La isla del tesoro

—Pero vamos allá. Creo que ya hemos perdido bastante el tiempo con esas tonteras. La bajamar está bastante propicia en este momento. Siga Vd. mis órdenes, Capitán Hawkins, y pronto atracaremos y estaremos listos con la goleta.

Dicho y hecho: nos quedaban sólo dos millas escasas que recorrer, pero la navegación era delicada porque el acceso á esta bahía del Norte no solamente era estrecho y lleno de bancos de arena, sino que serpeaba de Este á Oeste, de suerte que el buque tenía que ser listamente maniobrado para hallar el paso. Creo que fuí, en aquella ocasión, un subalterno pronto y bueno y estoy seguro también de que Hands era un excelente piloto, porque el hecho es que pasamos y pasamos, recortando diestramente los peligros, casi desflorando los arrecifes, con una seguridad y una limpieza tales que positivamente daban gusto.

Acabábamos apenas de cruzar frente á los peñones de tierra, junto á nosotros. Las playas de la Bahía Norte estaban tan densamente arboladas como las del fondeadero del Sur, pero el espacio era más largo y más estrecho, y más parecido á lo que era realmente, esto es, la desembocadura de un río. Exactamente junto á nosotros, hacia el extremo Sur, vimos los restos de un buque en el último período de destrucción. Se advertía que aquel había sido un gran navío de tres palos, pero había permanecido tan largo tiempo expuesto á los embates de los elementos, que se veía orlado aquí y allá por enormes colgajos de algas marinas, y sobre su cubierta enarenada habían arraigado las ramas de los arbustos de la playa, que apretados y vigorosos, como si estuviesen en tierra, florecían allí sin embarazo alguno. Era aquél un espectáculo triste, pero él nos daba la seguridad de que el fondeadero era perfectamente tranquilo y seguro.

—Ahora, dijo Hands, allí tenemos ya un banco á propósito para atracar un buque: arena limpia y plana, jamás un soplo á flor de agua, árboles en todo el derredor, y un montón de flores reventando en la cáscara de aquel barco como en un jardín... ¿qué más queremos?

—Bien está, le repliqué, pero una vez atracados ó encallados, ¿cómo hacemos para poner la goleta á flote otra vez?

—Muy fácil, me contestó. Largas un cabo allá, á la playa opuesta, á la hora del reflujo, le das una vuelta en torno de uno de los pinos más gruesos y traes la punta á bordo. Durante el reflujo, allí se está todo quieto, pero viene la pleamar, lías tu cabo al cabrestante, todos á bordo se ponen á las barras, dan dos ó tres vueltas y la goleta saldrá á flote tan dulcemente como por su voluntad. Y ahora, muchacho, pára. Ya estamos cerca de nuestro banco y vamos demasiado aprisa... Un poco á estribor... ¡ eso es!... firme... ¡á estribor!... ahora un cuarto á babor... firme... ¡firme!

Así daba él sus voces de mando, que yo obedecía casi sin tomar aliento, hasta que, por último, gritó repentinamente:

—¡Bien, muy bien!... ¡Orza!

Obedecí una vez más y con todas mis fuerzas alcé el timón: La Española dió una vuelta rápidamente y con el branque á tierra se deslizó ligeramente hacia la arbolada playa.

El entusiasmo de éstas últimas maniobras había sido causa de que me olvidara un poco de espiar atentamente como hasta allí los movimientos todos del timonel. En aquel mismo instante estaba todavía tan vivamente interesado en ver al buque tocar tierra, que hasta había olvidado el peligro que se cernía sobre mi cabeza, y permanecía yo de pie, embobado, sobre la balaustra de estribor, contemplando los suaves escarceos del agua que se despeinaban contra la proa y costados de nuestro buque. Pude haber caído allí, lisa y llanamente, sin un solo esfuerzo para defenderme, á no ser por una inquietud repentina que se apoderó de mí y me obligó á volver la cabeza. Tal vez había llegado hasta mí algún ligero crujido; tal vez de reojo ví su sombra moviéndose hacia mí; tal vez no fué aquello más que un movimiento instintivo como el de un gato, pero el caso es que, al volver la cabeza, ví allí á Hands á medio camino en dirección de mí, con la daga, desnuda ya, en su mano derecha.

Ambos debemos haber lanzado un grito simultáneo cuando nuestros ojos se encontraron, pero si el mío fué el alarido del terror, el suyo no fué más que el espantable bramido de un toro salvaje á punto de embestir. En el mismo instante Hands avanzó hacía mí, y yo salté de lado hacia la proa. Al ejecutar este movimiento dejé caer la caña del timón que saltó violentamente á sotavento, y creo que ésto salvó mi vida porque el madero aquel, golpeó á Hands con fuerza sobre el pecho y lo detuvo, por un momento, paralizándolo por completo.

Antes de que hubiera podido volver en sí de semejante golpe, yo había podido ya salirme del rincón en que me había acorralado, y puéstome en vía de tener toda la cubierta á mi disposición para escabullirme. Á proa del palo mayor me detuve, saqué una pistola de mi bolsillo, apunté fríamente, á pesar de que él había ya vuelto sobre sus pasos y se dirigía una vez más sobre mí; preparé mi arma y oprimí el fiador.... El martillo cayó, pero no hubo ni relámpago ni detonación: ¡el cebo se había inutilizado con el agua del mar! No pude menos que condenar mi negligencia... ¿cómo es que no me había ocurrido, mucho antes, recargar y cebar de nuevo mis únicas armas? De haberlo hecho así no me hubiera visto reducido á ser un mero corderillo correteando frente á su carnicero.

Herido como estaba, era asombroso cuán de prisa podía moverse; con su enmarañado cabello cayéndole sobre el rostro y con su cara misma tan enrojecida por la furia y la precipitación como una bandera de degüello. Desgraciadamente no me quedaba tiempo de ensayar mi otra pistola; esto era ya imposible, y además tenía la certeza de que debía estar tan inutilizada como la otra. Una cosa me apareció clara y fuera de duda y era que yo debía hacer algo que no fuese simplemente retroceder ante él, porque, de seguirlo haciendo así, muy pronto me acorralaría á proa como un momento antes me tenía cogido á popa. Y una vez acorralado, y con nueve ó diez pulgadas de aquella daga dentro de mi cuerpo, podría decir que habían concluído mis aventuras en este lado de la eternidad. Coloqué las palmas de mis manos contra el palo mayor que era bastante grueso y esperé, con el alma en un hilo como suele decirse.

Notando Hands que mi intención era sacarle las vueltas, él también se detuvo y un momento ó dos se pasaron en fingir él ataques y movimientos que yo eludía con la mayor ligereza. Era aquella la repetición de un juego que muchas veces había yo jugado en las rocas de la caleta del Black Hill; pero, con toda seguridad, jamás lo hice con el corazón saltándome tan precipitadamente como entonces. Sin embargo, como acabo de decirlo, aquello era un juego de muchachos, en la forma, si no en el fondo, y creí que podría fácilmente llevar la ventaja en él, muchacho como yo era, sobre un hombre más viejo que yo y con un muslo herido. Á la verdad, mi valor había comenzado á renacer de tal manera que ya me permitía algunos pensamientos arrojados sobre el fin probable de aquella lucha; y eso que, aun admitiendo la seguridad que yo tenía de entretener la maniobra aquella por largo tiempo, no veía una posibilidad verdadera de escape definitivo.

Pues bien, en tal estado las cosas, La Española tocó repentinamente el banco á que la dirigíamos; se bamboleó, fué rozando la arena por un momento y luego, rápida como una exhalación, se inclinó sobre babor recostándose de tal manera que la superficie de la cubierta formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados. El chapuzón levantó una oleada que se coló por los imbornales y se estancó luego en un charco entre la cubierta y la balaustra.

Tanto Hands como yo rodamos en un segundo, casi juntos, hacia los imbornales, revolviéndose con nosotros el cadáver de O’Brien, con su gorro encarnado y sus brazos siempre en cruz. Tan juntos rodamos ciertamente que mi cabeza se encontró enredada con los pies del timonel, golpeando en ellos con un sonido que hizo que mis dientes chocaran tiritando á causa del horror. Pero con golpe y todo, yo fuí el primero en estar en pie, pues Hands estaba enredado estrechamente con los brazos y piernas de su víctima. La inclinación repentina del buque hacía que su cubierta fuera ya inútil para correr sobre ella. Tenía, pues, precisión de buscarme alguna nueva vía de escape, y eso en aquel instante mismo, porque mi adversario se había ya desligado del muerto y estaba, de nuevo, en pie, casi sobre mí. Rápido como el pensamiento salté sobre los obenques de mesana, avancé una mano sobre la otra y no tomé siquiera aliento hasta que me encontré sentado en uno de los baos de gavia.

