La novela de un novelista

Las lágrimas que derramé y la cólera encendida que se apoderó de mí, nadie puede figurárselos. En aquel momento deseaba ardientemente que todo el peso de la ley cayese sobre el ladrón, que la Guardia Civil se apoderase de él, que le metiese en un calabozo y le azotase. Las ideas conservadoras se enseñorearon completamente de mi alma.

Y he aquí cómo a los tres años de edad era ya lo que fuí después toda mi vida, un conservador forrado de socialista o un socialista forrado de conservador, como mejor se quiera.

Hay otra impresión que guardo también muy viva de esta época. Me veo sentado a la mesa en una silla de brazos estrecha y alta. Sirven una fuente de truchas, me ponen una y yo me empeño en comerla con los dedos como había visto hacer a Mateo el nieto de la Colasa, una mujer que venía a casa a fregar los suelos. Mi madre se opone resueltamente y me da un ligero golpe en las manos. Esto me irrita y enciende más mi deseo. Vuelvo a tomar un pedacito de trucha con los dedos y mi madre me aplica otro golpe más fuerte. Grito, me obstino, y a viva fuerza quiero hacer mi voluntad. Entonces mi madre encolerizada se levanta, me da unas cuantas bofetadas, me arranca de la silla, y me lleva a un cuarto obscuro y me deja allí encerrado. Lloré y chillé tumbado en el suelo hasta quedar rendido. Al cabo observé que el ruido de platos cesaba, que la comida había terminado y mi madre se retiraba a su gabinete.

Poco tiempo después se abre la puerta de mi prisión, entra mi padre, me levanta, me besa y tomándome en brazos sube conmigo hasta su despacho, me deja allí y baja de nuevo subiendo en seguida con la fuente de las truchas.

Me sienta en su sillón, me pone un plato delante y dice con resolución:

—¡Ahora come como quieras!

Y se cruza de brazos para verme comer con los dedos.

Ya sé que esto es muy poco pedagógico y que mi madre tenía razón sobrada para castigarme. Sin embargo, no puedo recordar esta escena sin sentirme enternecido.

X

COMETO UN ASESINATO

Todo hombre ha merecido alguna vez la horca en el curso de su vida, dice Montaigne. Yo la merecí en edad bien temprana, pues no contaba más de cuatro años de edad. Oíd cómo sucedió:

En aquel tiempo existía en Avilés un monstruo llamado don Gregorio Zaldua. Este monstruo no comía los niños crudos como suelen hacer los otros monstruos; pero impedía que los niños comiesen nada ni crudo ni asado, y el resultado era igualmente funesto.

—El niño tiene la lengua sucia—decía mi madre en voz alta—. Hay que avisar a don Gregorio.

Y el niño, que era yo, se echaba a temblar como el cordero a la vista del lobo.

Llegaba el lobo, me miraba la lengua, me palpaba el vientre, me examinaba los párpados, y después de estas y otras odiosas maniobras, pronunciaba con la mayor indiferencia la horrible sentencia:

—Denle ustedes una onza de aceite de ricino en dos veces... Y dieta... ¡sobre todo mucha dieta!

¡Oh Dios del Sinaí! ¡el aceite de ricino! Escuchando este nombre se me erizan aún los pocos cabellos blancos que me quedan en la cabeza.

—Es, que se resiste a tomarlo—decía mi madre tímidamente.

—Pues es muy sencillo hacérselo tragar. No tiene usted más que apretar la nariz con el dedo índice y el pulgar, y cuando abra la boca echárselo allá.

¡Bárbaro! Otras veces la sentencia era más suave.

—Póngale usted sobre el vientre una cataplasma de harina de linaza... y dieta... ¡sobre todo mucha dieta! Cuidado con que el niño coma absolutamente nada. En usted tengo confianza, pero hay que vigilar a Silverio porque es un padrazo incapaz de resistir el llanto del niño.

Verdad; mucha verdad. Mi padre por no verme sufrir, sería capaz de darme una rosquilla bañada de la confitería de Nepomuceno.

¡Oh las rosquillas bañadas de Nepomuceno! ¡Y las tabletas! ¡Y las crucetas! Jamás se ha visto ni se verá en el arte de la confitería una obra más perfecta, y apelo al testimonio de aquellos de mis contemporáneos que hayan tenido la felicidad de gustarlas.

Cuando alguna que otra vez tropiezo en los senderos de la vida con uno de estos dichosos mortales que han sufrido indigestiones por haber ingerido en su infancia demasiadas tabletas no puedo menos de abrazarle enternecido.

¡Pero buenos estaban los tiempos para rosquillas bañadas! Mi madre era vigilante y enérgica, y no diré una tableta, pero ni un pedazo de pan de la cocina me permitiría llevar a la boca. Mi padre no osaba interponerse; las criadas la secundaban, y yo quedaba a merced de aquel monstruo de don Gregorio, sumido en la más horrible miseria.

Imposible encontrarse en mayor aflicción y necesidad. Por mi pequeño corazón pasaba toda la tristeza y desolación que caben en el mundo, y no hay que dudar que caben bastantes. Y lloraba las lágrimas más amargas que el hombre puede derramar en este valle; y si no maldecía de la vida era que aun no había leído a Schopenhauer.

Recuerdo que una noche me pusieron en el vientre la consabida cataplasma de harina de linaza. Después de ponérmela apagaron la bujía, encendieron una lamparilla y se marcharon dejándome solo. Yo gritaba pidiendo pan, un mendrugo de pan siquiera: pero nadie escuchaba mis gritos. La naturaleza, los hombres, el mismo Dios parecían haberse vuelto sordos. Al cabo de un rato llegó Pepa la cocinera y me dijo que si no me callaba seguramente vendría el Trasgo a cogerme por las piernas. Yo no había tenido la desgracia hasta entonces de trabar conocimiento con el Trasgo y como no lo deseaba me callé.

Pero el hambre me punzaba, ¡qué diré punzaba! me roía las entrañas. Entonces tuve una inspiración, uno de esos pensamientos felices que sólo acuden a la mente humana una vez en la vida.

Llevé mis manos a la cataplasma, la saqué de su envoltura de lienzo y me la comí.

Tengo entendido que hubo en los tiempos antiguos un joven príncipe romano a quien hicieron morir de hambre, el cual se comió antes parte de las ropas de la cama. Inútil manifestar que yo no tuve en cuenta para nada este precedente, que no hubo espíritu de imitación ni de plagio. Con la mano sobre el corazón declaro que al comerme la cataplasma creí realizar una obra completamente original.

Pero este pensamiento feliz produjo consternación en mi familia. Siempre sucede lo mismo. Cuando surge un pensador original el mundo se agita presa de viva inquietud.

El resultado fué que, como todos los innovadores, pagué mi inspiración con el martirio. Me aplicaron otra dosis de aceite de ricino.

Mi pobre padre estaba desolado viendo al hijo de sus entrañas recorrer, sin culpa alguna, el doloroso calvario de purgas y cataplasmas. El desdichado me acariciaba, enjugaba mi sudor de agonía y me decía al oído las cosas más halagüeñas. Hizo aún más; se fué al bazar de los arcos de la plaza y me compró una preciosa escopeta.

Quedé enajenado, loco de alegría. En aquel momento desaparecieron todas mis penas; me olvidé del hambre, me olvidé de las cataplasmas y hasta del sabor del aceite de ricino.

La escopeta se cargaba con unos fulminantes que hacían bastante ruido. Mi madre dijo malhumorada:

—¡Qué ocurrencia la tuya de poner en manos del niño estas cosas!

Mi padre replicó sonriendo:

—El niño es muy juicioso y yo tengo la seguridad de que no ha de matar a nadie.

Yo afirmé vivamente con la cabeza. ¡Oh gran hipócrita! ¡Oh pérfido y tenebroso embustero! En el momento que tomé el arma concebí el crimen; y no lo concebí vagamente sino con todos sus repugnantes detalles. Pero hice el inocente, sonreí de un modo angelical y todos confiaron en mí.

No hubo jamás en el mundo confianza peor depositada. Cuando llegó la noche y mis padres, después de besarme, se retiraron y sentí roncar a la Felisa que dormía en otra cama cerca de la mía, entonces me alcé cautelosamente y a la luz de la lamparilla cargué mi arma con el mayor cuidado. La puse al alcance de la mano y me dormí tranquilamente como el más fiero y empedernido criminal.

Me despertó la voz de mi madre en el gabinete contiguo, hablando con don Gregorio. Despierto sobresaltado y apenas despierto, veo asomar por la puerta la faz aborrecida del monstruo. No tuve tiempo más que para echar mano a la escopeta, ponerme en pie sobre la cama, echarme aquélla a la cara y disparar sobre el infame.

Carcajada general. Mi padre, mi madre, la Felisa, don Gregorio reían dando muestras de la más viva alegría; sobre todo éste parecía querer desternillarse.

