Cuando al abandonar el interior de la cabaña por orden del Capitán aparecí en la puerta, ví que las reservas de los amotinados estaban ya tratando de salvar la empalizada para acabar de dar buena cuenta de nosotros. Un marinero que ostentaba una gorra encarnada y que se había puesto la cuchilla entre los dientes, había ya logrado trepar y tenía una pierna dentro del recinto de la estacada y otra afuera. Ahora bien, mi caída fué tan rápida que cuando me puse de nuevo en pie todo estaba aún en la misma posición; el hombre del gorro encarnado, todavía mitad adentro y mitad afuera, y otro dejaba asomar la cabeza en aquel mismo instante por sobre las extremidades de los postes. Pero rápido como había sido ese momento, en él, sin embargo, se había decidido la victoria en nuestro favor.
Gray, que seguía á tres pasos mi carrera, había derribado al gran contramaestre en tierra antes de que hubiera tenido tiempo de recobrarse por haber fallado su golpe sobre mí. Otro de ellos había recibido un tiro mortal en el momento mismo en que iba á hacer fuego por una de las troneras, y estaba allí, agonizando, con la pistola todavía humeante entre sus manos. El Doctor, según pude notar, había dado buena cuenta de un tercero con un tajo magnífico. De los cuatro que habían escalado la empalizada, uno solo quedaba intacto y este, que había dejado escapar su cuchilla en la refriega, ya iba en aquel momento saltando de nuevo sobre la empalizada para ponerse á cubierto de la muerte que se cernía sobre su cabeza.
¡Fuego desde adentro!, gritó el Capitán. ¡Y Vds. muchachos, al reducto de nuevo!
Pero su orden ya no tuvo efecto: ningún disparo partió de las troneras y el último de los asaltantes pudo escapar sano y salvo y desaparecer con todos los demás en el bosque. En tres segundos no quedaban ya más trazas de los asaltantes que los cinco de ellos que habían caído en la refriega, de los cuales, cuatro yacían dentro y el quinto fuera del recinto de la estacada.
El Doctor, Gray y yo corrimos con todas nuestras fuerzas para ponernos al abrigo, pues era probable que los asaltantes volvieran pronto del lugar en que habían dejado sus mosquetes y abrieran una vez más el fuego sobre nosotros.
Nuestra casa, á la sazón, estaba ya bastante despejada del humo y pudimos ver, á la primera ojeada, el precio á que habíamos comprado la victoria. Hunter yacía sin sentido al pie de su tronera. Joyce, cerca de él, con una bala en el cerebro, yacía también para no volver á moverse nunca, y en el medio del recinto el Caballero estaba sosteniendo al Capitán, tan pálido el uno como el otro.
—El Capitán está herido, dijo el Sr. de Trelawney.
—¿Han corrido esos?, preguntó el Capitán Smollet.
—Piernas les faltaban, contestó el Doctor. Pero allí están cinco de ellos que no volverán á correr más.
—¿Cinco?, exclamó el Capitán. ¡Tanto mejor, vamos! Cinco de ellos y tres de nosotros; eso nos deja nueve contra cuatro. Eso es ya mucho menos desproporcionado que en un principio. Entonces éramos siete para diez y nueve; al menos así lo creíamos, lo cual es casi tan malo como serlo en realidad.
Los sublevados no fueron ya muy pronto sino ocho, pues el hombre herido por el Caballero, á bordo del buque, con su disparo hecho desde el serení, murió aquella misma noche á causa de sus lesiones. Esto, sin embargo, no se supo en nuestro reducto sino después.
PARTE V
MI AVENTURA DE MAR
CAPÍTULO XXII
DE CUAL FUÉ EL PRINCIPIO DE MI AVENTURA
LOS sublevados no volvieron ya; ni siquiera un disparo más volvió á salir de entre los árboles. Ya habían recibido su ración por aquel día, según la frase del Capitán y quedábamos, por tanto, en posesión de nuestro reducto, con tiempo para cuidar y trasladar los heridos, y para hacer la comida. El Caballero y yo pusimos nuestra cocina afuera á pesar del peligro que corríamos, pero aun allí podíamos difícilmente atender á lo que traíamos entre manos á causa de los quejidos y lamentos que nos llegaban de los pacientes del Doctor.
De ocho personas que habían caído durante la batalla, solo tres respiraban aún: el pirata que fué herido junto á la tronera, Hunter y el Capitán Smollet; y aun de estos, los primeros eran poco menos que muertos. El sublevado murió, en efecto, bajo el bisturí del Doctor y en cuanto á Hunter por más esfuerzos que se hicieron para volverlo á sus sentidos, no tuvo ya conciencia de sí mismo en este mundo: agonizó todo el día, respirando fuerte y penosamente como el viejo filibustero cuando yacía víctima de aquel terrible ataque apoplético; pero los huesos del pecho habían sido despedazados por el golpe y el cráneo se había fracturado con la caída, por lo cual, al llegar la noche, sin voz ni estremecimiento alguno entregó el alma á su Hacedor.
Las heridas del Capitán eran graves, en verdad, pero no fatales. No había órgano alguno interesado con lesión mortal. La bala de Ánderson, que fué la que primero le hirió, había roto la parte superior del hombro y tocado ligeramente uno de los pulmones. La segunda bala le había nada más atravesado la pantorrilla rasgándole y dislocándole algunos músculos. Su restablecimiento era seguro, al decir del Doctor, pero entre tanto y por el espacio de semanas enteras, no debería ni andar ni mover su brazo, y aun de hablar debía abstenerse hasta donde le fuera posible.
Mi cortada accidental en los nudillos era un rasguño insignificante; el Doctor me curó poniéndome algunas tiras de tela emplástica y me dió un tirón de orejas por haber salido tan bien librado.
Cuando terminamos nuestra comida, el Caballero y el Doctor se sentaron en consulta al lado del Capitán, y cuando ya habían hablado cuanto tenían que decir, y siendo, á la sazón, cerca de medio día, el Doctor tomó su sombrero, se puso al cinto sus pistolas, depositó en su bolsa de pecho la carta del Capitán Flint, y poniéndose un mosquete al hombro y un sable á la cintura, cruzó la empalizada por el lado Norte y se aventuró vigorosamente en medio de los árboles.
Gray y yo estábamos sentados juntos en el extremo opuesto del reducto, de manera de estar fuera del alcance de la conversación de nuestros superiores en consulta. Gray retiró la pipa de sus labios y no volvió á acordarse de llevarla á ellos nuevamente: tanto así lo dejaba atónito lo que veía.
¡Por vida del demonio!, exclamó, ¿se ha vuelto loco el Doctor Livesey?
—No, á lo que creo, le respondí. Me parece que de todos nosotros es él el menos expuesto á ese accidente.
—¡Cáspita, chico, pues si no lo está él, oye bien lo que te digo, debo estarlo yo!
—Es posible, le repliqué. El Doctor tiene su idea y, si no me equivoco, creo que va ahora á buscar á Ben Gunn.
Los sucesos demostraron que estaba yo en lo justo y racional. Pero entre tanto, como el reducto aquel estaba caliente como un horno y la arena de afuera ardiente como una brasa, con el sol de mediodía, comenzó á bullir en mi cabeza una idea de la cual no podía decirse como de la otra que era racional ni justa. Lo que me pasó fué que empecé á envidiar al Doctor marchando á la fresca sombra de los árboles, rodeado de pájaros y aspirando el fresco olor de los pinos; mientras yo estaba allí, asándome, con la espalda pegada á aquellos maderos que saturaban mi traje con su resina á medio fundir, rodeado de sangre por todas partes, en medio de tantos cadáveres tendidos á mi alrededor, y tanto pensé en ello que acabé por sentir hacia aquel lugar un disgusto que era casi tan fuerte como el miedo mismo.
Todo el rato que estuve ocupado lavando el interior del reducto y en seguida aseando los trastos para la comida, ese disgusto y esa envidia continuaron acentuándose más y más en mi ánimo hasta que, por último, encontrándome á mano una canasta de pan, y no habiendo en aquel instante nadie que me observara, me llené de bizcochos todas las faltriqueras y dí con eso el primer paso en la vía de mi escapada.
Era yo un buen tonto, si se quiere, y ciertamente lo que yo iba á hacer no podía calificarse sino como una locura y un acto temerario, pero yo estaba bien determinado á llevarlo á cabo, con todas las precauciones que me era dable tomar. Aquellos bizcochos, caso de que algo me sucediera, podrían alimentarme, por lo menos, hasta el día siguiente.
