La novela de un novelista

Seguí frecuentando este campanario, experimentando siempre el mayor gozo cuando a la hora del mediodía el sacristán, alguna que otra vez, me permitía ir solo a sonar las campanas para advertir a los campesinos que había llegado el momento de dejar el trabajo. Con ocasión de una de estas visitas, cuando llegó la primavera, hice un descubrimiento prodigioso. En una grieta del muro acerté a ver un nido de estornino. Para contemplarlo a mi sabor tuve necesidad de saltar fuera del campanario y colocarme sobre el tejado. Era tan delicado aquel nido y contenía unos huevecitos tan deliciosos que me llenó de alegría el hallazgo y no quise comunicarlo con nadie, ni aun con mis íntimos amigos, por temor de que me lo robasen.

Cuando me era posible le hacía solo una visita para la cual como he dicho necesitaba caminar sobre el tejado. Es posible que en estas excursiones haya roto alguna teja por lo que luego se verá; pero yo me hallaba tan entusiasmado que nada me importaba causar desperfectos a la iglesia. Veía al petulante estornino y a la remilgada estornina cebar a sus hijuelos cuando los tuvieron y esto me causaba un placer indecible prometiéndome arrebatárselos bárbaramente así que hubiesen echado pluma.

No hubo lugar a que perpetrase este crimen. Otro cargó con él sobre su conciencia. Acaeció que por aquellos días mi madre me llevó consigo a confesar, aunque todavía ni en mucho tiempo después me acercaba yo a la sagrada mesa para comulgar. Lo hacía para acostumbrarme a recibir este sacramento y al mismo tiempo para que me corrigiese de mis travesuras, que iban siendo muchas. El señor cura me confesó poniéndome de pie, no de rodillas, mostrándose conmigo extremadamente afectuoso y tolerante. Una de las preguntas que me hizo fué si ocultaba algo a mis papás, si tenía algún secretillo que no quisiese comunicar con nadie. Yo me creí en el caso de declarar que había descubierto un nido. El cura me preguntó dónde estaba y se lo dije.

Dos días después cuando tuve ocasión de hacer al nido una visita, había desaparecido. El cura había dado orden al sacristán para que lo derribase. El mismo sacristán me lo hizo saber entre groseras carcajadas.

No es posible representarse la tristeza y el dolor que experimenté. A pesar de su carácter sacerdotal me pareció que el cura había abusado de mi franqueza y cometido una negra traición.

Por eso cuando algunos meses más tarde mi madre me llevó de nuevo a confesar me hallaba fuertemente prevenido contra él. Me preguntó como la otra vez si ocultaba algo, si mi conciencia estaba perfectamente limpia de todo disimulo y yo bajo pena de pecado mortal y de sacrilegio me vi precisado a confesar que tenía novia.

¡Vaya una precocidad!—exclamará el lector pensando en mis pocos años. Que no se admire demasiado, sin embargo, porque mi hermano que contaba algunos menos cuando le preguntaban si tenía novia afirmaba muy seriamente que tenía diez, y nombraba a todas las niñas de la vecindad. Yo no había caído en tan degradante poligamia; me contentaba con una. Era una niña hija de unos señores de la Pola a quien no había visto más de tres o cuatro veces en mi vida y que ciertamente se hallaba tan ajena como el Zar de Rusia del honor que la había dispensado.

—¿Quién es?—me preguntó el cura.

Yo, naturalmente, di la callada por respuesta.

—¿Quién es esa novia?—repitió.

Silencio sepulcral por mi parte.

—Vamos, niño; ¿no quieres decirme quién es?

Entonces yo, despechado, exclamé:

—¿Para qué? ¿Para que me la quite como el nido?

Pude observar que el cura se llevaba la mano a los ojos y hacía esfuerzos desesperados para reprimir la risa, lo cual no dejó de sorprenderme porque yo creía haberle dicho la cosa más lógica del mundo.

V

RAMONÍN

He aquí el otoño con su ropaje amarillo y sus nubes de color violeta. Las manzanas encarnadas empiezan a desprenderse de los pomares y caer sobre la yerba, y este suceso tan conforme con las leyes inmutables de la naturaleza en vez de elevar mi espíritu a la consideración de la gravitación universal como en otro tiempo a Newton, atacó directa y perniciosamente a mi estómago. Renuncio a calcular las que comí. La fabricación de la sidra debió de haber sufrido una merma considerable aquel año a causa de esta circunstancia; pero yo he guardado el secreto hasta ahora.

De aquel verano salí convertido no sólo en agricultor inteligente y práctico sino también en diestro cazador. Supe cómo se armaban trampas para atrapar gorriones esparciendo algunos granos de trigo por el suelo y colocando sobre ellos un cedazo que se mantenía de pie por medio de una larga cuerda: cuando los gorriones venían a comer los granos se soltaba la cuerda y quedaban prisioneros debajo. Supe hacer hoyos en la tierra y poner sobre ellos una pizarra sostenida por un palito, de tal ingenioso modo colocado que cuando el pájaro se posaba allí para comer los granos caía la pizarra sobre él y quedaba preso dentro del hoyo. Este artefacto iba dirigido particularmente contra las codornices. También aprendí a untar con liga las ramitas superiores de los arbustos para que los jilgueros al posarse quedasen allí pegados. No recuerdo haber atrapado pájaro alguno con todos estos delicados artificios; pero eso no importa para que los conociese perfectamente.

Donde mis éxitos se mostraron claros y evidentes fué con los grillos. Conocía cinco o seis maneras sutiles y graciosas de persuadirles a que saliesen de la cueva. Casi ninguno se resistía a mis pérfidas insinuaciones y se apresuraban a salir a respirar el aire fresco y se dejaban atrapar en cuanto ponían el pie fuera de su casa. Pero si alguno se obstinaba en permanecer en sus habitaciones bien porque sospechase de mi buena fe o porque estuviese ocupado en aquel momento, entonces me veía obligado a apelar a un terrible argumento que no describiré por no ofender la susceptibilidad de las damas que lean estas memorias.

Cayetano también era un ingenioso cazador, pero empleaba sus facultades en otros animales de más fuste. Aparte de las truchas, que eran su especialidad, cazaba con escopeta y en compañía de algunos señores de la Pola, codornices, perdices y arceas. Dos o tres veces fueron también a Peña Mayor y a los montes de Raigoso y mataron algún corzo.

Pero mucho más ingenioso cazador que él era un zorro que de vez en cuando visitaba por las noches nuestro gallinero. Esto nos tenía a todos sobresaltados y a Cayetano furioso. El mastín estaba en el monte con el ganado y el Muley, por su edad avanzada y por su larga experiencia de la vida, miraba ya todas estas cosas con marcada frialdad. Cayetano veló con la escopeta preparada unas cuantas noches, pero el astuto animal olió la pólvora y no pareció. Entonces se decidió aquél a ir a Sama y comprar un armadijo de hierro que en aquella región se conoce con el nombre de garduña. Colocóse la trampa a la boca del gallinero y pocas noches después el zorro vino y fué cogido en ella por una pata, pero con gran estupefacción de todos el desgraciado animal la cortó con sus propios dientes y se marchó sin ella. ¡Terrible caso de amor a la libertad que me impresionó profundamente!

Se fabricó la sidra y en los días que duró la operación no salí del lagar ayudando con todas mis fuerzas al mejor éxito de tan importante tarea y cerciorándome a cada instante de la dulzura y bondad del caldo destilado. Tantas veces me cercioré que hube de purgarme sin pretenderlo. Vino después la recolección del maíz y ayudé a los vecinos a traer las mazorcas sentándome sobre ellas en el carro. Después también les socorrí en la tarea de deshojarlas y trenzarlas en ristras. Efectuábase la operación, llamada allí esfoyaza, por las noches, y los vecinos se ayudaban unos a otros. Imposible imaginar nada más ameno y deleitoso que estas esfoyazas. La nuestra duró algunas noches y si hubiera durado eternamente creo que no hubiera perdido nada. En fin, resumiendo mis impresiones agrícolas manifestaré que yo pensaba entonces haber nacido para labrador como más tarde pensé que había nacido para marinero y luego para filósofo. Siempre supe adaptarme al medio en que me hallé y esta flexibilidad de mi naturaleza me ha procurado dos ventajas en la vida: La primera y principal, no aburrirme nunca; y la segunda, haber podido escribir novelas de regiones apartadas y medios sociales muy diferentes.

Comenzaba ya a llover del modo suave y constante que allí lo hace. Los campos iban quedando poco a poco abandonados. La gente se retraía al interior de las casas; pero aquí gozábamos también de señalados placeres. En la mía se amasaba el pan dos veces por semana. Era una diversión ver a las criadas heñir la masa, y ayudarlas a bregarlo colgándome al manubrio de la máquina. La construcción de los bollos, el atestar el horno de árgoma y darle fuego para arrojarlo era interesantísimo. Luego se metían poco a poco los bollos dentro, se tapaba el horno y entonces las mujeres se santiguaban, los hombres nos descubríamos y se rezaba solemnemente un padrenuestro. ¡Cuán lejanos estamos ahora de estas escenas sencillas e inocentes! Vivimos apartados de la naturaleza; marchamos huídos de Dios. ¿Hemos ganado con ello alegría? Que cada cual ponga la mano sobre el corazón y me responda.