Á la rapidez con que obré debí mi salvación; la daga había golpeado á medio pie de distancia, debajo de mí, mientras mi trabajo de ascensión iba en proceso; pero al último, allí estaba Israel Hands, con la boca abierta y con la cara vuelta á mí, en una actitud que me hacía verle como la perfecta estatua de la sorpresa y la contrariedad.

Comprendiendo entonces que podía disponer de algunos instantes, no los desperdicié, sino que al punto cambié el cebo de mi pistola, y ya con una lista para servicio, doblé las seguridades de mi defensa cargando de nuevo y cebando con igual cuidado la otra.

Aquella nueva operación mía impresionó á Hands en un alto grado; comenzaba á ver que el juego se le volvía en contra y así fué que, después de una corta vacilación, saltó él también pesadamente sobre los obenques, y poniéndose la daga entre los dientes para dejarse las manos libres, comenzó una ascensión lenta y penosa para él. Bastante tiempo y quejidos le costaba el arrastrar consigo aquella pierna herida, así es que tuve tiempo suficiente para concluir mis aprestos de defensa antes de que él hubiera avanzado siquiera un tercio del camino que tenía que recorrer. Empuñé entonces una pistola en cada mano y apuntándole con ellas le dije:

—Un paso más hacia acá, amigo Hands, y le vuelo á Vd. la tapa de los sesos. Ya he aprendido de Vd. aquello de que “los muertos no muerden,” añadí con una entonación de burla.

Como por encanto se detuvo en su marcha. Ví por el movimiento de su rostro que estaba tratando de pensar, pero en aquel cerebro estúpido pensar era un procedimiento tan lento y laborioso que, sintiéndome muy seguro, no pude evitar el reirme de él con todas mis ganas. Por último, no sin tragar una ó dos veces, habló, conservando en su semblante las mismas señales de perplejidad. Para poder hablar había tenido que quitarse la daga de la boca, pero en todo lo demás permanecía sin cambiar de actitud.

—Jim, díjome; confieso que hemos andado haciendo tonteras tanto Vd. como yo, sí señor. Es preciso que hagamos las paces. Yo le hubiera cogido á Vd. con toda seguridad á no ser por esa barrera en que se ha colado. Pero no tengo suerte, amigo, ¡digo que no! Se me figura, pues, que tengo que rendirme, lo cual es cosa dura, ya lo entiende Vd., para un marino viejo, tratándose de capitular con un chicuelillo como Vd., Jim.

Estaba yo gozándome en esas palabras y sintiéndome allí tan satisfecho y orgulloso como un gallo sobre una pared, cuando en un instante casi inapreciable ví que echaba hacia atrás la mano derecha y que la levantaba de nuevo sobre el hombro. Algo como una flecha silbó en el viento, experimenté un golpe horrible, un tormento agudo y me sentí clavado contra el mástil por el hombro. En la espantosa sorpresa y dolor indecible de aquel momento, no sabré decir si fué con mi voluntad ó, lo que es más probable, con un movimiento inconsciente, y sin hacer puntería alguna, pero el hecho es que mis dos pistolas dieron fuego, se me escaparon de las manos y cayeron sobre cubierta. Empero no fueron ellas las únicas que cayeron. Con el impulso que hizo su brazo derecho para lanzar la daga, el timonel relajó la presión de su mano izquierda sobre el obenque y, no sin lanzar un espantoso grito de terror, cayó de cabeza adentro del agua.

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CAPÍTULO XXVII

“¡PIEZAS DE Á OCHO!”

DEBIDO á la gran inclinación en que había quedado la goleta, los mástiles se veían suspensos en gran parte encima del agua; así es que, desde mi asiento en el bao de las gavias, yo no veía debajo de mí sino la superficie de la bahía. Hands, que todavía no iba tan alto, estaba, en consecuencia, más cerca del buque, y su caída se efectuó pasando su cuerpo entre mí y la balaustra. Por una vez le ví alzarse á flor de agua en una mezcla de espuma y sangre y luego se hundió de nuevo para no reaparecer más á flote. Tan luego como el agua se serenó pude verle tendido sobre la limpia y brillante arena del fondo, y como protegido por la sombra que los costados del buque arrojaban sobre el agua. Uno ó dos peces azotaron su cuerpo al paso. Una vez ú otra con el ondear del agua parecía como si se moviera un poco, como si estuviese tratando de levantarse. Pero bien muerto estaba para tales maniobras, habiéndole herido una de mis balas y ahogádose en seguida, por lo cual en poco tiempo ya no fué sino alimento de peces en el mismo sitio en que había meditado acabar conmigo.

No bien estuve seguro de esto cuando comencé á sentirme enfermo, desfallecido, terrificado. Mi sangre caliente corría copiosamente sobre el pecho y la espalda. En el lugar en que la daga me había clavado al mástil, la sentía yo arder como si fuera un hierro candente. Y sin embargo, por grande que fuese ese sufrimiento no era él lo que más me acongojaba, pareciéndome que podría muy bien sufrirlo sin quejarme: lo que me enloquecía era el horror que me inspiraba la idea de que podía de un momento á otro desprenderme del bao y caer en el agua, todavía mal sosegada, junto al cadáver del timonel.

Me así al mástil con ambas manos, con tal fuerza que las uñas me punzaban, y cerré los ojos como para no ver el peligro que corría. Gradualmente, empero, mi ánimo volvió, mis pulsos agitados se aquietaron un poco y una vez más me sentí en posesión de mí mismo.

Mi primer pensamiento fué sacar la daga, pero ó estaba muy adherida, ó mi fuerza no era suficiente, por lo cual desistí con un violento estremecimiento. ¡Cosa extraña! aquel estremecimiento hizo lo que yo no pude hacer. El puñal, en resumidas cuentas, había venido muy á punto de errar el golpe; tan á punto que apenas me había cogido la piel, por lo cual la convulsión aquella bastó para sacar el arma de la herida. La sangre se escapaba más de prisa, esto era evidente, pero en cambio yo era de nuevo dueño de mí mismo y sólo quedaba clavado al mástil por el saco y la camisa.

Con una sacudida violenta desprendí estos últimos y acto continuo bajé sobre cubierta por los obenques de estribor. Por nada en el mundo me habría atrevido, conmovido como estaba, á bajar por los mismos obenques por donde subí, desde los cuales Hands había caído directamente al agua.

Bajéme en el acto á la cámara y arreglé mi herida como Dios me dió á entender; sentía á causa de ella un dolor bastante agudo y todavía sangraba en abundancia, pero no era ni profunda ni peligrosa, ni sentí que me embargara el libre movimiento de mi brazo. Eché luego una ojeada en mi derredor, y bien convencido ya de que el buque, en cierto sentido, era ya enteramente mío, comencé á pensar en desembarazarlo de su último pasajero, ó sea del cadáver de O’Brien.

Este había caído recargado, á causa de la sacudida del buque, contra la balaustrada, quedando en pie y en una posición horrible, parecida un tanto á la de un vivo, pero bien diverso de un cuerpo con vida en el color y en el donaire, ¡oh! ¡bien diferente! En aquella postura me era muy fácil encontrar el medio de realizar lo que yo quería, y como ya la costumbre de las aventuras trágicas había concluído por hacerme perder todo miedo á los cadáveres, cogí aquel por la cintura como si hubiera sido un saco de salvado y haciendo un buen esfuerzo lo arrojé al agua. La víctima de Hands cayó al mar con un sonoro chapuzón; y el gorro encarnado salió á flote y quedó nadando sobre la superficie. No bien la agitación del agua se hubo calmado, pude ver al horrible muerto yaciendo sobre el cuerpo del timonel y ambos meciéndose suavemente con el meneo del manso fondo de la bahía. O’Brien, aunque todavía bastante joven, era en extremo calvo, y yo veía muy bien aquella su cabeza desnuda descansando sobre las rodillas del hombre que lo había asesinado, en tanto que, rápidos y nerviosos, los peces pasaban azotando aquellas masas inertes.

Solo ya, solo enteramente, estaba sobre la goleta; la marea había vuelto y el sol estaba á tan pocos grados de su ocaso que las sombras de los pinos de la costa occidental comenzaban ya á cruzar la anchura del fondeadero y á caer sobre la cubierta de La Española. La brisa vespertina se había desatado, y aun cuando muy á cubierto con la colina de los dos picos hacia el Este, las jarcias empezaban ya á silbar un poco, y las sueltas lonas á azotar de un lado para otro.