XI

DE CÓMO FUÍ EXCOMULGADO

Ignoro si la excomunión en que incurrí era mayor o menor, de las llamadas ferendae, sententiae o de latae sententiae; pero es innegable que había incurrido en una de ellas.

Contaba yo a la sazón siete años y acaeció poco después de mi primera hegira a Entralgo.

En el convento de San Bernardo de Avilés vegetaba, renqueaba, salmodiaba el oficio y se atascaba de rapé la nariz desde hacía setenta años una hermana de mi bisabuela llamada doña Florentina. Había entrado en él a los doce años: por consiguiente tenía ochenta y dos. En la familia no se la llamaba madre Florentina ni hermana Florentina, aunque fuese monja profesa. Mi misma madre cuando hablaba de ella decía siempre: «mi tía doña Florentina».

Aquel convento de San Bernardo ejercía sobre mí un atractivo inexplicable al que se mezclaba un poquito de miedo. Cuando mi madre me llevaba a misa, en vez de atender al oficio divino pasaba el tiempo en extática contemplación del coro de las monjas que al través de la verja de hierro se veía envuelto en tenue y fantástica claridad. Era una claridad adorable, misteriosa. Las blancas figuras de las religiosas y sus voces plañideras, y sus rezos incomprensibles hacían palpitar mi corazón con vagos anhelos de felicidad celestial. Mi cabeza infantil se poblaba de sueños hasta que mi madre me daba sobre ella un coscorrón invitándome a volverla hacia el altar mayor.

Además el convento ofrecía para mí un atractivo infinitamente mayor y que nada tenía de fantástico. De allí salían unas rosquillas embutidas de crema y bañadas de azúcar que parecían fabricadas por los ángeles y un cierto confite llamado flor de azahar más divino todavía. Se componía de unas escamitas blancas y tan dulces que se pasaban sin sentir. No he vuelto a comerlo en mi vida ni he logrado siquiera verlo, a pesar de las largas y serias investigaciones que para ello llevé a cabo.

No sé si sería a causa de las rosquillas o por otro motivo espiritual, pero es lo cierto que mi madre respetaba mucho a su tía doña Florentina. Mi padre, no tanto. Decía que era una inocente, que su desarrollo intelectual se había detenido en el momento de entrar en el convento y que seguía siendo una niña de doce años. Contaba riendo que habiéndole preguntado un día:

—Pero tía, ¿cómo es posible que haya usted repetido durante setenta años todas esas oraciones en latín sin entenderlas?

—Hijo mío—le contestó la pobre vieja alzando compungida los ojos al cielo—esas son palabras demasiado sublimes y misteriosas para nosotras.

Por supuesto mi padre se guardaba de pronunciar estos juicios delante de los niños y yo respetaba a mi tía doña Florentina casi tanto como al arcángel San Rafael.

Mi madre me enviaba algunas veces al convento con Pepa para traer o llevar algún recado a su tía. Esta Pepa, nuestra criada, era una mujer estúpida y embustera, estúpida y embustera aun para criada, que me contaba cómo había visto al diablo varias veces allá en su aldea, el cual le había tomado ojeriza sin saber por qué. Cuando por la noche dejaba la cocina, bien limpia y bien arregladita, a la mañana siguiente la encontraba toda sucia y revuelta, los pucheros fuera de su sitio, la pila del agua llena de inmundicias, la ceniza esparcida por el suelo. Una noche le había acechado y le vió entrar por el tubo de la chimenea. Entonces ella hizo la señal de la cruz y el diablo lanzó un rugido y se escapó de nuevo por la chimenea, pero ella pudo agarrarle la punta del rabo y le hubiera retenido a no ser porque el maldito se volvió rápidamente y le dió un terrible mordisco en la mano.

A mí con esas cosas se me erizaban los cabellos.

Mi tía doña Florentina nos hablaba casi siempre por detrás del torno y estos coloquios excitaban mi imaginación aunque lo que nos decíamos nada tenía de misterioso. Me preguntaba por la salud de mi madre, siempre vacilante, si había salido bueno el dulce de ciruela que nos había enviado, si sabía ya el catecismo y si llevaba siempre en el pecho la medalla que me había regalado. Por el torno me pasaba también algunos paquetitos de aquel dulce de azahar de feliz recordación.

Pero alguna que otra vez mi tía doña Florentina abría la gran puerta del zaguán y se mostraba de cuerpo entero. Al través de esta puerta se veía el claustro con su vetusta arquería de piedra y en el centro algunos árboles cuyo follaje apenas dejaba entrar la luz en él. Nada me ha parecido jamás en la vida más poético, más fantástico y misterioso que aquel claustro del convento de San Bernardo. Se hallaba más bajo que el portal, de suerte que para pasar a él era necesario descender un escalón. Mi tía de la parte de adentro parecía mucho más pequeña que Pepa y su cabeza casi estaba al nivel de la mía. En esta forma nos recibía y nos hablaba. Es decir, se hablaban ella y Pepa, porque yo permanecía silencioso y sobrecogido contemplando aquel claustro sombrío y encantado, el cual me atraía, me fascinaba como la ninfa Loreley debajo del agua fascina a los que contemplan el fondo del mar desde la orilla.

Mi tía era gárrula; mi criada Pepa lo era aún más. Charlando, charlando, dejaban transcurrir el tiempo y llegaban casi a olvidarse de que yo estaba allí.

Acaeció que un día cedí a la fascinación que sobre mí ejercía aquel claustro y aunque era un pecado horrible, sin darme cuenta de lo que hacía bajé el escalón y me introduje en él. Mi tía y Pepa se hallaban tan embebidas en su charla que no se dieron cuenta de mi ausencia.

Yo dejaba deslizar mis pasos sacrílegos sobre las losas húmedas y parecía querer beber con los ojos el encanto misterioso de aquel paraje. La luz del sol, que se filtraba con trabajo por el follaje de las acacias y los plátanos, formaba arabescos en el pavimento. Una fuente de piedra, deteriorada, cubierta de musgo hacía correr un hilito de agua con rumor melancólico. Un pájaro cantaba entre las hojas y me parecía distinto de los pájaros que hasta entonces había oído. Era un pájaro ascético, litúrgico y enclaustrado también como las monjas.

Mas he aquí que mi tía Florentina me echa al fin de menos, vuelve la vista a todos lados y me divisa allá a lo lejos. Lanza un grito, eleva sus manos al cielo y exclama con desesperación:

—¡Ay, hijo de mi alma, que estás excomulgado!

Yo debí contestarle entonces:

—Señora y tía mía, está usted en un error. A la excomunión deben preceder las moniciones canónicas exigidas por las palabras mismas de Jesucristo en el Evangelio y por la doctrina de la Iglesia. El Concilio de Lyon mandó que fuesen tres o una sola, según los casos: nisi factis necessitas aliter ea suaserit moderanda. El Concilio de Trento determinó que hubieran de preceder por lo menos dos amonestaciones.

Nada de esto dije porque no lo sabía. Lo único que hice fué no hacer nada. Quedé paralizado, yerto y debí ponerme más blanco que un papel. Sentí también que algo como si fuese una entraña se me desprendía allá dentro.

La tía Florentina corrió hacia mí y a empellones me llevó hasta la puerta y sin decir palabra la cerró con gran estrépito.

Pepa y yo quedamos aterrados, mudos, y salimos del convento apresuradamente. Mi terror y mi angustia eran tan grandes que no podía siquiera llorar. Pepa no pronunciaba una palabra. Al cabo tuve fuerza para decirle:

—Pepa, no dirás nada a mamá, ¿verdad?

—No; no diré nada—me respondió secamente.

Al cabo de un rato la pregunté tímidamente:

—¿Los excomulgados no pueden oír misa?

—No; los excomulgados no pueden oír misa ni pueden rezar.

Al cabo de otro rato más largo aún le pregunté de nuevo:

—¿Crees que don Manolito el capellán de las monjas me puede levantar la excomunión?

—No; don Manolito no tiene poder para ello. Es necesario que hagas mucha penitencia y luego vayas a Roma para que el Papa te perdone.

Entonces callé y me decidí a hacer penitencia.

Aquella tarde me dió mi madre para merendar unas ciruelas y sigilosamente las arrojé por el tubo del retrete. Por la noche también me levanté de la mesa sin comer el postre. Al día siguiente pasé largos ratos de rodillas y con los brazos en cruz y después de comer salí con el postre en la mano pretextando que iba a comerlo al balcón pero fué para arrojarlo igualmente al retrete.

No recuerdo bien ahora las penitencias que hice en aquellos días, pero fueron muchas y terribles. Sé que me levantaba en medio de la noche y me acostaba sobre el duro entarimado y que me pinchaba alguna vez los brazos con un alfiler. Hasta se me ocurrió meter algunas ortigas en la cama, pero no las hallé en el jardín. Vagaba silencioso por la casa, rechazaba la compañía de mi primo José María que tanto me placía, lloraba amargamente oculto en los rincones y no parecía siquiera por la sala cuando había gente.

