunque el sol brillaba claro y ardiente y los pájaros costaneros pescaban y gritaban alegremente en torno nuestro, y aun cuando era de creerse que después de tantos días de no ver más que agua y cielo todos deberían sentirse contentos de saltar á tierra, mi valor y mi sangre toda, como dice el adagio, se habían bajado á los talones, y desde el primer instante en que mis ojos la veían, aquella esperada Isla del Tesoro me inspiraba el más profundo y cordial aborrecimiento.
Tuvimos que afrontar aquella mañana, de todas maneras, un trabajo ímprobo y pesado. No había la menor traza de viento y hubo necesidad, en consecuencia, de echar los botes al agua y ponerlos al remo para remolcar la goleta en una extensión de tres ó cuatro millas rodeando la isla hasta penetrar por el estrecho paso que nos condujo á la rada ó abrigo que se abre tras del Islote del Esqueleto. Yo me ofrecí espontáneamente para uno de los botes, en el cual, como es de suponerse, nada tenía que hacer. El calor era sofocante y los hombres al remo gruñían abiertamente á causa de su tarea. Ánderson tenía el mando del bote en que yo iba y en lugar de conservar á su tripulación en orden, gruñía él mismo tan alto y tan groseramente como el que más.
—Pero no hay cuidado, dijo con una blasfemia; al fin esto no es para siempre.
Parecióme este un malísimo signo, porque lo cierto es que hasta aquel día nuestros hombres habían desempeñado sus tareas voluntaria y vigorosamente; pero la sola vista de la isla había ya bastado para relajar las cuerdas de la disciplina.
Durante toda esta travesía Silver se estuvo junto al timonel y dirigió, en realidad, el buque. Él conocía el paso como la palma de su mano y así es que, aun cuando el hombre que estaba maniobrando á las cadenas encontró por todas partes más agua de la que marcaban los sondajes del mapa, John no vaciló ni un solo momento.
—Hay siempre un grande arrastre con el reflujo, dijo él, y este paso ha sido, puede decirse, ahondado como con un azadón.
Llegamos, por fin, al punto preciso marcado en el mapa como ancladero, como á un tercio de milla de las costas, de la isla principal, por un lado, y del Islote del Esqueleto por el otro. El fondo era arena pura. Cuando nuestra ancla se sumergió en el agua, se levantó una verdadera nube de aves acuáticas revoloteando y chillando sobre nuestras cabezas, lo mismo que sobre los árboles, pero un minuto después habían vuelto á sus nidos y todo había quedado de nuevo en el más completo silencio.
Nuestro fondeadero estaba enteramente rodeado de tierra, sepultado en medio de bosques por todos lados, cuyos árboles bajaban hasta la marca más alta de la pleamar; las playas eran casi enteramente llanas y allá, en una especie de anfiteatro distante; se divisaban las cimas de las montañas, una aquí, otra más allá. Dos riachuelos ó más bien dos pantanos, desaguaban en aquel que muy bien pudiéramos llamar estanque. En cuanto al follaje en torno de aquella parte de la playa, presentaba yo no sé qué especie de ponzoñoso brillo.
Desde á bordo no alcanzábamos á ver nada de la casa ó estacada que había allí, porque estaban demasiado ocultas entre la espesura de los árboles y á no haber sido por la carta que nos acompañaba hubiéramos podido creer muy bien que nosotros éramos los primeros que arrojábamos el ancla en aquel sitio desde que la isla brotó del fondo de las aguas.
No soplaba ni la más pequeña ráfaga de viento, ni se oía más sonido que el de la resaca tronando á media milla de distancia sobre las playas, contra las abruptas peñas de las costas. Sentíase un olor peculiar y desagradable, en donde estábamos anclados, olor como de hojas y troncos de árboles en putrefacción. Yo pude observar que el Doctor absorbía aire y hacía muecas con la nariz, como las que puede hacer uno que está probando un manjar ingrato.
—Yo no respondo de que aquí haya ó no tesoros, dijo, pero en cuanto á fiebres, apuesto mi peluca á que este es un semillero de ellas.
Entre tanto, si la conducta de los marineros era alarmante en el bote, se hizo ya realmente amenazadora cuando volvieron á bordo de la goleta. Estábanse agrupados sobre cubierta y refunfuñando en medio de su conversación. La orden más insignificante era recibida con miradas torvas y murmuraciones entre dientes y no se la obedecía sino con verdadera negligencia. Es posible que aun los no contaminados en el motín, se hubiesen ya contagiado con la relajación de la disciplina, porque lo cierto es que no había á bordo hombre alguno á propósito para corregir á otros. La rebelión—esto era palpable—estaba ya suspensa sobre nuestras cabezas como una tempestad próxima á desencadenarse.
Y no sólo los pasajeros de cámara éramos los que comprendíamos el peligro. John Silver trabajaba infatigablemente yendo de grupo en grupo, distribuyendo consejos a todos y siendo un modelo verdadero con su ejemplo de sumisión y dulzura. Nada podía igualarse en aquellos momentos á su comedimiento y cortesía; era una perenne sonrisa la que había en sus labios para todos y cada uno de nosotros. Si se le mandaba algo, al punto saltaba sobre su muleta, clamando con el tono más complaciente del mundo: “¡Corriendo, corriendo, señor!” Y cuando no había nada especial que hacer, él cantaba una canción tras de otra como si tratara de ocultar con ellas el descontento de los demás.
De todos los detalles sombríos de aquella tenebrosa tarde, esa notoria ansiedad de John Silver se me figuraba el peor de todos.
Celebramos consejo otra vez en el gabinete de popa.
—Señores, dijo el Capitán, si aventuro la más insignificante orden, la tripulación entera se nos viene á las barbas. Aquí tienen Vds. lo que pasa: se me da una respuesta áspera, ¿no es esto? Pues bien, si replico en un tono más alto, las cuchillas saldrían luego á relucir á mandobles. Si no hago esto, si me callo, Silver notará al punto que hay algo por debajo de nuestro silencio y entonces queda todo el juego descubierto. Ahora bien: no hay más que un hombre en quien podamos fiar en la situación actual.
—¿Y quién es él?, preguntó el Caballero.
—Silver, replicó el Capitán. Él está tan impaciente como Vds. y como yo mismo de sofocar las cosas. Lo que hay es un disgusto; pronto él les hablará á sus hombres para calmarlos si se le presenta la ocasión. Lo que yo propongo, en consecuencia, es darle la oportunidad que busca. Vamos dejándolos que pasen una tarde en tierra. Si todos se van, está bien, nosotros pelearemos encastillados en nuestro barco. Si ninguno quiere bajar, entonces nos mantenemos en nuestra cámara de popa y Dios ayude la buena causa. Si algunos van, acuérdense Vds. de lo que les digo, Silver los volverá á bordo más mansos que unos corderos.