Comencé entonces á temer algún peligro para el buque: arrié los foques á toda prisa y los eché, sin gran trabajo, sobre cubierta; pero en cuanto á la vela mayor, esta era ya materia mucho más difícil. Por supuesto que al ladearse el navío, el botalón se había colgado hacia afuera, al extremo de que su remate y uno ó dos pies de la vela colgaban sumergidos en el agua. Me pareció que esta circunstancia lo hacía todavía mucho más peligroso, y añádase aún que la compresión era tan fuerte que medio temía yo hacer algo en el asunto. Por último me resolví; saqué mi navaja y corté la cuerda de la verga. El peñol se abatió instantáneamente y una gran curva de lona, ya suelta, flotó esparcida sobre el agua; desde aquel momento, abatido como lo deseaba, ya no me era posible menear la cargadera: esto era todo cuanto estaba en mi poder ejecutar. Por lo demás, La Española debía confiar, como yo mismo, en nuestra buena estrella.

Entre tanto, toda la bahía estaba ya sumergida en la sombra del pinar: recuerdo que los últimos rayos del sol acababan de penetrar por un pequeño claro del boscaje y habían brillado como joyas resplandecientes sobre la diadema de flores de aquel destrozado casco de navío, con sus arbustos, líquenes y musgos marinos. El fresco era ya penetrante, la bajamar iba rápidamente hacia afuera del ancladero, y la goleta quedaba más y más á cada momento descansando sobre las extremidades de los baos.

Subí en cuatro pies en dirección de proa y lancé una ojeada en torno mío. Me convencí de que el fondo de agua que quedaba era insignificante y así fué que, cogiéndome con ambas manos á la cortada guindaleza, por una última precaución, me dejé deslizar suavemente hacia afuera del buque. El agua apenas me cubría las piernas, la arena era firme, cubierta con las ondulantes acentuaciones de la agitación suave de las aguas, por lo cual salí por fin á tierra, lleno de alegría, dejando á La Española recostada sobre sí misma, con su vela mayor bañándose ampliamente sobre la superficie de las olas. En aquel mismo instante el sol se ponía definitivamente en Occidente y la brisa murmuraba suavemente en el crepúsculo, jugueteando entre los ondulantes pinos.

Por último, y á lo menos, me veía fuera del mar y no tornaba, por cierto, con las manos vacías. Allí estaba la goleta, libre al fin de todo pirata, y lista para que nuestros hombres la tripularan una vez más y se hicieran á la mar de nuevo. Nada, por consiguiente, estaba más en mis intenciones que el volver, á casa como quien dice, esto es, á la estacada, y contar allí con orgullo mis hazañas y aventuras. No sería extraño que se me riñera un poco por mi truhanería, pero el haber recapturado La Española era una elocuente y significativa respuesta que, lo aguardaba así, obligaría al Capitán Smollet á confesar que no había yo perdido el tiempo.

Raciocinando de este modo, y con el ánimo levantado en gran manera, púseme en camino de lo que he llamado mi casa, que era el reducto en que estaban mis compañeros. Me acordaba bien que el más oriental de los ríos que desembocan en la bahía del Capitán Kidd, corría desde la montaña de los dos picos, sobre mi izquierda, por lo cual enderecé el rumbo en aquella dirección, seguro de poder cruzar el río en el punto en que era aún angosto. El bosque no era nada espeso y siguiendo, sin desviarme, la línea más baja de la falda del cerro, pronto había volteado su extremidad y no mucho rato después ya había vadeado, con el agua sólo á media pierna, la corriente del río.

Esto me puso muy cerca del punto en que encontré á Ben Gunn, el hombre aislado y, por lo mismo, mi marcha fué ya más circunspecta teniendo siempre un ojo abierto para cada lado. La luz del crepúsculo iba ya cediendo el campo á las grandes sombras de la noche, y no bien hube franqueado el espacio necesario para poder ver entre la abertura que forman los dos picos, llegó hasta mi vista la ondulante claridad de un fuego que se destacaba sobre el fondo del horizonte. Supuse que el hombre de la isla estaba allí cocinando su cena al resplandor de una clara y alegre hoguera. Pero no dejaba de maravillarme que tan sin cuidado ni precaución alguna se mostrara, porque si yo veía aquel fulgor ¿no era probable que también llegara hasta los ojos de Silver en su campamento de la playa, entre los marjales?

Gradualmente la noche había llegado más y más negra; y en las tinieblas que me envolvían, lo único que yo podía hacer era guiarme, y eso no muy seguramente, hacia mi destino, teniendo á mi espalda la doble cima de la altura, y á mi derecha la mole del “Vigía” que cada momento se desvanecían más y más en los nimbos de la oscuridad. Las estrellas eran escasas y pálidas y en el terreno bajo que yo recorría me era imposible evitar el enredarme al paso con zarzas y matorrales ó caer en sinuosidades arenosas.

De pronto cierta claridad inesperada cayó cerca de mí. Alcé la vista; el vislumbre pálido de los rayos lunares se dilataba sobre la cima del “Vigía,” y muy poco después ví algo como un globo de plata alzándose lentamente de sobre las copas de la arboleda: era la luna que salía.

Con esta ayuda pude ya franquear más fácilmente lo que me faltaba de andar, y á veces marcando á paso natural, á veces corriendo, me acercaba á cada momento más y más á la estacada. Sin embargo, como ya me encontraba en el bosque que limita la fortaleza, no me pareció tan fuera de propósito el moderar mi paso y marchar con bastante precaución, pues cierto que hubiera sido un triste fin de mis aventuras el verme atravesado por la bala de un centinela de nuestro campo que hiciera fuego sobre mí, sin conocerme.

La luna se alzaba más y más alto; su luz se desparramaba ya aquí y acullá sobre los espacios que la arboleda del bosque dejaba limpios, y, cosa extraña, frente á mí apareció un resplandor de tinte diferente, entre los pinos. Aquel brillo era rojo y ardiente, pero de vez en cuando se oscurecía, como si fuera un brasero sofocado de tiempo en tiempo por la humareda.

Por vida mía que no podía yo atinar con lo que aquello pudiera ser.

Pero al fin y al cabo llegué á los límites de la parte desarbolada. La extremidad occidental estaba á la sazón inundada con la claridad del astro de la noche; pero la parte restante lo mismo que el reducto todavía quedaban envueltos en la sombra, si bien con una que otra lista de luz que lograba caer allí á través de la masa espesa del follaje. Al otro extremo de la casa una inmensa hoguera había ardido hasta tornarse en rescoldo puro, y su reverbero acentuadamente rojo contrastaba en gran manera con la dulce palidez de la luna. Empero no había por todo aquello un alma que se moviera, ni el menor ruido interrumpía la cadencia suave y monótona del soplo de la brisa.

Me detuve presa de la más grande extrañeza, y quizás con algo de terror en mi corazón. No había sido costumbre nuestra, por cierto, el encender grandes lumbradas, pues precisamente una de las órdenes más terminantes del Capitán era que economizáramos la leña, por lo cual comencé á temer que algo malo había sucedido allí durante mi ausencia.

Me deslicé con cautela dando vuelta por la esquina oriental, manteniéndome resguardado en la oscuridad, y en el lugar que juzgué más á propósito por ser la sombra más espesa salvé resueltamente la empalizada.

Para aumentar mis seguridades me puse á recorrer el trayecto que me separaba del ángulo del reducto, andando sobre las rodillas y las manos, sin hacer el más pequeño ruido. Cuando ya estuve bastante cerca, mi corazón se dilató con una expansión de gozo indecible. Lo que la causaba no era un rumor que pueda llamarse, de por sí, agradable en manera alguna, y aún recuerdo haberme quejado de él en más de una ocasión; pero en aquella lo percibí como si hubiera sido el eco de una música deliciosa. ¿Qué era ello? ¡Ah! nada menos que el concierto sonoro de los ronquidos de mis amigos, durmiendo todos apaciblemente. El grito del centinela nocturno de á bordo que nos anunciaba á las altas horas “¡todo va bien!” jamás sonó más agradablemente á mi oído.