Después de los bizcochos, la próxima cosa de que me apoderé fué un par de pistolas, y como yo tenía ya de antemano un polvorín y balas, me sentí suficientemente provisto de armas.
Por lo que hace al proyecto en sí, tal como estaba en mi cabeza, me parece que no era del todo malo: iba á buscar, en la división arenosa existente entre el fondeadero y el mar abierto, la Peña blanca que había visto la víspera, y cerciorarme si era ella ó no la que escondía el bote de Ben Gunn; cosa bien digna de ejecutarse, según todavía hoy me parece. Pero teniendo como tenía la seguridad de que no se me permitiera abandonar el recinto de la estacada, mi plan se redujo á despedirme á la francesa y deslizarme afuera cuando nadie pudiera verme, lo cual era en sí tan malo, que bastaba para hacer todo mi pensamiento reprensible. Pero yo no era más que un muchacho y mi resolución estaba perfectamente tomada.
Ahora bien, las cosas se me presentaron, al cabo, de tal manera, que encontré una oportunidad admirable para mi objeto. El Caballero y Gray estaban muy entretenidos arreglando los vendajes del Capitán, la costa estaba libre, me lancé ágilmente sobre la estacada, me interné en la espesura de los árboles y antes de que mi ausencia pudiera ser notada, ya estaba yo fuera del alcance de la voz de mis compañeros.
Esta era ya mi segunda locura, mucho peor que la primera, supuesto que no dejaba en la casa sino dos hombres sanos y salvos para custodiarla, pero, como la primera, esta segunda calaverada contribuyó á salvarnos á todos nosotros.
Hice rumbo derecho hacia la costa oriental de la isla, pues mi resolución era ir á la punta por el lado que daba al mar, para evitarme toda probabilidad de ser observado desde el fondeadero. La tarde estaba ya bastante adelantada, pero todavía brillaba el sol y no era poco el calor que se hacía sentir aún. Mientras proseguía mi marcha, cortando el alto y espeso bosque, escuchaba allá á lo lejos, delante de mí, no sólo el trueno continuo de la marejada, sino cierto frotamiento de hojas y crujidos de ramas que me demostraban que la brisa del mar se había desatado más fuerte que de ordinario. Muy pronto, bocanadas de aire fresco comenzaron á llegar hasta mí y á pocos pasos me encontré ya en los bordes abiertos del boscaje y pude ver el mar azul y lleno de sol, reverberando desde la orilla hasta el límite lejano del horizonte, mientras sus oleadas murmuraban, recortando sus caprichosas siluetas de espuma á lo largo de la playa.
Nunca he visto el mar tranquilo en todo el derredor de la Isla del Tesoro. El sol puede lanzar desde arriba cuanto calor le sea posible; puede muy bien la atmósfera estar sin una sola ráfaga de viento, y la superficie lejana de las aguas tersa y azul; esto no impedirá jamás que aquellas grandes moles de agua espumante rueden á lo largo de toda la costa tronando siempre, tronando de día y de noche, de tal suerte que apenas habrá lugar alguno en la isla entera en donde se pueda uno libertar de oir aquel rumor eterno.
Yo seguí entonces el borde de la playa, marchando junto á la rompiente, con gran deleite mío, hasta que, juzgándome ya bastante lejos hacia el Sur, me interné de nuevo en la espesura del bosque y me fuí serpeando cautelosamente hacia la parte elevada de la punta, término de mi viaje.
Á mi espalda estaba el mar y al frente el fondeadero. La brisa de la mar, como si hubiera gastado toda su fuerza en el soplo violento de hacía un rato, había cesado ya, y le sucedían ahora suaves corrientes de aire cuya dirección variaba del Sur al Sudeste, arrastrando grandes masas de niebla. El ancladero, á sotavento de la Isla del Esqueleto, seguía terso y plomizo como cuando penetramos á él la mañana del día anterior. La Española se reproducía toda entera en aquel tranquilo espejo, retratando su casco, desde la línea de flotación, hasta los topes de los mástiles en que flotaba la bandera de los piratas.
Á uno de los costados se veía yaciendo uno de los esquifes y Silver aparecía junto á una de las velas de popa. Al hombre aquel siempre me era fácil reconocerlo. Dos de los sublevados aparecían recargados en la balaustra; uno de ellos era el mismo hombre de la gorra encarnada que pocas horas antes había yo visto á horcajadas sobre la empalizada. Al parecer no hacían más que hablar y reir, aun cuando á la distancia á que yo me encontraba de ellos—algo más de una milla—no podía llegarme, por supuesto, ni una sola palabra de lo que conversaban. En aquel instante comenzó de repente el más horrendo é indescriptible rumor de alaridos que de pronto me alarmaron bastante, aunque luego reconocí, por fortuna, la voz de Capitán Flint y aun me pareció distinguir al pájaro mismo, con su brillante plumaje verde, saltar sobre el puño de su amo.
Pocos momentos después ví que el esquife se movía empujado hacia la playa por el hombre de la gorra encarnada y su compañero que habían descendido á él por la porta de popa.
Al mismo tiempo que sucedía esto el sol se ocultaba tras la cumbre del “Vigía,” y como la niebla se amontonaba rápidamente, todo comenzaba á ponerse oscuro de veras. Ví, en consecuencia, que no tenía tiempo que perder si es que debía encontrar el bote aquella misma tarde.
La Peña blanca, bastante visible sobre los arbustos, estaba todavía como á un octavo de milla distante de mí, hacia la parte baja de la punta, y así es que dilaté aún un poquillo antes de llegar á ella, teniendo, á trechos, que marchar en cuatro pies entre las zarzas y retamas. Era ya casi de noche cuando puse mis manos sobre sus ásperos y escabrosos costados. Justamente abajo percibí un pequeño hueco de verde césped, oculto por montoncillos de tierra y un matorralillo de arbustos no más altos que la rodilla, que crecían allí abundantemente, y en el centro de la hondonada, no me cabía duda, se miraba una pequeña tienda hecha de pieles de cabra, como las que los gitanos tienen la costumbre de llevar consigo en Inglaterra.
Me deslicé adentro de la cuenca, levanté uno de los lados de la tienda y allí, en efecto, estaba el bote de Ben Gunn, manufactura casera si alguna vez las hubo. Era éste una tosca estructura de madera correosa, apenas desmochada, y extendida sobre ella una piel de cabra con el pelo hacia adentro. Aquel juguete era en extremo pequeño, hasta para mí, y puedo difícilmente creer que hubiera podido sostenerse á flote con un hombre de talla ordinaria. Veíase en él un banco de remero tan bajo como era posible imaginarse, una especie de apoyo para los pies hacia la proa y unos dos canaletes ó remos para la propulsión.
Hasta aquel día jamás me había sido dable tener ante mis ojos uno de esos botes enteramente rudimentarios y primitivos usados por los antiguos pescadores bretones y aun parece que también por los egipcios, y que en la vieja Bretaña se llamaron coracles,[6] pero en aquel momento tenía un verdadero coracle en mi presencia, y no me será posible dar mejor idea de él sino diciendo que era, sin duda alguna, igual al primero y más imperfecto aparato de flotación que fabricara el hombre. Pero la verdad es que, con todos los defectos del coracle, tenía, como este, la gran ventaja de ser en extremo ligero y portátil.
Ahora bien, se supondrá que una vez que hube encontrado mi bote tuve ya con eso bastante para sentirme satisfecho de mi truhanería por aquella vez; pero el caso es que, durante aquel tiempo, otra ocurrencia había venido á herir mi imaginación, y tanto me apasioné de ella que se me figura la habría llevado á cabo en las barbas del mismo Capitán Smollet. Esta ocurrencia fué la de aventurarme en aquel bote, protegido por la sombra de la noche, llegar suavemente hasta La Española, cortar el cable de su ancla y dejarla echarse sobre la playa á donde la llevara su buena ó mala ventura. Yo me había fijado en que, después de la lección que los rebeldes acababan de recibir aquel día, probablemente no encontrarían cosa mejor que hacer que levar anclas y lanzarse con la goleta al mar. Parecióme conveniente y grato de veras el impedirles llevar á cabo tal resolución y me afirmé en la practicabilidad de mi pensamiento cuando ví como dejaban al guardián de la nave, encastillado en ella, sin un sólo bote á su disposición.