Así se acordó. Al mismo tiempo se proveyó á todos los hombres de confianza de pistolas cargadas; Hunter, Joyce y Redruth fueron puestos en autos de lo que pasaba y por fortuna recibieron la confidencia con menos sorpresa y más valor del que nos habíamos figurado; con lo cual, el Capitán fuese sobre cubierta y arengó á la tripulación.
—Muchachos, les dijo, hemos tenido un día sofocante y todos estamos cansados y sin alientos de nada. Yo creo, sin embargo, que un paseo por la playa no le hará mal á ninguno: los botes están todavía á flote. Pueden Vds. tomar los esquifes y, todos los que gusten, ir á tierra por el resto de la tarde. Yo tendré cuidado de disparar un cañonazo media hora antes de la puesta del sol.
Yo me supongo que aquellos malvados han de haberse figurado que todo era desembarcar y caer sin más ni más sobre el tesoro, porque en un instante todos ellos echaron instantáneamente el mal humor á paseo y prorrumpieron en un aplauso y en un hurra espontáneo, tan estruendoso, que despertó los ecos dormidos de una de las montañas distantes y produjo un nuevo levantamiento de aves que revolotearon y chillaron otra vez en número infinito en torno nuestro.
El Capitán era demasiado vivo para saber lo que convenía en aquellos críticos momentos, así es que, sin aguardar respuesta alguna se eclipsó como por encanto, dejando á Silver el cuidado de arreglar la partida, en lo cual creo que obró perfectísimamente. Si se hubiera quedado un momento más sobre cubierta le hubiera sido imposible prolongar por más tiempo su pretendida ignorancia de lo que sucedía. Esto era ya claro como la luz meridiana. Silver era el Capitán y disponía de una imponente tripulación de rebeldes. Los hombres aun no corrompidos (y pronto iba yo á ver la prueba de que los había á bordo) deben haber sido unos hombres de muy poco talento. O, por lo menos, supongo que la verdad era que todos estaban disgustados por el ejemplo de los cabecillas, sólo que unos lo estaban más que otros, y que, algunos de ellos, siendo en el fondo buenos sujetos, no podían ser ni convencidos ni arrastrados á ir más allá que el simple disgusto. Una cosa es sentirse con lasitud y mal humor y otra muy diferente el pensar en apoderarse de un navío asesinando á un buen número de personas inocentes.
Por fin la partida quedó organizada. Seis de ellos se quedaron á bordo y los trece restantes, incluyendo á Silver comenzaron á embarcarse.
Fué entonces cuando me ocurrió la primera de las insensatas ideas que contribuyeron á salvar nuestras vidas. Si Silver dejaba á seis de sus hombres, era claro que nuestro grupo no podía montarse en la goleta, en pie de guerra, como en una fortaleza; y no siendo los de la dicha reserva más que seis, era también indudable que el bando de popa no necesitaba por el momento de ninguna ayuda. Ocurrióseme, pues, instantáneamente el ir á tierra. En un abrir y cerrar de ojos me deslicé sobre la balaustra y dejándome correr por una de las escotas de proa, caí dentro de uno de los botes en el instante mismo en que se ponía en movimiento.
Ninguno notó mi presencia; sólo el remero de proa me dijo:
—¡Ah! ¿eres tú Jim? Baja bien la cabeza.
Pero Silver desde el otro bote comenzó á lanzar miradas penetrantes é investigadoras para tratar de averiguar si era yo el que iba allí. Desde ese mismo instante comencé á arrepentirme de lo que había hecho.
Los dos grupos de marineros se divertían remando á cual más fuerte, en una especie de carrera de apuesta, á cuál de los botes llegaba primero á la playa. Mas como el bote que me había cabido en suerte ocupar había recibido mayor empuje, estaba más ligero é iba mucho mejor remado, muy pronto dejó muy atrás á su competidor. La proa ya había atracado en medio de los arbustos de la playa; ya me había yo cogido de una rama y lanzádome hacia fuera, emboscándome en el acto en el matorral más próximo, cuando Silver y los suyos estaban todavía á unas cien yardas detrás.
—¡Jim, Jim!, le oí que me gritaba.
Pero ya se supondrá que no hice maldito el caso de sus gritos. Brincando, agazapándome, rompiendo breñas, corrí y corrí por el terreno que se me presentaba delante, al acaso, desaforadamente, hasta que materialmente ya no pude más.
CAPÍTULO XIV
EL PRIMER GOLPE
ME sentía yo tan satisfecho de haber dejado á Silver con un palmo de narices, que ya comenzaba á recrearme y á pasear mis ojos ávidamente por la extraña tierra en que me encontraba.
Había cruzado ya un trecho cenagoso, lleno de sauces, juncos, feos y lodosos arbustos de vegetación más acuática que de tierra, y acababa de llegar á las faldas de un terreno abierto, ondulado y arenoso, como de una milla de largo, dotado con uno que otro pino y un gran número de árboles tortuosos, no muy diferentes del roble en su configuración, pero de hojas pálidas como las del sauce. En el término abierto de aquel terreno se alzaba uno de los cerros, con dos picos extraños, fragosos y escarpados que reverberaban vívidamente al sol.
Por la primera vez de mi vida sentía el gozo y la emoción del explorador. La isla estaba deshabitada. Mis camaradas quedaban á la espalda y nada viviente tenía ante mis ojos sino eran animales de tierra y aire, mudos para mí. Aquí y acullá se alzaban algunas plantas en flor que me eran totalmente desconocidas; más allá veía culebras una de las cuales alzó su cabeza sobre su nido de piedra, miróme y lanzó una especie de silbido muy parecido al zumbar de una peonza. Bien ajeno estaba yo de que aquel enemigo llevaba la muerte consigo y que su silbido no era otra cosa que el famoso cascabel.
Llegué, en seguida, á un espeso grupo de aquellos árboles á manera de robles cuyo nombre, según lo supe después, era el de árbol de la vida, que crecían bajos, entre la arena, como zarzas, con sus brazos curiosamente trenzados y con sus hojas compactas como una pasta artificial. El monte se alargaba hacia abajo desde la cima de una de las lomas arenosas, desplegándose y creciendo en elevación conforme bajaba, hasta llegar á la margen del ancho y juncoso pantano, á través del cual desaguaba, en el fondeadero, el más pequeño de los riachuelos que morían en él. El marjal vaporizaba bajo los ardientes rayos de un sol tropical, y la silueta del “Vigía” palpitaba con las rápidas ondulaciones de la bruma solar.