Por lo pronto, en lo que no cabía la menor duda era en que en mi campo la vigilancia era de todo punto detestable. Si Silver y sus hombres fueran en aquel instante los que estuvieran cayendo sobre mis amigos, de seguro que ni uno solo vería levantarse la luz del nuevo día. Eso era lo que influía, pensé yo, el tener al Capitán herido; raciocinio que me hizo reprocharme una vez más el haberlos dejado en aquella situación peligrosa, con tan pocas personas hábiles para montar la guardia.

Á la sazón ya había llegado á la entrada y estaba allí, de pie. Todo era oscuridad adentro y mis ojos no podían distinguir nada en la densa tiniebla de aquel recinto. En cuanto á oir, ya se comprenderá que en aquel punto era, para mí, mucho más distinta y perceptible la música de los ronquidos. Á ella se añadía, aunque fuese del todo insignificante, un ruido ligero como de alas ó picoteo casi imperceptible.

Con las manos hacia adelante avancé resueltamente al interior. Mi intento fué acostarme en mi lugar de costumbre, y, añadí riendo para mis adentros, ¡cómo me voy á divertir viendo las caras que ponen mañana cuando me vayan viendo!

Mi pie tropezó con algo que cedía á mi paso: era la pierna de uno de aquellos descuidados dormilones que, á mi contacto, no hizo más que murmurar y volverse del otro lado; pero sin despertar.

Pero en aquel instante, y como partiendo del rincón más oscuro de la pieza, una voz chillona y aguda prorrumpió desaforadamente:

—¡Piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho! ¡piezas de á ocho!... y continuaba así incansable y sin respiración como una carraca.

¡Aquel era Capitán Flint, el loro verde de Silver!

Él era el que producía el rumor ligero que yo escuché, picoteando una corteza de los maderos del muro.

Él era el que, ejerciendo una vigilancia mucho mejor que la de una criatura humana, acababa de anunciar mi llegada con su incansable refrán.

No tuve el tiempo siquiera indispensable para recobrarme. Al grito agudo y penetrante del loro todos los roncadores se despertaron y se pusieron en pie, escuchándose al punto la voz imponente de Silver que, con el acompañamiento obligado de una insolencia, gritó:

—¿Quién va?

Me volví para correr, pero dí contra una persona; híceme á un lado para buscar nuevo camino y caí en los brazos de otra que, por su parte me estrechó violentamente teniéndome bien apretado.

—Trae una antorcha, Dick; dijo Silver cuando mi apresamiento estaba asegurado.

Entonces uno de aquellos hombres salió del reducto y momentos después volvió con un hachón encendido.

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PARTE VI

EL CAPITÁN SILVER

CAPÍTULO XXVIII

EL CAMPO ENEMIGO

LA claridad rojiza de la antorcha iluminando el interior de la cabaña, me hizo ver que, cuanto de malo pude imaginar en aquellos momentos era, por desgracia, demasiado cierto. Los piratas estaban en posesión del reducto y de las provisiones: allí estaba la barriquilla de cognac; allí las carnes saladas y los bizcochos como antes de mi ausencia y, cosa que acrecentó infinitamente mi terror, ni la menor señal de un prisionero. No era posible pensar otra cosa sino que todos habían perecido y mi corazón se sintió angustiosamente oprimido al pensar que yo no había estado allí para perecer con ellos.

Seis de los piratas quedaban allí únicamente: ni uno más sobrevivía. Cinco estaban en pie, colorados, soñolientos y mal humorados por haberse tenido que arrancar al sopor de la embriaguez. El sexto se había medio incorporado nada más, sobre uno de los codos; estaba mortalmente pálido, y el ensangrentado vendaje que rodeaba su cabeza daba á entender que aquel hombre había sido recientemente herido, y aun más recientemente curado. Recordé entonces al hombre que en el ataque de la estacada había sido herido y escapádose por el bosque, y no me cupo duda de que éste era el mismo.

El loro había saltado sobre el hombro de su amo, peinando y componiendo su plumaje. En cuanto á Silver me pareció más pálido, y como más severo que de ordinario. Todavía llevaba puesto el hermoso traje de paño que se endosó el día de las conferencias, sólo que ahora estaba en extremo manchado de arcilla y con bastantes desgarrones causados por las espinosas zarzas de los bosques.

—¡El diablo me ayude!, exclamó. ¡Vaya una sorpresa! Conque aquí tenemos á Jim Hawkins, entrando, así, como quien dice, sin cumplimientos, ¿eh? ¡Sea enhora buena! ¡Recibámosle como amigos!

Dicho esto se sentó sobre la barriquilla del cognac y dió trazas de componer y llenar su pipa.

—Dick, presta acá tu eslabón y tu yesca por un momento, dijo.

Y cuando ya tenía una buena lumbre, añadió:

—¡Esto te saldrá bien, chiquillo! Veamos, Dick, encaja esa antorcha en el montón de la leña. Y Vds., amigos, pueden sentarse, no hay necesidad de estarse allí de pie. El Señor Hawkins los dispensará á Vds., no les quepa duda. Conque sí, amigo Jim, aquí estás tú. ¡Qué sorpresa más grata para tu viejo John! Yo siempre he dicho que tú eras vivo como un zancudo, desde que te puse el ojo encima; pero la verdad, chico, esto le saca el pie adelante á todos mis pronósticos!

Á todo esto, como se supondrá fácilmente, yo no contestaba una sola palabra. Habíame reclinado contra uno de los muros y desde allí clavaba mis ojos en los de Silver, con bastante descaro y resolución aparentes, pero bien sabe Dios que, entre tanto, la más negra desesperación envolvía mi alma por completo.

Silver dió una ó dos vigorosas fumadas á su pipa con la mayor compostura, y acto continuo prosiguió:

—Ahora bien, Jim, puesto que ya estás aquí, voy á decirte algo de lo que pienso. Yo siempre te Le querido, y siempre te he tomado por un mozuelo de ánimo, y por el mismísimo retrato mío cuando era yo como tú, muchacho y buen mozo. Yo siempre quise que tú fueras de los nuestros, y que tomaras la parte que te correspondiera para que pudieses vivir y morir siendo de veras persona. Ahora ya estás aquí, polluelo... ¡tanto mejor! El Capitán Smollet es un buen marino, no cabe duda, tan bueno como yo mismo lo sería, en cualquier tiempo, pero rigoroso en achaques de disciplina. “El deber antes que todo,” es su dicho favorito, y tiene razón, con cien mil diablos. Pero héte aquí emancipado ya de tu Capitán. El Doctor mismo que te quería tanto, lo tienes ahora enojado á muerte contigo—“prófugo malagradecido”—dijo refiriéndose á tí. Así, pues, por más vueltas que le des al asunto, el resultado es que tú ya no puedes ir de nuevo á reunirte con los tuyos, porque ya ellos no te quieren y así, á menos que te propongas encabezar una tercera fracción en la isla, para lo cual tendrías el sentimiento de no tener más compañía que tu sombra, tienes, por fuerza que alistarte bajo las banderas de tu viejo amigo Silver.

Aquel discurso me hizo un grandísimo bien. Por él supe que mis amigos aún vivían y, aun cuando, no desconfiaba yo de que fuera cierto, en parte, lo que Silver decía acerca de los resentimientos del partido de cámara, por mi deserción, me sentí mucho más consolado que afligido con sus noticias.

—Nada te diré respecto de que estás en nuestras manos, continuó Silver. Supongo que ninguna duda te cabrá sobre este particular. Pero, mira tú si juego á cartas descubiertas; mi intención no es intimidarte sino convencerte. Nunca he visto que las amenazas produzcan nada bueno. Si te gusta el servicio... bien, adelante; te afilias con nosotros y ya está... Ahora... si no te conviene, muy dueño eres de tu voluntad y de tu boca para darnos aquí un no redondo, y lléveme el diablo si algo más claro que todo esto, puede salir de escotilla humana.

—¿Puedo ya contestar?, pregunté con una voz bastante trémula.

En el fondo de toda aquella charla burlona bien claro veía yo que la amenaza de la muerte estaba en suspenso sobre mi cabeza, por lo cual mis mejillas abrasaban y el corazón me latía dolorosamente dentro el pecho.

—Muchacho, contestó Silver, aquí nadie te está urgiendo. Forma tu derrotero. Ninguno de nosotros tiene prisa, camarada. El tiempo corre tan agradablemente en tu compañía que, ya lo ves, no hay para qué precipitarse.

—Está bien, contesté yo sintiéndome con un poco más de brío y atrevimiento. Si debo de elegir, declaro que me creo con derecho para saber primero cómo están las cosas y por qué están Vds. aquí, y en dónde paran mis amigos.