Me senté, pues, á esperar que se hiciera bien densa la oscuridad y me puse, entretanto, á comer con gran apetito algunos de mis bizcochos. Era aquella una noche, única quizás, entre diez mil, para realizar mi propósito. La niebla había sepultado completamente el cielo y el horizonte. Conforme los últimos rayos del crepúsculo desaparecían, la oscuridad más completa caía sobre la Isla del Tesoro. Así es que, cuando concluí por echarme á cuestas el botecillo aquel y me encaramé como Dios me ayudó para salir de la hondonada en que acababa de cenar, no quedaban ya más que dos puntos visibles en todo el ancladero.
Uno de ellos era la gran hoguera encendida en la playa, en torno de la cual los derrotados piratas se consolaban de su desastre en medio de una tremenda borrachera, á orillas del juncal. El otro, que no era sino un reflejo de luz opaca rompiendo apenas las tinieblas, indicaba la posición del navío al ancla. La bajamar le había hecho describir un semicírculo completo en torno de su amarre, de manera que á la sazón la proa estaba vuelta hacia mí. Las únicas luces encendidas á bordo estaban en la popa y en la cámara, de suerte que el ligero resplandor que yo veía no era más que el reflejo, sobre la niebla, de los fuertes rayos luminosos que se escapaban de la ventanilla de popa.
La marea había bajado hacía ya mucho rato, así es que tuve que ir vadeando por largo trecho en una arena pantanosa en la cual varias veces me sumí hasta la pantorrilla, antes de que pudiera llegar al límite en que el agua seguía su marcha de retroceso. Con alguna fuerza y no escasa destreza vadeé el agua del mar como lo había hecho en la playa y con toda felicidad boté quilla-abajo mi coracle sobre la movediza superficie.
CAPÍTULO XXIII
EL REFLUJO CORRE
EL esquife de Ben Gunn, como yo me lo figuré desde antes, con sobra de razón, era un bote muy seguro para una persona de mi estatura y de mi peso, y tan ligero como boyante siguiendo su vía por el mar; pero era, al mismo tiempo, el más intratable y desobediente navichuelo que puede imaginarse para lo que se refería á su manejo. Por más que uno hiciera, él siempre se iba de lado, á sotavento, de preferencia á cualquiera otra dirección, así es que el ir siempre volteando y volteando era la maniobra que más se acomodaba con su naturaleza. Recuerdo que el mismo Ben Gunn me había dicho que su bote era extraño y difícil para manejar hasta que se le cogía el modo.
Y la verdad es que yo no le “sabía su modo.” Entre mis manos iba y volvía en todas direcciones excepto en la que yo necesitaba. Nuestra marcha casi constante era sobre un costado, y tengo la seguridad de que, á no ser por la ayuda de la marea, jamás hubiera logrado llevar el barquichuelo aquel á donde yo quería. Por mi buena suerte, por más que yo remaba, el reflujo seguía arrastrándome siempre hacia abajo, en la dirección precisa en que yacía anclada La Española, de la que, por tanto, era punto menos que imposible desviarme.
Al principio no veía delante de mí más que un borrón, más negro aún que la misma oscuridad; á poco, casco, mástiles y cordaje comenzaron á tomar forma distinta á mis ojos y un momento después (que no fué más, supuesto que la corriente de la marea me arrastraba cada vez con mayor violencia), ya estaba mi botecillo al lado de la guindaleza de la cual me cogí en el acto.
La guindaleza estaba tan tirante como la cuerda de un arco, y la corriente era tan fuerte que mantenía á la goleta en una gran tensión sobre su ancla. En torno del casco la corriente bullía, escarceaba, y burbujante y murmuradora, se rompía sobre los costados de la goleta, como un arroyuelo que baja saltando por las vertientes de una montaña. No tenía, ya que hacer otra cosa sino dar un corte á aquella cuerda con mi navaja de á bordo, y La Española se iría zumbando corriente abajo.
Todo eso estaba muy bueno; pero cuando ya me disponía á completar mi hazaña, me ocurrió repentinamente que una guindaleza cortada de súbito es una cosa tan peligrosa como un caballo que da coces. Las probabilidades eran diez contra una de que, si era bastante temerario para cortar á La Española de su ancla, tanto mi navichuelo como yo teníamos que pagar demasiado caro aquel atrevimiento, con un naufragio casi seguro.
Esta consideración me detuvo en el acto y si la fortuna no me hubiera favorecido de nuevo de una manera muy particular, habría tenido que abandonar mi designio por completo. Pero los vientos mansos que habían comenzado á soplar de Sudeste y del Sur, habían cambiado, después de entrada la noche, en dirección del Sudoeste. Precisamente en el tiempo que yo gasté en reflexionar, vino una bocanada que cogió á la goleta, empujándola hacia la corriente y, con gran regocijo mío, sentí que la tensión de la guindaleza, que tenía aún cogida, disminuyó tanto que, por un momento, la mano con que la sujetaba se encontró sumergida dentro del agua.
Esto bastó para que yo formara mi resolución: saqué mi navaja, la abrí con los dientes y, con las mayores precauciones, fuí cortando, uno tras de otro, los hilos de aquella cuerda, hasta que la goleta quedó sostenida por dos únicamente. Entonces me detuve, esperando, para cortar estos dos últimos á que la tensión se aligerase de nuevo por otra ráfaga de viento.
Durante todo este tiempo no había cesado de oir voces que, partiendo de la cámara de popa, se elevaban en un diapasón bastante alto; pero á decir verdad, mi imaginación estaba de tal manera preocupada con otras ideas, que apenas si había prestado oído. Pero á la sazón, que ya tenía mucho menos que hacer, comencé á parar mientes algo más en lo que se decía.
Desde luego pude reconocer la voz del timonel Israel Hands, el antiguo artillero del buque del Capitán Flint. La otra era, por de contado, la de mi conocido el hombre del birrete rojo. Ambos estaban borrachos como una cuba, lo que no les impedía seguir bebiendo, pues durante mi escucha, uno de ellos, con un grito de ebrio, se asomó á la porta de popa y arrojó por ella un objeto que me pareció ser una botella vacía. Pero no solamente estaban bebidos, sino que pude cerciorarme fácilmente de que se encontraban en pleno estado de riña. Los juramentos menudeaban como granizos y á cada instante se dejaban oir tales explosiones de ira, que me pareció indudable que aquello iba á concluir á golpes. Sin embargo, una y otra de esas explosiones pasaron sin ir á más; las voces tornaban á gruñir en tono más bajo por algún rato, hasta que se presentaba la próxima crisis y pasaba, como las precedentes, sin resultados.
Allá, sobre la playa, distinguíase aún el resplandor de la gran hoguera del campamento, brillando vigorosa á través de los árboles de la playa. Alguien de entre los piratas estaba cantando una vieja y monótona canción marina, con un suspiro y un gorjeo al final de cada verso y, á lo que parecía, sin terminación posible, sino era la de la paciencia del cantador. Más de una vez durante la travesía oí esa misma cantinela, de la cual recordaba estos dos versos:
Cuando eran, al zarpar, setenta y cinco.”
Parecióme aquel un estribillo muy dolorosamente adecuado á una tripulación como la nuestra que acababa de sufrir pérdidas tan crueles en la mañana misma de ese día. Pero, á la verdad, lo que yo ví por mí mismo me confirmó en la idea de que aquellos filibusteros eran tan insensibles como el mar sobre que navegaban.
La ráfaga de brisa que yo esperaba llegó al fin; la goleta se ladeó un poco y se acercó más á mí, en medio de la oscuridad. Una vez más sentí que la guindaleza se aflojaba en mi mano y con un bueno aunque penoso esfuerzo corté las últimas fibras que aún sujetaban á La Española.
La acción de la brisa sobre mi navichuelo era casi imperceptible, lo que no impidió que casi al punto me sentí arrastrado contra la proa de la goleta. Pero, libre ya de sus ligaduras, La Española comenzó á girar sobre su propio eje, tornándose con lentitud á través de la corriente.
Trabajé como una furia, porque á cada instante esperaba verme sumergido, y tan luego como ví que me era imposible dirigir mi barquichuelo de modo de salir resueltamente del círculo que describía la goleta, preferí empujarlo en derechura hacia la popa. Por último me ví libre del alcance de mi peligrosa vecina, pero en el instante mismo en que imprimía el último impulso á mi coracle mis manos tropezaron con una cuerda ligera que la goleta iba arrastrando á popa, de sobre la borda. Rápida é instintivamente me apoderé de ella.