De repente comenzó á notarse cierto bullicio entre el juncal de la ciénaga: un pato silvestre se levantó gritando; otro le siguió, y muy pronto se vió sobre toda la superficie del marjal una nube verdadera de pájaros revoloteando, gritando y revolviéndose en el aire. Desde luego supuse que alguno de mis compañeros de navegación, debía de andar cerca de los bordes del pantano, y no me engañé, en mi suposición, pues muy pronto llegaron hasta mí los rumores débiles y lejanos de una voz humana que, mientras más escuchaba, más distinta y más próxima llegaba á mis oídos.
Esto me infundió un miedo terrible y ya no pude más que agazaparme bajo la espesura del más cercano grupo de árboles de la vida que se me presentó, y acurrucarme allí, volviéndome todo oídos, y mudo como una carpa.
Otra nueva voz se dejó oir contestando á la primera y luego ésta, que conocí luego ser la de Silver, se alzó de nuevo y se desató en una verdadera avalancha de palabras que duró por largo tiempo interrumpida apenas de vez en cuando por una que otra frase de la otra voz. Á juzgar por las entonaciones deben haber estado hablando acaloradamente, tal vez con ira, pero ninguna palabra llegó distintamente á mis oídos.
Al fin los interlocutores hicieron, al parecer, una pausa y tal vez, supuse yo, se habrían sentado, porque no sólo sus voces cesaron de aproximarse, sino que los pájaros empezaron ya á aquietarse y la mayor parte de ellos á volver á sus nidos en el pantano.
Comencé entonces á temer que estaba yo faltando á las obligaciones que voluntariamente me había impuesto, por el solo hecho de haber venido á tierra con aquellos perdidos, y á decirme que lo menos que podía hacer era escuchar sus conciliábulos, acercándome á ellos, tanto como me fuese posible, á favor de los espesos zarzales y de los árboles echados por tierra.
Me era fácil fijar la dirección de los dos interlocutores, no sólo por el sonido de sus voces sino también por el cálculo que me permitían hacer los pocos pájaros que todavía revoloteaban alarmados sobre las cabezas de los intrusos.
Marché agazapado, en cuatro pies, y muy callandito, pero muy en derechura hacia ellos, hasta que, por último, alzando un poco la cabeza á la altura de un pequeño claro entre el ramaje, pude ver distintamente, en el borde de una pequeña hondonada cubierta de verdura, cerca del pantano y respaldada por los árboles, á John Silver y á otro de los de la tripulación, conversando frente á frente.
El sol caía de lleno sobre ambos. Silver había arrojado á un lado su sombrero, sobre el césped, y toda su enorme, rasa y rubicunda cara, sudorosa y brillante con el calor, estaba fija en el semblante de su interlocutor como en demanda ó espera de alguna cosa.
—Mira, camarada, decía Silver, si yo no creyera que tú valías oro en polvo, puedes creerlo como lo digo, oro en polvo, sí señor, yo no te habría traído á este negocio cuando ya está caliente como perol de brea hirviendo. Si así no fuera, yo no estaría aquí previniéndote. Todo está ya dispuesto y listo y tú no puedes ni hacer ni remediar nada. Si yo trato de convencerte es sólo para salvarte el pescuezo, pues puedes tú creer que si alguno de aquellos salvajes lo supiera, ¿dónde estaría yo, Tom, dónde estaría yo?
—Silver, replicó el otro (y yo pude observar que no solamente tenía roja la faz, sino que también su voz era ronca como la de un cuervo, y oprimida como por una cuerda muy apretada), Silver, Vd. es ya viejo, Vd. es honrado ó pasa al menos por tal, Vd. tiene además una fortunita que infinitos marinos le envidiarían, Vd. es valiente, si no me equivoco. Pues bien, dígame Vd., ¿va Vd. á dejarse gobernar por esa caterva de sucios lampazos? ¡Yo creo que no! Y tan cierto como que Dios me ve en este momento, preferiré que me arranquen la mano antes que faltar á mi deber...!
Repentinamente fué su palabra interrumpida por un ruido inesperado. Acababa yo de ver á unos de los hombres honrados de á bordo y acto continuo iba á tener noticias de otro de ellos. Allá á lo lejos, al otro lado del pantano, se oyó súbitamente un rumor como un grito de angustia, luego otro y después un largo y horroroso alarido. Las rocas del “Vigía” lo repitieron con sus ecos varias veces; la bandada de aves acuáticas tornó á alzarse de nuevo, nublando el cielo, con un chillido simultáneo, y todavía aquel alarido de muerte no cesaba de vibrar en mi cerebro, cuando el silencio había ya restablecido su imperio y no se escuchaba más rumor que el suave aleteo de los pájaros bajando de nuevo á sus nidos y el murmullo distante de la marea perturbando débilmente la languidez de la tarde.
Al resonar aquel grito de suprema angustia, Tom se había puesto en pie de un salto, como un caballo que siente el acicate, pero Silver no había siquiera pestañeado. Quedóse en donde estaba, apoyándose apenas en su muleta y con los ojos clavados en su compañero como una víbora lista para abalanzarse.
—¡John!, gritó el marinero, extendiendo su mano hacia Silver.
—¡No me toques!, replicó éste, saltando hacia atrás como una yarda, según me pareció, con toda la destreza y seguridad de un gimnasta de profesión.
—No lo tocaré, si Vd. lo quiere así, John Silver; dijo Tom. Sólo una conciencia negra puede hacer que me tenga Vd. miedo; pero en nombre del cielo, dígame Vd., ¿qué ha sido ese grito?
Silver sonrió de una manera horrorosa, siniestra, pero sin perder su actitud cautelosa y expectante. Sus ojos, de ordinario pequeños, no eran en aquel momento más que unos puntos como la cabeza de un alfiler en su inmensa caraza, pero relampagueando como dos carbunclos.
—¿Ese grito?, dijo aquella furia, ese grito me supongo que ha sido de Alán.
Al oir esto el pobre Tom prorrumpió como un héroe:
—¿Alán?... ¡Descanse, pues, en paz esa alma de marino leal! Por lo que hace á Vd. Silver, Vd. ha sido hasta hoy un camarada mío, pero desde hoy ya no lo es Vd.! Si me mata como á un perro ¡qué importa! moriré cumpliendo con mi deber. ¿Conque ha hecho Vd. matar al pobre Alán, no? ¡Pues máteme también á mí, si puede, le desafío á ello!
Y al decir esto aquel bravo y leal muchacho, volvió la espalda al cocinero y se puso en marcha, dirigiéndose hacia la playa. Sin embargo, no era su destino el ir muy lejos. Con un grito salvaje John se afianzó á la rama de un árbol, se sacó violentamente la muleta de bajo el brazo y lanzó aquel improvisado proyectil, con una fuerza inaudita, zumbando por el viento y alcanzando al pobre Tom á quien golpeó con horrible violencia entre los dos hombros, en medio de la espalda. Sus manos se agitaron en el aire, dió una especie de boqueada y cayó de frente contra el suelo.