—¡Pues no quiere poco el niño!, dijo en tono gruñón uno de los piratas. No sería para él poca fortuna el averiguar todo eso.

—Paréceme, amigo, dijo Silver al interruptor con un tono demasiado agrio, que harías mejor en tapar esa escotilla y guardar tus andanadas para cuando se te pidan y necesiten.

En seguida, volviéndose á mí, continuó con el mismo acento amable y gracioso de antes:

—Ayer por la mañana, amigo Hawkins, á la hora de la segunda guardia, vino por acá el Doctor Livesey trayendo en la mano una bandera de paz: “Capitán Silver, díjome, están Vds. vendidos: ¡el buque se ha marchado!” Aquello podía suceder muy bien; nosotros habíamos estado echando un trago y acompañándolo de una ronda de canto para hacerlo pasar bien. No dije que no. La verdad es que ninguno de nosotros había apuntado sus vidrios para allá. Salimos á ver... ¡ábrase el infierno!... aquello era verdad... ¡la goleta había desaparecido! Jamás he visto en mi vida un puñado de hombres más dementes que estos; puedes creer que sí... parecían frenéticos de remate. “Sea en hora buena, díjome el Doctor, creo que es ya el caso de capitular.” Y capitulamos, no hubo remedio, capitulamos él y yo, y aquí nos tienes instalados con reducto, cognac, provisiones y toda la leña que Vds. tuvieron la buena precaución de compilar; en una palabra, el bote entero y completo desde las crucetas hasta la sobrequilla. En cuanto á ellos, se han largado con viento fresco, pero lléveme el diablo si sé en donde han tirado el ancla.

Diciendo esto dió una nueva fumada á su pipa con la mayor calma, hecho lo cual prosiguió así:

—Y para que no te hagas la ilusión de que se te ha incluido en el tratado, voy á decirte cuáles fueron las últimas palabras que hablamos. “¿Cuántos son Vds. para salir de aquí?” le pregunté yo. “Cuatro, me contestó, y uno de esos cuatro, herido. En cuanto á ese muchacho, yo no sé dónde está ni me importa saberlo... el diablo cargue con él, aunque de pronto lo sentimos mucho.” Estas fueron sus palabras.

—¿Eso es ya todo?, le pregunté.

—Eso es cuanto tú tienes que oir, hijo mío, replicó Silver.

—Y ahora... ¿debo ya hacer mi elección?

—Ahora tienes que elegir; sí, mi amigo, no te quepa la menor duda.

—Está bien, continué. No soy tan gran badulaque que ignore lo que se me espera. Pero suceda lo que suceda, y poco me importa que sea lo peor posible. Desde que caí metido en esta aventura he visto morir á tantos hombres, que ya la idea de la muerte no me asusta tanto. Pero hay una ó dos cosas que quiero decir á Vds...

Mi palabra iba tomando un acento desusado de excitación. En ese tono proseguí:

—Lo primero que quiero decir es esto: están Vds. perdidos; perdido está el buque, perdido el tesoro, perdidos los hombres para Vds. Todo el proyecto que ha engendrado su rebelión no es ya más que un deshecho... ¡está en pedazos! ¿Y quieren Vds. saber de quién es la obra de su destrucción?... ¡Es mía! Yo estaba oculto en el barril de las manzanas la noche en que vimos tierra, y desde él le oí á Vd., John, y á Vd. Dick Johnson, y á Hands que á la hora de esta yace en el fondo del océano; y después de oir cuanto decían lo repetí todo, palabra por palabra, antes de que hubiera trascurrido una hora, á quienes tenían el derecho de saberlo. Y por lo que hace á la goleta, fuí yo también el que cortó su cable; yo quien mató á los dos hombres que tenía Vd. á bordo y yo, por último, el que la he llevado á un punto en que ninguno de Vds. volverá á verla jamás. Si alguien debe y puede reir en este negocio, ese soy yo... yo, que desde un principio he tenido la ventaja sobre todos Vds., de quienes no tengo, en este momento, más miedo del que me inspiraría una mosca. Mátenme, si gustan, ó déjenme con vida. Pero una cosa diré solamente para concluir, y es que, si se me deja vivir... servicio por servicio... el día que Vds., amigos, estén en una corte del crimen, acusados de piratería, yo salvaré de la horca, con mi testimonio, á todos los que pueda. Vds., pues, y no yo, son los que tienen que elegir. Maten uno más, y aumenten inútilmente, con eso, la lista de sus crímenes; ó déjenme vivo y asegúrense, de esa manera, el testigo que puede arrancarlos del patíbulo.

Me detuve al llegar aquí porque, lo confieso, se me había acabado el aliento. Empero, con gran asombro mío, ninguno de aquellos hombres se movió, sino que todos se quedaron con los ojos clavados sobre mí, como si fuesen corderos. Aprovechándome de su silencio, y en tanto que ellos seguían contemplándome atónitos, rompí de nuevo:

—Ahora bien, Sr. Silver, como creo que Vd. es aquí el hombre más de confiar, quiero hacerle un solo encargo para el caso de que me acontezca lo peor que acontecerme puede, y es que tenga la bondad de contar al Doctor de qué manera he sufrido mi final destino.

—Lo tendré muy presente, contestó el pirata, con un acento tan extraño que, por vida mía que me fué imposible decidir si estaba burlándose de mí, ó si se sentía favorablemente impresionado con mi valor.

Entonces tomó la palabra aquel Morgan, cara de caoba, á quien yo ví en la taberna de Silver, cerca de los muelles, en Brístol.

—Yo añadiré algo á todo eso, dijo, y es que ese mismo muchacho es el que reconoció á Black Dog.

—Pues miren Vds., añadió á su vez el cocinero, yo puedo agregar aún algo más ¡por vida del infierno! y es que el mismo muchachillo que Vds. ven, es el que supo birlarnos la carta de Flint que guardaba Billy Bones. Del principio al fin no hemos hecho más que estrellarnos contra Jim Hawkins.

—¡Pues aquí las pagará todas juntas!, dijo Morgan con un horrible juramento y avanzándose hacia mí con su gran navaja abierta.

—¡Aparta allá!, gritó Silver. ¿Quién eres aquí, tú, Tom Morgan? Figúraseme que te has creído ser el Capitán. ¡Por Satanás mi padre y señor, que prometo enseñarte á ser quien eres! Hazme enojar y ya verás si no te despacho á donde muchos hombres buenos han ido á parar, por mi mano, en estos últimos treinta años, algunos á mecerse en los peñoles, otros al agua, atados de pies y manos, y todos ellos á engordar los peces del océano. Acuérdate que no hay ni ha habido un hombre que se atreva á mirarme entre ceja y ceja, que haya podido jactarse de ver un día después de eso; Tom Morgan, ¡no eches eso en saco roto!

Morgan se detuvo, pero un murmullo ronco partió de todos los demás.

—Tom tiene razón, avanzó uno.

—Creo que he tenido, más largo tiempo del regular, á un hombre solo por espantajo, aventuró otro. ¡Lléveme el demonio si un cojo como Vd., John Silver, mete miedo á un hombre cabal como yo soy!

—¿Sería que alguno de Vds., caballeros, siente ganas de saber por sí mismo quién es John Silver?...

El cocinero bramó más bien que dijo esas palabras, saltando de sobre el barrilete de cognac en que estaba sentado, avanzando bastante hacia el grupo de los piratas y sin soltar su pipa que brillaba aún encendida en su mano derecha. Y sin hacer pausa alguna prosiguió:

—¡Pues me parece muy bien! No más sáquese un paso al frente el que quiera, y diga lo que se le ofrece, que me figuro que ninguno es mudo. No tiene más que pedir; yo doy lo que se me demande. ¿Con todos los años que tengo, había de venir ahora un botarate, hijo de algún ladrón de agua-dulce á calarse el sombrero de través en mi presencia, como término á mi historia? ¡Por el santísimo infierno que se equivoca! Pero que haga la prueba el más gallito... ¡ya sabe el modo! Todos Vds. son “caballeros de la fortuna,” según Vds. mismos... ¡Pues á la obra! ¡aquí estoy listo! Desencamise el cuchillo el que sea hombre para ello y por mi patrón Satanás que antes de que esta pipa se acabe ya habré visto el color y el tamaño de su asadura!...

Ninguno de aquellos hombres se movió, ninguno murmuró una palabra. Entonces él añadió volviendo la pipa á la boca.