No sé quién ha dicho que las excomuniones engordan. ¡Mentira! Yo me puse en ocho días flaco y amarillo que daba pena verme. Mi madre dijo un día en voz alta:

—Este niño está enfermo; hay que llamar a don Gregorio.

Don Gregorio era el monstruo que ya conoce el lector. Yo protesté que nada tenía y nada me dolía.

Una de las penas para mí mayores y la más afrentosa era que Pepa huía de mí como si temiese contaminarse de mi herejía. Alguna vez cuando me encontraba por los pasillos clavaba en mí una mirada severa y me decía con acento lúgubre e imperioso:

—¡Niño, haz penitencia!

Otra cosa que no podía sufrir era que me llamasen para rezar el rosario. Hacía esfuerzos increíbles de habilidad buscando pretextos para no rezarlo. Cuando no podía menos cerraba la boca herméticamente sin responder a la oración. Esto, como es lógico, me valía algunos pellizcos de mi piadosa madre.

En fin, tales cosas hice y tan extraña fué mi conducta que aquélla me llamó a capítulo. Se encerró conmigo en el cuarto de la plancha y me hizo sufrir un apremiante interrogatorio.

Recuerdo que era el santo de mi padre. Habían sido invitadas diez o doce personas, casi todos parientes, a comer, y estaban de sobremesa. Desde la habitación en que nos hallábamos se oía el ruido de su conversación.

—Vamos a ver niño, quiero que me digas qué es lo que te pasa. ¿Por qué estás tan triste? ¿Por qué no juegas? ¿Por qué no comes? ¿Por qué huyes de todo el mundo?

Afirmé descaradamente que no me pasaba nada digno de mencionarse. Pero mi madre estaba resuelta a descubrir el secreto y empleando alternativamente las caricias y las amenazas logró arrancármelo.

—Mamá—le dije al cabo—yo quiero ir a Roma.

Mi madre abrió los ojos como si hubiera visto en aquel momento bajar por el aire volando un buey y posarse sobre la flecha de la torre de la iglesia de San Francisco.

—¡Niño! ¿Qué dices? ¿Cómo quieres ir a Roma?

—Quiero ir a pie.

Mi madre abrió otra vez los ojos como si escuchase gritar al buey desde la torre: «¡Viva la república!»

—¡Niño! ¿Te has vuelto loco? ¿Pero qué estás ahí diciendo? ¿Por qué dices eso?

Entonces yo caí en sus brazos y exclamé sollozando:

—¡Mamá, porque estoy excomulgado!

Y entre suspiros y sollozos le conté todo lo que me había ocurrido. Yo pensé que mi buena mamá iba a quedar aterrada, pero ¡oh sorpresa! en vez de eso comienza a reír como una loca exclamando:

—¡Ay qué gracia! ¡excomulgado! ¡excomulgado!

Y me abraza y me besa repetidas veces.

Inmediatamente llama a mi padre y sin dejar de reír le dice:

—¿No sabes que este niño está excomulgado?

Y mi padre suelta la carcajada igualmente como si fuera un caso chistosísimo. Me hace contar de nuevo la ocurrencia y limpiándome las lágrimas y besándome tiernamente como había hecho mi madre me lleva hasta el comedor. Todo el mundo estaba alegre allí y recuerdo que hasta las señoras tenían unas chapitas rojas en las mejillas.

Mi padre abrió la puerta y empujándome adentro dice en voz alta:

—Ahí tenéis un niño que afirma que está excomulgado.

Carcajada general. Todos se ponen a gritar a un tiempo:

—¡Excomulgado! ¡excomulgado! ¡excomulgado! ¡ja! ¡ja! ¡ja! ¡excomulgado! ¡ja! ¡ja! ¡ja!

Se armó una batahola infernal. Uno me ofrecía un pastelito, otro una copa de cognac, otro un cigarro; me besaban, me zarandeaban, me estrujaban sin dejar de reír y de exclamar:

—¡Excomulgado! ¡excomulgado!

Tanto rieron que al cabo también yo concluí por reír. Y he aquí cómo a fuerza de carcajadas logré entrar de nuevo en el seno de la Iglesia católica.

XII

RESUELVO HACERME ERMITAÑO

¡Hermosos días de fe venid a mí! Soplad en este corazón herido por los desengaños, soplad en este pensamiento marchito por tanto estéril trabajo. Refrescadme unos instantes. Que vuelva a ser al despertarme el niño que se postraba de rodillas sobre su diminuto lecho y vuelto hacia una imagen de Jesús Crucificado le pedía con palabras fervorosas la salud de mis padres y la salvación de mi alma. Dejadme ver otra vez en el azul del cielo la imagen de María, hollando con su divina planta el creciente de la luna rodeada de niños alados. Dejad que lleguen a mis oídos como entonces sus cánticos celestes. Dejadme sentir de nuevo sobre la frente las alas del Angel de mi guarda al tiempo de dormirme.

Aún me veo en la iglesia de San Francisco oyendo misa con mi padre. Los sones del órgano me transportaban; la voz de bajo profundo de Fray Antonio Arenas cantando desde el coro me estremecía con santo terror; las nubes de incienso me embriagaban. Y allá en lo alto, sobre el altar mayor veía una hermosa escultura de la Virgen envuelta en una luz fantástica que dejaban filtrar los cristales de color. Y mis ojos no se apartaban de ella y hacia ella volaba mi corazón con ansias de dicha inmortal. Entonces pasaban por mi alma sublimes emociones que por experimentarlas de nuevo diera cien vidas si las tuviese, emociones que espero sentir después de la muerte.

Aún me veo caminando con mi madre bajo los arcos de la calle de Galiana hacia el santuario donde se venera al Cristo con la cruz sobre los hombros. La noche ha cerrado ya. A esta hora próxima al crepúsculo las damas piadosas de Avilés tienen costumbre de ir a rezar un credo delante de la milagrosa imagen. Los arcos apenas están esclarecidos. Allá hacia el medio, sobre uno de ellos hay una hornacina y dentro una pequeña escultura de la Virgen alumbrada por una lámpara de aceite. Algunas parejas enamoradas se sientan en los pretiles de la calle. Sólo percibimos sus bultos y escuchamos el rumor de su plática. Llegamos al santuario; subimos algunos peldaños; nos postramos delante de Jesús agobiado bajo el peso de la Cruz y su frente pálida coronada de espinas me infunde una compasión infinita. Sus ojos me miran doloridos y parecen decirme: «Hijo mío, hoy eres dichoso, pero si algún día estás triste acuérdate de mí.»

Aún me veo en el mes de Mayo cantando por las calles de Avilés la letanía de la Virgen. Todos los niños de la escuela formábamos en dos filas. En el centro iba una gran cruz cubierta de flores, soportada alternativamente por los más fuertes entre nosotros. Detrás de ella caminaban algunos sacerdotes acompañados del maestro. ¡Oh, qué luz radiosa en el cielo! ¡Qué alegría en la tierra! Estábamos en el mes de las flores y cada uno de nosotros con un puñado de ellas en la mano marchábamos cantando para ofrecerlas a la Reina del Cielo. Y al volver nuestra cabeza descubierta hacia las puertas y los balcones de las casas no tropezábamos con las miradas burlonas, con las sonrisas escépticas que hielan el corazón de la infancia. No; los hombres graves y silenciosos hacían un imperceptible signo de aprobación; las mujeres enternecidas nos enviaban con los ojos afectuosas bendiciones. Para que un pueblo viva unido y forme una gran familia, para que exista la verdadera patria no basta que articulemos el mismo idioma, es necesario que balbuceemos las mismas oraciones. Nuestro pequeño corazón latía feliz dentro del pecho porque nos sentíamos amados y protegidos por el pueblo entero, porque aquellos hombres y aquellas mujeres que se asomaban a los balcones o se agolpaban en las aceras para vernos pasar respetaban nuestra fe y nuestra inocencia.

Mi amigo Alfonso, un niño pálido, bueno y pacífico, se mostraba más piadoso que ninguno. Su madre, que era una santa mujer, le llevaba a misa todos los días antes de la escuela, le veíamos en las procesiones con un pequeño cirio en la mano y alguna vez también cuando por las tardes de los días de fiesta se me ocurría asomarme a la iglesia delante de la cual jugábamos, le veía en la nave solitaria del templo orando ante los altares. Aunque yo era de un humor bastante distinto y me gustaban los juegos con pasión y mostraba tanto ardor como el que más en las peleas, me sentía, no obstante, atraído hacia aquel niño y buscaba su amistad. No me la otorgó él fácilmente. Como todos los seres espirituales era tímido y retraído y mi carácter turbulento debía de impresionarle desagradablemente. Pero al fin logré ganar su confianza y entonces fué expansivo y afectuoso conmigo, y con el celo de un pequeño apóstol procuró ganarme para Dios y la Virgen. Estaba yo preparado para ello porque en el fondo del alma siempre he sido idealista y aunque en el curso de mi vida haya amontonado sobre este fuego sagrado mucho polvo y mucho escombro, por fortuna nunca ha llegado a apagarse.