Nada podré decir sobre si aquel golpe fué mortal ó no. Sin embargo, á juzgar por el sonido, es casi seguro que la espina fué rota con el choque; pero no tuvo tiempo para recobrarse en lo más mínimo, porque Silver, ágil como un orangután, aunque sin muleta ni ayuda alguna, cayó sobre su víctima en un momento y en menos tiempo del que tardo en contarlo había ya hundido dos veces su largo cuchillo hasta la empuñadura, en aquel desdichado inerme. Desde mi escondite de arbustos pude oir los resoplidos feroces de su respiración al sepultar su arma innoble en aquel cuerpo sin defensa.
Yo no sé hasta qué punto tendrá un hombre el derecho de desmayarse, pero si sé que por cierto tiempo, en aquel instante, me pareció que el mundo entero daba vueltas en derredor de mí, en un remolino nebuloso; Silver y los pájaros y el altísimo “Vigía” danzaban ante mis ojos en un torbellino, todos invertidos, mientras mil campanas diferentes, mezcladas con ecos distantes, repicaban furiosamente en mis oídos.
Cuando me hube recobrado un poco, el monstruo ya se había compuesto y organizado de nuevo, por decirlo así, con su sombrero sobre la cabeza y su muleta bajo el brazo. Junto á él yacía precisamente el cuerpo inmóvil é inanimado del pobre Tom, sobre la tierra, sin que su asesino se ocupara por eso en lo más mínimo, pues lo pude ver que, con una calma verdaderamente satánica, limpiaba en el césped la sangre de que estaba empapada la hoja de su puñal. Todo lo demás continuaba en el mismo estado, sin el menor cambio: el sol radiando despiadadamente sobre el marjal que vaporizaba y sobre el alto pico de la montaña. Y á mí me parecía imposible persuadirme de que un asesinato se acababa de cometer allí, delante de mis ojos, que una vida humana había sido brutalmente segada en mi presencia misma.
Ví luego á John Silver llevarse la mano á la bolsa, sacar un silbato y hacer vibrar varias veces sus moduladas notas que volaron á través de la atmósfera caliginosa. No me era posible, por de contado, explicarme la significación de aquella señal, pero sí me dí cuenta de que con ella se despertaban de nuevo todos mis temores antecedentes. Los demás hombres iban á acudir y estaba, pues, en peligro de ser descubierto. Acababan de asesinar á dos de nuestros leales y honrados hombres, ¿no era muy posible que después de Tom y Alán me tocase el turno á mí?
En un abrir y cerrar de ojos me comencé á internar, agazapado siempre y con todo el silencio y velocidad que me fuera posible, hacia la parte del monte más abierta. Mientras ejecutaba este movimiento, pude oir todavía saludos cambiados entre el viejo pirata y sus camaradas, y á este rumor, indicante claro de mi peligro, sentí que me nacían alas en los pies. No bien estuve fuera de la espesura, eché á correr como jamás había corrido antes en mi vida, sin cuidarme de la dirección que seguía, sino en cuanto que ella me alejaba de los asesinos, y mientras más corría, el miedo más y más se agigantaba en mi alma hasta tornarse en un verdadero frenesí de terror.
Y en verdad, ¿podía haber alguien en situación más perdida de todo punto que la mía? Cuando tronase el cañonazo ofrecido, ¿cómo iba yo á atreverme á presentarme en los botes, en medio de aquellos entes infernales, cuyas manos humeaban todavía con la sangre de sus víctimas? ¿Acaso el primero de ellos que me viera no iba á torcerme el cuello como á una agachona? ¿Acaso mi sola ausencia no era ya para ellos una evidencia de mi alarma, y por consiguiente, de mi fatal conocimiento de los hechos? Todo, pues, había concluído para mí. ¡Adiós La Española, adiós el Caballero, el Doctor y el Capitán! ¡Nada me quedaba ya que esperar sino la muerte por inanición, ó á manos de los sublevados!
Mientras esto pensaba, no cesaba de correr, y sin darme cuenta de ello, me encontraba ya cerca del pie de uno de los pequeños picos, y habíame internado á una parte de la isla en que los árboles de la vida crecían más distantes unos de otros y se asemejaban más á verdaderos árboles de bosque por su corpulencia y dimensiones. Entremezclados con estos había uno que otro pino, algunos de ellos como de cincuenta pies de altura y otros como hasta de setenta. El aire tenía ya aquí también un olor más fresco que allá abajo cerca del pantano.
Pero al llegar á este sitio, una nueva alarma me esperaba, que me hizo sentir el corazón á punto de escapárseme del pecho.
CAPÍTULO XV
EL HOMBRE DE LA ISLA.
DE uno de los lados del cerro que era, en aquel sitio, escarpado y pedregoso, un guijarro se desprendió por el cauce seco de una de las vertientes cascajosas, saltando, rebotando y haciendo estrépito en sus choques repetidos contra árboles y piedras. Volví los ojos instintivamente en aquella dirección y ví una forma extraña moverse y ocultarse tras del tronco de uno de los árboles. ¿Era aquello un oso, un hombre, ó un orangután? Me era imposible decirlo. Me parecía negro y velludo; pero esto era lo único de que me podía dar cuenta en aquel momento. Sin embargo, el terror de esta nueva aparición me hizo contenerme en mi carrera.
Me veía, según toda probabilidad, cortado por el frente y por la retaguardia: detrás de mí, los asesinos, y delante aquella forma indescriptible que me acechaba. En el acto comencé á preferir los peligros que me eran conocidos á aquellos que aparecían velados. El mismo Silver se me figuraba ya menos terrible comparándolo con aquella extravagante criatura, especie de gnomo de la montaña, y así fué que, sin más vacilaciones le volví la espalda, no sin volverme azoradamente para verle sobre el hombro, y comencé á correr de nuevo, esta vez en dirección de los botes.
Pero en pocos segundos la horrible figura, después de dar una gran vuelta, se me igualó en la carrera y aun comenzó á avanzar delante de mí. Yo estaba bien exhausto ya, no cabía duda, pero aun cuando hubiese estado fresco y descansado, ví muy pronto que era una locura el pretender luchar en velocidad con adversario semejante. De un tronco á otro aquella extraña criatura parecía volar como un ciervo, corriendo á semejanza del hombre, en dos pies, pero diferenciándose de la carrera humana en que como ciertas aves se dejan ir en el espacio por largo tiempo con las alas cerradas, esta se deslizaba á trechos hacia abajo por la pendiente, de una manera fantástica, maravillosa é inexplicable para mí. Y sin embargo, era un hombre, ya no me era posible dudarlo por más tiempo.