—¡Ah! ¡gallinas!... ¡eso es lo que son Vds.! ¡De veras que es una gloria el ver ese montón de poltrones! Muy bravos si se trata de batirse con una botella, pero muy sordos cuando se les llama á probar si son lo que parecen!... Veremos si entienden Vds. el inglés de nuestro Rey Jorge: yo soy aquí el Capitán, por elección unánime. Yo soy el Capitán porque á legua soy mejor y valgo más que todos Vds. juntos. Así, pues, y ya que no quiere ninguno salir conmigo á medirse como uno de los verdaderos “caballeros de la fortuna,” á obedecer todos, canallas, y sin chistar... ¿entendidos?... Yo quiero á este muchacho; yo no he visto jamás un chico que valga lo que vale él, y por quien soy afirmo que él es más hombre y vale él solo mucho más que el mejor par de todas estas ratas de navío amontonadas aquí. Ahora bien, lo que yo digo es esto y nada más que ésto: yo lo tomo á mi lado; yo lo protejo y cubro con mi mano. Eso es cuanto he de decir y ténganlo bien entendido!...

Después de esto vino un largo silencio. Yo permanecía aún rígido, apoyado contra el muro, con el corazón latiéndome todavía como un martillo de fragua, pero con un rayo de esperanza comenzando á aparecer en el fondo de mi alma. Silver retrocedió también á su lugar primitivo, contra la pared, y estaba allí con los brazos cruzados, con la pipa en un ángulo de la boca, tan tranquilo y tan sereno como si hubiera estado en una iglesia. Sin embargo, su ojo pequeño pero sagaz vagaba furtivamente de uno á otro de sus insubordinados secuaces, á quienes miraba incesantemente de través. Ellos, por su parte, fueron retirándose gradualmente hacia la extremidad opuesta del recinto y allí comenzaron á murmurar en voz baja con un rumor que me parecía el de un torrente lejano. Uno después del otro, todos volvían la cara de vez en cuando hacia donde estábamos Silver y yo, y al efectuar ese movimiento la luz rojiza que caía en sus facciones les prestaba contornos y tintas espantables. Empero sus ojeadas amenazadoras no eran ya para mí, sino para Silver.

—Me parece que tienen Vds. pudriéndoseles de calladas una lía de cosas que buscan aire. ¡Pues abrir las escotillas y soltarlas, sin melindres, amigos, ó si no, apartarse!, dijo Silver escupiendo con el más altivo desdén.

—Pues con el permiso de Vd., señor, saltó uno de los hombres. Vd. es bastante olvidadizo tratándose de algunas de nuestras reglas. Sería, tal vez, con el fin de vigilar por el cumplimiento de las restantes. ¡Está bien! Pero esta tripulación que ve Vd. aquí, está descontenta; esta tripulación está resuelta á arriesgar el todo por el todo (dispensando la libertad) y así es que, conforme á nuestras propias reglas, según entiendo, nos retiramos á celebrar consejo todos juntos. Vd. dispensará, señor, reconociéndolo como lo reconocemos por nuestro Capitán á estas horas todavía. Yo reclamo mi derecho y me salgo afuera para deliberar.

—Diciendo esto hizo un respetuoso y complicado saludo, á estilo de marineros, y con la mayor calma y sangre fría salió afuera del reducto. Á ese que era un sujeto alto, de aspecto enfermizo, con ojos amarillentos y como de treinta y cinco años, siguieron otro y otros de los de la banda, observando en todo su ejemplo. Cada uno iba haciendo su reverencia al pasar y cada uno añadía alguna excusa por el estilo.

—¡Conforme á reglamento!, dijo uno.

—Sesión de afiliados, añadió Morgan.

Y así, ya con una expresión, ya con otra, todos salieron del reducto dejándonos á Silver y á mí solos, iluminados por la antorcha.

El cocinero de La Española se quitó, al punto, la pipa de la boca y de una manera firme y resuelta, pero apenas perceptible, me habló así:

—Pronto, ven acá, Hawkins. Debes comprender que la cuchilla de la muerte está colgada de un solo cabello sobre tu cabeza y, lo que es todavía peor, acompañada de tormentos. En este instante van á deponerme de mi cargo. Pero no importa, fíjate en ésto: yo permanezco firme de tu lado, venga lo que viniere. No era esto lo que yo me proponía al principio, ¡no por cierto! Pero después de que hablaste ya fué otra cosa. Me desesperaba la idea de perder todas mis bravatas y salir derrotado en el negocio. Pero he visto que tú eres el hombre que yo necesito. Me dije entonces á mí mismo: “John, tú ponte del lado de Hawkins y él estará al lado tuyo del mismo modo. Tú eres para él la última carta del juego, y por tu patrón Satanás, John, que él puede ser también la tuya!” Ayuda por ayuda, me dije: tú, Silver, salvas á tu testigo y él salvará tu pescuezo, de la horca!

Aunque confusamente comencé á comprender.

—¿Quiere Vd. decir que todo está perdido?, le pregunté.

¡Ah! ¡por el infierno que sí!, me respondió. El buque ido, cuesta el pescuezo: he allí la situación en dos palabras. Una vez que yo eché una mirada á esa bahía, Jim Hawkins, y ví que no había ya goleta sobre qué contar... yo soy duro y correoso, pero con todo, puedes creer que me sentí desorientado. En cuanto á ese grupo y su concejo, te digo que no son más que unos estúpidos y cobardes. Yo te sacaré salvo de entre sus garras, en cuanto de mí dependa; pero lo dicho, Jim, servicio por servicio, tú salvas á tu amigo Silver de la horca.

Me sentía anonadado y aturdido. Parecíame una cosa tan sin visos de esperanza lo que él me pedía... él,... el viejo pirata, ¡el cabecilla de la rebelión!

—Lo que esté en mi mano hacer, eso haré, le respondí.

—¡Pues trato hecho!, exclamó John Silver. Tú has sabido hablar con valor y con fiereza y ¡por el infierno! yo sabré cumplirte mi palabra.

Se adelantó luego hacia la antorcha que estaba, como he dicho antes, encajada entre la leña, y allí volvió á encender su pipa que se había apagado.

—Entiéndeme bien, Jim, prosiguió en seguida: yo tengo una verdadera cabeza sobre mis hombros. Lo que es ahora, nadie es más partidario del Caballero que yo. Comprendo muy bien que tú has puesto á salvo ese buque en alguna parte... ¿Cómo?, no lo sé; pero sí afirmo que está en seguro. Tal vez lograste reducir y convencer á Hands y á O’Brien. Yo nunca tuve en ellos una gran fe. Pero, fíjate en ésto: yo nada pregunto ni dejaré que los otros pregunten. Yo sé y conozco bien cuándo un juego está de punto, ¡sí señor! Pues te aseguro, chico, que lo que es éste, ¡ya quema! ¡Ah! tú eres un niño todavía; pero tú y yo juntos ¡cuántas y cuan buenas cosas pudiéramos haber hecho!

Diciendo esto abrió la llave del barrilillo y dejó correr un poco de cognac en un vasito de lata.

—¿Quieres un trago, camarada?, preguntóme. Y como yo rehusase prosiguió:

—Necesito un tónico, porque, de esta hecha, tenemos gresca dentro de pocos momentos. Y á propósito de gresca, dime tú, ¿por qué me entregaría el Doctor la carta de Flint?

Mi rostro expresó un asombro tan grande y tan natural, que Silver vió luego la inutilidad de hacerme más preguntas sobre el asunto.

—¡Ah! pues sí que lo hizo, añadió. Y no me cabe duda de que debajo de eso hay algo, no cabe duda, Jim; bueno ó malo, pero algo hay.

Dicho esto, dió un trago ó dos de cognac, oprimiéndose después su grande é inteligente cabeza, con el ademán de un hombre que prevee y teme todo lo que hay de más malo.

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CAPÍTULO XXIX

OTRA VEZ EL DISCO NEGRO

LA sesión de los filibusteros había durado ya por un rato bastante considerable, cuando uno de ellos volvió á entrar al reducto y, no sin repetir el mismo saludo ó reverencia á que antes me referí y que, á mi entender, era más irónico que sincero, rogó á Silver que por un momento se les prestase el hachón. John accedió desde luego y el emisario se retiró dejándonos sumidos en la oscuridad.

—Ya comienza á soplar la brisa, Jim, dijo Silver que á la sazón había adoptado definitivamente un tono de todo punto amistoso y familiar conmigo.