El me decía que no era necesario pensar tanto en esta vida efímera, que aun la más larga valía poco y que pudiéramos morir antes de llegar a viejos. ¡Cuán en lo cierto estaba aquel piadoso niño, pues que murió antes de salir de la adolescencia! Me decía que debíamos ser buenos como los ángeles para poder estar algún día entre ellos y que si nos encomendábamos todos los días a la Virgen y a San José ellos nos sacarían de los peligros de este mundo. Empezamos a pasar largas horas en confidencias místicas. Me llevó a su casa y vi con asombro y placer que su madre le había dejado un cuartito para oratorio y que él lo había arreglado tan primorosamente que no faltaba allí nada de lo que se hallaba en las iglesias. Un altar con su retablo y su sabanilla, una imagen de la Virgen del Carmen, otra de San José, un Niño Jesús, incensario, ciriales, casulla, bonete. Él celebraba misa y yo le ayudaba. Los días de gran fiesta, la mamá, los hermanos mayores y los criados venían a presenciarla, se cantaba la letanía, se hacía una procesión por el jardín y se quemaba tanto incienso y se formaba tal espesa humareda en el cuartito que alguna vez pensaba ahogarme.

Nuestro fervor iba cada día en aumento. No sólo celebrábamos misa sino que también confesábamos. Alfonso mostraba enormes disposiciones para el confesonario y ataba y desataba los pecados como el más experto penitenciario. Vestido con un roquete que su madre le había cosido y sentado dentro de un gran cajón que colocábamos en sentido vertical y al cual habíamos abierto a un lado algunos agujeritos con una barrena, confesaba a sus hermanitas, me confesaba a mí y alguna vez venían también las criadas a arrodillarse y con la boca pegada a aquellos agujeritos decían sus pecados y recibían la absolución. Estas no se mostraban tan contritas y arrepentidas como fuera de desear porque se les escapaba no pocas veces la risa y obligaban al confesor a mostrarse demasiado severo y amenazarles con que lo diría a su mamá. Porque mi amigo Alfonso tomaba aquello muy en serio, nos daba consejos excelentes, nos pintaba con minuciosos detalles las penas del infierno, nos exhortaba a la penitencia y por último nos echaba la absolución alargando su manecita para que la besáramos con la misma gravedad que un padre jesuíta.

Un día me dijo que su hermanita más pequeña estaba muy enferma y para que no se muriese él rezaba todos los días una hora de rodillas sobre las piedras y se había frotado el pecho con ortigas. Y, en efecto, abriendo el chaleco y la camisa me mostró sus tiernas carnes enrojecidas. Me sentí conmovido y admirado. «Yo también quiero hacer alguna penitencia por que tu hermana no se muera», le dije. Y dicho y hecho, bajo al jardín con él y llevo mis manos con resolución a las ortigas, pero ¡ay! fué tal el dolor, que di un grito y comencé a llorar. Alfonso asustado subió a casa por aceite y me untó delicadamente las manos. Después me abrazó y me consoló diciéndome que aún no estaba preparado para las penitencias, pero que al cabo lograría hacerlas mayores aún que él.

Leíamos las vidas de los santos y las que más nos placían eran las de aquellos que se habían retirado a un desierto y habían pasado largos años oyendo cantar los pájaros y alimentándose con frutas y con los mariscos que hallaban entre las peñas. Nada tiene de particular porque yo era apasionadísimo de las cerezas y de los caracoles de mar. Ignoro de quién de los dos partió la idea, pero un día concebimos el proyecto de retirarnos nosotros igualmente del mundo y de sus pompas para hacer penitencia. Viviríamos los dos solos en algún paraje apartado, comeríamos lo que los campesinos quisieran darnos de limosna, haríamos oración por nuestras familias y cuando fuéramos grandes vendríamos a predicar a Avilés y a otras villas. ¿Dónde encontrar el paraje solitario? Alfonso me dijo que a una legua próximamente de Avilés había visto una cueva cerca del mar que parecía hecha a propósito para que nos retiráramos allí e hiciésemos vida cenobítica.

Meditamos nuestro proyecto largamente y sólo nos decidimos a ponerlo en práctica después de maduras reflexiones. Una de las graves cuestiones que debatimos fué la de resolver si habíamos de renunciar a nuestras familias para siempre o habíamos de visitarlas alguna vez. Alfonso opinaba que debíamos de venir cada año a ver a nuestros papás: yo creía que debíamos de venir cada seis meses. Por fin decidimos que vendríamos cada ocho días a mudarnos la ropa interior. Ni por un momento se nos pasó por la imaginación que aquéllas pudieran oponer reparos a nuestra resolución. Alfonso decía que su mamá era tan piadosa que lloraría lágrimas de placer al saberlo. Yo no estaba tan seguro de la mía, pero aunque no llorase precisamente de placer, estaba seguro de que se sentiría honrada viendo a su hijo emprender valerosamente la carrera de santo. De todos modos decidimos marcharnos sin decir una palabra para evitar escenas patéticas.

Ahora bien; en esta mi resolución de abandonar el mundo ¿no habría también cierto vago deseo de abandonar la escuela? Porque recuerdo que la vara de avellano que usaba el maestro don Juan de la Cruz no me inspiraba simpatía, ni tampoco los coscorrones y bofetadas del pasante, ni me placía estar de rodillas una hora con las narices en la pared cuando mi plana tenía algunos borrones. Y todavía me parece experimentar la sensación dolorosa que me penetraba cuando en el portal de casa mi padre me despedía con un beso al marchar a la escuela, después de comer. Nos separábamos; yo seguía por los arcos hacia mi triste destino y le veía a él atravesar la plaza hacia el casino fumando un cigarro puro. ¿Cuándo sería yo grande para hacer lo mismo? Es posible, pues, que en mis ardorosos deseos de sacrificarme entrase, aunque fuese en pequeña dosis, el placer de apartarme de otros deberes, porque nuestras resoluciones en la vida casi nunca están determinadas por un solo motivo. No conviene, sin embargo, profundizar demasiado en el alma de los místicos.

Salimos, pues, un día a cosa de las tres de la tarde después de comer en busca de la cueva santificante. Yo llevaba como equipaje, repartidos por los bolsillos, unas zapatillas, una cajita de caramelos que me había regalado mi madrina el día anterior y la peonza. No era, en verdad, bagaje adecuado para un penitente que huye los placeres de la carne, pero en este punto fiaba por completo en mi amigo Alfonso y no me equivocaba. Mi piadosísimo amigo llevaba por todo equipo y envueltas cuidadosamente en un papel, unas preciosas disciplinas fabricadas con sus propias, delicadas manos. Eran de cuerda y tenían por mango el de una comba y al cabo de cada ramal unos primorosos nuditos que debían de ser menos dulces que los caramelos de mi madrina.

Antes de partir, y por iniciativa de Alfonso, habíamos orado unos momentos en la iglesia de San Francisco. Luego atravesando el campo Caín y bordeando el enemigo barrio de Sabugo, sin entrar en él salimos al camino de San Cristóbal. Antes de media hora llegaríamos al sitio denominado la Garita sobre el mar. No muy lejos de él se hallaba la cueva que había visto o había creído ver mi amigo Alfonso. Caminábamos silenciosos. Alfonso iba gozosísimo, resplandeciente. Yo no tan resplandeciente.

No habíamos andado un kilómetro cuando tumbados sobre el blando césped, a la vera del camino, acertamos a ver dos pillastres de Sabugo. El uno era Antón el zapatero, muchacho ferocísimo, conocido en la villa por sus hazañas y temido de todos los niños por sus crueldades. El otro un pilluelo apodado Anguila, feo y grotesco que divertía al vecindario en los días de regatas con sus sandeces cuando desnudo y embadurnado de lodo para no resbalar intentaba subir la cucaña. Era un payaso consumado del cual ya hablaré más adelante.

Al divisarlos me dió un vuelco el corazón y creo que a mi amigo Alfonso, a pesar de su santidad, le pasó otro tanto.

—Ahí están esos—proferí sordamente.

—Ya los veo—me respondió Alfonso lacónicamente.

—Pasemos de largo como si no los viésemos.

Y en efecto, mirando al cielo, mirando a la tierra, mirando a todos lados menos al punto determinado en que se hallaba aquel par de alhajas intentamos cruzar apretando el paso. Eramos los pobres avestruces que meten la cabeza bajo el ala cuando divisan al cazador.