¿Qué fué lo que dictó ese movimiento? Me sería muy difícil explicarlo: fué, como antes dije, un acto de mero instinto; pero no bien tuve en mis manos aquel cabo y me cercioré de que estaba bien sujeto por arriba, la curiosidad comenzó á sobreponerse en mí á todo otro sentimiento y determiné satisfacerla, echando una ojeada al interior del buque á través de la ventanilla de popa.
Fuí avanzando una mano y después otra por la cuerda, y cuando me creí á buena distancia, no sin un inmenso peligro, me icé cuidadosamente hasta una altura doble que la elevación de mi cuerpo, poco más ó menos, lo cual me permitió pasear la vista por el techo y una parte del interior de la cámara.
Á este punto tanto la goleta como su microscópico apéndice se iban ya escurriendo con bastante velocidad sobre las aguas y no cabía duda de que nos hallábamos á la altura del campamento de los piratas. El navío, como dicen los marineros, iba hablando en voz alta, hollando los incontables borbollones, con un bamboleo incesante y desordenado. No bien hube visto á través de la porta, comprendí por qué razón aquel bamboleo extraño no había provocado alarma alguna en los vigilantes de la goleta. Una ojeada me bastó para explicármelo, y debo añadir que una ojeada fué todo lo que me atreví á aventurar, desde aquel inseguro apoyo. Lo que ví fué que Hands y su compañero estaban allí encerrados juntos, empeñados en un combate encarnizado, cada uno con la mano echada á la garganta de su adversario.
Me deslicé otra vez sobre el travesaño de mi esquife, y á fe que ya era tiempo, pues con un segundo más de dilación habría sido hombre al agua infaliblemente. No podía ver nada por el momento, á no ser aquellas dos horribles caras amoratadas por la furia, retorciéndose en gestos abominables bajo la humeante lámpara: tuve, pues, que cerrar los ojos para acostumbrarlos de nuevo á la oscuridad por algún rato.
Cuando esto pasaba, la balada aquella cantada en el campamento, que amenazaba durar eternamente, había concluído ya, y la bien sisada compañía de piratas, reunida en torno del fuego, prorrumpía á la sazón en aquel coro que tan conocido me era:
Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom!
El diablo y la bebida hicieron todo el resto,
El diablo ¡yo—ho—hó! el diablo ¡viva el rom!”
Precisamente, pensaba yo, á aquella misma hora ¡qué ocupados andaban la bebida y el diablo en la cámara de La Española! En esto sorprendióme sobremanera sentir que mi esquife zozobraba repentinamente; guiño de una manera viva y pareció cambiar de dirección. Observé, al mismo tiempo, que la rapidez de la marcha aumentaba de una manera extraña.
La sacudida me había obligado á abrir los ojos. En todo mi derredor advertí pequeñas hinchazones del agua que se entumecía acompañada de un sonido agudo y áspero, y presentaba reflejos fosforescentes. La misma Española, en cuya estela iba yo arrastrado á pocas yardas de distancia, me pareció que tambaleaba en su curso y que sus mástiles y cordaje se echaban un poco de lado, contra la negrura de la noche; más aún: examinando con más atención, no me cupo duda de que la goleta iba rodando rumbo al Sur.
Dí una rápida ojeada sobre mi hombro y el corazón me dió un vuelco terrible, presa del espanto. Allí, precisamente á mi espalda se veía el resplandor de la hoguera del campamento. La corriente había volteado en ángulo recto, barriendo con ella en su curso rápido, lo mismo al alto buque que al diminuto y danzarín coracle. Y á cada instante su velocidad aumentaba, y cada vez brotando más altas sus burbujas, cada vez murmurando más y más recio corría y corría alejándose á través del estrecho para engolfarse en alta mar.
De repente la goleta que iba á mi frente dió una guiñada violenta, volteando quizás como unos veinte grados, y casi en el acto se oyeron á bordo exclamaciones, una tras de otra, y luego el ruido de pasos precipitados en la escala de la carroza. Era, pues, evidente, que los dos borrachos se habían dado cuenta, al cabo, del desastre que interrumpía su querella y los hacía despertar á la realidad.
Me tendí entonces boca abajo en el fondo de mi esquife y de todas veras encomendé mi alma á Dios, porque creí llegado mi último momento. Tenía por cosa inevitable que, á la salida del estrecho, deberíamos embarrancar en algún arrecife ó estrellarnos contra algunas rompientes enfurecidas, en las cuales todas mis cuitas encontrarían un pronto término. Pero aun cuando no me asustaba tanto la muerte en sí, me era imposible ver con serenidad el género de ejecución capital que se aproximaba por instantes.
En aquella posición debo haber permanecido horas enteras, empujado de aquí para allá sobre las altas olas, mojado de cuando en cuando por la espuma que volaba en copos, y creyendo sin cesar que á la primera sumergida me aguardaba la muerte. Gradualmente la lasitud y el cansancio se fueron apoderando de mi estropeado cuerpo; luego un entorpecimiento extraño, un estupor desusado cayeron sobre mí, aun en medio de mis terrores, hasta que el sueño llegó, por último, y en aquel mi traído y llevado esquife, dormí, dormí soñando con mi casa y con mi viejo “Almirante Benbow.”
CAPÍTULO XXIV
EL VIAJE DEL “CORACLE”
ERA ya día claro cuando desperté y me encontré caracoleando sobre las olas al Sudoeste de la isla. El sol se había ya levantado, pero todavía estaba, para mí, oculto tras de la gran peña del “Vigía” que, por aquel lado, casi bajaba hasta el mar en riscos formidables.
El Crestón de Bolina y el Cerro de Mesana estaban, por decirlo así, al alcance de mi mano: el uno, negro y desnudo; el otro, rodeado de riscos de cuarenta á cincuenta pies de altura y franjeado con grandes cantidades de rocas desprendidas. No estaba yo á más de un cuarto de milla distante de la costa, por lo cual mi primer pensamiento fué remar y saltar en tierra.
Pero muy luego tuve que desistir de semejante idea. Sobre las rocas desparramadas en la costa, las olas se desgajaban en mil pedazos, bramando enfurecidas; un trueno sucedía á otro trueno y una explosión de espuma á otra explosión, segundo por segundo, lo que me hizo comprender que, si me aventuraba á aproximarme, ó tendría que perecer estrellándome contra la escarpada orilla, ó que gastar mi fuerza, tratando de escalar, en vano, los enhiestos despeñaderos.
Pero no era eso todo. Como queriendo reunirse para arrastrarse juntos sobre una misma meseta de rocas, ó precipitándose al agua con estrépito formidable, percibí una multitud de monstruos marinos, colosales, viscosos, horrendos, que se me figuraron inmensos y blandos caracoles de dimensiones increíbles. Creo que había allí unos cuarenta ó cincuenta de ellos, haciendo retumbar los huecos de las rocas con sus espantables gritos.
Después he sabido que aquellos animales no eran sino focas ó becerros marinos, enteramente inofensivos. Pero su aparición en aquellos momentos, añadida á lo escabroso de la playa y á la violencia desusada con que se rompían las olas sobre ella, acabó por quitarme completamente toda gana de bajar á tierra en semejante paraje. Más que á desembarcar allí me sentí dispuesto á morir de hambre en medio del océano, por no afrontar aquellos peligros.
Pero lo cierto es que tenía en espectativa una oportunidad mucho mejor de lo que yo suponía. Al Norte del Crestón de Bolina, la tierra ofrece una larga prolongación que deja, á la hora de la bajamar, una cinta de arena amarillenta al descubierto. Al Norte de esa cinta, aparece otro cabo—el Cabo de la Selva, según lo marcaba la carta—sepultado literalmente en una masa de altísimos pinos que bajaban hasta la misma orilla del mar.
Recordé lo que había dicho Silver acerca de la corriente que se dirige hacia el Norte, siguiendo en toda su longitud la costa occidental de la isla, y viendo, por mi posición, que me encontraba yo dentro de aquélla, preferí dejar á mi espalda el Crestón de Bolina y reservar mi fuerza para una intentona de desembarque en el Cabo de la Selva, cuyas playas eran, sin duda, mucho más abordables y seguras.
Había, á la sazón, una gran cantidad de tumefacciones suaves sobre el mar. El viento, que soplaba manso pero firme, de Sur á Norte, no era obstáculo sino más bien ayuda para seguir el curso de la corriente y las oleadas alzaban y abatían sus ondas sin despedazarlas.