Me aproximé entonces á la tronera que estaba más cerca de mí y eché una ojeada hacia afuera. Los leños de la grande hoguera se habían consumido casi por completo, brillando á esa hora tan opaca y débilmente que, con sólo verlos, me pareció comprender la razón de que los hombres aquellos quisieran el hachón. Como á la mitad del declive de la loma de la estacada aparecían todos reunidos en un grupo; uno de ellos tenía la antorcha; otro estaba medio arrodillado en medio del grupo, y pude advertir que en su mano brillaba el acero de una navaja abierta, produciendo cambiantes de varios colores, á la doble claridad de la luna y de la antorcha. Los demás estaban un poco inclinados sobre el de en medio, como si vigilasen ó atendieran con interés á lo que hacía. Pude notar también que el mismo hombre de en medio tenía en las manos un libro, y todavía no volvía de la extrañeza que me causaba ver en poder de aquellos piratas una cosa tan ajena de su carácter y costumbres, cuando el personaje arrodillado se puso de pie y todos con él comenzaron á desfilar de nuevo hacia el reducto.

—Ya vuelven allí, dije; y al punto me apresuré á volver á colocarme en mi posición anterior, porque me pareció indigno de mí el que me encontrasen espiándolos.

—Déjalos que vengan, muchacho, déjalos, exclamó Silver con un gran acento de confianza. Creo tener todavía un tiro en mi cartuchera.

La puerta dió entrada á los cinco hombres, juntos unos con otros en un apretado grupo; pero no dieron sino un paso adentro del umbral, y empujaron á uno de ellos, de modo que ocupase la delantera. En cualesquiera otras circunstancias hubiera sido en extremo cómico ver trastrabillar á aquel pobre hombre en su avance lento y vacilante y teniendo su mano derecha empuñada delante de sí.

—Avanza, muchacho, avanza, exclamó Silver; no creas que te voy á comer. Entrega eso, haragán; yo sé bien las reglas, puedes creerlo y no he de meterme á maltratar á una diputación.

Esto dió al pirata diputado un poco más de ánimo y pudo ya adelantarse más fácilmente. Entonces y cuando tuvo á Silver al alcance de su mano, pasó algo á la del cocinero y en el acto retrocedió con la mayor ligereza hasta el grupo de sus compañeros.

John Silver echó una ojeada sobre lo que se le acababa de pasar, y murmuró:

—¡El disco negro! ¡Ya me lo esperaba! Pero ¿en dónde diablos han cogido Vds. papel! ¡Ah! ¡Vamos! ¡ya caigo! Aquí está el secreto: pero, chicos, esto es de mal agüero; han ido Vds. á cortar el papel de una Biblia. ¡Pues yaya que no podía darse nada de más tonto!

—¡Ah! ¿qué tal?, dijo Morgan, ¿qué tal? ¿No fué eso mismo lo que yo dije? ¡De allí no puede salir cosa buena!

—Tanto peor para los profanadores: ¡Vds. mismos se han condenado á la horca!, continuó Silver. Y á todo esto, ¿quién era el santurrón holgazán que tenía una Biblia?

—Era Dick, dijo uno.

—Conque Dick, ¿eh? Pues hijo mío, ya puedes encomendarte á Dios, replicó John. Creo que con esto ha concluído ya tu lote de buena suerte, puedes creérmelo.

En esto el pirata flaco oji-amarillento, saltó diciendo:

—Basta ya de charla inútil, John Silver. Esta tripulación le ha pasado á Vd. el disco negro, en sesión plena, y conforme á las reglas; Vd. no tiene más que hacer sino voltearlo como las mismas reglas se lo mandan y leer lo que hay escrito en él. Después podrá Vd. hablar.

¡Gracias, Jorge, un millón de gracias!, replicó el cocinero de La Española. Este muchacho siempre ha sido así para todos los negocios, vivo y enérgico. Además se sabe de memoria todas nuestras reglas, lo cual me complace en sumo grado. Pero, en fin, veamos qué es ello, con lo cual nada se pierde. ¡Ah! vamos: “¡Depuesto!” Eso es, ¿no es verdad? ¡Bonita escritura, hombre, muy bonita! Se diría que era de un maestro de escuela! ¡Si hasta parece hecho con letras de molde! ¿Fuiste tú quien escribió ésto, Jorge? Pues hombre, te felicito, porque, la verdad, se ve que ya te vas haciendo un personaje notable entre estos buenos chicos. ¿Qué apostamos á que tú vas á ser mi sucesor, nombrado Capitán con todos tus honores? Pero, entre tanto, ¿no me haces el favor de pasarme ese hachón? Esta pipa no arde bien.

—Basta una vez más, dijo Jorge. Se acabó el tiempo en que enredaba Vd. con su charla á esta tripulación. Vd. se tiene por muy gracioso, á lo que entendemos; pero, por ahora, ya no es Vd. nadie, con lo cual haría Vd. muy bien en bajarse de ese barril y ayudarnos á votar á otro jefe.

—Me pareció haberte oído decir que conocías nuestro reglamento, dijo Silver desdeñosamente. Pero si no es así, yo sí lo conozco. Digo, en consecuencia, que no me muevo de aquí, y añado que soy todavía el Capitán de la banda,—fijarse bien en esto—hasta que Vds. hayan desembuchado, una por una, todas sus quejas y yo haya contestado á ellas. Mientras tanto, su disco negro no vale un ardite. Después de cumplir con ese requisito, ¡ya veremos!

—¡Oh! pues en cuanto á eso no hay inconveniente en darle á Vd. gusto. Aquí todos somos llanos y parejos y no nos mordemos la lengua. He aquí nuestras razones: Primera: Vd. ha convertido esta expedición en un mero jigote; supongo que no tendrá Vd. el descaro de negarlo. Segunda: Vd. ha dejado escapar al enemigo, de esta ratonera, sin provecho alguno... ¿por qué querían ellos salirse? yo no lo sé, pero lo que es evidente es que salir querían. Tercera: Vd. no nos ha permitido atacarlos después de salidos... ¡ah! no se figure que dejamos de ver claro en esto: Vd. no juega limpio, John Silver, y eso es lo peor que puede hacer. Cuarta: ese muchacho que se nos ha colado esta noche y á quien Vd. defiende.

—¿Eso es ya todo?, preguntó tranquilamente Silver.

—Con lo que basta y sobra, contestó Jorge. Me parece que todos tendremos que vernos colgados y secando al sol, todo por culpa de Vd.

—Pues está bien. Voy á contestar á esos cuatro puntos, uno por uno. ¿Con que yo he hecho un jigote de esta expedición? ¡Vamos!... ¿acaso ignoran Vds. lo que yo quería y lo que había resuelto? Vds. saben bien que si aquello se hubiera hecho esta noche estaríamos todos á bordo de La Española, como siempre, todos vivos, todos contentos, muy bien comidos, mejor bebidos y con el tesoro almacenado en la cala, ¡con mil demonios! Y bien, ¿quién se me interpuso? ¿quién forzó mi mano que era la del legítimo capitán? ¿quién me hizo pasar el disco negro el mismo día que desembarcamos y comenzó esta danza?... ¡Ah! ¡bonita danza por cierto! Ya me veo en ella con Vds. hasta el verdadero fin. Esto me parece tan gracioso y divertido como si viera una gaita colgando en la punta de la horca en la Playa de los Ajusticiados. Pero ¿de quién es la culpa? Pues bien, fueron Anderson, y Hands, y tú, Jorge Merry, los que determinaron aquello. Tú eres el único que queda vivo de esos oficiosos impertinentes, y ahora te me vienes con la insolencia estúpida y endemoniada de ponérteme enfrente para tomar mi puesto de capitán... tú que has hundido á la mayoría de nuestra tripulación! ¡Por mi patrón Satanás, esto sí que es el más alto colmo de la desvergüenza y del cinismo!

Silver hizo una pausa durante la cual pude observar en los semblantes de Jorge y sus camaradas, que aquella filípica tremenda no había sido pronunciada en vano.

—Eso es por lo que hace al cargo número uno, dijo el acusado endulzando un poco el ceño terriblemente adusto con que hasta allí había hablado, y bajando el diapasón de aquella voz con que acababa hacer retemblar la casa.

—Es cosa que pone á uno enfermo, prosiguió, el disgusto de tener que entenderse con Vds. De todos no hay uno que tenga ni entendimiento, ni memoria; y hasta me admiro de pensar cómo se les iría el santo al cielo á sus mamás que los dejaron meterse á la mar. ¡Á la mar!... ¡Marinos Vds.! “¡caballeros de la fortuna!”... Sastres; ése debe ser su oficio.

—Siga Vd., John, dijo Morgan. Pero háblele á los demás también; no, no más á mí.