—¡Eh! chicos... ¿Adónde vais?

Nada; no oímos nada.

—¡Eh! chicos... ¿Adónde vais?

La misma sordera inveterada. Tratamos de seguir adelante; pero Anguila se levantó rápidamente y en dos saltos se plantó delante de nosotros.

—¿Adónde vais «vos digo» granujas?

Oírse llamar granujas, dos seres tan espirituales como nosotros por aquel miserable andrajoso era cosa para inspirar risa más que cólera.

Ni una ni otra nos inspiró la pregunta. Lo que ambos experimentamos en aquel instante fué, hablando con toda franqueza, miedo, un miedo cerval.

—Vamos a San Cristóbal—balbuceé yo con toda la humildad, con toda la sumisión de que puede ser capaz un ser humano.

—¿Y a qué vais a San Cristóbal?

—Vamos a dar un recado al señor cura—murmuré con más humildad y sumisión todavía.

—Bueno, pues, atracad al muelle y echad el ancla que aquí están los carabineros para hacer el registro.

Y echó a andar de nuevo hacia el prado donde aún permanecía tendido su digno compañero que nos dirigía una insistente mirada fría y cruel. Le seguimos como dos mansos corderos. ¿Y qué íbamos a hacer? Nosotros teníamos nueve años y aquellos malhechores lo menos doce; pero aparte de eso su indómita fiereza primitiva como seres que aun no han salido de la barbarie les daba una superioridad reconocida, tratándose de guerra, sobre dos chicos tan civilizados como nosotros.

Efectivamente comenzó el registro que llevó a cabo Anguila con toda escrupulosidad, empezando por mí. Antón el zapatero no se dignó siquiera moverse. Salieron a relucir mis caramelos, que fueron instantáneamente decomisados; pero Antón con un gesto imperioso dijo:

—Trae aquí eso.

Y Anguila humildemente fué a depositarlos a sus pies. Se echaba de ver que Antón era el emperador y Anguila su bufón. Salió mi peonza que en la misma forma fué depositada con los caramelos. Y salieron mis zapatillas. Estas fueron despreciadas, y envueltas en su papel, volvieron al bolsillo de mi chaqueta.

Comenzó en seguida el de Alfonso. Traía un pedazo de pan, que Anguila se puso a morder acto continuo después de haberse cerciorado, con una rápida mirada que echó a Antón, de que aquello no le interesaba. Y salió el papelito de las disciplinas. Anguila al desdoblarlo quedó estupefacto.

—¿Qué es esto?... ¡El diablo me lleve si no son unas disciplinas!

Antón se puso en pie de un salto y las tomó en la mano.

—¡Pues sí que son unas disciplinas!

Y aquel rostro espantable se contrajo con una risa que daba miedo.

—¡Ay qué gracia!... ¡Unas disciplinas! ¡Ay qué risa!

Y efectivamente se retorcía de risa y Anguila lo mismo.

—Estas son las disciplinas con que te azota tu madre, ¿verdad? Y tú se las has robado, ¿verdad? Pues eso no se hace. ¡Toma, para que no lo hagas otra vez!

Y la emprendió a zurriagazos con mi pobre amigo que chillaba con su vocecita dulce.

—¡No! ¡no las he robado!... Mi madre no me pega.

Yo me creía salvado, pero así que concluyó con Alfonso la emprendió conmigo «por haberle ayudado», según decía.

—Bueno. Ahora largo de aquí. Y si decís una palabra de todo esto en casa contad conmigo—profirió Antón tumbándose de nuevo en el césped con la pereza displicente de un déspota oriental.

Ibamos ya a seguir tan saludable consejo, pero estaba de Dios que no habíamos de salir tan pronto de las garras de aquellos piratas.

—Oye, Antón, ¿no te parece que enseñemos a estos chicos el ejercicio?—manifestó Anguila.

—Haz lo que quieras—respondió el zapatero encogiéndose de hombros con su acostumbrada displicencia.

Anguila cortó dos largas varas de los árboles que bordaban el camino y nos las puso en la mano.

—¡Firmes!... ¡Tercien... ar!... ¡Presenten... ar!... ¡Apunten... ar!... ¡En su lugar... descanso!... ¡Media vuelta a la derecha... deré!

Más de una hora duró nuestro martirio. Bofetadas, repelones, puntapiés, estirones de orejas, de todo hubo y en abundancia. El sargento más bárbaro no lo hubiera hecho mejor. Si llorábamos más de la cuenta nos hacía callar a mojicones. Por fin, cuando se hubo hartado de darlos nos dejó marchar.

Libres ya, no continuamos hacia el desierto para regenerarnos por medio de la penitencia sino que caminamos apresuradamente la vuelta del poblado. Llevábamos los ojos enrojecidos por el llanto y las mejillas por las bofetadas; pero yo llevaba más roja aún el alma por la cólera y la rabia. Un ansia loca de venganza me subía a la garganta y parecía asfixiarme rompiendo por intervalos en terribles imprecaciones y gritos inarticulados. En cuanto llegase a la villa se lo diría a Emilio el Herrador. Nosotros, los chicos de la escuela en Avilés, teníamos, siguiendo la costumbre espartana, un mozalbete que nos servía de protector o que «saltaba por nosotros», como decíamos en la jerga infantil. Emilio el Herrador había saltado siempre por mí. Estaba seguro de que en cuanto supiera la infamia hecha conmigo entraría a saco en el barrio de Sabugo y no dejaría piedra sobre piedra. El pobre Alfonso lloraba y suspiraba en silencio.

Cuando recuerdo este incidente de mi infancia no puedo menos de admirarme de mi extraña aberración. Porque al partirme de casa y buscar la soledad ¿qué es lo que me proponía? ¿Hacer penitencia y santificarme? ¿Pues qué penitencia más adecuada y eficaz que la que me infligían aquellos chicos? ¿Qué mejor ocasión para mostrarme resignado y humilde y seguir las huellas de Jesucristo?

De modo semejante durante el curso de mi vida Dios me ha ofrecido a manos llenas los medios de ser un santo; pero ¡ay! siempre he desperdiciado la ocasión.

XIII

LA VARA DE FALARIS

Si mi amigo Leoncio perteneciese todavía al número de los vivos dudo mucho que nadie osara recordarle el incidente que voy a narrar. Nada más fácil que saliese de su empresa con las narices hinchadas como habían salido por otros motivos Manolín el chocolatero, Pepín el hijo del carnicero y su hermano Ciriaco.

Porque mi amigo Leoncio, a pesar de su rostro mofletudo y plácido, era, cuando montaba en cólera, un ser furibundo y pernicioso y poseía unos puños que infundían respeto a toda la escuela de don Juan de la Cruz.

¿Quién no recuerda en Avilés a este don Juan de la Cruz tan modesto, tan melifluo, tan pulcro? ¿Quién no recuerda a aquel hombrecillo pálido, de cabellos lacios, de ojos negros guarnecidos de largas pestañas que apenas se alzaban del suelo con expresión tímida y humilde? Enseñó las primeras letras a tres generaciones y murió a los ochenta años declinando un pronombre relativo. Sosegado, grave, silencioso, atravesaba el salón de la escuela sin que nos diéramos cuenta de su presencia hasta que lo teníamos encima. La expresión apacible de su rostro no se turbaba jamás: no recuerdo haberle visto enfurecido. Un esbozo de sonrisa se dibujaba casi constantemente en sus labios. No era más que un conato de sonrisa que comenzaba en el ángulo izquierdo de la boca y allí se detenía sin pasar jamás al derecho. Rara vez nos miraba a la cara; nos hablaba ceremoniosamente de usted y cuando nos reprendía lo hacía siempre en voz baja con los ojos puestos en el suelo como si se estuviera confesando de alguna falta. Nos tajaba las plumas, que eran de ave en aquella época, nos echaba tinta en los tinteros, nos corregía las planas con la mayor modestia y compostura y cuando llegaba el caso, que llegaba con harta frecuencia, con la misma modestia y compostura empuñaba su vara y nos sacudía de lo lindo. Era un hombre tan modesto que cuando nos zurraba la piel parecía que nos estaba haciendo reverencias.

Las varas que empleaba para esta operación delicada eran generalmente de avellano y se las proporcionaban los mismos chicos de la escuela, hijos de labradores que residían en los alrededores de la villa. Eran muy adecuadas para levantarnos la piel y hacernos ver las estrellas. Recuerdo que en cierta ocasión en que me hallaba dulcemente entretenido en frotar un botón de bronce contra el pupitre hasta ponerlo bien caliente y luego aplicarlo a las manos de los compañeros que tenía cerca, sentí en la espalda y en la nuca la impresión de cien botones de fuego. Me volví y vi a don Juan que me sacudió cortésmente otros seis lapos y me dijo después con voz dulce como el soplo de la brisa entre las flores:

—Hijo mío, aplíquese al estudio y déjese de fútiles entretenimientos.