Vínome á la imaginación en el acto todo cuanto había oído ó leído sobre caníbales y aun estuve á punto de gritar ¡socorro! Pero el mero hecho de ser aquel un hombre, aunque fuese un salvaje, me había ya serenado un poco, y el miedo que Silver me inspiraba reapareció vivo y formidable en mi ánimo. Me detuve, pues, por el momento, y buscando en mi atribulada imaginación alguna puerta de salvamento ó de escape, me acordé, de pronto, de la pistola que llevaba conmigo. Y no hice más que recordar que no estaba tan indefenso, y sentí que el valor volvía á mi corazón, y dando el rostro resueltamente al hombre de la isla, marché hacia él con paso vigoroso.
En este momento él estaba oculto tras de otro tronco de árbol, pero debe haberse estado espiándome muy atentamente, porque tan luego como yo me adelanté hacia donde él estaba, se mostró de repente y dió un paso para venir á mi encuentro. Pero acto continuo vaciló, dió algunos pasos hacia atrás, luego otros hacia mí de nuevo, hasta que, por último, con extraordinaria sorpresa y confusión mía, le ví caer de rodillas y tenderme en ademán suplicante sus manos enclavijadas:
Al ver esto, torné á detenerme indeciso.
—¿Quién es Vd.?, le pregunté.
Á lo cual se apresuró él á contestarme con una voz ronca, opaca, como el rumor que produjese una cerradura enmohecida y en desuso.
—¡Soy Ben Gunn! Soy el pobrecito Ben Gunn que por tres años no ha tenido delante un cristiano con quien hablar!
Al oir esto pude ya darme cuenta de que aquel no era un caníbal, como lo creí al principio, sino un hombre de raza blanca como yo, y aun observé que sus facciones eran regulares y agradables. Su cutis, en todos los puntos que aparecía descubierto, estaba tostado por el sol; sus labios mismos estaban ennegrecidos y sus ojos claros eran una cosa sorprendente en aquel conjunto de facciones oscuras. De todos los mendigos que en mi vida había yo podido ver ó figurarme, era éste el número uno por lo destrozado y harapiento. Estaba vestido con girones de lona de velámen, añadidos y mezclados con retazos informes de paño azul-marino, y toda aquella extraordinaria estructura de andrajos estaba sujeta y rodeada á su persona, por la más incongruente y exótica reunión de broches y costuras: botones de metal, espinas de pescado, correas de pieles crudas, pedacitos de madera á guisa de agujetas, y presillas de alquitranados cordones. Ciñendo su talle llevaba un viejo cinturón de cuero con hebilla de metal, cuya prenda era la única cosa sólida y sin soluciones de continuidad de todo cuanto llevaba encima.
—¡Tres años!, exclamé yo. ¿Naufragó Vd. acaso cerca de esta costa?
—No, amigo mío, me aislaron[4] aquí.
Yo había oído esa palabra aplicada á una especie de castigo horrible, muy común entre los piratas, cuya esencia era desembarcar al condenado en una isla inhabitada, dejándole solamente un fusil y una poca de pólvora y abandonándolo allí para siempre.
—¡Aislado por tres años!, continuó aquel mísero. Tres años mortales durante los cuales he vivido de cabras monteses, de berzas silvestres y de ostras de la playa. Yo sé que donde quiera que un hombre se encuentre colocado, aquel hombre puede ayudarse y valerse por sí mismo. Pero, amigo, mi corazón ya suspira por alguna comida de cristianos. Tú traerás allí por casualidad un pedacillo de queso, ¿no es verdad?... ¡Pues dámelo, anda!... ¿No traes?... ¡Ah! ¡si tú supieras qué noches tan largas me he pasado aquí, soñando con una tajadilla de queso, con una tostada, sobre todo! Y luego me despertaba... ¿y qué?... ¡Aquí!... ¡siempre aquí!
—Si Dios quiere que alguna vez pueda yo volver á bordo, le prometo á Vd. que tendrá queso hasta ahitarse, le repliqué.
Todo el tiempo que había durado nuestro corto diálogo anterior, Ben Gunn no había cesado de asentar con su mano el paño de mi jubón, de tocarme suavemente las manos, de contemplar mis botas y, en una palabra, de manifestar el placer más infantil con la presencia de un semejante suyo. Pero al oir mis últimas frases se enderezó de repente con cierta especie de sobresalto.
—Si Dios quiere que puedas volver á bordo, ¿has dicho? Y bien, ¿quién es el que te lo impide?
—No es Vd., por cierto, le contesté.
—Y dices muy bien en eso, exclamó. Pero antes de pasar adelante, vamos á ver, ¿cómo te llamas, camarada?
—Jim, le dije.
—Jim, Jim, repetía él con aparente complacencia. Ahora bien, Jim, ya debo decirte que yo he vivido una vida tan borrascosa que ni aun me atrevo á contártela, porque te avergonzarías sólo de oirme. ¿Creerás tú, al escuchar esto, que yo nunca tuve una madre, buena y piadosa, para dirigirme y velar por mí?
—¡No! no he pensado tal cosa, le respondí.
—¡Ah!, dijo él. ¡Pues sí que la tuve y muy santa y muy piadosa! Yo era un muchachito paisano, muy bueno y muy aprovechado, que me sabía tan bien mi catecismo que cuando me soltaba recitándolo, lo repetía, como si fuera una sola palabra, y sin respirar, desde el principio hasta el fin. ¡Ah! pero aquí va ahora lo que sucedió, Jim. Un día comencé á jugar á las canicas y al hoyuelo; por allí comencé, no te quepa duda. Mi pobrecita madre me sermoneaba y me decía lo que me iba á suceder, ¡pobre señora, me acuerdo muy bien! Pero la Providencia me trajo aquí. Yo no he cesado de pensarlo en todo el tiempo que he estado olvidado en esta isla desierta y, lo que es ahora, ya me siento bueno otra vez. Ya nadie me volverá á coger nunca probando el rom... á no ser un dedalito... nada más que un dedal por accidente, cuando se me presente una ocasión. Inevitablemente ya, tengo que ser bueno y sé cuál es el camino para lograrlo, porque, óyeme bien, Jim...—y al decir esto vió en torno suyo y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo—... ¡soy muy rico!
Al escuchar esto, no me cupo duda sobre que aquel desgraciado se había vuelto loco en su soledad, y supongo que debo haber dejado conocer mi pensamiento en mi semblante, porque él se apresuró á repetir calurosamente:
—¡Rico, rico, sí señor! Yo te diré cómo y haré de tí todo un hombre, Jim. ¡Ah, muchacho, dale á Dios una y mil veces gracias de que hayas sido tú la primera criatura humana que se ha encontrado conmigo!