—¡Ah! ¡sí! ¡los otros! ¡precioso hato de hombres! ¿no es verdad? Dicen Vds. que esta expedición está desconcertada y descuadernada. ¡Oh! ¡si pudieran Vds. comprender hasta qué punto está descuadernada! ¡ya verían Vds. entonces! Básteme decirles que tenemos todos la horca tan cerca que casi huelo el cáñamo y siento el pescuezo oprimido, de sólo pensar en ello. Ya Vds. habían visto ese espectáculo... ¡qué hermoso! ¿no es verdad? Un hombre cargado de cadenas, suspenso de una cuerda, rodeado de buitres que revolotean sobre su cadáver ó almuerzan tranquilamente con sus entrañas. Y los marineros horrorizados señalándoselo con el dedo, unos á otros, cuando á la hora de la bajamar cruzan en sus barquillas junto al patíbulo. “¿Quién es ese?” dice uno—“¿Ese? ¿y lo preguntas? Pues es John Silver; yo lo conocí muy bien,” le contesta otro. Y entre tanto, puede llegar hasta los oídos del trabajador marino que cruza hacia la boya cercana, el ruido siniestro con que golpean unas con otras las cadenas de aquel ajusticiado... Pues hay que convencerse de que éso es lo que nos aguarda, á cada hijo de su madre, en esta compañía, gracias á Jorge, y á Hands y Anderson y á todos los torpes que han arruinado este negocio. Ahora, si quieren Vds. que conteste á su cuarto punto, es decir, á ese muchacho Hawkins ¡por el diablo en persona! ¿se figuran Vds. que vamos á asesinar á un huésped? ¡No nosotros, por vida mía! Es muy posible que él sea nuestra última tabla en el naufragio y no me sorprenderé que así sea. ¿Matar á este chico? ¡Repito que no, camaradas! ¿Y sobre el punto tercero? ¡Ah! mucho hay que decir sobre el tercer punto. Podrá suceder que para Vds. nada significa tener un Doctor entero y verdadero que viene á visitarlos diariamente, á tí John con tu cabeza rota, ó á tí Jorge Merry á quien la malaria ha puesto allí con unos ojos amarillos como limón maduro y que todavía no hace seis horas estabas tiritando con el calofrío y delirando con la fiebre. Podrá suceder también que ignoren Vds. que hay un segundo buque que debe venir á buscar á la tripulación de La Española, si se dilata por cierto tiempo. Pues sí, señores, viene, y para entonces ya veremos quien se alegra ó quien siente recibir una visita. Y por lo que hace al número dos, esto es, cuál es la razón que tuve para hacer un trato, no tienen Vds. más que ponerse todos aquí de rodillas, de rodillas como vinieron un día á pedírmelo, arrastrándose, para que lo hiciera yo. Pues allí es nada, vean Vds. la causa... ¡ésa es!

Y diciendo esto, arrojó en medio del grupo, sobre el piso, un papel que yo reconocí en el instante y que no era otra cosa que el mapa en pergamino, con las tres cruces rojas, que yo encontré en la tela impermeable guardada en el fondo del cofre del Capitán. Por qué razón el Doctor había pasado aquello á Silver, era problema que yo no acertaba á resolver.

Pero si bien, para mí, aquello no tenía explicación plausible, la carta fué en sí de un efecto increíble y mágico para los revoltosos. Todos á una saltaron sobre ella como gatos sobre un ratón. Pasáronsela de mano en mano, pero casi arañándose unos á otros para arrebatársela. Al oir los gritos, los juramentos, las carcajadas infantiles con que acompañaban su examen, se habría creído, no sólo que ya tenían entre las manos el oro codiciado, sino que ya se veían en alta mar, en posesión de él, y en completamente en salvo.

—Por supuesto, dijo uno; esto es de Flint, luego se ve. Aquí están sus iniciales J. F. y debajo una raya con un clavo atravesado encima, que era lo que él siempre ponía en su nombre.

—Todo esto está muy bueno, dijo Jorge, pero la cosa es que ¿cómo nos vamos á llevar la hucha si ya no hay buque?

—¡Jorge Merry!, gritó Silver poniéndose violentamente de pie y apoyándose con una mano contra la pared. Voy á hacerte una prevención á tiempo. Si sueltas una palabra más, tienes que salirte de aquí allá abajo y verte la cara conmigo, que tengo la certeza de aplastarte. ¿Cómo?... ¡Qué sé yo! ¿Tienes la insolencia de proferir lo que has dicho, tú, que con tus compinches has causado la pérdida de mi goleta, á causa de tu intervención? ¡tráguete el infierno! ¡No! no serás tú el que nos saque del atolladero, porque tú no puedes alcanzar ni á la pobre inventiva de una cucaracha. En nada de este asunto puedes tú tomar la palabra, Jorge Merry; y cuenta con desobedecerme.

—Eso es muy claro, dijo el viejo Morgan.

—¡Claro! ¡pues ya lo creo!, replicó el cocinero. Tú perdiste el buque y yo encontré el tesoro ¿quién vale de nosotros dos, Jorge Merry? Y ahora... presento mi renuncia. Pueden Vds. elegir Capitán á quien les dé la gana. Yo tengo ya bastante del cargo éste.

—¡Silver!, gritaron todos en coro. ¡Barbacoa ahora y siempre! ¡Barbacoa es nuestro Capitán! ¡Viva Barbacoa!

—¡En hora buena! esas tenemos ¿no es verdad?, exclamó el cocinero. Pues ya lo ves, Jorge, por hoy me parece que tendrás que aguardar otro turno para tener tu capitanía. Y da gracias al demonio de que yo no sea un hombre vengativo. Pero es la verdad, no es ese mi modo. Y ahora bien, camaradas... ¿este disco negro?... Me parece que por hoy no vale ya gran cosa, ¿no es verdad? Todo se reducirá á que Dick haya oscurecido su buena estrella y maltratado su Biblia... ¡nada más!

—¿No cree Vd. que la cosa se compondrá besando severamente el libro?, exclamó Dick que positivamente se sentía desazonado al pensar en la maldición celeste que creía haber hecho caer sobre su cabeza.

—¡Una Biblia con un pedazo recortado!, dijo Silver sarcásticamente. ¡Imposible! Entre ella y una simple colección de canciones no hay ya diferencia alguna.

—¿Cree Vd. que no?, replicó Dick con cierta especie de alegría. ¡Bueno! pues sin embargo, creo que todavía vale la pena de guardarla.

—Y ahora, Jim, dijo Silver, aquí hay una curiosidad para tu colección de ellas.

Diciendo esto me pasó el pedacillo de papel: era éste como del tamaño de una moneda “corona.” De un lado nada tenía impreso, porque era la última hoja del libro: del otro lado contenía un versículo de la Revelación, y en él me llamaron la atención estas palabras de una manera particular: “Afuera están los perros y los asesinos.” El lado impreso había sido ennegrecido con carbón de la hoguera, que á la sazón comenzaba ya á desprenderse y á manchar mis dedos; en el lado blanco habíase escrito con el mismo material la palabra “Depuesto.” Todavía al escribir este relato conservo en mi poder aquella curiosidad, y la tengo aquí, sobre mi mesa; pero no podría ya verse en ella la menor huella de escritura, si no es una especie de araño como el que alguien podría hacer con la uña de su dedo pulgar.

Con aquello terminaron los sucesos de esa noche. Á pocos momentos se sirvió á todos un vaso de cognac y nos tendimos todos á dormir. La señal de venganza que dió Silver fué nombrar á Jorge para hacer cuarto de centinela, amenazándole con la muerte si no obraba con toda lealtad.

Mucho rato se pasó para que yo pudiera cerrar los ojos, y bien saben los cielos que razón me sobraba al solo recuerdo de aquel hombre á quien por la tarde había yo quitado involuntariamente la vida, en el instante de mayor peligro para la mía. Pero lo que más contribuía á desvelarme era aquella partida terrible y sagaz que acababa de ver jugar á Silver, cuyos maravillosos esfuerzos tendían, por un lado, á mantener unidos y á raya á los sublevados, y por el otro á intentar todos los medios humanos, posibles é imposibles, para obtener una reconciliación y salvar su miserable existencia. Pero él, por su parte, se durmió al momento de la manera más apacible y muy pronto comencé á oir el estrépito de sus ronquidos. Entre tanto mi corazón se oprimía penosamente al pensar en los riesgos inminentes que rodeaban á aquel hombre, por más malvado que fuera; y en la horca infamante que tenía como última perspectiva de su triste carrera.

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