Pero estas varas tenían, como todas las cosas de este mundo, una ventaja y una desventaja. Para don Juan tenían el inconveniente de que se concluían pronto y necesitaba renovarlas, lo cual no siempre era fácil porque los chicos aldeanos con pretextos más o menos fundados se resistían algunas veces a proporcionarlas. En cambio para nosotros poseían la ventaja de que muy pronto se les quebraba las puntas y entonces ya no ceñían la carne y su golpe era menos doloroso. Así que los chicos más despejados procurábamos cuidadosamente no estrenarlas, porque entonces y sólo entonces poseían toda su virtud maléfica. Cuando las veíamos bien despuntadas, nuestra conducta empezaba a relajarse.

Mi amigo Leoncio, que era un chico de gran talento y además complaciente y servicial como pocos, quiso obviar el inconveniente que ofrecían las varas de avellano para el maestro. Pensando constantemente en ello como Newton en la gravitación universal, acertó al cabo con la solución. La caída de una manzana sugirió al pensador inglés la idea de la fuerza de atracción. La vista de una ballena del corsé de su mamá iluminó repentinamente el cerebro del mofletudo Leoncio. Exploró un día y otro día el desván de su casa donde se amontonaban mil cachivaches. Al cabo tropezó con una ballena delgada y redonda y del tamaño aproximadamente de las varas que don Juan de la Cruz empleaba.

Leoncio se sintió feliz desde aquel momento. No hay nada que dilate el alma tanto como un descubrimiento imprevisto. Desempolvó la famosa ballena, la envolvió esmeradamente en papeles de seda y sujetó estos papeles con una cuerdecita encarnada. Al día siguiente, sin duda para dar mayor solemnidad al acto, procuró retrasarse un poco para llegar a la escuela. Y cuando ya estábamos todos acomodados en nuestros bancos y el maestro allá en el fondo sentado detrás de su mesa, he aquí que aparece nuestro Leoncio con aquel extraño objeto en la mano, atraviesa erguido y sosegado el vasto salón y acercándose a la mesa del maestro deposita en ella gravemente su tesoro. Hecho lo cual, con la misma solemnidad se dirigió a su sitio y se sentó.

Una ardiente curiosidad se apoderó de todos nosotros. ¿Qué sería aquello? ¿Un regalo? Hubo alguno que imaginó sería un caramelo monstruoso semejante a los que nosotros chupábamos con delectación en cuanto teníamos algún dinero para comprarlos. Don Juan comenzó también a examinarlo con curiosidad antes de desenvolverlo. Al fin se decidió a quitarle los papeles y poco después quedó al descubierto la preciosa ballena.

Nuestra estupefacción fué enorme; pero nuestra indignación fué aún mucho mayor. Cincuenta pares de ojos se clavaron furibundos en el mofletudo Leoncio. Si estos ojos fueran dardos venenosos como los de las abejas, el mofletudo Leoncio hubiera perdido allí mismo la vida. Un sordo rumor, temeroso, corrió por toda la escuela. Si se analizase este rumor se vería inmediatamente que estaba compuesto de doscientos «¡miserable!», trescientos «¡cochino!» y lo menos quinientos «¡indecente!».

Leoncio se mantenía sosegado y satisfecho sin advertir el éxito extraordinario de su regalo. O si lo advertía, aparentaba mostrar que le tenía sin cuidado. Don Juan seguía examinando atentamente el famoso caramelo. Al cabo profirió con su voz meliflua:

—Leoncio, hijo mío, tenga usted la bondad de venir un momento.

Leoncio acudió solícito. Don Juan se levantó de la silla con calma, y sujetándole por el cuello le aplicó un cumplido vardascazo en el trasero. Leoncio dejó escapar un grito de dolor. A este grito respondimos nosotros con un rugido de alegría. Don Juan (¡Dios le bendiga!) secundó el golpe y con su acostumbrada modestia le estuvo solfeando un buen rato. Mientras duraba la operación parecía hablarse a sí mismo y le oímos murmurar:

—En efecto; es flexible... Es sólida... Se ciñe admirablemente.

¡Vaya si se ceñía! Que lo digan las nalgas del pobre Leoncio que seguía chillando como un condenado mientras nosotros respondíamos a sus lamentos con bárbaras carcajadas.

Cuando a don Juan de la Cruz le pareció bien probada la flexibilidad y la solidez del nuevo instrumento, soltó al sujeto de la experiencia y le dijo con voz suave y mirando, como siempre, humildemente al suelo:

—Hijo mío, en tiempos muy antiguos existía en la ciudad de Agrigento, en la Italia meridional, un tirano que se llamaba Falaris. Este tirano era tan cruel que se complacía en atormentar de mil maneras a todos aquellos que tenían la desgracia de no complacerle. Sucedió que uno de sus cortesanos, por captarse su benevolencia, le hizo regalo de un toro de bronce hueco donde se podía meter a la persona que se quisiera hacer morir atormentada. Debajo de este toro de bronce se encendía una hoguera y el desdichado que estaba dentro, al comenzar a asarse, dejaba escapar terribles gritos que al pasar por el cuello y la boca del toro semejaban los rugidos de esta fiera... Falaris quedó prendado de tan ingenioso artefacto y después de dar las gracias a quien se lo había regalado no se le ocurrió otra cosa mejor que ensayarlo metiendo dentro de él al propio inventor.

Hizo una pausa don Juan, y dando una cariñosa palmadita a Leoncio en las llorosas mejillas,

—Así, pues, muchas gracias, hijo mío, por este precioso regalo. Aplíquese el cuento y váyase a su sitio.

XIV

EL TRIUNFO DE LA FRATERNIDAD

Recuerdo que por aquel tiempo existía en Avilés un zapatero librepensador llamado Mamerto. Este Mamerto vivía en lucha abierta con el Supremo Hacedor y con sus ministros responsables en la tierra, el señor cura de la villa y el de Sabugo, particularmente con este último por ser el del barrio que habitaba. No confesaba, no comulgaba, no iba a misa, no ponía siquiera los pies en la iglesia, y, lo que es mucho más grave, no bautizaba a sus hijos. Acometido de un furor ateísta no perdonaba ocasión de atacar el presupuesto del clero y aspiraba nada menos que a demoler las iglesias o a convertirlas en fábricas y obligar a los sacerdotes a ganarse el pan con el sudor de su frente.

Leía en sus ocios y se sabía casi de memoria algunos libros infamantes titulados El fraile, La Monja, El Cura de misa y olla, y de ellos sacaba argumentos metafísicos para minar los cimientos de nuestra religión. Discutía, vociferaba en todas las tabernas, refería historias escandalosas de las beatas y los curas, y cuando tenía algunos vasos de sidra en el cuerpo entonaba canciones subversivas. Una de estas canciones le acarreó el mayor disgusto de su vida. Al cantar el himno de Garibaldi en vez de limitarse a victorear al enemigo del Papa se ensañó con éste gritando repetidas veces: «¡Que muera Pío IX, viva la libertad!» Se le denunció al señor cura de Sabugo, el cual a su vez lo denunció al Juzgado: se le formó proceso y fué condenado con otros tres amigos a dos años de presidio. Así las gastaba en aquella época el partido moderado que se hallaba en el poder.

Fué agraciado con algún indulto y poco antes del año regresó Mamerto a sus lares con la aureola del martirio sobre la frente. La población se conmovió al verle llegar: todos los ojos se clavaban sobre él con mezcla de curiosidad y admiración. Los suyos adquirieron ese brillo fatídico peculiar de los héroes, una expresión de ferocidad desdeñosa que sobresaltaba a los pacíficos habitantes de nuestra villa.

Mamerto se consideró desde entonces como un hombre peligrosísimo: acaso no mentiría diciendo que tenía miedo de sí mismo. De aquel pecho, de aquella cabeza podía salir algo funesto para la tradición. Si las instituciones hubieran tenido algún instinto de conservación (que no lo tenían), Mamerto no debiera de andar suelto. Esta era su opinión por lo menos. De esta imprudencia de la justicia se aprovechaba nuestro zapatero para perseguir al Cristianismo y a la Monarquía contando las copas de ginebra que bebía el capellán de las monjas de San Bernardo y ahuecando la voz para hablar de los escándalos del palacio real.

No hay para qué decir que Mamerto era odiado de muerte por el sexo femenino en Avilés. Mi madre le profesaba tal horror que si por casualidad se le nombraba en la conversación veía alterarse los rasgos de su fisonomía, se quedaba tan pálida que mi padre inquieto pedía que la sirviesen una taza de caldo para confortarla. De este horror me hizo a mí partícipe. Cuando alguna vez mi mala suerte me hacía pasar a su lado me sentía sobrecogido de espanto como a la vista del demonio, me parecía verle ya envuelto por las llamas del infierno y arrojando por la boca toda clase de bichos inmundos.