Pero no bien había pronunciado estas palabras su semblante se oscureció repentinamente, como si se viese asaltado por una idea ingrata; estrechó mi mano con mayor fuerza entre las suyas y levantó el dedo índice ante mis ojos con un ademán amenazador diciendo:
—Pero ante todo Jim, dime la verdad... ¿no es ese de allí el buque del Capitán Flint?
Oyendo esto me vino una inspiración rápida y feliz. Comencé á creer que lo que yo había encontrado, era un aliado, y en tal concepto me apresuré á contestarle:
—No, por cierto. Flint ha muerto. Pero si le he de decir á Vd. la verdad, como Vd. me lo pide, á bordo de esa goleta vienen varios de los hombres del tal Flint, por desgracia de todos los demás de la partida.
¿No viene un hombre con una sola pierna?, murmuró Ben Gunn.
—¿Silver?, le pregunté.
—¡Ah! ¡Silver!, contestó él. ¡Silver! ¡eso es... ese es su nombre!
—Es el cocinero de á bordo y al mismo tiempo el cabecilla ó director de esos hombres.
Al llegar aquí, Ben Gunn, que todavía me tenía cogido por la muñeca, dióme una especie de fuerte sacudida.
—Si tú has sido enviado aquí por John Silver, dijo, yo estoy ya tan bueno como un cerdo, muy bien lo sé. ¿Pero en qué pensaste tú, muchacho?
Yo había ya formado mi resolución en un instante, así es que, por vía de respuesta, le conté la historia completa de nuestro viaje y el difícil predicamento en que nos encontrábamos á aquellas horas. Escuchóme él con el más profundo interés y cuando hube concluído exclamó dándome una palmadilla en la cabeza:
—Jim, tú eres un buen muchacho, y tú y los tuyos están en un apuro del demonio, ¿nó es esto? Pues no tengas cuidado. Ten confianza en mí. Ben Gunn es el hombre para sacarlos de su varadero. Pero antes dime, ¿crées tú que tu Caballero resultará ser un hombre bastante liberal para quien sepa sacarlo del aprieto en que se ve metido?
—¡Oh! en cuanto á eso, el Caballero es el hombre más liberal y generoso que yo he conocido, le respondí.
—Pero hay que ver bien, dijo Ben Gunn; yo no quiero decir que me recompensará dándome una covacha de conserje para guardar una puerta; ó una librea dorada de lacayo, ó cosa por el estilo. ¡Oh, no! Lo que yo quiero decir es que si me daría, por ejemplo, un buen millar de libras esterlinas, contantes y sonantes, que es tanto cuanto puede apetecer para ser dichoso un hombre como yo. ¿Qué dices tú?
—Pues digo que estoy seguro de que sí lo haría, le respondí yo. Tal como venían las cosas todos los expedicionarios estábamos llamados á dividirnos la hucha.
—¿Y me dará también un pasaje á Inglaterra?, añadió con una mirada recelosa y desconfiada.
—¿Pues cómo no?, le dije. El Sr. de Trelawney es un hombre de honor. Y además de esto, ¿no ve Vd. que si con su auxilio logramos desembarazarnos de los otros, necesitaríamos de Vd. sin remedio para ayudarnos á maniobrar el buque?
—¡Ah! ¡pues es verdad!, replicó Ben Gunn. ¡Yo les sería indispensable!
Y con esto pareció como aliviado de un gran peso.
—Ahora, prosiguió, voy á contarte cómo pasaron los sucesos, ni más ni menos. Yo estaba á bordo del buque de Flint cuando éste sepultó aquí su tesoro. Él se vino á tierra con seis hombres, grandes, fuertes. Permanecieron aquí cerca de una semana, y nosotros, entre tanto, allá afuera... esperando... anclados en el fondeadero, en su viejo buque el Walrus. Un hermoso día, vimos por fin la señal esperada. Flint venía por sí solo... solo enteramente en su pequeño bote, con su cabeza vendada con una banda azul... El sol comenzaba á levantarse y él aparecía pálido... pálido como un muerto junto al tajamar... ¡Pero allí estaba, eso sí! En cuanto á los otros seis... ¡todos muertos! ¡muertos y enterrados!... ¿Cómo se arregló para ello? Ninguno de los que íbamos á bordo pudo averiguarlo nunca, ¿Fué lucha leal, asesinato, sorpresa, que fué?... ¡Quién sabe! Lo único que sabíamos es que ellos eran seis y él no era más que uno... ¡uno contra seis! Billy Bones era el piloto del barco; John Silver era el contramaestre y ambos le preguntaron dónde quedaba oculto el tesoro.—“¡Ah!, contestó él, si Vds. quieren ir á averiguarlo pueden irse á tierra y quedarse allí buscando. Lo que es el barco vuelve á la mar en busca de más, con mil diablos!” Eso fué lo que él dijo!... Tres años después de aquello me cupo en suerte venir en otro buque. Cuando vimos la isla yo dije:—“Ea, muchachos; el tesoro del Capitán Flint está aquí. ¡Vamos bajando á tierra y encontrémoslo!”—El Capitán se disgustó con esto, pero mis camaradas fueron todos de mi opinión y bajamos á tierra. Doce días consecutivos buscaron y buscaron en vano. Creían que yo les había jugado una horrible burla y cada día me llenaban de nuevos y más duros insultos, hasta que una mañana, ya cansados y sin esperanzas se volvieron todos á bordo.—“Por lo que hace á tí Benjamín Gunn, me dijeron al partir, aquí tienes un mosquete, un pico y una azada: quédate aquí y encuentra para tí solo el tesoro del Capitán Flint!”... Tres años hace de esto, Jim; tres años que he estado aquí sin probar un solo platillo de cristianos, hasta hoy!... Pero, dime ahora... mírame... ¿tengo yo el aspecto de un marinero?... ¡Ya te oigo murmurar que no!... ¡Ah!, es que yo también lo digo... yo... ¡yo mismo!
Al decir esto me guiñó los ojos y me oprimió la mano fuertemente. Y luego prosiguió:
—Tú nada más repítele á tu Caballero mis propias palabras, Jim. Díle esto: “Tres años hace que Ben Gunn es el único habitante de esta isla, lo mismo á la hora de la luz que en medio de la noche, lo mismo en la tempestad que en el buen tiempo. Tal vez algunas ocasiones ese pobre—díle—tal vez ha pensado en su anciana madre, que anciana ha de ser si vive aún; quizás, á veces, habrá caído de rodillas para decir una oración. Pero la mayor parte del tiempo de Ben Gunn se ha empleado en otro asunto.” Y al decirle esto le darás un pellizco como este que te doy aquí.