Á no haber sido así, es indudable que mucho tiempo hacía que hubiera perecido; pero yendo como iba, era de maravillar con qué facilidad y cuán seguramente mi ligero botezuelo cortaba el agua. Con frecuencia, desde el fondo en que me mantenía aún oculto, me era dable divisar cerca, muy cerca de mí, una gran cima azul, sobresaliendo de la regala de la borda. Aquella era una oleada, pero mi coracle no daba más que un ligero brinco, y listo como un pájaro caía en un instante al otro lado en la hamaca que formaba el espacio que dividía las dos olas entre sí.
Comencé entonces á cobrar bríos y me senté para poner á prueba mi habilidad al remo. Pero el cambio más insignificante en la disposición del peso, en una cascarita como aquella, produce los resultados más violentos en su continente y marcha. Así es que, no bien me había movido para sentarme, haciendo cesar desde luego su suave y acompasado balanceo anterior, cuando me sentí arrojado directamente hacia abajo, y al sesgo contra una ola bastante brava cuyo golpe me aturdió, al par que la espuma, azotando sobre la pequeña proa, se desbarataba contra ella alzándose casi tan alto como la ola que venía.
Á un mismo tiempo me sentí calado por el agua, y presa del terror, por lo cual sin más dilación volví á colocarme en la postura que antes tenía, con lo cual el botecillo pareció enderezarse de nuevo y llevarme tan suavemente como al principio sobre las crestas de las grandes olas. Era evidente que había que dejarlo ir á su antojo, sin meterme á gobernarlo; pero la cuestión era que, á aquel paso ¿qué esperanza me quedaba de ganar la playa?
Comencé, pues, á sentirme grandemente aterrorizado, pero, no obstante, no perdí del todo la cabeza. Antes que todo, y procurando moverme lo menos posible, vacié gradualmente el agua que se me había colado en el brinco exabrupto de hacía un rato, usando para esta operación mi gorra marina. Una vez hecho esto volví á echar una nueva ojeada sobre la regala de la borda y traté de explicarme por qué razón mi coracle se deslizaba con tanta facilidad á través de las fuertes oleadas.
Advertí entonces que cada ola, en vez de la montaña suave, luciente y enorme que se ve desde tierra ó desde la cubierta de un navío, no era sino como una cadena de montañas de tierra firme, erizada de picos hacia arriba y rodeada de sitios suaves y valles abiertos. Mi botezuelo, abandonado á sí mismo, volteaba de un lado para otro, se devanaba, por decirlo así, serpeando por las partes más bajas del agua, evitando siempre trepar á las cimas ó aventurarse á los declives peligrosos de aquellas líquidas alturas.
—Sea en hora buena, díjeme á mí mismo. Es claro que debo continuar tendido en donde estoy y no perturbar el equilibrio, pero también me parece evidente que, de cuando en cuando, puedo darme trazas, en los parajes más tranquilos, parar dar una ó dos paladas de remo en dirección de tierra.
Hícelo como lo pensé. Continué tendido, sobre mis codos en la postura más espectante del mundo, á la capa, y aprovechando cada oportunidad que se me presentaba para dar muy dulcemente una remada ó dos á fin de enderezar la proa hacia la playa.
Era aquél un trabajo lento y fatigoso por demás, y sin embargo me sentía ganar terreno; tanto que, conforme nos acercábamos al Cabo de la Selva, si bien veía que no me era dable aún ganar aquella punta, pude notar con alegría que había ya avanzado como unas cien yardas hacia tierra, al Este. Muy cerca estaba de ella, en verdad. Ya me era dable distinguir las frescas y verdegueantes copas de los árboles meciéndose suavemente juntas al soplo de la brisa y tuve por cosa segura, en consecuencia, que en el promontorio próximo era ya evidente mi desembarque.
Y á fe que no sería sino muy á tiempo, pues la sed comenzaba á hacerme sufrir bastante. El resplandor del sol cayendo sobre mi cabeza y sus rayos quebrándose sobre las olas en mil reflexiones diversas; el agua del mar que caía y se secaba sobre mi cuerpo cubriendo mis labios con una capa salobre; todo esto se combinaba para hacer que mi garganta ardiera y mi cabeza fuera presa de un dolor violento. La vista de los árboles á tan corta distancia me puso casi fuera de mí con el anhelo vehemente de desembarcar. Empero la corriente me había arrastrado, antes de mucho, lejos de la punta, y cuando me encontré de nuevo en mar abierto, percibí algo que desde luego hizo cambiar la naturaleza de mis pensamientos.
Precisamente frente á mí, á menos de media milla de distancia, se aparecía ante mis ojos La Española con sus velas desplegadas. No me cupo duda de que iba á ser cogido, pero es el caso que la sed me hacía ya sufrir de tal manera, que no puedo decir si sentía ó me alegraba de aquella ocurrencia; y debo añadir que mucho antes de haber llegado á una conclusión la sorpresa se había enseñoreado de mi ánimo á tal grado que no podía hacer otra cosa sino maravillarme y clavar mis ojos en lo que tenía á la vista.
La Española llevaba al viento la vela mayor y dos foques, y la blanquísima lona brillaba al sol como nieve ó plata. En el momento en que la descubrí, sus velas hinchadas la empujaban bien, haciéndola seguir una línea en dirección Noroeste, lo que me hizo presumir que los hombres á bordo iban con la intención de dar la vuelta á la isla para llegar así de nuevo al ancladero. Pero en aquellos momentos comenzó á inclinarse más y más hacia el Poniente, visto lo cual me dí á creer que me habían descubierto é iban á darme caza. Antes de mucho, empero, hizo proa decididamente contra el viento y se vió detenida en su marcha por algún tiempo, falta de propulsión, con sus velas estremeciéndose y palpitando inútilmente.
—¡Vaya unos animales!, me dije. Esos bárbaros deben estar todavía más borrachos que un alambique. ¡Ah! Si el Capitán Smollet fuera á bordo ya tendrían que saltar listos esos desmañados.
En el interín la goleta viró un poco, hizo un bordo, y su lona la hizo marchar de nuevo por uno ó dos minutos para caer inmóvil una vez más contra el viento. La misma ocurrencia se repitió una y otra vez. De aquí para allá, de arriba para abajo, de Norte á Sur y de Oriente á Poniente. La Española se ponía en marcha con una especie de arremetidas ó disparos instantáneos, pero cada repetición de estas concluía como había comenzado, dejando el velámen inutilizado y tremolando débilmente. No tuve trabajo en comprender que nadie iba dirigiendo la embarcación, y siendo esto así, ¿qué había sido de los dos hombres? Ó estaban ahogados de borrachos, ó habían abandonado el buque, pensé yo, por lo cual, si lograba entrar á bordo, tal vez me fuera dable volver aquel buque á su Capitán.
La corriente iba arrastrando con igual velocidad hacia el Sur, tanto á la goleta como al traído y llevado coracle. Por lo que hace á la goleta su marcha era tan irregular é intermitente, supuesto que á cada momento se veía como engrillada, que la verdad es que muy poco ó nada ganaba, cuando no perdía terreno. Con sólo que me atreviese á sentarme otra vez y tentar de nuevo al remo, estaba seguro de que pronto me sería dable estar sobre ella. El proyecto tenía un sabor de aventura que despertó mi apetito, no sin que lo acrecentara, duplicando mi energía, el recuerdo de que frente á la carroza de proa estaba un buen depósito de agua dulce en la codiciada Española.
Sentéme, pues, y como la vez primera que lo hice, fuí saludado por un azote de agua y espuma, con la diferencia de que, por esta vez, el empuje impreso al coracle fué en mi favor. Dediquéme entonces á remar con toda la precaución, pero con toda la energía de que era capaz, hacia la no gobernada Española. En uno de mis impulsos, sin embargo, alojé dentro del botezuelo tal cantidad de agua que tuve que parar mi maniobra y estarme alerta sintiendo que los latidos del corazón iban á ahogarme. Pero, ya más cauto y muy gradualmente, púseme al fin en el verdadero camino de mi meta, guiando mi esquife bordeando las grandes olas y sin poder impedir, con todo y eso, que la cresta de alguna azotara la proa de mi barquilla y salpicara mi rostro con su desbaratada espuma.
Á la sazón mi avance sobre la goleta era ya rápido y perceptible. Ya podía distinguir bien el brillo del metal en la caña del timón cuando éste se movía golpeando, y sin embargo, todavía no aparecía un alma sobre cubierta. No pude suponer otra cosa, en consecuencia, sino que la goleta había sido abandonada. De no ser así, los hombres aquellos deberían estar abajo borrachos, como muertos, en cuyo caso me sería fácil quizás asegurarlos y hacer con la goleta lo que me pareciera.