Las noches eran ya largas. Antes de subir a nuestra casa a jugar al tresillo con mi padre, el cura y un indiano que allí estaba de temporada, Cayetano solía quedarse un rato en la gran cocina de abajo formando tertulia con nosotros. Sentado en el escaño, yo a su lado, la Micona encima del hombro se placía en contarnos algún caso chistoso y en dar vaya a los presentes. Porque era hombre maligno y provocativo sobre toda ponderación. Los que le servían generalmente de cabeza de turco eran un vecino llamado José de Anica y un criado que tenía por nombre Pacho. Sobre este último singularmente se ensañaba tanto que el pobre hombre acosado llegaba a faltarle alguna vez al respeto.

Por aquellos días vino el ganado del monte. Había estado allí una larga temporada quedando sólo en el establo una vaca de leche. Y con el ganado vino el gran mastín llamado Manchego por ser oriundo de la provincia de Toledo. Traía al cuello un gran collar de cuero guarnecido de afiladas puntas de hierro o sea una carlanca. Esta carlanca y lo mismo el pelo del mastín estaban manchados de sangre. El vaquero nos informó de que la noche anterior se había batido con los lobos. Nadie puede figurarse la impresión que esto me causó. Los lobos eran para mí animales legendarios, algo que no existía más que en la fantasía de los cuentistas. El perro, batiéndose con ellos, adquiría a mis ojos un aspecto sobrenatural. No me hartaba de contemplarle y de ponerle la mano encima del lomo, admirándome al mismo tiempo de que un animal tan bravo y poderoso no tuviese a menos el menear el rabo en presencia de un ser tan ínfimo como yo. Todo el pan y el queso que había en la casa me parecían poco para agasajar a aquel héroe. Y una vez que en testimonio de reconocimiento me lamió la cara me sentí tan honrado como si Napoleón me hubiera dado un beso.

Aquella noche se habló de lobos en la cocina y Cayetano me contó el siguiente suceso que ya conocían todos los que allí estaban menos yo:

«Hará cosa de cuatro años y por este mismo tiempo estaba yo sentado una tarde ahí en el poyo delante de casa, cuando pasó Ramonín, el del tío Angel de Canzana, que bajaba del monte con el ganado.

Tú ya conoces a Ramonín porque le ves todos los domingos cuando vamos a misa. Ahora es un real mozo que ha entrado en quinta este año; pero entonces no era más que un zagalillo y no muy medrado.

Pues como digo venía del monte con su zurrón a la espalda y traía en la mano un cestito tapado. Yo, que soy un poco curioso, le retuve por el brazo y levanté la tapa del cesto. Había dentro un perrillo de cría.

—¿Ha parido la perra en el monte, Ramonín?

—No es un perro, señor Cayetano, es un lobo—me respondió riendo.

—¿Un lobo? ¡El diablo me lleve si no es verdad!

Saqué el animalito del cesto, lo puse en el suelo y comenzó a aullar como un perrito recién nacido.

Ramonín me contó que el día anterior Luisón de la Granja, que tenía la cabaña cerca de la suya, había encontrado en una cueva tres lobeznos, había matado dos y había traído éste. Por la tarde, hallándose sacando el estiércol del establo fué atacado repentinamente por la loba. Gracias a que tenía en la mano la pala de dientes no pereció en aquel momento. Luchó con la fiera y logró ensartarla por el vientre. En aquellas horas debía de estar ya en la Pola, para recibir del Ayuntamiento el premio que dan por la matanza de cualquier alimaña.

—¿Y tú para qué mil diablos quieres este animalito?

—No era más que para enseñárselo a mi hermano. Luego lo mataremos.

Entonces me vino la idea de criarlo y se lo pedí. Lo crié, en efecto, dándole leche hasta que pudo comer. Comenzamos a llamarlo Ramonín como el chico que lo había traído y Ramonín le quedó y por este nombre comenzó a responder, pero no del modo vivo y alerta que lo hacen los perros, porque los lobos son más torpes o como si dijéramos más cerrados de cascos. Esto no tiene nada de particular porque entre los mismos hombres unos son más cerrados que otros y si no que lo diga Pacho...

—¡Milagro sería que no saliese yo a relucir!—gruñó Pacho encolerizado.

El animalito fué creciendo y al cabo de seis meses era un cachorro revoltoso que me seguía a todas partes. Le llevaba a la Pola, le llevaba a Sama y excitaba la curiosidad por dondequiera que pasaba. Llegué a cobrarle cariño. Una vez que fuí a Oviedo le traje un lindo collar con chapa de bronce donde hice grabar su nombre y la fecha en que lo adquirí. En fin, él se portaba lo mismo que un perro fiel. Lo único en que se le conocía la raza fué cuando mató en pocos días tres corderos que tuve que pagar quedándome con ellos. Yo estaba tan contento con el animalito que le perdoné estas y otras fechorías semejantes. Jamás mordió a las personas; los niños jugaban con él lo mismo que con un perro.

Un viernes del mes de noviembre, cuando ya tenía el lobo más de un año, fuí al mercado de Cabañaquinta llevándolo conmigo. Monté a caballo temprano, pasé la Collada y en tres horas poco más o menos di en el mercado. Ya sabrás que Cabañaquinta está detrás de la Peña-Mea y que hay que atravesar para llegar a allá todos esos montes, que ves delante de casa.

Pasé el día arreglando mis asuntos y por la tarde me metí en la taberna de Andrea donde encontré a Xuanón, el célebre matador de osos que habrás oído nombrar, y a don Salustiano el escribano. Me enredé en una partida de brisca con ellos de tal modo que cuando acordé conmigo eran las ocho y ya hacía más de una hora que había cerrado la noche:

Monto a caballo y pico espuelas para casa. La noche estaba fría ya de verdad: en los altos había caído bastante nieve. Antes de doblar la Collada se me ocurrió mirar hacia atrás y no veo a Ramonín. Silbo, le llamo. Nada. «Ese pícaro se me escapó al monte—dije para mí—. Hice mal en traerle por estos sitios.»

Deploré el percance porque repito que estaba contento y ufano con el animal. Además me dolía la pérdida del collar que me había costado nueve pesetas. Doblo al fin la Collada y marcho bien tranquilo aunque al paso más vivo que en aquellos endiablados caminos podía seguir el caballo, cuando de pronto éste se para en firme, levanta las orejas y se estremece. Le hinco las espuelas y en vez de arrancar de nuevo retrocede. Comprendí en seguida que había olido el lobo. Y en efecto, al instante percibo el bulto de uno a la claridad de las estrellas, porque no había luna. Echo mano al revólver y veo repentinamente otro del lado opuesto del camino. Y en menos tiempo que se cuenta se me ponen delante tres, cuatro, cinco... yo no puedo decir cuántos. Acaso el miedo espantoso que se apoderó de mí los haya multiplicado. ¿Pero qué es lo que veo además? Pues veo entre ellos al mismo Ramonín con su collarito reluciente dispuesto al parecer a arrojarse sobre mí como todos los demás.

El caso era apurado como comprenderéis. Hasta entonces no había visto nunca la muerte tan cerca de mis ojos. Me tiré del caballo y comencé a disparar tiros a ciegas, pues el miedo me impedía pararme siquiera a apuntar. Los lobos huyeron, pero no se pasaron muchos segundos sin que volviesen de nuevo. Me vi muerto; ya había disparado los seis tiros y no traía más cápsulas. Pero Dios no quiso que lo fuese en aquella ocasión. Detrás de mí oí gritos de gente que llegaba. Eran los tenderos ambulantes que regresaban a la Pola. Habían encontrado mi caballo, que huía despavorido, y lo habían detenido. Creyendo por los tiros que me habían asaltado ladrones venían corriendo y gritaban para infundirme valor. Los lobos al escuchar aquel ruido desaparecieron otra vez de mi vista.

Mucho se sorprendió aquella caravana, que no bajaría de veinte personas entre hombres y mujeres, de lo que me había sucedido. Sobre todo la traición de Ramonín excitó tanto su curiosidad que no se hartaban de hacer comentarios. Me dieron un vaso de vino y después que me hube serenado un poco monté de nuevo a caballo y con ellos llegué hasta aquí.

Aunque ya era cerca de las once todos estaban levantados esperándome.

—¡Qué cara traía, válgame Dios!—exclamó Pachón riendo.

—Peor la traías tú cuando te dieron aquella manta de palos los mozos de Rivota el día del Obellayo—repuso Cayetano encolerizado.

Nos acostamos y al día siguiente por la mañana apenas me había levantado de la cama vino José Mateo a decirme:

—Señor, está ahí Ramonín.