É hízolo como lo decía, de la manera más confidencial que imaginarse pueda, prosiguiendo en el acto:
—Pero continuarás al punto y le dirás: “Gunn es un buen chico, no cabe duda y él deposita él precioso don de su confianza, deposita él precioso don de su confianza—no olvides decírselo con esas mismas palabras—en un Caballero por nacimiento, más que en cualquiera de esos “caballeros de la fortuna” de los cuales él ha sido uno.”
—Pero vamos allá, le dije yo; prescindiendo de que no alcanzo á entender una palabra de todo lo que me ha estado Vd. diciendo aquí, ¿cómo podría yo repetírselo al Caballero si no veo la posibilidad de volver á bordo?
—¡Ah! allí está la vuelta del cabo! Y bien, aquí está mi bote; mi bote que yo he fabricado con mis propias manos. Yo lo tengo oculto bajo la peña blanca. Si sucede lo peor de lo peor, creo debemos intentar esa travesía después de que oscurezca...
En este punto tuvo que interrumpirse bruscamente, porque aun cuando el sol tenía todavía una hora ó más que alumbrar hasta ocultarse en el horizonte, oímos repentinamente, repetido por todos los ecos de la isla, el trueno imponente de un cañonazo.
—¡Eh! ¿qué es eso?, preguntó Ben Gunn.
—Es que han comenzado á batirse, le contesté. ¡Sígame Vd.!
Y olvidando en aquel punto todos mis terrores precedentes me dí á correr hacia la rada, en dirección del ancladero, acompañado por el hombre aislado que corría junto á mí velozmente, sobre sus cacles de piel de cabra, con gran ligereza y facilidad.
—¡Á la izquierda! ¡á la izquierda!, me decía. ¡Cárgate siempre hacia la izquierda, camarada!, repetía. ¡Quién diría que yo voy aquí bajo los árboles, contigo! Mira, allí es donde maté mi primera cabra. Ahora ya no bajan hasta acá; ahora las tienes siempre encaramadas en sus masteleros, allá entre las jarcias y los motones de sus montañas, todo, no más que por miedo de Ben Gunn! ¡Ah! mira tú... ¡allí tienes el cementerio! ¿no ves sus terraplenes?... Cuando por mis cuentas creo que debe ser domingo, sabes tú,... suelo venir aquí y me arrodillo y rezo. No tiene esto muchas trazas de capilla, ni siquiera de una pobre ermita, ¿no es verdad?... pues, mira tú... yo le encuentro no sé qué cosa de solemne y de imponente. Y luego, ya lo ves, no he tenido las manos muy llenas... ni una biblia, ni una enseña... y en cuanto á capellán, pues... ni soñarlo.
Y seguía así, charla y charla mientras corríamos, sin esperar ni recibir respuesta alguna.
Un rato considerable había trascurrido después del disparo del cañón, cuando oímos una descarga de armas de menos calibre.
Siguióse otra pausa, y luego, á menos de un cuarto de milla frente á mí, divisé repentinamente en el aire, flotando sobre las cimas de los árboles del bosque, la gloriosa bandera de Inglaterra.
PARTE IV
LA ESTACADA
CAPÍTULO XVI
EL DOCTOR PROSIGUE LA NARRACIÓN Y REFIERE CÓMO FUÉ ABANDONADO EL BUQUE
SERÍA la una y media de la tarde cuando los dos botes de La Española se fueron á tierra. El Capitán, el Caballero y yo estábamos discurriendo acerca de la situación en nuestra cámara de popa. Si hubiera soplado en aquellos momentos la brisa más ligera, hubiéramos caído por sorpresa sobre los seis rebeldes que se nos había dejado á bordo, hubiéramos levado anclas y salido á alta mar. Pero el viento faltaba de todo punto y para completar nuestro desamparo, vino muy pronto Hunter á traernos la nueva de que Hawkins se había metido en uno de los botes y marchádose con los expedicionarios de la isla.
Jamás nos ocurrió poner en duda la lealtad de Hawkins, pero sí nos pusimos en alarma por su vida. Con la excitación en que aquellos hombres se encontraban nos parecía que sólo una casualidad podía hacer que volviésemos á verle vivo. Corrimos sobre cubierta. El calor era tal que la brea que unía la juntura de los tablones comenzaba á burbujar, derritiéndose; el nauseabundo hedor de aquel sitio me ponía verdaderamente malo, y si alguna vez hombre alguno absorbió por el olfato los gérmenes de mil enfermedades infecciosas, ese fuí yo, sin duda, en aquel abominable fondeadero. Los seis sabandijas estaban sentados á proa, refunfuñando á la sombra de una vela. Hacia la playa podíamos divisar los botes sujetos á tierra, y á un hombre de los de Silver, sentado en cada uno de ellos. Uno de aquellos dos conjurados se divertía silbando el “Lilibullero.”
Esperar era una locura, así es que decidimos que Hunter y yo iríamos á tierra en el serení[5] en busca de informes y para explorar el terreno.
Los botes se habían recargado sobre su derecha, pero Hunter y yo remamos rectos en dirección de la estacada marcada en nuestro mapa. Los centinelas y guardianes de los esquifes parecieron desconcertarse un tanto con nuestra aparición. El “Lilibullero” cesó de oirse y pude ver á aquel par de alhajas discutiendo lo que debían hacer. Si se hubieran marchado para avisar á Silver lo que ocurría, abandonando sus botes, es claro que las cosas hubieran pasado de muy distinta manera; pero supongo que tenían sus órdenes y, en consonancia con ellas, decidieron permanecer tranquilamente en donde estaban y muy luego oímos que la música de “Lilibullero” comenzaba de nuevo.
Había en aquel punto una ligera curva en la costa y yo no perdí tiempo remando cuan fuertemente pude para ponerla entre los hombres de los esquifes y nosotros, de tal suerte que antes de que llegásemos á tierra ya nos habíamos perdido mutuamente de vista. Salté por fin en la playa y púseme á correr tan de prisa como podía atreverme á hacerlo, desplegando sobre mi cabeza un gran pañuelo de seda blanco para evitar la insolación y con un buen par de pistolas, enteramente listas, por precaución, contra cualquiera sorpresa.
No había recorrido aún cien yardas cuando llegué á la estacada.