Por un buen rato ésta se había mantenido haciendo lo que podía no ser peor para mí, esto es, continuar en el mismo estado de inercia. Su proa iba casi directamente al Sur, sin dejar de guiñar, por supuesto, á cada momento. Á cada guiñada, dejaba caer hacia afuera sus velas, en parte hinchadas, y éstas la volvían á poner, en un instante, enfilando el viento una vez más. He dicho que esto era para mí lo peor de todo, porque, sin gobierno como la goleta iba, con su velámen tronando como un cañón y las olas azotando ruidosamente los costados y bañando la obra muerta, continuaba, sin embargo, corriendo delante de mí, no sólo con la velocidad natural de la corriente, sino con toda la fuerza de su deriva que, naturalmente, era muy grande.
La oportunidad, al cabo, concluyó por presentárseme. La brisa se puso por algunos momentos sumamente baja y la corriente que volteó con lentitud á La Española hizo que ésta concluyera por presentarme su popa con la porta todavía abierta de par en par, y la lámpara sobre la mesa encendida aún á pesar de ser de día. La vela mayor colgaba, en aquel instante, desmayada y caída como una bandera. Nada, con excepción de la corriente, interrumpía la inmovilidad de la embarcación aquella.
Durante un rato, poco hacía, en lugar de ganar, iba yo perdiendo terreno; pero ahora, redoblando mis esfuerzos, comenzaba otra vez á estar más cerca de mi caza.
No me faltaban ya ni cien yardas para llegar á ella cuando el viento llegó otra vez con estruendo, hinchando la lona sobre las amuras de babor, y acto continuo se me alejó otra vez deslizándose, ondeando y casi volando como una golondrina.
Mi primer impulso fué de desesperación, pero el segundo fué de alegría, porque hétela allí que, describiendo una gran curva, La Española viene hacia mí hasta ponerse frente á uno de mis costados; y continuando la misma inesperada evolución, muy pronto la veo á la mitad, y luego á un tercio, y luego á un cuarto de la distancia que nos separaba hacía poco. Ya distinguía yo las olas que hervían bajo su gorja. ¡Qué enorme me parecía la mole de aquella goleta vista desde mi bajísima estación en el botezuelo!
Pero instantáneamente comprendí aquella situación y apenas si tuve tiempo para pensar y menos aún para ponerme en salvo. Estaba yo con mi coracle en la cresta de un alta ola y la goleta venía sobre la cima de la inmediata, abatiéndose sobre mí. ¡Un segundo de vacilación y mi muerte era segura! El bauprés estaba sobre mi cabeza en aquel instante. Rápido como el pensamiento me puse en pie y haciendo un impulso desesperado salté haciendo desaparecer al coracle bajo el agua. Con una mano me había asido al botalón de foque, en tanto que mi pie estaba alojado entre el estay y la braza. Y todavía no había yo tenido tiempo de hacer el más pequeño movimiento para cambiar mi posición cuando el rumor apagado de un golpe me dijo que la goleta se había cargado hacia abajo acabando de hundir y despedazar el coracle y que, por consiguiente, allí quedaba yo, colgando entre cielo y mar, sin retirada posible de La Española.
CAPÍTULO XXV
¡ABAJO LA BANDERA DEL PIRATA!
APENAS me había sido dable encaramarme en el bauprés cuando el ondulante foque aleteó, por decirlo así, cargándose sobre la otra amura con un ruido semejante á un cañonazo. La goleta se estremeció hasta la quilla con aquella vuelta formidable, pero un momento después las otras velas, que aún continuaban empujando, hicieron retroceder al foque á su lugar anterior y ya entonces quedó suspenso é inmóvil.
En esos movimientos casi me ví zabullir dentro del agua, pero á la sazón ya no perdí tiempo y me arrastré para atrás ó más bien me deslicé por el bauprés hacia cubierta, en la cual caí como llovido del cielo, con el rostro hacia el océano.
Me encontré á sotavento del castillo de proa, y la vela mayor que continuaba todavía henchida, me ocultaba una buena parte de la cubierta á popa. No ví un alma por todo aquello. Las tarimas, que no habían sido lavadas desde que estalló la rebelión, enseñaban las huellas de numerosas pisadas y una botella, rota por el cuello, rodaba de aquí para allá, al vaivén del buque, como si fuera una cosa viva.
Inesperadamente La Española enfiló el viento en una de sus bordadas: los foques, tras de mí, tronaron con fuerza; el timón se cerró de golpe; el navío entero se irguió y estremecióse como desfallecido ya, y en el mismo momento el botalón del mayor se colgó hacia adentro, la vela cayó también gimiendo débilmente sobre los motones y al plegarse me descubrió á sotavento la parte de cubierta, á popa, antes oculta.
Sólo entonces aparecieron á mi vista los dos guardianes de la embarcación. ¡No me cabía duda, eran ellos! Gorro Encarnado tendido boca arriba, tieso como un espeque, con sus brazos abiertos como los de un crucifijo y con los labios separados dejando asomar su amarillenta dentadura. Israel Hands, recargado contra la balaustra de la cubierta, con la barba sobre el pecho y sus manos abiertas apoyándose sobre el piso y con el rostro tan blanco, bajo su tinte curtido, como la cera.
Por algún rato el buque siguió ladeándose ó encabritándose como un caballo mañoso, y las velas hinchándose, ya sobre una amura ya sobre la otra, y el botalón colgando y golpeando, hasta que el mástil pareció quejarse al esfuerzo de aquellos violentos tirones. De vez en cuando también una rociada de espuma cubría la balaustra y el buque daba un fuerte golpe por la proa contra las hinchazones del agua en aquel mar de leva. Convertíase éste en un temporal mucho más violento para un navío de alto bordo como La Española, que lo era para mi caserito coracle que á aquellas horas yacía ya en el fondo del océano. Á cada salto de la goleta Gorro Encarnado se resbalaba de aquí para allí, pero ¡cosa horrible! ni su actitud cambiaba, ni sus apretados dientes, asomando por entre sus abiertos labios, se ocultaban por algún movimiento de éstos, en aquel brusco traqueteo. Á cada brinco, también Hands aparecía irse como sumiendo más y más, deslizándose sobre el piso de cubierta, avanzando sus pies hacia el lado de proa y la caja del cuerpo inclinándose hacia popa, de tal suerte que su cara se me fué ocultando gradualmente hasta que concluí por no ver nada de ella, excepto la oreja y una de las sortijas de la patilla.
“Marché resueltamente á popa y grité con un acento
irónico:—¡Hola, amigo Hands,...”
Al mismo tiempo observé, en derredor de ambos, charcos de sangre negruzca sobre las tarimas, y comencé á abrigar la certeza de que aquellos hombres se habían dado la muerte mutuamente en su querella de borrachos.
Todavía contemplaba aquel espectáculo sin volver en mí de la sorpresa, cuando, en un momento de calma y antes de que el buque se meneara, Israel Hands se medio volteó y con un quejido vago se enderezó penosamente hasta colocarse en la posición en que primero le ví. Aquel quejido que acusaba, al mismo tiempo, dolor y debilidad mortal, y el aspecto que presentaba su quijada caida, me inspiraron de pronto una compasión inmensa. Pero al pronto recordé las palabras que oí en boca de aquel malvado, desde el barril de las manzanas, y todo sentimiento de piedad desapareció de mi corazón.
Marché resueltamente á popa y grité con un acento irónico:
—¡Hola, amigo Hands, venga Vd. á bordo!
Paseó penosamente la mirada en torno suyo, pero su trastorno y decaimiento eran tales que no cabía la sorpresa en su ánimo á aquellas horas. Lo más que hizo fué dejar escapar esta palabra única:
Me ocurrió entonces que no debía perder un solo instante, y así fué que, esquivando el botalón que aún seguía golpeando como antes, marché á popa y bajé á la cámara por la escalera de la carroza.
La escena de confusión y desorden que allí presencié era indescriptible. Todos los armarios y muebles con cerraduras de llaves habían sido rotos para buscar la carta de Flint. El piso estaba saturado de lodo sobre el cual los rufianes aquellos se habían sentado á beber y á consultar, después de embriagarse en el marjal en torno de su hoguera. Las mamparas, cuyo color era blanco mate con franjas de oro, mostraban en toda su extensión las huellas de manos inmundas. Docenas de botellas vacías chocaban entre sí por los rincones ó rodaban con el movimiento de la goleta. Uno de los libros de medicina del Doctor estaba allí, abierto sobre la mesa, con un buen número de hojas arrancadas, de seguro para usarlas en encender las pipas con ellas. Y en medio de todo aquello la humeante lámpara enviaba aún su resplandor, pálido, casi tan oscuro como la sombra misma.