En cambio el sexo fuerte le guardaba indebidas consideraciones. Pretextaba para ello que era un zapatero extraordinario, que el calzado elaborado por sus manos no tenía fin, que en toda España ningún otro maestro de obra prima le ponía el pie delante. Se decía que sus botas habían llamado la atención de ciertos extranjeros que habían pasado por allí, que las habían llevado a Londres y que desde entonces no pocos ingleses enviaban sus medidas a Mamerto para que los calzase. Por supuesto, yo estoy seguro de que todo esto era pura mitología. En el fondo se le admiraba por su audacia; porque en todo hombre hay oculto casi siempre un insurrecto más o menos cobarde. Sólo las mujeres tienen el valor de sus convicciones y saben lo que quieren.

La audacia de Mamerto llegaba como he dicho hasta el punto de no bautizar a sus hijos: y no sólo no los bautizaba sino que les daba nombres extravagantes. Tuvo una hija y la llamó Libertad. Tuvo un hijo y le nombró Dantón. Por cierto que este pobre Dantón no hacía honor a su homónimo; era patizambo, y enteco. Por donde le tocaba algo al gran tribuno francés era por los pelos, que los gastaba largos y aborrascados. Más tarde tuvo dos hijas y a una llamó Igualdad y a otra Fraternidad. Esta última podría contar de dos a tres años cuando acaeció lo que voy a narrar.

Jamás se había visto en Avilés una criatura más bella: nadie podía comprender en la villa cómo un ser tan angelical había salido de hombre tan endiablado. Su cabecita blonda y rizada, sus ojos azules de largas pestañas, su tez nacarada excitaban la admiración de cuantos acertaban a verla. Las mujeres no se recataban para decir que aquel bárbaro no era digno de poseer una joya de tal valor.

No lo pensaba así Mamerto como puede comprenderse. Estaba tan orgulloso y pagado de su niña que la exhibía por todas partes rebosante de placer. La llevaba de la mano al paseo del Bombé, la llevaba en brazos a las romerías y hasta la metía en las tabernas para que sus amigachos la admirasen y rabiasen de envidia. Fraternidad iba vestida siempre de blanco o de azul como la hija de cualquier hacendado. Para eso su padre trabajaba como un mulo, y se privaba, a veces, hasta de lo indispensable.

Un día fuimos sorprendidos con la noticia de que la reina vendría a visitar nuestra villa. Después de permanecer un día en Oviedo y otro en Gijón, S. M. pasaría unas horas en Avilés. Un vértigo de orgullo y placer se apoderó de todas las cabezas lo mismo las infantiles que las adultas. No había manos bastantes en nuestra villa para alzar arcos de triunfo con bastidores de lienzo pintado, para plantar gallardetes, para fijar guirnaldas. Los pintores, subidos en los andamios, pintaban las fachadas de las casas, los barrenderos del municipio aventaban lejos el polvo, las mujeres lavaban los cristales y las puertas, los poetas componían versos alusivos al magno acontecimiento que se preparaba; uno de estos, tío mío, hizo una canción que puso en música el director de la banda del hospicio de Oviedo:

Giren tus remos
linda barquilla

Así empezaba, si no recuerdo mal, y fué cantada por un coro de jóvenes avilesinas en el momento que Su Majestad puso el pie en la falúa de los carabineros para trasladarse a San Juan, punto extremo de nuestra ría y boca del puerto.

Conservo un recuerdo vago pero delicioso de aquel día memorable. Una fila larga de carruajes, una mano blanca que agita un pañuelo desde uno de ellos, los cohetes estallando en el aire, las bayonetas brillando a los reflejos del sol, las charangas tocando alegres pasodobles, mi padre de frac y corbata blanca, los balcones engalanados con brillantes colgaduras, mi madre inclinada sobre uno de los nuestros y arrojando puñados de flores sobre el coche de la soberana...

Después me veo en medio de la gran plaza de Avilés, llevado de la mano por uno de mis jóvenes tíos. Una muchedumbre inmensa llenaba aquella plaza y los ojos todos de la muchedumbre se dirigían a uno de los balcones de la casa de los marqueses de Ferrera, donde según decían se hallaba la reina. Yo no acertaba a ver en el balcón más que un grupo de señoras y caballeros. A mi lado se gritaba sin cesar «¡viva la reina!» Un viejo alguacil del Ayuntamiento, a quien llamábamos Marcones, agitaba su tricornio repitiendo con voz ronca «¡viva la reina!» Los campesinos lanzaban sus monteras al aire y las recogían, y otra vez las lanzaban repitiendo el mismo grito. Por fin desapareció del balcón el grupo que lo llenaba, quedó un momento vacío, y al cabo apareció una señora gruesa y blanquísima que presentó al pueblo un niño vestido con el traje típico de nuestros aldeanos, el calzón corto, la faja, el chaleco con botones de plata y la montera. «¡Viva la reina! ¡Viva la reina! ¡Viva el príncipe de Asturias!» El entusiasmo era frenético, imponente...

Más tarde me veo en el muelle, siempre de la mano de mi tío. La reina ha ido a San Juan y se la espera. Habían construído un atracadero de madera y se le había engalanado y tapizado lujosamente. Desde el atracadero se tendió una alfombra y por allí debía de pasar la soberana para montar en el carruaje que ya la esperaba. Mi tío era amigo de un oficial y gracias a ello logramos colocarnos en primera fila. Enfrente de mí veo, con profundo disgusto, al zapatero Mamerto, que llevaba también a su niña de la mano. ¿Qué haría allí aquel ganso? Eso se preguntaba mi tío, mirándole con ojos airados. Mamerto sonreía sarcásticamente; a eso sin duda había venido. Desde que se anunciara la visita de la reina a Avilés, no se le había caído de los labios aquella su sonrisa sarcástica. Pero hacía algo peor, y era murmurar en todos los oídos que querían escucharle lo malo que se decía de nuestra reina, las suciedades que entonces corrían como válidas entre la plebe. Para apoyar sus aserciones el zapatero revolucionario exhibía secretamente unas fotografías que representaban al padre Claret, patriarca de las Indias, bailando el can can con Sor Patrocinio, una monja que tenía sorbido el seso a la reina, según contaban.

—Si no se quita el sombrero ese tunante le hago prender—oí decir entre dientes a mi joven tío, que estaba muy pagado de su amistad con las autoridades.

Ya estallan los cohetes, ya se divisa en medio de la ría la hermosa falúa de los carabineros seguida de buen golpe de embarcaciones todas engalanadas, ya suenan las músicas, ya se oyen las aclamaciones. La reina Isabel II pone el pie en el embarcadero; un señor de gran uniforme le ofrece el brazo; sube las escaleras y comienza a marchar lentamente entre las apretadas filas de la muchedumbre que a duras penas pueden los soldados contener en su puesto. Todos nos despojamos del sombrero. ¿Mamerto también? Sí, Mamerto también. Había tratado de dejárselo encasquetado, pero una mirada muy significativa de un sargento de la guardia le hizo volver sobre su acuerdo.

La reina avanza sonriente, saludando a un lado y a otro con la mano y con la cabeza. De pronto se detiene y deja escapar un débil grito de admiración.

—¡Oh qué encanto de niña!—se la oye exclamar contemplando a la hija de Mamerto.

Se detiene un instante frente a ella y la dice:

—¡Qué hermosa eres, hija mía! ¡Qué hermosa eres! ¡Dios te bendiga!... ¿Me das un beso?

Y alzándola del suelo con sus reales manos, la aplicó un sonoro beso en la mejilla.

Entonces vimos a Mamerto demudarse; quedó pálido como un muerto, y agitando su sombrero frenéticamente gritó con voz estentórea:

—¡Viva la reina!

XV

DON ANTONIO JOYANA

Era un capellán que mis tíos Alvaro y Felisa tenían en su quinta de Illas cerca de Avilés, y fué el hombre más original que ha producido Asturias después de la invasión de los árabes.

Me llevaron a confesar con él cuando yo tenía nueve años de edad. Graves amonestaciones me dirigió en aquella ocasión. Recuerdo que me aconsejó con mucho encarecimiento que cuando entrase a saco en la despensa de mi casa de ningún modo me comiese la mermelada con los dedos, sino que llevase para el caso una cucharilla escondida en el bolsillo.

Don Antonio Joyana era un hombre según Dios y según la naturaleza, pero no según los hombres. Por eso los hombres se reían de él. Tenía caprichos como los niños y antojos como las mujeres. Cierto día entró con mi padre en una tienda de paños y habiéndole gustado uno extremadamente no se contentó con comprar algunas varas sino que se empeñó en llevarse la pieza entera. Después la entregó a una hermana vieja y sorda con quien vivía, y ésta se puso a cortarle y coserle pantalones. Salieron tres docenas de ella, según contaban en Avilés.

En otra ocasión, cuando se celebraba con un banquete el santo de mi tía Felisa, presentaron en la mesa una botellita de licor muy linda y caprichosa. Verla don Antonio y quedar hipnotizado fué todo uno. Ya no pudo comer ni beber: ya no tuvo ojos más que para aquella botellita hechicera. Al fin, no pudiendo sufrir más tiempo su estado de congoja, se acercó a mi tía y le dijo al oído con voz temblorosa:

—Señora, si después que se haya vaciado me regalase aquella botellita azul de licor se lo estimaría como un gran favor.

Mi tía se lo prometió riendo y la calma renació en su espíritu.

Tal era aquel hombre singular y tal quisiera que fuereis vosotros también. Porque era un sabio que servía a Dios y amaba a su prójimo.

—¿Era un sabio?

—Sí, era un sabio. Pasaba su vida o rezando o leyendo. Poseía gran copia de libros que tenía amontonados en sendos cajones de azúcar, los cuales no yacían en el suelo sino que pendían del techo colgados por fuertes cordeles y se balanceaban al más leve contacto dentro de su habitación. Acaso juzgara don Antonio que así columpiados sus libros estarían mejor dispuestos para comunicarle la ciencia que guardaban.

Don Antonio Joyana trataba a los hombres solamente como hombres. Para él un zapatero era un hombre y un marqués otro hombre. Las diferencias sociales nada añadían a sus ojos a la imagen de Dios.

Recuerdo que en una jira campestre, a la cual asistí, siendo ya un joven, y en la cual tuvimos el honor de llevar con nosotros a algunos empingorotados personajes y a unas damiselas más pagadas de su estirpe que las hijas de una familia reinante, don Antonio comenzó a tratar a estos personajes con tal confianza y tan graciosa familiaridad que nos hizo mucho reír. ¡Pero los próceres, y sobre todo las altas y poderosas señoritas no reían, no! ¡Qué cara de vinagre! ¡Qué gestos despectivos!

«¡Bravo, don Antonio!»—exclamábamos todos en voz baja con íntimo regocijo.

Y don Antonio sin ver nada, sin advertir los gestos desdeñosos y las miradas coléricas iba de uno a otro aristócrata, de una a otra damisela, poniendo a aquéllos la mano sobre el hombro, dirigiendo a éstas saladas cuchufletas, que dicho sea con verdad, resultaban un poco burdas.

Fué una de las pocas veces en que vi a la verdad y a la naturaleza triunfar de la convención y la mentira.

Los hombres de este temple, ni se asombran de nada ni tienen miedo a nadie.

Una tarde entraron de improviso algunos ladrones enmascarados en la posesión de Illas. Después de sorprender a los criados que estaban en la planta baja de la casa y haberlos maniatado y amordazado subieron al piso superior y penetraron en la habitación de don Antonio. Este se hallaba leyendo como de costumbre.

—¡Alto, no se mueva usted!

Don Antonio levantó la cabeza y paseó una mirada con más curiosidad que miedo por aquellos foragidos. Entre ellos había uno de tan exigua estatura y corpulencia que parecía un chicuelo de catorce o quince años. Don Antonio se fijó en él, y alzándose de la silla entre risueño y encolerizado, le sacudió por el brazo, diciéndole:

—¿A ti, mequetrefe, quién te ha metido en estas aventuras? ¡Anda a la escuela, majadero!

Sacando luego una llave del bolsillo la tiró al suelo.

—Ahí en ese armario tenéis todo el dinero que hay en casa. ¡Cuidado con romperme la botella de tinta que está junto al talego!

Después se sentó otra vez y siguió leyendo.

Pues bien, este hombre virtuoso y magnánimo, siento decirlo, pagó también su tributo a la flaqueza humana. Una pasión desgraciada apoderándose de sus sentidos y empañando los más claros principios de su intachable conducta logró en cierta ocasión empujarle al crimen.

No fué una mujer hermosa la que inspiró aquella pasión loca que tan gravemente comprometió la salvación de su alma, sino unos animales inmundos.

Mi tío Alvaro hacía criar algunos cerdos en la posesión de Illas para el abastecimiento de su casa. Don Antonio desde el primer año que allí estuvo se comprometió a vigilar su crianza. ¡Nunca hubiera tomado sobre sí este cargo! A la manera que un joven libertino, satisfaciendo los caprichos de su querida, colmándola de regalos y vaciando el bolsillo para adornarla con preciosas joyas, va poco a poco hundiéndose en el amor y perdiendo su albedrío, así nuestro capellán, procurando toda clase de regalos nutritivos y mimando a aquellos groseros animales, cual si fuesen hijos de sus entrañas, quedó preso en las redes de una pasión desgraciada.

No le bastaban las más finas verduras y legumbres de la huerta, no le bastaban los relieves de su mesa y de la de los criados, no era bastante el maíz y la harina que sustraía del pienso de las vacas y caballos. Llegó a entrar en el granero donde se guardaba el trigo con que pagaban su renta los colonos de mis tíos y tomar de allí serias cantidades para satisfacer la voracidad de sus adorados cerdos.

Cuando se acercaba el día de la matanza nuestro capellán perdía el apetito y el sueño. Se le veía silencioso y taciturno. Pasaba largos ratos contemplando con ojos enternecidos a aquellas inocentes criaturas que presto iban a sucumbir de muerte violenta. Y el día mismo llegado, don Antonio desaparecía de casa y no volvía a ella hasta la noche.

Al año siguiente igual. Don Antonio se prometía no apasionarse por aquellos pequeños y tiernos animalitos que le entregaban; pero viéndoles comer, viéndoles engordar no podía resistir al atractivo de sus encantos y se entregaba. Su ardiente caridad iba más allá que la de San Francisco. Porque si éste decía: «—Hermano borrico», don Antonio decía: «—Hermano cochino». Acaso querría indemnizarse de las muchas veces que había tenido que exclamar para sus adentros: «¡Cochino hermano!»

Pero voy a narrar con mucho disgusto de qué modo el demonio tentó y sedujo a aquel santo varón y le arrastró a cometer una acción vergonzosa.

Cuando vino mi tío Alvaro durante el verano a pasar algunos días en Illas los criados le enteraron de los abusos que don Antonio cometía contra el granero en favor de los cerdos. Esto le disgustó como puede suponerse. Llamó al capellán y le hizo amigable y dulcemente algunas observaciones. Don Antonio bajó la cabeza y prometió atenderlas.

Pero allá en el infierno Satanás se frotó las manos y exclamó riendo: «¡Ya veremos!»

Una noche entre las doce y la una se hallaba mi tío entregado al sueño cuando un criado llamó quedo a la puerta de su alcoba. Despertó sobresaltado y le invitó a que entrase.

—¡Señor, hay ladrones en casa!—le dijo al oído.

Esta noticia no era a propósito para tranquilizarle.

—¿Dónde están?

—Acaban de entrar por la puerta de atrás en la cocina de abajo—le respondió con voz de falsete tenue como un soplo de la brisa de Mayo.

Mi tío comprendió que ya era imposible oponerse al asalto de su casa. Se sentó en la cama dispuesto a esperarlos y dijo:

—Ve a ver lo que hacen.

Al poco rato apareció de nuevo.

—¡Señor, están ya en el comedor!

A mi tío, aunque hombre valeroso, le latía con violencia el corazón.

—¡Señor, han llegado a la escalera y empiezan a subirla!

Desapareció el criado y tardó un rato en presentarse de nuevo. Cuando lo hizo al cabo, venía apretándose las ijadas de risa.

—¡Señor, si es don Antonio que viene con un saco!

—¿Don Antonio? ¿Un saco?

—Sí, señor; sin duda va al granero a robar trigo para los cerdos.

Mi tío respiró con satisfacción, estuvo unos instantes suspenso y le dijo:

—Bueno, vete a la cama y no digas una palabra de esto a nadie. Ya lo arreglaremos mañana.

En efecto, al día siguiente pidió con un pretexto plausible la llave del granero al capellán y nunca más volvió a entregársela.

Yo no tuve conocimiento en aquella época de este grave pecado de don Antonio. Si lo hubiera tenido es casi seguro que se lo hubiera perdonado. ¿No me había perdonado él que entrase furtivamente en la despensa y me comiese las mermeladas de mi madre?

Declaro que me sentía atraído hacia aquel hombre, y mi primo José María igualmente. A los dos nos era extremadamente simpático, quizá porque adivinásemos en él un niño como nosotros, más grande y más sabio.

José María de las Alas era mi primo y mi tío a la vez, porque su madre era prima hermana de la mía y su padre hermano de mi abuela. Teníamos la misma edad y nos queríamos entrañablemente como si fuéramos hermanos. Pasábamos la vida juntos, él en mi casa o yo en la suya; y las horas de escuela también juntos porque asistíamos ambos a la de don Juan de la Cruz.