He aquí lo que había en ella: una fuente de agua límpida y clara brotaba casi en la cumbre de la colina; sobre ésta, y encerrando la fuente por supuesto, se había improvisado una espaciosa cabaña de postes de madera, arreglada de manera de poder encerrar unas dos veintenas de hombres, en caso de apuro, y con troneras para mosquetes por todos lados. Al derredor de esta cabaña habíase limpiado un espacio considerable y, para completar la obra, se había levantado una empalizada bastante fuerte, como de seis pies de elevación, sin ninguna puerta ó pasadizo, con resistencia suficiente para no poderla echar por tierra sino con tiempo y trabajo, pero bastante abierta para que no pudiera servir de parapeto á los sitiadores. Los que estuvieran en posesión de la cabaña del centro podían llamarse dueños del campo y cazar á los de afuera como perdices. Lo que se necesitaba allí era una vigilancia continua y provisiones, porque á menos de una completa sorpresa, los sitiados podían sostenerse muy bien contra un regimiento entero.
En lo que yo me fijé entonces de una manera más particular fué en la fuente, porque aun cuando en nuestro castillo de popa de La Española teníamos armas y municiones en gran cantidad, y abundancia de víveres y vinos excelentes, lo cierto es que de una cosa estábamos ya bien escasos, y era de agua. Estaba yo preocupado con este pensamiento, cuando de pronto llegó á mis oídos distintamente, desde algún punto de la isla, el grito supremo de un hombre que se moría. Yo he servido á Su Alteza Real el Duque de Cumberland y aun fuí herido yo mismo en Fontenoy, pero en aquel instante mi pulso se detuvo y no pude menos que verme asaltado por esta idea: “¡Han matado á Hawkins!”
Haber sido uno un viejo soldado es ya algo, pero es todavía más haber sido médico. No tiene uno tiempo para vacilaciones ni cosas inútiles, así es que en un instante formé mi resolución y sin perder un segundo regresé á la playa y salté de nuevo á bordo del serení.
Por fortuna Hunter era un remador de fuerza. Hicimos volar á nuestro botecillo y muy pronto estábamos ya al costado de La Española, á cuyo bordo subimos á toda prisa.
Encontré á todos emocionados, como era natural. El Caballero estaba sentado, lívido como un papel, lamentando ¡alma de Dios! los peligros á que nos había traído. Uno de los seis hombres quedados á bordo estaba ya en mejores condiciones.
—Allí hay un hombre, dijo el Capitán Smollet apuntando hacia él, que es novicio en la obra de estos malvados. Ha venido aquí, á punto de desmayarse, en cuanto que oyó aquel grito de muerte. Con otra vuelta de cabrestante lo tenemos con nosotros, eso es seguro.
Expliqué entonces al Capitán Smollet cuál era mi plan, y entre los dos arreglamos los detalles de su realización.
Pusimos á nuestro viejo Redruth en la estrecha galería que, como se recordará, era la única comunicación posible entre la popa y el castillo de proa, dándole tres ó cuatro mosquetes cargados y poniéndole un colchón por vía de barricada para protegerle. Hunter trajo el botecillo de manera de colocarlo precisamente bajo la porta de popa y Joyce y yo nos pusimos inmediatamente á la obra de cargar en él botes de pólvora, mosquetes, bultos de bizcochos, galletas, jamón, una damajuana de cognac y mi inestimable estuche de cirujía.
Entre tanto el Caballero y el Capitán permanecían sobre cubierta y el último de ellos hacía al timonel la siguiente amistosa y cortés intimación:
—Amigo Hands, aquí nos tiene Vd. á dos personas con dos pistolas cada una. Si alguno de Vds. seis hace el menor movimiento para acercársenos puede tenerse por hombre al agua.
Los hombres aquellos deliberaron un corto rato y después de su pequeño consejo de guerra se fueron dejando caer uno tras de otro, de la carroza, abajo, pensando, sin duda alguna, cogernos por la retaguardia. Pero en cuanto que se encontraron con Redruth esperándolos, mosquete en mano, en la estrecha galería de comunicación, volvieron otra vez á querer recobrar su lugar primitivo á proa, apareciendo sobre cubierta la cabeza de uno de ellos por una escotilla.
—¡Abajo otra vez, perro pirata!, le gritó el Capitán, ó te vuelo la tapa de los sesos!
La cabeza aquella se hundió de nuevo como por encanto en la escotilla y por entonces nada volvimos á oir ni á saber de aquellos miserables.
Mientras esto pasaba, nuestro ligero serení estaba ya tan cargado como era racional ponerlo. Joyce y yo saltamos por la porta de la popa y tornamos á remar hacia la playa, tan de prisa como nuestras fuerzas nos lo permitían.
Este segundo viaje despertó ya de una manera indudable la alarma de los vigilantes de los esquifes. “Lilibullero” fué dado de mano otra vez, y precisamente antes de perderlos de vista tras del pequeño cabo de la playa, uno de ellos había ya saltado á tierra y desaparecido rápidamente. Estuve entonces á punto de cambiar de táctica é irme derecho á sus botes y destruírselos, pero temí que Silver estuviese por allí demasiado cerca con los restantes y era en tal caso muy posible que todo se perdiera por querer hacer demasiado.
Muy pronto llegamos de nuevo á tierra al mismo lugar que en el viaje precedente. Los tres hicimos el primer trasporte del bote hasta la cabaña, muy bien cargados, y depositamos allí nuestras armas y provisiones. Dejamos entonces á Joyce en la palizada, de guardia para custodiar nuestro depósito, y aunque es verdad que se quedaba solo enteramente, tenía á su disposición media docena de mosquetes muy bien preparados. Hunter y yo volvimos otra vez al botecillo, tornamos á cargar lo más que pudimos y regresamos á la estacada. Así continuamos, casi sin tomar aliento, hasta que toda la carga puesta en el bote había sido trasladada á la cabaña en la cual los dos criados tomaron definitivamente sus posiciones, mientras yo, con todas mis fuerzas, remaba otra vez en el ya ligero serení hasta llegar de nuevo á La Española.
El arriesgar una segunda cargada era, en realidad, menos atrevido y peligroso de lo que parecía. Es cierto que ellos tenían la ventaja del número, pero nosotros teníamos la de las armas. Ninguno de los hombres que estaban en tierra llevaba un mosquete consigo y así es que, antes de que hubieran podido acercársenos á tiro de pistola, es seguro que nosotros hubiéramos dado buena cuenta de ellos.
El Caballero estaba espiándome en la porta de popa, ya restablecidos su valor y su ánimo. Cogió el cabo de la amarra que yo le arrojé, lo sujetó arriba y comenzamos á hacer ya un cargamento de verdadera vitalidad para nosotros, consistente en carne, pólvora y bizcochos, sin añadir más armas que un mosquete y un sable por cabeza para el Caballero, para mí, Redruth y el Capitán. El resto de las armas y la pólvora los arrojamos al agua á dos brazas y media de profundidad, de manera que podíamos distinguir el limpio acero de los mosquetes brillando con los reflejos del sol, allá abajo en el fondo limpio y arenoso del ancladero.