Bajé á la bodega: los barriles todos habían ya concluído, y en cuanto á las botellas era sorprendente el número de ellas que habían sido vaciadas y tiradas luego. Era evidente que desde que el motín comenzó ni uno solo de aquellos hombres había estado en su juicio.
Registrando aquí y allá me encontré una botella con un poco de cognac para Hands. Para mí, tomé algunos bizcochos, frutas en vinagre, un gran racimo de uvas y una tajada de queso. Con estas provisiones me presenté de nuevo sobre cubierta, coloqué mi parte á salvo, tras la cabeza del timón, fuera del alcance del timonel, avancé á proa en donde se guardaba el agua, sacié allí mi sed concienzudamente y entonces, y sólo hasta entonces, fuí á Hands para darle su cognac.
Yo creo que debe haber bebido un cuarto de litro por lo menos antes de que hubiera apartado la botella de sus labios. Entonces dijo:
—¡Ah! ¡voto al infierno! ¡un poco de ésto era lo que yo quería!
Oído aquello me senté tranquilamente en el lugar que había escogido y comencé á regalarme el paladar con aquel inesperado almuerzo.
—¿Se siente Vd. muy mal?, le pregunté.
—Si aquel Doctor estuviera á bordo—contestó con una voz mitad gruñido mitad ladrido—si él estuviera aquí, yo estaría sano en dos patadas. Pero, ¡el demonio y su cola! yo no tengo suerte... ¡de veras no, no!... y eso, y no más eso es lo que me pasa. Por lo que hace al “agua-dulce” ese, ya se enfrió de esta hecha, añadió señalando con el dedo al hombre del birrete rojo. Bueno, ¿y qué?... ¡al cabo que ése ni era marino, ni nada!... ¡Vamos!... y ahora que caigo... tú ¿de dónde has brotado aquí?
—Amigo, le contesté, he venido á bordo á tomar posesión de este buque, y así es que, hasta nuevas órdenes, se servirá Vd. considerarme como su Capitán.
Al oir esto me miró de una manera demasiado agria, pero no contestó palabra. Algo de su color natural había vuelto á sus mejillas, si bien continuaba con una gran apariencia de enfermedad y aún proseguía resbalándose y volteando, según que el buque se iba para un lado ó para otro.
—Por lo pronto, amigo Hands, continué yo, no me place ver esta bandera izada en el tope de mis mástiles; así es que, con su permiso, procedo á arriarla acto continuo. De eso á nada, prefiero nada.
Esquivando de nuevo los golpes del botalón, fuíme derecho á las correderas del pabellón, tiré de ellas hacia abajo, abatiendo la pirática bandera negra, y no bien la tuve entre mis manos, la arrojé al mar resueltamente.
—¡Viva el Rey!, grité entonces agitando en el aire mi birrete. ¡Ha concluído aquí el Capitán Silver!
Hands continuó observándome con cierto aire mordaz, aunque á hurtadillas, sin levantar, empero, la barba que seguía apoyada sobre el pecho. Un rato después añadió:
—Me parece, Capitán Hawkins, que tendrá Vd. necesidad de alguna ayuda para bajar á tierra, ¿no es verdad? ¿Pues qué le parecería á Vd. que nos entendiéramos?
—Me parece, muy bien, amigo Hands; con toda mi alma: hable Vd.
Y diciendo esto me entregué de nuevo á mi comida con el mayor apetito.
—Ese hombre, comenzó el timonel apuntando débilmente al cadáver, según entiendo, se llamaba O’Brien y era un rematado irlandés; ese hombre, como decía, y yo, desplegamos las velas con el objeto de llevarnos la goleta á su lugar otra vez. ¡Pero ahora, qué! ahora ya se enfrió, y está allí tan tirante como un pantoque, por lo cual lo que yo digo es que quién va ahora á gobernar el buque: eso es lo que yo no veo. Si yo no le doy á Vd. mi ayuda, no es Vd. el que podrá llevar la goleta, ó nada entiendo yo de goletas ni de marina. Bueno; pues la cosa es esta: Vd. me asegura mi comida y mi bebida, y una corbata vieja ó cualquiera cosa para vendar mi herida y yo le diré cómo se ha de llevar el buque. Me parece que no puede ser más redondo el negocio que propongo.
—Le diré á Vd. una cosa, Maese Hands, prorrumpí yo; mi intención no es volver La Española á su antiguo ancladero, sino llevarla á la bahía del Norte y acercarla allí á la playa tranquilamente.
—Bueno, ya lo entiendo, gritó Hands. Me parece que yo no soy un haragán tan endemoniado, después de todo. Yo bien sé entender las cosas como son, ¡digo que sí! Yo ya traté de sacar el pie adelante y no pude: pues ahora le toca á Vd. Capitán Hawkins. Vd. ha ganado la partida. ¿Conque á la Bahía del Norte? Pues vamos á ella; yo no tengo que andar escogiendo, ¡digo que no! Le ayudaré á Vd. á llevar el buque, aunque vayamos á fondear á la Playa de los Ajusticiados. ¡Por cien mil diablos que sí!
Me pareció que aquel hombre no iba muy desatinado en su resolución. Cerramos nuestro trato en el acto mismo y, á los tres minutos, La Española ceñía gallardamente el viento á lo largo de la costa de la isla con muy buenas esperanzas de voltear la punta Norte á eso de medio día y de bajar de nuevo en dirección de la Bahía antes de la pleamar, á fin de poder, á ese tiempo, orillarla en punto seguro y aguardar hasta que el reflujo nos permitiera bajar á tierra.
Abandoné, entonces, por algún rato la caña del timón y bajé á la cámara para buscar en mi maleta de á bordo una suave mascada de mi madre, con la cual, y con mi ayuda personal, Hands se vendó una gran herida que había recibido en el muslo y que todavía le sangraba. Con este alivio y después de haber comido un poco y dar un trago ó dos más de cognac, el timonel comenzó á reanimarse muy visiblemente, se sentó ya derecho, habló más claro y más alto, y, en una palabra, parecía otro hombre positivamente.
La brisa nos ayudó de una manera admirable. La Española se deslizaba ante ella con la ligereza de un pájaro; la costa de la isla corría, en apariencia, á nuestro lado, y á cada momento cambiaba la decoración que se presentaba á nuestra vista. Muy pronto dejamos atrás los terrenos altos y bordeando por una costa baja y arenosa sembrada de un pinar no muy espeso, que antes de mucho dejamos también á nuestra espalda, volteamos, al fin, la punta de la escabrosa montaña que limita la isla por el Norte.
Sentíame yo sobre manera engreído con mi nuevo carácter de Capitán de buque, y no menos contento con el tiempo claro y favorable que hacía, al par que con el variado panorama que mis ojos iban gozando sobre las costas. Tenía á la sazón agua suficiente, excelente comida, y por no dejar, mi conciencia, que no había cesado de remorderme por mi deserción, estaba ya harto sosegada pensando en la gran conquista que había hecho. Me había parecido que no me quedaba cosa alguna que desear, á no ser por los ojos del timonel que me seguían en todas mis maniobras con una mirada burlona, y por la sonrisa extraña que aparecía en sus labios incesantemente. Era aquella una sonrisa que llevaba en sí una mezcla de dolor y de maldad, huraña sonrisa de viejo, montaraz y agreste. Pero, además de eso, su semblante dejaba traslucir una expresión de escarnio, una sombra de no sé qué traidores pensamientos que bullían en su cabeza, pues, mientras yo trabajaba, él, con su mañoso disimulo, espiaba, y espiaba y espiaba sin cesar.
CAPÍTULO XXVI
ISRAEL HANDS
EL viento, que parecía servirnos al pensamiento, cambió al Oeste. Esto facilitó muchísimo nuestro curso, de la punta Noreste de la isla hacia la embocadura de la Bahía septentrional. Sólo que, como no nos era posible anclar, y no nos atrevíamos á orillarnos hasta que el reflujo hubiera bajado bien, nos encontramos con tiempo de sobra. El timonel me dijo lo que debía hacer para poner el buque á la capa; después de dos ó tres ensayos desgraciados logré el objeto, y entonces los dos nos sentamos en silencio á tomar una nueva comida.