—¿Cómo? ¡Ramonín!

No quería creerlo. Salgo corriendo a la calle y veo en efecto a mi lobo que así que me divisa empieza a bajarse y arrastrarse por el suelo sin atreverse a acercarse a mí y como si pidiese perdón de su villanía.

—¡Ah maldito, traidor! Ahora me las pagarás.

Entro en casa, cojo la escopeta y salgo otra vez. Ya no estaba Ramonín.

Ramonín se ha metido en el establo—me dijo un chico que pasaba.

Voy al establo y lo hallé acurrucado debajo del pesebre. Me eché la escopeta a la cara y allí le dejé muerto de un tiro.

VI

MÚSICOS AMBULANTES

Mi madre fué toda su vida un frágil cristal de Bohemia. No podía llamarse en verdad mujer a una criatura tan débil, tan delicada y próxima a extinguirse que cualquier ráfaga de aire podía apagar en la hora menos pensada. Ella lo sabía, todos lo sabíamos; por eso nuestra gran preocupación en la casa era atajar el paso por cuantos medios se hallaban a nuestro alcance a esta ráfaga traidora. Así que veíamos en su estancia una puerta entreabierta nos precipitábamos llenos de terror a cerrarla. Si se arriesgaba a salir de la sala para ir a otra habitación, los unos iban delante como heraldos a prevenir que se cerrasen balcones y ventanas, los otros como escolta para impedir que algún imprudente abriese las puertas laterales. No hay para qué decir que en esta tarea sanitaria se distinguía por su ardor y destreza mi padre, el cual sentía por su esposa la adoración de un enamorado y la ternura de un padre.

Mi pobre madre vegetaba en un rincón del sofá envuelta en su chal de lana trabajando con el ganchillo de marfil. Por las noches le placía hilar con aquella su artística rueca de que ya he hablado. Era primorosa en todas las labores femeninas y sus dedos, aunque tan delicados, incansables. ¡Oh Dios mío, cuán delgados y frágiles eran aquellos dedos! Una de mis aprensiones dolorosas era verlos quebrarse cualquier día.

Esta flaqueza corporal no excluía en ella una gran fuerza de carácter. Era, como suele decirse, en lo físico una caña que se dobla pero no se rompe; en lo moral un roble que se rompe pero no se dobla. Mi padre, como reverso de ella, poseía un vigor físico extremado y un carácter blando y sentimental.

Con el ansia que suele acometer a los que cerca de sí ven la muerte aparejada a arrastrarlos a la tumba, mi madre se agarraba con todas sus fuerzas a la vida. Este anhelo de vivir se traducía por un deseo irresistible de hallarse siempre rodeada de gente alegre y bulliciosa, cuanto más alegre y bulliciosa mejor. Todas sus amigas eran mucho más jóvenes que ella y en verlas divertirse y bailar, y en escuchar su charla y sus confidencias amorosas hallaba la fuente de su alegría o por lo menos el olvido de sus dolencias.

Además de las pocas señoritas que en la aldea había y de algunas que de vez en cuando venían a pasar temporadas a nuestra casa, recibía por las noches buen golpe de labradoras que hilaban su copo sentadas en el suelo. Se formaba de este modo una tertulia de quince o veinte personas. Mi padre con sus amigos y Cayetano jugaba a las cartas en un ángulo de la sala alumbrados por un quinqué de pantalla verde, mientras yo sentado unas veces al lado de ellos, otras en el sofá a la vera de mi madre, vagaba de un sitio a otro hasta que el sueño me rendía y quedaba definitivamente dormido en el sofá. Algunas veces las carcajadas de los tertulios me despertaban un instante, pero no tardaba en quedar de nuevo dulcemente dormido. Al cabo mi padre solía apartarse un momento de la mesa de juego, me tomaba entre los brazos, me llevaba medio dormido al dormitorio, me desnudaba él mismo y me dejaba en la cama.

Gozaba mi madre lo indecible viendo bailar y ella misma sobreponiéndose a sus enfermedades por un esfuerzo maravilloso de su voluntad enérgica tomaba parte alguna vez en los bailes de sociedad. Pero en Entralgo faltaban caballeros para esta clase de bailes y sólo cuando nos visitaban algunos amigos o parientes se podía organizar un pequeño sarao. Ordinariamente se bailaba al estilo de la aldea, mucho más divertido en mi opinión por entonces, que el de la ciudad. Ni faltaba para acompañar o llevar el compás de la danza algún músico ambulante que mi madre solía retener en casa días y días manteniéndole y dándole una pequeña gratificación. Recuerdo que en aquella temporada estuvieron por dos veces permaneciendo bastante tiempo entre nosotros un violinista tuerto llamado Joaquín, acompañado de un muchacho de quince o diez y seis años que tocaba el arpa. Este Joaquín no podía competir con Paganini en el violín, pero seguramente podría habérselas con el propio Falstaff delante de un tonel. Un río de sidra no hubiera extinguido la sed de aquel artista. Con esto el único ojo que poseía estaba siempre rameado de sangre lo cual se puede asegurar que no le embellecía.

Era hombre divertidísimo aquel Joaquín, locuaz como pocos y embustero como ninguno. Había que verle en el lagar de pie con un vaso en la mano. Jamás se sentaba en aquel recinto como si respetase demasiado la majestad del tonel y no osase tomar asiento en su presencia. Sin embargo, cuando ya había trasegado una cantidad razonable de sidra a su estómago se creía autorizado para faltarle al respeto y se recostaba familiarmente sobre él. Es de saber que antes de llegar a este período deplorable de descuido, por no decir de insolencia, había celebrado ya su dulzura y su gloria por medio de cánticos fervorosos. Porque así que el violinista se acercaba más o menos a uno de nuestros toneles y tenía un vaso lleno en la mano, se creía en el deber de cambiar la música instrumental por la vocal, dejando escapar de su garganta agradecida y repitiendo cien veces la misma canción como una letanía en honor del jugo vivificante que chispeaba en su vaso. ¿Qué es lo que hacía peor, cantar o tocar el violín? Nadie logró jamás resolverlo.

Pero tenía además otra manera de ensalzar la magnificencia de aquel vino espumoso y era por medio de adecuadas y entusiastas inscripciones. Las paredes del lagar estaban llenas de ellas escritas por su mano con carboncillo. Dios bendiga la sidra de este lugar—decía una—. Bebamos esta sidra mientras nos quede un soplo de vida—decía otra—. ¡Desgraciados los hombres que no conocen la sidra de Entralgo!—se leía en otra tercera... y así sucesivamente.

Como puede observarse tales inscripciones ofrecían un marcado carácter apologético. En esto se distinguían de las cuneiformes de la Asiría y de las jeroglíficas de Egipto casi todas históricas o conmemorativas.

Mi padre odiaba casi tanto la epigrafía de Joaquín como su música. Pude cerciorarme de ello cuando poco después de partirse con su acompañante el arpista, hizo blanquear el lagar tapando con grosera cal mucho profundo pensamiento. Acaso se halle reservado a las generaciones venideras su descubrimiento. La capa de cal se desprenderá y debajo de ella volverán a parecer, vivos aún, aquellos gritos entusiastas de furor báquico.

Cuando no se hallaba bajo la influencia del avinado o asidrado dios hijo de Júpiter y Semele, era Joaquín un hombre muy agradable y nos entretenía narrándonos sucesos de su vida errante y picaresca. No he podido retener en la memoria más que uno, seguramente porque fué el que más me impresionó.

Nos hallábamos sentados alrededor del fuego en la gran cocina de Cayetano. Este y yo en el escaño; los demás en tajuelas. Para Joaquín y su arpista había traído Manola dos sillas. Joaquín habló de esta manera:

«Después de haber pasado unos días en Villaviciosa, habíamos ido a la fiesta del Nazareno en Noreña. Entonces no me acompañaba todavía este muchacho sino Rufo, aquel guitarrista que se ahogó en Gijón el año pasado y que habréis conocido o habréis oído nombrar. En Noreña corre la sidra y el dinero como en ningún otro pueblo de la provincia. Aquella tarde hicimos más de tres duros tocando en la calle, y por la noche todavía tocamos en el baile del Ayuntamiento y nos dieron treinta reales. Cuando salimos del baile eran más de las once; pero yo quería dormir en la Pola de Siero, porque tengo allí un amigo y no me cuesta nada la cama. Se lo dije a Rufo y desde luego quedó conforme porque tenía la esperanza de que tampoco le cobraran.

La emprendimos pues hasta la Pola, que como saben está muy cerquita. Era una hermosa noche estrellada y no hacía frío ni calor. Al pasar por el Berrón la taberna de Jerónimo estaba todavía abierta y llena de gente.

—¿Vamos a entrar un instante?—me dijo Rufo.

—Vamos.

Este Rufo era un buen hombre y como guitarrista, no se diga, porque hacía hablar al instrumento, pero tenía un defecto muy feo y era que le gustaba demasiado la sidra...

Nos miramos todos unos a otros con sorpresa y Cayetano soltó una estridente carcajada y los demás le siguieron. Joaquín quedó grandemente amostazado y preguntó con voz sorda:

—¿De qué os reís?

—Hombre, nos reímos porque un vaso de sidra le gusta a cualquiera—repuso Cayetano, guiñándonos un ojo.

Y vuelta a reír todos de tan buena gana que el propio Joaquín concluyó por reír también.

—¡Bueno, corriente! Quedamos en que a él y a mí nos gustaba la sidra y entramos a beber unos vasos del tonel que aquella misma tarde se había abierto. Había allí bastante gente y entre ella unos gitanos o húngaros que traían varios monos, un oso y un perro amaestrados. Los habíamos visto todo el día en Noreña trabajando con sus animales, rodeados de chicos. Nos acercamos al tonel con no poco trabajo y nos hicimos sacar unos vasos. No sé cuántos fueron...

—¡Muchos!—dijo Cayetano.

—Puede ser. Había tanta gente y tanto ruido que al cabo me sentí mareado y le dije a Rufo:—«Vámonos que estoy cansado y ya sabes que mañana debemos salir temprano para Infiesto»—. No me hizo caso y seguimos todavía otro rato y bebimos algunos vasos más. Volví a apurarle para que nos fuésemos y... nada; el hombre como si hubiera echado allí raíces y esperase florecer en la primavera. Enfadado ya de tanto repetirle lo mismo y de esperarle le dije:

—Mira Rufo, yo me voy: haz lo que quieras.

—Aguárdate, compadre, aguárdate un momento.

—No me aguardo más momentos. Adiós.

Y me fuí hacia la puerta.

—Bueno, hombre, bueno, no te apures, que yo también me voy.

Y sentí que echaba a andar detrás de mí. Cuando salí a la carretera noté que se ponía a mi lado y emparejados tomamos la dirección de la Pola. Yo no le hablaba porque estaba irritado y además la lengua me pesaba un poco en la boca. La noche más hermosa que antes. Había salido la luna y alumbraba tanto que a mí me parecía ver dos, una al lado de otra. Poco a poco se me fué pasando el enfado y para entrar en conversación le dije a Rufo:

—¡Vaya una noche linda, compadre!

No me contestó más que con un grosero gruñido.

—¡Anda! ¿Conque eres tú el que te enfadas después de lo que me has hecho aguardar?—le dije parando y encarándome con él.

¡Pero cuál fué mi sorpresa al ver que mi amigo Rufo se había transformado en oso!...»

—¡Eso es mentira, hombre!—exclamó Pacho desde su tajuela.

—Aguarda un instante, amigo—repuso Joaquín.

—¡Que te digo que eso es una gran mentira, hombre!

—¡Cállate, animal!—exclamó Cayetano encolerizado—. Deja que Joaquín termine su cuento.

Pacho, sin hacer caso, rojo de indignación y como si quisiera arrojarse sobre el pobre violinista, gritó más fuerte aún:

—¡Que te digo, hombre, con toda la boca, que mientes, hombre! ¿Lo quieres más claro, hombre?

—¿Pero quieres callarte, pedazo de bárbaro?—volvió a decir Cayetano tomando las tenazas con ademán de arrojárselas.

A duras penas se logró hacerle callar y Joaquín pudo continuar su cuento.

«—Vaya unas bromas que me gastas, compadre—le dije—. ¿A qué conduce esa tontería de transformarte en oso?

Rufo no me respondió.

—¡Anda, pues no eres poco chistoso, hijo!—continué yo—. ¡Si creerás que me vas a asustar! ¡Ja, ja! A pesar de esos pelos y ese hocico puntiagudo, te conozco, querido, y estoy tan tranquilo como si me tocases un tango con la guitarra... ¿Sabes lo que te digo Rufo?, que no eres un oso, sino un ganso, y que me está apeteciendo alumbrarte una torta en el hocico para que aprendas a no burlarte de los amigos.

Y como lo dije lo hice, a mano suelta le di sobre el hocico un revés.

Mi amigo Rufo lanzó un fuerte gruñido y dejando la posición cuadrúpeda se puso de pie y comenzó a bailar en torno mío gruñendo terriblemente. Os confieso amigos que si alguna vez sentí miedo en el mundo fué en esta ocasión. Eché a correr como pude, que no podía gran cosa, pues los pies me pesaban como si llevase zapatos de plomo. Rufo corrió detrás de mí siempre de pie, pero aún corría menos que yo. Como yo le llevaba alguna delantera me detenía de vez en cuando y le decía en tono suplicante:

—Rufo, amigo mío, perdona. No te he dado esa torta por ofenderte.

El no hacía caso y continuaba persiguiéndome. Cuando se acercaba yo volvía a correr y así que me hallaba lejos le suplicaba otra vez:

—Vamos, Rufo, no seas así. Una broma es una broma y entre amigos no tiene importancia.

Por fin se ablandó y dejándose caer, anduvo otra vez en cuatro patas. Entonces me acerqué ya sin miedo a él y nos emparejamos como antes. Y seguimos charlando con la mayor animación, es decir, recuerdo que era yo el que charlaba porque mi amigo Rufo no hacía más que asentir con leves gruñidos a lo que yo le decía. Tanto que cansado a la postre y un poco impaciente detengo el paso, me planto delante de él y le digo:

—Pero, hombre de Dios, ¿hasta cuándo va a durar esta broma?

Mas he aquí que Rufo se pone otra vez de pie y comienza a bailar y a gruñir de un modo espantoso. No poco trabajo me costó aplacarle y sólo lo conseguí después de mucho tiempo.

Por fin llegamos a la Pola, me dirigí a casa de mi amigo Ramón el Puntillero y llamé a la puerta. Me abrieron en seguida y entonces volviéndome a Rufo, que me seguía, le dije:

—Compadre, puesto que no quieres dejar todavía esa bromita, dormirás esta noche al fresco.

Y le dí con la puerta en el hocico. Caí en la cama como una piedra y el Puntillero tuvo compasión de mí y me dejó dormir hasta las diez de la mañana. Pero a esa hora me despertó a gritos diciéndome:

—Joaquín, Joaquín levántate ahora mismo. Está ahí un alguacil de parte del alcalde para que te presentes inmediatamente en el Ayuntamiento.

—¿Pero qué pasa?—exclamé sobresaltado.

—Nada, al parecer, unos gitanos te acusan de que les has robado un oso.

Quedé estupefacto. No me acordaba absolutamente de nada. Sin embargo, poco a poco fué entrando la luz en mi cerebro y me di cuenta de lo que había pasado aquella noche. Me vestí rápidamente y me dirigí al Ayuntamiento. Cuando llegué allá, el oso ya había parecido y los bohemios andaban por el pueblo tocando el pandero y haciéndole bailar. Le habían encontrado debajo de un hórreo donde se había comido más de una arroba de paja que allí estaba amontonada.

Cuando le conté el caso al alcalde quería desnudarse de risa y en vez de ponerme multa se la puso a los gitanos por haber dejado un animal peligroso en libertad.

Al salir del Ayuntamiento tropecé con mi amigo Rufo que había dormido en la taberna de Jerónimo debajo de una mesa. Le habían robado la guitarra y venía a dar queja al alcalde sospechando de los bohemios. No consiguió nada. El oso había parecido pero la guitarra no volvió a verla en su vida.»

VII

LA PARTIDA

La primavera sopló otra vez sobre nuestra feliz aldea; las rosas se abrieron, los mirlos cantaron en la pomarada, los terneros mugieron en el establo, los céfiros nos traían sobre sus alas perfumadas los rumores del bosque, gorjeos de pájaros enamorados: la zarzamora que tapizaba los caminos se llenaba de florecillas moradas: del balcón de mi cuarto colgaban ya los pámpanos que alegres temblaban al nacer la aurora...

Todos estos signos de la gloriosa resurrección de la naturaleza alegraba a los hombres y a los animales, pero a mí me inquietaban vivamente. Había oído decir repetidas veces a mi madre que en cuanto viniese la primavera partiríamos para Avilés. Por aquel tiempo no sabía yo que esta villa guardaba en su seno placeres mucho más exquisitos que los que podía brindarme Entralgo. Pensando en la escuela, en la gramática, en las planas, en la vara de avellano de don Juan de la Cruz se me ponía la carne de gallina.

¿A qué pensar en ello, sin embargo? Aquí estaban aguardándome a la puerta, como siempre, mis amigos Ramón, Sixto, José, Segundo, una guardia fiel y decidida que yo había logrado formarme durante mi estancia en la aldea. Corríamos los senderos, trepábamos a los árboles para alcanzar los nidos, hacíamos hogueras y asábamos allí patatas, cortábamos varas de sauco para construir tira-tacos, nos pasábamos horas enteras espiando la guarida de las anguilas en los arroyos, pero sin lograr jamás atrapar ninguna, toreábamos a los carneros (desde mi fatal aventura y en pocos meses había ya dado grandes pasos en el arte taurino), montábamos en todos los caballos que encontrábamos sueltos por los caminos.

Este último recreo ofrecía más de un peligro, para mí especialmente, que no era ni tan duro ni tan diestro como mis compañeros. Tuve ocasión de experimentarlo bien pronto. En una de aquellas tardes primaverales habíamos estado en el río levantando piedras y piedras para atrapar truchas. No era más que un simulacro, porque en el fondo estábamos persuadidos de que nunca pescaríamos una. Cuando nos fatigamos de aquel infructuoso ejercicio nos decidimos a regresar al pueblo. Apenas habíamos caminado algunos pasos tropezamos con un gran caballo pastando la yerba que crecía en aquel terreno guijarroso. Acometido de un vértigo de grandeza dije:

—Voy a montar ese caballo.

Los amigos trataron de disuadirme porque sabían perfectamente a qué atenerse respecto a mis adelantos en la equitación.

—Es demasiado alto.

—No importa. Vosotros me ayudaréis a montar.

Debo confesar que lo hicieron de mala gana, pero lo hicieron. Entre todos ellos fuí izado sobre el lomo del animal, que no era ni fogoso ni resabiado. Lo único que hizo fué trotar acompasadamente en dirección a la aldea. Pero yo no supe acomodarme a su compás, comencé a vacilar, perdí al fin el equilibrio y di pronto con las narices en el suelo.

Una de las cosas menos gratas de la existencia es, sin duda, caer de narices contra una piedra desde un caballo de ocho cuartas. Yo que no las tenía de cemento armado las sentí deteriorar con un vivo dolor que me hizo prorrumpir en gritos. Mis amigos al escucharlos y al verme yacente y ensangrentado, se dispersaron como los discípulos de Jesús cuando su divino Maestro fué clavado a la cruz. Acudió a los pocos momentos en mi auxilio un criado llamado Linón que ya lo había sido de mi abuelo y que por casualidad acertó a pasar por allí. Me levantó del suelo, me llevó al río y me lavó el rostro. Mientras lo hacía no cesaba de instruirme con saludables advertencias.

—Ya ves lo que sucede por ser atrevido.—¿Quién te ha mandado subirte a un caballo si no sabes montar?—Si hubieras sido formal no te pasaría esto.—¡Qué ocurrencia ha sido la tuya de montar en un caballo tan alto y a pelo!, etc., etc.

Es posible que sea un consuelo el averiguar cuando uno se rompe las narices, que si hubiera hecho esto o dejado de hacer aquéllo habría evitado la ruptura, pero yo no experimenté ninguno en aquella ocasión. Al contrario, cuanto más persuasivo se mostraba Linón, más triste y miserable me sentía yo. Por fin me llevó en brazos hasta casa y no fué débil el susto de mis padres al verme en tal estado. Se me aplicaron compresas de árnica y mi buen padre estuvo toda la noche renovándolas incesantemente.

Creí del caso en tales momentos encomendarme o hacer promesa de visitar algún santuario. En vez de uno prometí visitar dos, el de la Virgen de Covadonga y el del Santo Cristo de Candás. Ignoro por qué fuí tan lejos en mi devoción teniendo cerca al milagroso San Nicolás de Campiellos. ¿Sería por deseos de viajar o bien porque se me hubiera comunicado el desprecio que sentía nuestro párroco hacia el santuario de Campiellos? De todos modos mi madre quedó complacidísima y prometió llevarme a Covadonga y a Candás tan pronto como nos halláramos en Avilés.

Al día siguiente vino el médico, se me pusieron los vendajes necesarios y en pocos días quedé curado. Sin embargo, más adelante se necesitó la intervención de un médico de Oviedo y toda mi vida me resentí de aquella caída.

Se hablaba ya bastante en casa de nuestra partida; se fijó por fin el día. Yo estaba tristísimo, aunque se había restringido mi libertad, después de la caída. Pero aún lo estaba más, a mi juicio, el sobrino del señor cura de la Pola y diré en pocas palabras por qué.

Había traído mi madre de Avilés una doncella de espléndida belleza llamada Alvarina. Pasaba por una de las más hermosas jóvenes de Avilés: no necesito añadir más, pues la belleza de las mujeres de esta villa es proverbial en España. Yo amaba a esta Alvarina con todo mi corazón, no tanto por su belleza como por su bondad. En los niños el amor es intelectual y más razonado que en los hombres. Sólo en los degenerados amanece temprano la sensualidad. Claro está que la belleza ejerce una influencia favorable sobre todos los seres, mas a pesar de su gran hermosura si esta mujer hubiera sido mala no la habría amado. Lejos de esto, yo la encontraba siempre dulce y afable procurándome recreos, guardándome golosinas, tapando mis faltas cuando las cometía. Hacía aún más y mejor, y era darme aliento para ser bueno y valeroso. Con un instinto pedagógico que hoy mismo me parece digno de toda admiración, hallaba fácilmente los medios más adecuados para conseguirlo. Cuando en casa había cualquier desavenencia y mi madre nos residenciaba y comenzaba el interrogatorio, Alvarina decía en voz alta:

—Que diga el niño cómo ha sucedido. El niño no miente.

Es increíble el efecto que me causaba esta apelación a mi veracidad. Me llenaba de orgullo, y en aquel momento hubiera declarado la verdad aunque me arrastrasen después a la horca.

Si se trataba de llevar la bujía después que me había acostado y dejarme a obscuras, Alvarina decía en tono resuelto:

—Podéis llevar la luz: el niño no tiene miedo.

Y yo que lo sentía, y bien horrible por cierto, me mordía los labios, metía la cabeza entre las sábanas pero no dejaba escapar la más leve protesta.

De tal manera esta hermosa joven contribuyó mejor a mi educación moral que cuantos libros he leído y sermones he escuchado después. Ella me hizo un hombre verídico y lo fuí bastante hasta que me dediqué a novelista. Dios se lo pague.

Pues de esta Alvarina tan bella, tan gentil, tan bondadosa, se enamoró perdidamente el sobrino del señor cura de la Pola, un apuesto mancebo que estudiaba el último año de sagrada teología. Aquel de mis lectores que no hubiera hecho lo mismo que le tire la primera piedra. Había venido a pasar una temporada a Laviana y había suspendido momentáneamente sus estudios no recuerdo por qué; quizá porque su tío se hallaba delicado de salud y viniese a cuidarlo. Nos visitaba con frecuencia y puede suponerse que desde que el hijo de Venus le disparó una de sus mortíferas flechas, nos visitaba con más frecuencia aún. El cuitado inventaba mil artificiosos pretextos para justificar estas visitas. Una vez venía a traer a mi padre cierta semilla de guisantes para la huerta, otra venía a preguntarle de parte de su tío cualquier menudencia referente a un arrendatario, o bien me traía una primorosa casita de cartón para los grillos o traía a mi madre una plantita de albahaca o geranio. Mi madre sonreía viéndole perderse en un laberinto de razonamientos especiosos y yo sonreía también viendo a mi madre sonreír. El pobre chico se ponía encarnado hasta las orejas, hasta que concluía por toser de un modo formidable y mi madre le decía que cuidase aquel catarro pues en los jóvenes es peligroso, y él se ponía más colorado aún, lo cual parecía en verdad imposible.

Mi enfermedad fué para él la salud. Venía a verme todos los días y raro era aquel en que no me regalase con cualquier chuchería. Me acompañaba largos ratos y durante estos ratos Alvarina entraba y salía tantas veces en mi habitación llevando y trayendo objetos que no parecía otra cosa sino que nos estábamos mudando de casa y fuera ella sola la encargada de efectuar la mudanza. Cuando al cabo sané tampoco quiso privarme de su amable compañía comprendiendo que en la convalecencia es cuando hay que ejercer una vigilancia más activa y estrecha a fin de evitar una recaída.

Llegó por fin la víspera del día aciago en que debíamos abandonar aquella mansión venturosa. Porque para mí Entralgo, a pesar del reciente fracaso de mi nariz, continuaba siendo el paraíso terrenal. Se dispuso que saliésemos al amanecer a fin de poder llegar a Avilés por la tarde. Dejaríamos los caballos en Sama, donde nos aguardaba un coche que nos trasladaría a nuestra villa haciendo parada en Oviedo para comer. Como debíamos levantarnos excesivamente temprano, mi madre creyó mejor que no nos acostásemos y pasásemos la noche en alegre reunión. No sólo los amigos de Entralgo sino algunos de la Pola vinieron a acompañarnos en aquella velada que fué divertida y ruidosa como ninguna. No me parece necesario añadir que entre los últimos figuraba el enamorado seminarista sobrino del cura de la Pola.

Se bailó, se jugó, se cantó, se improvisó, se disparató cuanto es imaginable. El seminarista y Alvarina, que hasta aquel día se habían mostrado reservados y evitaban con el mayor cuidado el manifestar públicamente su inclinación, se creyeron dispensados ya de todo disimulo y sentados en un rincón de la sala no se apartaban el uno del otro y charlaban animadamente con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Ambos parecían estar alegres o por lo menos querían demostrarlo. Sobre todo el seminarista ostentaba una jovialidad tan excesiva que yo mismo, a pesar de no haber cursado aún la asignatura de Psicología, adivinaba que era falsa.

Naturalmente las bromas de los tertulios iban dirigidas a menudo hacia ellos y naturalmente ellos se ruborizaban, pero no abandonaban por eso ni su posición feliz ni el hilo de su discurso interminable. No faltaba allí como en muchas tertulias, particularmente en las de aldea, un payaso que nos divertía con sus bufonadas, y este payaso no cesaba de vejar a la amartelada pareja, improvisando coplas a su salud.

Como de costumbre yo sentí al cabo que los párpados me pesaban, fuí al sofá y me dormí al lado de mi madre. Cuando desperté la tertulia continuaba tan bulliciosa como antes, pero mi madre no estaba allí; el seminarista y Alvarina también habían desaparecido. Entonces me levanté y buscando a mi madre me dirigí al gabinete contiguo cuya puerta se hallaba entreabierta. No había luz dentro y sólo la que entraba por la puerta lo esclarecía. Pude ver, sin embargo, a mi amigo el seminarista sentado en una silla con la cabeza entre las manos y sollozando perdidamente. En pie al lado suyo mi madre y Manola hacían esfuerzos por consolarle y animarle.

¡Pobre joven! Jamás se me ha borrado de la memoria esta escena. Años después supe que era un sacerdote ejemplar. No me sorprende porque Dios no abandona a aquellos que saben tomar a su propio corazón entre las manos y estrujarle.

VIII

AVILÉS

Cuando llegué a Madrid para estudiar mi carrera y vi en los escaparates de las tiendas de comestibles unos cartelitos que decían: Jamón de Avilés no pude menos de experimentar profunda sorpresa. A esta sorpresa siguió inmediatamente un sentimiento de vergüenza y de irritación. ¿Cómo? ¡La villa poética por excelencia, la villa de las mujeres hermosas y las canciones románticas, aquella blanca paloma del Cantábrico era conocida en el resto de España solamente por sus jamones!

Jamás pudiera imaginarlo ni lo imaginó ninguno de sus hijos. Viviendo en Avilés hasta entonces a nadie había oído gloriarse de esta grosera ventaja. Ni aun sabía que en Avilés existiesen cerdos. Mientras allí estuve no conocí más que uno, cierto administrador de correos que se comía las sardinas crudas y entregaba las cartas abiertas. Pero este administrador no había nacido en Avilés.

Si yo no he nacido tampoco en esta villa a ella me trajeron cuando contaba sólo algunos meses de edad. De modo que puedo y quiero considerarla como mi segunda patria.

Los avilesinos son nobles, alegres, probos y están dotados de viva imaginación, aman la música, son sentimentales y un poco románticos. Reina en este pueblo una amable jovialidad infantil que ensancha el corazón de cuantos viajeros lo visitan y aleja instantáneamente su mal humor. A muchos he oído decir que así que ponían los pies en Avilés se sentían cambiados, olvidaban sus penas y amaban otra vez la vida. Por todo lo cual sería muy justo que el Gobierno de la nación declarase a esta villa sanatorio oficial para los neurasténicos.

A mis oídos ha llegado el rumor de que los avilesinos actualmente toman en serio las mezquindades de la política. Me resisto a creerlo. Hace sesenta años en Avilés no existía la política ni nadie pensaba más que en servir a Dios y bailar habaneras. Si había elecciones, que yo lo dudo mucho, era cosa que se efectuaba allá en secreto en el Ayuntamiento entre unos cuantos señores que regresaban a la hora de comer a sus casas furiosos porque se les hubiera molestado para cosa tan baladí.

En cambio cuando se trataba de una romería todos éramos unos. Grandes y pequeños, hombres y mujeres, ancianos y niños marchábamos como un solo cuerpo. Si el santuario estaba lejos se iba por la mañana y las domésticas llevaban en grandes cestas la comida: si estaba cerca íbamos después de comer. Pero había uno, el más principal de todos, el de Nuestra Señora de la Luz que estaba cerca y sin embargo no faltaban sibaritas que al rayar el alba subían a la pintoresca colina provistos de bizcochos, compraban a las aldeanas pucheros de leche y después de proporcionarse este regalo jugaban con las vasijas hasta romperlas y volvían a casa para restituirse de nuevo a la romería por la tarde.

¿Qué se hacía en estas romerías? Pues bailar, bailar hasta caer exánime sobre el césped. En Avilés el no saber bailar constituye un crimen de lesa majestad. Todo el mundo habrá oído decir que de aquí han salido los primeros bailarines del mundo. Cuando por primera vez me llevaron mis padres a un baile del Liceo (tenía yo diez y seis años) mi madre me dijo gravemente:—«Anda ve a pedir este vals a Romana que es la que mejor lo baila en Avilés.»—Romana era una señorita de cuarenta años y bailaba de un modo increíble, como una sílfide veterana. Me arrebató en sus brazos y después de hacerme rodar como un trompo por espacio de un cuarto de hora me entregó casi privado de conocimiento a mis padres.

Se formaban corros de señoritas y corros de artesanas y en unos y otros se bailaba frenéticamente. No existía la lucha de clases; y la prueba es que muchos señoritos abandonaban el círculo de sus iguales y se introducían en el de las artesanas sin que los obreros se diesen por ofendidos. En los años que allí viví no he presenciado jamás una reyerta. ¡Cuán distintos de ellos los hijos belicosos del valle de Laviana donde vi la luz del día! Aquí no se celebraba romería sin que a la hora de ponerse el sol no viniesen fieramente a las manos las huestes acaudilladas respectivamente por Nolo de la Braña y Toribión de Lorio[3].

Al ponerse el sol regresaban los romeros a la villa entonando a dúo unas canciones románticas que aún me enternecen cuando las recuerdo.

Era la Bayamesa.

No recuerdas gentil Bayamesa
Que tú fuiste mi sol refulgente...

Era la Sútil nube

Sútil nube de luz ondulante.

Era el delicioso pasacalle que todo el mundo conoce.

Calle la del Rivero
Calle del Cristo.

Y algunos señoritos, sin duda para cantar con más afinación, traían colgada del brazo una linda menestrala más gentil y más ondulante que la bayamesa y la nube de sus canciones. Cantaban estas muchachas como los ángeles que rodean el trono del Altísimo y cuando las oía al pasar por el soportal debajo de mi casa me creía transportado al cielo. Mi padre pretendía que aliñaban el canto con adornos de mal gusto; pero no hay que hacer caso de mi padre en este punto porque había nacido en Oviedo y ya se sabe que todos los pueblos de la provincia, incluso la capital, nos tenían una envidia rabiosa.

La mayoría de las calles de Avilés está provista de arcos o pórticos que preservan de la lluvia y del sol al transeunte. Las dos más largas, la del Rivero, donde yo vivía, y la de Galiana, tienen al final cada una un santuario donde se venera un milagroso Cristo, como si la hermosa villa quisiera poner su alegría y su inocencia bajo la guarda de Aquel que dijo: «O niños o como niños».

Yo estaba persuadido en mi niñez de que estos pórticos se habían construído exclusivamente con el objeto de que nosotros los chicos pudiéramos divertirnos lo mismo que hiciera bueno que mal tiempo. Asimismo pensaba que la Providencia había colocado una espaciosa plaza delante de la iglesia de San Francisco llamada la Campa, para que nosotros pudiéramos jugar a la pelota, a la peonza y a Justicias y Ladrones, y delante del arruinado convento de la Merced, otro gran espacio llamado Campo Caín, donde había siempre grandes montones de lodo destinados sin duda alguna al juego del llancón (la estaca).

Pero cuando la Providencia se mostró verdaderamente perspicaz fué cuando sugirió al ministro de Fomento la idea de canalizar la ría y de enviar como director de las obras a un hermano de mi padre. Di gracias a Dios de todo corazón porque comprendí inmediatamente que todos aquellos trabajos y los millones gastados en ellos no tenían otro fin que el de poner a mi disposición un bote, el bote de la Empresa, para convidar a mis amigos y surcar con ellos en todas direcciones a marea baja y a marea alta la famosa ría. Tanto la surqué que en poco tiempo llegué a saberme de memoria las vueltas y revueltas del canal. A marea alta podría señalar, sin equivocarme en medio metro, el sitio por donde corría.

Avilés se compone de dos barrios, uno el de la villa propiamente dicha y otro el de Sabugo, donde habitan los marineros, pescadores y menestrales de menor cuantía. Los separaba en mi tiempo un brazo de la ría, sobre el cual había un puente de piedra. Hoy se ha cegado este brazo y sobre él han edificado una plaza y construído un parque. Para nosotros, los niños de la villa, Sabugo significaba el país enemigo. Allí estaban los bárbaros acechándonos noche y día para caer sobre nosotros al menor descuido y entregarse al pillaje. De allí salían aquellos bandidos que cuando nos apartábamos un poco del recinto de la villa para echar al aire nuestras sierpes (cometas) acudían feroces como si la tierra o por mejor decir el infierno los vomitasen y nos cortaban los hilos y se apoderaban de nuestras sierpes y además nos hartaban de bofetadas. ¿Dónde estaba la Reina? ¿Dónde estaba la Guardia civil? ¿Dónde estaba la policía para poner a buen recaudo a estos salteadores? Por ninguna parte asomaba la mano del poder coercitivo mostrando que vivíamos en una sociedad organizada. La vida de los niños repite sin cesar al través de los siglos el tipo anárquico de los tiempos primitivos.

Existía en Avilés una academia de música, un teatro, una sociedad de baile. De todo esto era el alma un tío mío oficial de artillería retirado y valetudinario. A pesar de sus crueles achaques este perfecto caballero esparcía la alegría y mantenía vivo en su pueblo natal el cultivo del arte. Cuando se erigió el pequeño teatro de la calle de la Cámara sus conciudadanos agradecidos le dejaron construir en apartado rincón un palco con celosía desde donde el buen viejo podía asistir a las representaciones sin ser visto.

La sociedad de baile llamada el Liceo estaba situada en el antiguo convento de San Francisco. Porque los arruinados conventos de la Merced y de San Francisco servían para todo, para escuelas, para cátedras, para cuartel, para oficinas, para aduanas... y hasta para salones de baile. El del Liceo era magnífico, de elevada techumbre y lindamente decorado. Los bailes se celebraban allí con toda pompa y majestad y eran el orgullo de la villa y la envidia de los extraños. Las damas y los caballeros que a ellos asistían o estaban unidos por los lazos del parentesco o eran amigos íntimos desde la infancia. En una población de ocho mil habitantes nada tiene de asombroso. Pues a pesar de eso todo se efectuaba allí con una gravedad y una corrección dignas de cualquier recepción diplomática. Las damas iban descotadas luciendo sus brazos y espaldas alabastrinas, los caballeros de frac y corbata blanca. El presidente nombraba la comisión de jóvenes introductores. La orquesta tocaba oculta desde una tribuna; los criados entraban a cierta hora con grandes bandejas de plata atestadas de confites. Se hablaba en voz baja, y los amigos con sus amigos y hasta los hermanos con sus hermanas adoptaban una actitud fría y cortesana. Todo era allí ceremonioso, imponente, dramático. Nadie dudaba de que al bailar un rigodón o una mazurca estaba cumpliendo con el sagrado deber de ilustrar a su patria.

Ya puede imaginarse el efecto que causaría la desenvoltura de un joven lánguido y displicente hijo de un banquero de Oviedo que en el baile más solemne de Avilés, nada menos que en el baile de San Agustín, penetró en el salón del Liceo con botas de color, americana de alpaca y una sombrilla en la mano. El presidente le envió un recado por medio del conserje para que desalojase inmediatamente. Así lo hizo, pero la herida estaba ya inferida. A la mañana siguiente la noticia corrió como un reguero de pólvora por todos los ámbitos de la población levantando una tempestad de protestas. La villa entera vibró de indignación y de cólera. Los jóvenes y los viejos, lo mismo los caballeros que los menestrales gimieron al unísono por aquella puñalada que a nuestra amada villa le habían dado por la espalda. En los cafés, en las tiendas, en medio de la calle se hacían comentarios acalorados. Debajo de los arcos del Ayuntamiento se formaron corrillos amenazadores. En el centro de uno de ellos un viejo capitán de barco mercante vociferaba aconsejando que se fuese al hotel donde el mequetrefe de Oviedo se alojaba y se le arrojase por el balcón. El mequetrefe, escuchando la voz de la prudencia, tomó a bien meterse en la diligencia de Oviedo sustrayéndose de este modo a un probable lynchamiento.

Los avilesinos son apasionados del arte lírico y dramático. Cada una de las compañías de verso, de zarzuela o de ópera que durante la temporada de verano venían a dar entre nosotros algunas representaciones, lograban conmover hasta los cimientos la villa y exaltar todos los ánimos. No sólo se aplaudía a los cómicos y cantantes en el teatro; se les festejaba fuera, se organizaban en su obsequio jiras campestres y excursiones marítimas y se aspiraba ambiciosamente a tratarles con intimidad. Nuestros jóvenes se creían felices el día que tuteaban al barítono o les llamaba por su nombre de pila la dama joven. El pueblo improvisaba coplas alusivas a ellos y se cantaban por la calle. Recuerdo que llegaron en cierta ocasión un tenor llamado Palermi y una tiple llamada la Dalti que lograron cautivar como nunca a la población. Habiendo enfermado ésta se oía cantar a los chicos y a las artesanas por las calles de Avilés:

¿Qué tienes Palermi
que tan triste estás?
Me falta la Dalti
no puedo cantar.

Cuando la compañía contaba con dos tiples o dos tenores inmediatamente se tomaba parte por uno de ellos; la población se dividía en dos bandos: lo mismo en las tertulias particulares que en los cafés se discutía apasionadamente, se aquilataban sus méritos y se escudriñaban sus defectos. En cierta compañía llegaron dos tiples, una alta y gruesa a quien el pueblo llamó en seguida la tiplona, y otra bajita y menuda a quien se conoció por el sobrenombre de la tiplina. Una y otra tuvieron inmediatamente sus partidarios tan exaltados los unos como los otros. Los dos bandos riñeron una tarde en el paseo del Bombé y vinieron a las manos y un señorito partidario de la tiplona salió de la reyerta con las narices ensangrentadas.

Pero estas alegrías terminaban así que las Pléyades asomaban la punta de su carrito por el horizonte y el cierzo comenzaba a soplar frío y húmedo. Durante el invierno no había teatro. Algún prestidigitador extraviado, algunos exhibidores de vacas sabias o de focas amaestradas, niñas gordas, enanos y otros monstruos. Nada, en suma, que pudiera satisfacer los anhelos espirituales de aquel pueblo artista por excelencia.

No obstante, estos anhelos se abrían paso y se mostraban poderosos al través de las brumas, de la soledad y monotonía del invierno. Entregada a sus propios recursos la villa de Avilés mostraba su vitalidad y su amor a la carátula. Formábase una compañía de aficionados que actuaba con bastante frecuencia en el teatro. Entre estos aficionados había algunos que en mi opinión pudieran competir con los buenos actores que después he visto en Madrid. Había también un fecundísimo poeta llamado don Pedro Carreño que abastecía a la compañía de dramas, tragedias, comedias y entremeses. Este notable poeta no sólo escribía las obras dramáticas sino que, como Shakespeare, las dirigía y las representaba personalmente, si bien, como el gran poeta inglés, se reservaba sólo los papeles secundarios. Del inmenso catálogo de sus obras, sólo muy pocas fueron impresas en vida lo mismo que acaeció con las del autor de Hamlet, y para que la semejanza sea más completa añadiré que adoptaba también para ellas títulos caprichosos y fantásticos. Uno de sus dramas más aplaudidos se titulaba, si no recuerdo mal, Más vale que sierren tablas, de sabor verdaderamente shakespeariano.

Pero donde se hizo ostensible de manera más evidente el poder de nuestra raza y lo maravillosamente dotada que está para el cultivo de las Artes, fué cuando unos cuantos aficionados, luchando con dificultades increíbles, se resolvieron a poner en escena y cantar una ópera. No creo que ningún otro pueblo de España lo haya intentado siquiera. La ópera elegida fué la Lucía di Lammermoor del maestro Donizeti. Un ebanista de la calle de la Herrería llamado Mariño, que poseía una agradable voz de tenor, desempeñó el papel de Edgardo y un barbero de los arcos de la plaza el de barítono. Lo más escogido de la sociedad avilesina figuraba en los coros de ambos sexos.

¿Será arrogancia, por mi parte, el decir que una villa capaz de llevar a feliz término tales empresas merece ser conocida en el mundo de otro modo que por sus jamones?

IX

PRIMERAS IMPRESIONES

Mis primeras impresiones no son de Entralgo, aunque haya nacido allí como he dicho. La primera vez que me di cuenta de la existencia o me reconocí como un ser viviente fué en Avilés, debajo de una mesa. Estaba allí oculto, silencioso y trabajando. ¿En qué trabajaba? En abrir un agujero a un gran pan de cuatro libras que había logrado hacer descender desde la mesa hasta mis manos. No comprendo cómo pude llevar a feliz término esta grave operación tan superior a mis fuerzas, porque yo no contaría entonces más de dos años de edad. Para realizarla no disponía de maromas, cabestrantes y poleas, sino de mis propios brazos solamente, que a más de no tener nada de atléticos se hallaban algo trabados por una blusa verde demasiadamente almidonada. Tengo una idea de que el pan estaba al borde de la mesa y que le fuí haciendo resbalar poco a poco hasta que por su propio peso cayó sobre mí y como yo no podía sostenerle me dejé caer a mi vez en el suelo abrazado a él.

Ni mi madre, que bordaba en un rincón del comedor, ni una señora parienta suya que la acompañaba, ni la costurera, empeñadas todas tres en animada plática, se dieron cuenta del arriesgado trabajo preparatorio que yo acababa de realizar.

Una vez que me vi dueño del pan me arrastré cautelosamente hasta colocarme debajo de la mesa y allí principié mi tarea perforadora con la paciencia de un chino y la terquedad de un astur. Lo más difícil, lo que parecía casi imposible de realizar era la ruptura de la corteza. Yo la acometí, sin embargo, con buen ánimo. Humedeciendo el dedo con saliva y después de largo y penoso trabajo logré al fin romperla. Lo demás era relativamente fácil. El túnel se fué abriendo poco a poco y los escombros pasaban rápidamente a mi estómago.

Al cabo vi que mi madre preguntaba por mí. Se me buscó con la vista y cuando advirtieron que me hallaba debajo de la mesa y tenía un pan entre mis piernas quedaron altamente sorprendidas. Sin embargo, a la costurera no le pareció aquella situación decorosa para el hijo primogénito de una respetable familia y vino a sacarme de ella tomando el pan y colocándolo sobre la mesa. ¡Cómo podía figurarse que aquel pan no guardaba ya su integridad! Mis tiernas manos no podían, en efecto, atentar a ella de un modo violento pero ignoraban lo que puede el ingenio apretado por la necesidad.

Un escozor le acometió a mi madre y era que el pan podía haberse manchado en el suelo. Por su orden la costurera vino a comprobarlo. Al hacerlo dejó escapar un grito de sorpresa y después una alegre carcajada.

—¡Señora, mire por su vida lo que el niño ha hecho! ¡Qué cosa más graciosa!

El agujero debía de ser efectivamente muy gracioso porque mi madre y mi tía se retorcían de risa contemplándolo. Y según oía decir, entre las carcajadas que fluían de su boca, estaba admirablemente hecho; era una verdadera obra de arte.

Tal es mi primera impresión consciente en esta vida terrestre a la cual Dios plugo enviarme, y el dato intuitivo de más importancia que de ella adquirí por entonces. La perforación de un túnel fué mi primer trabajo serio en este mundo. Parecía por ello que yo estaba destinado a ser ingeniero. Sin embargo, no fué así como el lector verá si se digna seguir leyendo estas memorias.

Después recuerdo perfectamente que no me pesaba poco ni mucho de haber adquirido conciencia o haber nacido en este mundo, el cual no me parecía un valle de lágrimas sino vergel delicioso. Todo era exquisito y bello; la sala con su sillería enfundada, el gabinete, el tocador de mi madre, el cestito de su labor, las librerías de mi padre, su butaca... ¡oh! su butaca forrada de gutapercha verde, donde me refugiaba entre sus piernas cuando le veía sentado y le hacía preguntas sobre preguntas, informándome acerca de todos los secretos de la creación que yo desconocía en absoluto. «Los carneros, ¿por qué tienen el pelo tan largo, papá? Los caballos, ¿por qué no lo tienen? ¿La lluvia cae del cielo? Entonces, el cielo estará mojado siempre ¿verdad? La huerta de mi primo ¿por qué es mayor que la nuestra? ¿Por qué tienes barba y yo no la tengo ni mamá tampoco? ¡Ah! la tengo dentro y me saldrá; entonces también a mamá le saldrá. ¿Por qué no le saldrá a mamá y a mí sí?...»

Mi padre respondía a mis preguntas con la mayor bondad, dulce y satisfactoriamente. Es decir, satisfactoriamente no siempre. Alguna vez advertía en sus respuestas cierta falta de lógica y que se deslizaba más de un sofisma en su discurso. Pero no se lo hacía ver, disimulaba y me daba por convencido porque adoraba a mi padre y por nada del mundo quería verle humillado.

Todos eran buenos y amables para mí. Cuando salía a la calle, cuantas personas encontrábamos me acariciaban y pasaba de unos brazos a otros encontrando en todos protección y cariño. En las casas de amigos y parientes adonde me llevaban, me acogían con gritos de alegría, me agasajaban y regalaban, nunca querían dejarme marchar. La que más me placía era la de mi madrina, una hermana de mi abuela que tenía cuatro hijos jóvenes, tres varones y una hembra, todos ellos entre diez y seis y veinticinco años. Era una hermosa casa, un gran patio central rodeado de galería de cristales y lleno para mí de sorpresas agradables, un magnífico reloj de música, una terraza con columpio, una pajarera, dulce de membrillo. Luego uno de mis tíos tocaba admirablemente la flauta, otro el piano, mi tía Modestina cantaba. ¡Oh Dios mío cuánto me mimaban aquellos buenos tíos! Lo recuerdo todo como un sueño feliz. El mundo se me ofrecía bajo un aspecto mágico, era un fanal maravilloso destinado a guardar seres amables y dichosos. Gustaba por primera vez el encanto de vivir; como una irisada mariposa nadaba en un mar de perfumes bebiendo la luz, saturándome de amor y de alegría...

Todo pasó, todo se hundió en los abismos del tiempo. Sin embargo, Dios misericordioso me ha dejado el consuelo de poder evocar cuando quiero aquel mundo mágico. No tengo más que canturrear un vals, que cantaba en aquella época mi tía Modestina y cuya letra empezaba:

Hubo un tiempo vida mía
en que tu boca de rosa
una sonrisa amorosa
dibujaba para mí.

para que repentinamente corra un estremecimiento de dicha por mi alma y surja ante mis ojos con todo su embeleso la mañana de mi vida, y vuelva a escuchar la voz y ver el rostro de aquellos seres amados que ya no existen. Lo hago pocas veces, no obstante, porque sé que las impresiones se gastan como el dinero y quiero ser avaro. La idea de que pudiera disiparse mi tesoro me horroriza.

Muchas, muchísimas veces me he preguntado después en el curso de mi vida, ¿cuál será el mundo verdaderamente real, aquel que yo veía en mi infancia o este otro que ahora contemplo al través del velo tejido de perfidias, traiciones, bajezas y ruindades que los años colocaron delante de mis ojos? Ya sé que para la gran mayoría de los hombres el caso no es dudoso. Sin embargo, para mí lo es y para un cierto sujeto de algún talento que vivió hace muchos años, a quien llamaban Platón, también lo sería. Hay momentos en que me acometen ideas verdaderamente extravagantes y absurdas. En uno de esos momentos he llegado a pensar que en el concierto universal de los mundos siderales el vals de mi tía Modestina significa más que una sesión de Cortes. Guárdame, lector, el secreto de esta locura y de otras muchas que verás en las presentes memorias. Eres para mí un amigo íntimo, un confidente discreto en cuyo oído deposito todo lo que rebosa de mi corazón.

Un poco más adelante se alza ya en mi memoria cierta triste impresión, que es cronológicamente la primera de las muchas parecidas con que la vida me brindó más adelante. Habiendo quedado abierta, por descuido, la puerta de la calle, un mendigo anciano se deslizó dentro de casa; subió la escalera y se apoderó de un objeto, que me parece era una gorra de mi padre. Le sorprendieron en el momento de marcharse y hubo gran confusión y alarma. Veo, como si lo tuviera delante de los ojos, a aquel anciano andrajoso de barba blanca, en medio de la escalera, con sus brazos abiertos disculpándose, pidiendo perdón. Y unos peldaños más arriba veo a mi madre, a la costurera y las criadas increpándole furiosamente. Recuerdo que sentí una impresión dolorosa, una compasión infinita por aquel pobre viejo tan miserable, tan humillado. Mi pequeño corazón se revelaba contra los insultos que le dirigían y se me representaba su injusticia. Percibía claramente que nosotros vivíamos bien y teníamos aún más de lo que nos hacía falta, mientras aquel anciano desvalido carecía de lo indispensable para sustentarse. La piqueta socialista comenzó a abrir brecha en mi cerebro infantil.

Pocos días después o pocos meses, que esto no puedo precisarlo, era yo feliz con un juguete que mi tío me había traído de Madrid, un moro de goma pintado de vívidos colores. Estaba orgulloso con él y lo mostraba a todos los conocidos y desconocidos. Entre estos últimos acertó a pasar por delante de mi portal un chicuelo de seis u ocho años, el cual se manifestó inmediatamente como un admirador incondicional de mi árabe. Nada podía halagarme más en aquel momento. Así que para demostrarle mi complacencia y lo mucho que estimaba sus honrados sentimientos, me avine, como él lo deseaba, a entregárselo para que pudiera examinarlo con todo detenimiento. Ponérselo en las manos y emprender una carrera vertiginosa fué todo uno. De tal manera, que unos segundos después perdí de vista al moro y a su compañero y no volví a verlos en mi vida.