Hands fué el primero que rompió el silencio diciéndome con su mofadora y sardónica sonrisilla:
—Oiga Vd., Capitán. Aquí está rodándose de un lado para otro mi viejo camarada O’Brien. ¿No le parece á Vd. que sería bueno que lo echara Vd. á los pescados? Yo no soy muy delicado ni muy escrupuloso, por lo regular, ni me pica la conciencia por haberle cortado las ganas de hacer conmigo un picadillo; pero, al mismo tiempo, no me parece que ese trozo sea un adorno muy bonito, ¿Qué dice Vd. de eso?
—Digo, le contesté, que ni tengo la fuerza suficiente para hacer eso, ni es de mi gusto semejante tarea. Por lo que á mí hace, que se esté allí.
—Esta Española, Jim, continuó tratando de disimular, es un buque muy sin fortuna. Ya va una porción de hombres matados en pocos días, una porción de pobrecillos marineros muertos y desaparecidos desde que Vd. y yo tomamos pasaje á bordo de ella en Brístol. Nunca en mi perra vida me he metido en un buque tan de mala suerte. Y si no, aquí está ese pobre O’Brien; ya también se ha enfriado, ¿no es verdad? Bueno; pues lo único que yo digo es esto: yo no soy ningún estudiante y Vd. es un chicuelo muy leído y escribido que sabría sacarme de dudas, ¿El que se muere, se muere para de una vez, ó puede revivir algún día?
—Amigo Hands, le contesté, Vd. puede matar el cuerpo, pero no el espíritu; esto ya debe Vd. saberlo bien. O’Brien está ahora en otro mundo desde el cual puede que esté contemplándonos.
—¡Ah!, dijo él. Según ese pensamiento se me figura que matar gentes viene á ser casi... vamos al decir... como tiempo perdido. Con todo y eso, y por lo que yo tengo de experiencia, los espíritus no cuentan ya por mucho en el juego. Yo no les tengo maldito el recelo, Jim. Bueno; pero por ahora ya ha hablado Vd. como un dotor y creo que no se me pondrá bravo si le pido que baje otra vez á la cámara y me traiga de allá... pues... sí... con mil demonios, ¿por qué no?... me traiga una botella de... de... no puedo atinar el nombre... una botella de vino, vamos. Este cognac, Jim, es muy rasposo ahora y muy fuerte para mi cabeza.
Ahora bien, la vacilación del timonel me parecía muy poco natural, y en cuanto á su preferencia del vino sobre el cognac la encontré de todo punto increíble. Todo aquello me olía simplemente á pretexto. Lo que él quería era que yo me ausentara de sobre cubierta; esto era claro como la luz; pero, con qué objeto, esto era lo que yo no me podía imaginar. Sus ojos esquivaban tenazmente los míos; sus miradas se paseaban de aquí para allá, de arriba á abajo, ya con una ojeada al cielo, ya con otra de soslayo al cadáver de O’Brien. Constantemente le veía sonreir ó sacar la lengua de la manera más llena de embarazo, de suerte que un niño podría haber conocido que aquel hombre meditaba alguna engañifa. Pronto estuve con mi respuesta, sin embargo, porque no se me ocultó de qué lado estaba mi conveniencia y que, además, con un sujeto tan completamente estúpido, me era muy fácil ocultar mis sospechas hasta el fin.
—¿Quiere Vd. vino?, le dije. Pues nada más fácil. ¿Lo quiere Vd. rojo ó blanco?
—Pues mire Vd., se me figura que maldita la diferencia, camarada, me replicó. Con tal de que sea fortalecedor y mucho ¿qué me importa el color?
—Está bien, le contesté; le traeré á Vd. Oporto, amigo Hands. Pero tengo que desenterrarlo del fondo de la bodega.
Dicho esto bajé la escalera de la carroza con todo el ruido que pude; luego me descalcé rápidamente, y corrí por la galería que comunicaba la cámara con la proa, subí por la escalera de la escotilla y saqué cautelosamente la cabeza por la carroza de proa. Yo sabía que Hands no se esperaba verme allí, pero no obstante tomé todas las precauciones posibles, y en verdad que aquello me sirvió para confirmarme en mis peores sospechas, que resultaron demasiado exactas.
Hands se había levantado de su posición, primero con las manos, luego poniéndose de rodillas y después, aunque su pierna le hacía sufrir agudamente al moverse y aun le oí articular más de un quejido, pudo, sin embargo, arrastrarse con bastante prontitud sobre cubierta. En medio minuto ya había llegado á los imbornales de babor y sacó de un rollo de cuerda, un largo cuchillo, ó más bien, un estoque corto, descolorado y sucio de sangre hasta la empuñadura. Hands contempló aquella arma por un momento; hizo un gesto con la quijada inferior, probó la punta sobre la palma de su mano y en seguida ocultándola apresuradamente en el pecho de su jubón, se arrastró de nuevo hasta su lugar precedente, contra la barandilla de popa.
No necesitaba saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y si había manifestado tal empeño en desembarazarse de mí, era claro que tramaba hacerme víctima de sus maquinaciones. Qué sería lo que hiciera después: si trataría de arrastrarse á todo lo largo de la isla hasta llegar al campo de los piratas cerca de los pantanos, ó si intentaría hacer señales, confiando en que sus camaradas podían llegar más pronto en su auxilio, eran cosas que, por supuesto, me era imposible adivinar.
Sin embargo, de una cosa me creí seguro, y fué de que nuestro interés común nos imponía la necesidad de orillar la goleta en un punto bastante seguro y á cubierto, de manera que, llegada la ocasión, pudiera ponérsela de nuevo á la mar con el menor trabajo y riesgo posibles. Hasta lograr esto, consideré que mi vida no correría el menor peligro.
Pero mientras rumiaba estas ideas no había permanecido ocioso. Había vuelto de nuevo, por el mismo camino, hasta la cámara, me calcé otra vez apresuradamente, eché mano, al acaso, á la primera botella de vino que se me presentó, y con ella para servirme de excusa hice mi reaparición sobre cubierta.
Hands estaba allí, donde lo había dejado, todo encogido y anudado, con los párpados caídos como si quisiera dar á entender que estaba bastante débil para que le fuese dable soportar la luz. Sin embargo, al sentir mis pasos, alzó la vista, rompió el cuello del frasco con la naturalidad del hombre que está acostumbrado á hacer la misma operación con mucha frecuencia y dió un gran sorbo con su frase favorita “¡buena suerte!” En seguida permaneció quieto por algún tiempo, y luego sacando un paquete de tabaco me rogó que le cortara una tajadilla.
—Córteme Vd. un pedazo de eso, dijo; porque yo no tengo navaja y apenas me siento con fuerza para menearme. ¡Ah, Jim, Jim, se me figura que todos mis estayes se han reventado! Córteme un pedacillo, que se me figura será ya el último, porque mi casco hace agua y creo que sin remedio me voy á pique.
—Está bien, no me resisto á cortarle á Vd. su tabaco, pero si yo fuera Vd. y me sintiera mal hasta ese extremo, crea Vd. que lo que haría sería ponerme á pedir á Dios misericordia, como un buen cristiano.
—¿Por qué?, me preguntó. ¿Quiere Vd. decirme por qué?
—¿Cómo por qué?, exclamé yo. Hace un momento precisamente que me preguntaba Vd. algo acerca de los que mueren. Vd. ha hecho traición á su fe. Vd. ha vivido encenagado en el vicio, en la mentira y en la sangre. Vd. tiene aún allí, rodando junto á sus pies, el cadáver de un hombre á quien ha asesinado hace pocos instantes, ¿y todavía me pregunta Vd. por qué?... ¡Pues por eso, amigo Hands, por todo eso!
Mi palabra llevaba impreso un sello de calor inusitado, gracias á que, en el fondo, pensaba yo en aquel estilete que el rufián acababa de ocultar en su jubón y con el cual se proponía dar buena cuenta de mí. Él, por su parte, me vió, tomó un gran trago de vino y luego dijo con un tono de solemnidad desusada:
—Durante treinta largos años he recorrido los mares, durante treinta años he visto bueno y malo, mejor y peor, tiempo hermoso y horrendas tempestades; víveres escasos á bordo; agua casi agotada, y zafarranchos y rebeliones, y luchas, y muertes, y abordajes... ¡oh! ¡tantas cosas!... Pues bien, lo único que no he visto en esos treinta años es que lo bueno produzca nada bueno. El que pega primero es el afortunado y nada más. Los muertos no muerden, Jim; esa es mi opinión, esa es mi fe, y así sea...
Y cambiando instantáneamente de entonación prosiguió: