Pues un día, en las vacaciones de Agosto, nos vino a la mente la idea de hacer una visita a don Antonio Joyana en Illas. Quedamos en reunirnos a las ocho de la mañana en los soportales de Galiana, y en efecto desde allí emprendimos la marcha por la carretera en uno de los días más espléndidos de aquel verano.
¡Qué radiante sol! ¡Qué fresca brisa! ¡Qué gorjeos de pájaros! ¡Qué mugidos de terneros! ¡Cuán felices caminaban aquellos dos niños por la estrecha carretera guarnecida de zarzamora!
La posesión de Illas dista de Avilés algunos kilómetros, no sé cuántos; nosotros los recorrimos en poco más de una hora. Nos recibió a la puerta de casa Pepa, la vieja hermana de don Antonio, y nos dijo que éste se hallaba en su cuarto y nos invitó a subir.
Llamamos a la puerta del gabinete con los nudillos de los dedos.
—¿Quién va?
—Somos nosotros.
—¿Quiénes sois vosotros?
—José María y Armando.
—Estoy rezando.
Puesto que don Antonio estaba rezando, nosotros debíamos sentarnos en la escalera y aguardar a que terminase. Así lo hicimos y esperamos un buen rato. Al cabo apareció con su gorro negro y sus gafas azules y nos abrazó dando muestras de gran regocijo. Pasamos a su cuarto donde todos los elementos estaban mezclados y confundidos como en el caos, y procedió a descolgar de la pared dos sillas que pendían de sendos clavos y nos hizo sentar en ellas. Después, dando paseos por delante de nosotros con las manos a la espalda, se informó prolijamente de la tarta de borraja y del queso de almendra que habíamos comido en casa de la tía Bruna el día de su cumpleaños, del moquillo que estaba padeciendo Milord, el perro del tío Víctor, de las ciruelas que la tía Felisa había cosechado en la posesión de los Carbayedos y de otros extremos no menos interesantes que nos llegaban directamente al alma. Cuando hubimos terminado de desahogar nuestra conciencia, don Antonio nos preguntó muy cortésmente si teníamos hambre. Antes que le hubiéramos respondido llamó a grandes voces por el hueco de la escalera a su hermana y le ordenó que nos sirviesen lo más pronto posible algo de almorzar. Después se acercó a la ventana, la abrió de par en par y se asomó a ella. Una sonrisa de felicidad incomprensible dilató su rostro.
—¡Mirad, hijos míos, mirad!
Nos asomamos como él y vimos allá en el fondo del patio tres o cuatro cerdos tan gordos que no se podía entender cómo escapaban a la apoplejía.
—¿Qué os parece?—nos preguntó triunfante.
—¿Por qué no los matan ya?—pregunté yo con la mayor inocencia.
Don Antonio me dirigió, al través de sus gafas, una mirada pulverizante. Pero meditó sin duda que yo era un pequeño pagano con una cultura superficial y no se dignó responder.
—Ahí donde los veis, cada quince días aumentan media arroba de peso... Pero yo creo que Proudhon aumenta más.
—¿Cuál es Proudhon?—preguntó mi primo.
—El de la derecha, el de las orejas rajadas... Todas las noches antes de acostarme abro la ventana y les doy las buenas noches. Ellos levantan la cabeza cuanto pueden y me responden gruñendo.
Quedamos admirados de tanta inteligencia, lo cual hizo concebir a don Antonio una idea ventajosa de la nuestra.
Nos llevó inmediatamente a la huerta y nos obligó a admirar las coles, los guisantes y las cebollas que allí tenía. Antes que hubiésemos terminado de admirarlas llegó Pepa para hacernos saber que nuestro refrigerio estaba preparado.
Era una inmensa tortilla de jamón. Mi primo y yo nos arrojamos vorazmente sobre ella y en poco tiempo logramos dejarla bien chica. Pero el jamón estaba rabiosamente salado y pedimos agua con ansia.
—No la hay—nos respondió don Antonio en tono perentorio.
Quedamos aterrados.
—¿No hay agua?... ¡Pues nosotros tenemos mucha sed!
—¡Pepa!—gritó el capellán—saca dos botellas de la bodega y tráelas.
Vinieron dos botellas de vino blanco y pudimos saciarnos. Mas sucedió lo que ya puede concebirse. Un cuarto de hora después comenzamos a dar señales de trastorno mental. Tiramos algunos platos al suelo, nos desabrochamos la camisa, cantamos a gritos y llamamos vieja y fea a la hermana del capellán.
Este se puso serio y se dió cuenta, aunque tarde, de la gran imprudencia que había cometido. Inquieto en grado sumo no se le ocurrió al pobre hombre otra cosa que invitarnos a marchar a nuestras casas. Con gran premura nos hizo salir a la huerta y a paso largo nos condujo hasta la puerta enrejada de salida.
No habíamos dado cien pasos por la carretera cuando mi primo se detuvo repentinamente y echando miradas feroces a derecha e izquierda me anunció de un modo categórico que él, José María, era el chico más valiente de Avilés.
Esta declaración no pudo menos de dejarme estupefacto. Porque mi primo era un niño inteligentísimo, pero enfermizo y desmedrado a tal punto que en la escuela se burlaban de él y no pocas veces tuve que salir a su defensa.
Ignoro por qué, mas en aquel instante me inspiró tanta lástima que en vez de contradecirle le abracé y le besé con efusión manifestándole al mismo tiempo con la mayor vehemencia que nadie le pondría la mano encima en mi presencia y que estaba dispuesto a dar por él toda mi sangre. Pero él rechazó mis caricias con increíble ferocidad, diciendo que no necesitaba para nada de toda ni de parte de mi sangre porque se bastaba y se sobraba para hinchar las narices a todos los chicos de Avilés, tanto de la villa como de Sabugo.
Yo insistí en ofrecérsela con igual vehemencia y él en rechazarla con la misma ferocidad. Tan tercos nos pusimos ambos que faltó poco para que viniésemos a las manos, quiero decir para que me pegase, porque yo me hallaba en un estado de enternecimiento tal que me hubiera dejado matar antes que hacerle daño alguno. Las lágrimas corrían abundantes por mis mejillas y a cada instante me detenía para abrazarle y besarle, cosa que a él le indignaba muchísimo.
Alguna vez me descuidaba también en ofrecerle mi sangre de nuevo y entonces su furor no tenía límites.
Para demostrarme sus fuerzas excepcionales y su coraje se daba golpes en el pecho con los puños como un atleta y amenazaba con ellos a los aldeanos que íbamos tropezando por el camino y los desafiaba a singular combate. Yo observaba, con asombro, que en vez de irritarles con estos retos se ponían todos extremadamente alegres, reían a carcajadas y nos seguían con la vista largo trecho después que habíamos pasado.
En esta disposición llegamos a casa. Tanto mi madre como mi tía Justina pusieron el grito en el cielo al vernos; se apresuraron a llevarnos a la cama y mientras nos desnudaban estalló su indignación en muy pesadas palabras contra «el loco de don Antonio Joyana».
XVI
MI PADRE
Personas hay tan admirablemente dotadas para la domesticación que ningún animal, por salvaje y obtuso que sea, les resiste. He visto lobos y conejos y cuervos y hasta pulgas y cerdos maravillosamente amaestrados, y se cuenta de un prisionero en la Bastilla que llegó a domesticar una araña. Una señora amiga mía logró que los gorriones parados en el alero de su tejado entrasen en su dormitorio y allí durmiesen. Por la mañana al despertarse venían a su cama y comían alegremente las migas de bizcocho que les repartía, hecho lo cual se despedían hasta la noche.
A nadie, sin embargo, he visto en mi vida con mayores aptitudes para reducir y educar animales que a mi padre. Pero los que escogía para sus notables experiencias eran siempre animales bípedos más o menos racionales. Un juez de instrucción, un promotor fiscal, un coronel, un registrador de la propiedad o cualquier otro funcionario que llegaba a nuestra villa y que se hacía inmediatamente temer por su genio adusto o por un temperamento bilioso e irascible. Mi padre se sentía atraído hacia esta clase de sujetos y no sosegaba hasta colocarse en situación de ejercitar sobre ellos aquellas naturales disposiciones con que el cielo le había dotado.
No se pasaba mucho tiempo sin que la villa viese con estupefacción al montaraz funcionario paseando emparejado con mi padre y completamente desarrugado, feliz y sonriente. En Avilés habitaba un tío abuelo mío con rostro y talle de inquisidor; alto, enjuto, aguileño, mirada dura y penetrante. Era persona inteligente y de muchas letras, pero de un orgullo tal y de humor tan desapacible que vivía materialmente aislado desde hacía largos años. Cuando mi padre vino a establecerse con su esposa en aquella villa la existencia de este viejo severo cambió por entero. Que hiciese bueno o malo todos los días llegaba a nuestra casa buscando a mi padre, salía con él de paseo, se mostraba locuaz y por primera vez después de veinte años reía a carcajadas.
Pensando en este raro privilegio del autor de mis días llegué a concebir claramente que no debía atribuirse a la amenidad de su conversación, que era grande por hallarse dotado de una imaginación pintoresca, memoria felicísima, espíritu observador y afluencia de palabra. Todas estas dotes las poseen muchos hombres sin que logren hacerse amar. Se les escucha con placer, pero no se les busca con empeño ni menos se les hace compañeros íntimos y confidentes. El secreto de mi padre era otro y consistía en la ausencia de vanidad. Era una ausencia completa, absoluta, inverosímil; era una fuerza opuesta y contraria que en vez de empujarle a producir y realzar su persona como acaece a casi la totalidad de los hombres le arrastraba a disminuirla y borrarla.
La verdad me obliga a confesar que esta rarísima cualidad no tenía un fundamento religioso; no era lo que se llama humildad cristiana. Procedía más bien de un rasgo original del carácter por lo cual alguna vez tocaba en el capricho o la extravagancia. A este rasgo se unía un pesimismo más original aún. Mi padre era un pesimista teórico y un optimista práctico, de cuyo contraste resultaban efectos verdaderamente cómicos. Pensaba como Schopenhauer que el dolor es lo único positivo en la vida y que este mundo es triste por esencia, pero él vivía siempre contento y ponía contentos a cuantos se le acercaban; creía con el Eclesiastés que todo es vanidad y él se las arreglaba para no tener ninguna. ¡Había que oírle lamentarse de la existencia, exhalar singulares profecías y vaticinar cataclismos! Cinco minutos más tarde nos contaba una anécdota chistosa y después de habernos apretado el corazón y llenarnos de angustia nos hacía estallar en carcajadas.
Así que llegó a los cuarenta años y a pesar de gozar una salud robustísima se reconoció como un anciano decrépito: cuando se hablaba de años bajaba la cabeza tristemente, suspiraba y decía con voz desfallecida que se hallaba ya «con un pie en el sepulcro». Si admiraban su memoria se ponía a contar en seguida cualquier incidente en que aparecía como un hombre desmemoriado; si hacían notar su aspecto robusto y sano, se llevaba con desesperación la mano a los riñones y decía que su organismo «estaba minado»; si ensalzaban las cualidades de cualquiera de sus fincas se ponía a hablar de las de los vecinos colocándolas muy por encima de las suyas. Para verle enfurecido no había más que suponerle con alguna influencia en la región, aunque era el primer contribuyente. Un día le hallé particularmente risueño y satisfecho porque un millonario de Bilbao a quien le presentaron en el café le había hablado con tono protector y compasivo:—«No puedes figurarte—me decía riendo a carcajadas—cuánto me despreció aquel buen señor.»
Y con nosotros sus hijos también practicaba largamente este su anhelo desmedido de abatimiento. ¡Caso extraño, porque los padres aunque sean modestos por su cuenta no lo son casi nunca por la de sus hijos! Yo era el menos inteligente y aprovechado de la escuela y me daba en rostro no con uno ni dos sino con un tropel de chicos que a su parecer eran lumbreras esplendentes a mi lado. Ni se imagine que esto era un rasgo de habilidad o un artificio pedagógico. Se hallaba perfectamente convencido de ello y la prueba es que cuando llegaron ciertos exámenes extraordinarios en la escuela juzgándome yo absolutamente inepto no me atreví a presentarme y mi padre quedó de esta vergonzosa retirada muy satisfecho.
Pues bien; repito que a esta modestia encarnizada no a su donaire, debía mi padre sus éxitos en el mundo. Los hombres aman la modestia en los demás y la prefieren con mucho al talento, a la riqueza y a la hermosura. Debieran amarle también por su exquisita sensibilidad, pero no lo hacían: la sensibilidad no es valor que se cotice en el mercado social. Dios me perdone, pero imagino que esta sensibilidad era el único punto flaco que el mundo hallaba en mi padre. Yo he visto a sus amigos sacudir la cabeza y sonreír burlonamente cuando advertían en él señales de emoción. Y mi padre por más esfuerzos que hacía no lograba ocultarla. Si escuchaba una orquesta, si se sentaba frente al mar a la hora del crepúsculo, si le narraban un incidente desgraciado o se ponía a tararear una canción de su niñez, le saltaban fácilmente las lágrimas; y cuando en la calle veía maltratar a un niño o a un animal se ponía rojo y con riesgo de ser agredido no vacilaba en increpar duramente al autor de la crueldad. Recuerdo que un carpintero fué denunciado por los vecinos a causa de los malos tratos que daba a un hijo suyo, niño de ocho o nueve años de edad. Mi padre era entonces juez de paz, y al escuchar de labios de un testigo cómo aquel bruto desnudaba a su hijo, le amarraba y le azotaba sin piedad, saltó de su sillón y sacudiendo al feroz carpintero por las solapas le gritó:—«¡Bárbaro, bárbaro, bárbaro! ¡Es usted un miserable!»
Por lo demás estos eran los únicos casos en que podía aparecer como un hombre violento. Su calma y su dulzura eran proverbiales y su condescendencia tan excesiva, que provocaba, como acaece casi siempre en este desgraciado mundo, el abuso. Los criados, los arrendatarios, los hijos, todos abusábamos de su bondad. Era uno de esos hombres a los cuales se puede hacer daño impunemente, porque hay la seguridad de que no lo volverá. Y sin embargo, no le faltaban medios para ello: no daba su bondad como los pomares dan las manzanas sin saberlo y sin quererlo, según decía Diderot. Su inteligencia, su conocimiento del mundo y su gran perspicacia le suministrarían recursos para hacerse temer si así lo quisiera.
Hay que confesar, no obstante, que nadie le hizo jamás grave daño y sólo tuvo que sufrir las pequeñas molestias y los pequeños abusos que el pequeño egoísmo engendra. Era generalmente amado y murió sin haber tenido en toda su vida ni un enemigo, ni un envidioso. Esto último me parece increíble; no lo era en su caso porque ya hemos visto de qué modo original desarmaba a la envidia. Cuando estalló la guerra carlista, nuestro valle de Laviana fué el cuartel general de los partidarios del Pretendiente en Asturias. Por allí merodeaban a la continua pequeñas partidas que no eran modelo de disciplina. Nuestra casa fué respetada siempre a pesar de las ideas liberales de mi padre. Es más, tal confianza inspiraba su lealtad, que un cabecilla perseguido vino a refugiarse en ella. Le tuvimos por huésped algunos días y le hubiéramos tenido indefinidamente si él mismo, por temor a comprometernos, no se hubiera ido. Al día siguiente de su partida paseábamos mi padre y yo con mi hermanito pequeño por las cercanías de la Pola, cuando acertamos a ver una compañía de soldados que marchaba hacia nosotros. Al acercarse pudimos contemplar con tristeza a nuestro huésped en el medio y amarrado, quien tuvo la delicadeza de no saludarnos ni aun de mirarnos. Pero mi hermanito exclamó en voz alta: «¡Papá, este es el señor que comía con nosotros y se marchó ayer!» Mi padre se puso pálido y yo me sentí sobrecogido. El capitán, al oír estas palabras, volvió la cabeza vivamente, miró al niño, miró a mi padre y, sonriendo maliciosamente, nos hizo un saludo con su espada.
XVII
MISTERIOS DOLOROSOS
Un lunes por la tarde iba yo a su casa; otro lunes por la tarde venía él a la mía; era día de mercado y no teníamos escuela sino por la mañana. Lo pasábamos deliciosamente, como nadie podrá dudar sabiendo que lo mismo la casa de mi amigo Juanito que la mía poseían un espacioso jardín donde jugábamos a la peonza, al volante y al salto, donde trepábamos a los árboles y alcanzábamos ciruelas y peras en su más tierna infancia, donde ensayábamos nuestras aptitudes para la ingeniería y arquitectura alzando edificios con tejas rotas, barro y arena, trazando canales, abriendo pantanos, donde nos ejercitábamos en el arte de conducir vehículos haciendo alternativamente él y yo de caballo y cochero, donde encendíamos hogueras y asábamos patatas, donde por fin, cuando llegaba el caso, nos dábamos de mojicones y nos tirábamos de los cabellos.
Su jardín era más dilatado que el mío; por tanto los fogosos caballitos podían correr y caracolear a su sabor; pero el mío tenía allá en el fondo un hórreo y esto constituía una ventaja inapreciable. Porque debajo de este hórreo nos guarecíamos cuando hacía mal tiempo y nos divertíamos sin necesidad de meternos en casa y sufrir la presencia enfadosa de la familia. Además nos servía de escondrijo para ocultar todos aquellos objetos que merecían ocultarse, particularmente la fruta verde, de la cual acumulábamos tal cantidad, que alguna vez se pudría sin comerla. Esta fruta verde era el negocio más interesante y reservado de nuestra existencia. Mi madre nos tenía prohibido, bajo penas severísimas, tocar a la fruta, y nos vigilaba bastante desde casa y nos hacía vigilar. Prodigios de ingenio y habilidad se necesitaban para burlar esta vigilancia. Los desplegábamos, y pocas veces éramos cogidos in fraganti.
Lo fuí, sin embargo, en cierta ocasión, pero no por mi madre. Pluguiese al cielo que ella hubiera sido, aunque me costase algunos coscorrones. Lindante con nuestra huerta o jardín había otro mucho mejor cuidado y provisto. Pertenecía a unos señores que vivían en la casa contigua, dos hermanos y dos hermanas ya viejos y solteros, personas graves, correctísimas, pacíficas y silenciosas. No nos tratábamos; pero ellos y mis padres, en la calle, o desde el balcón, se saludaban muy ceremoniosamente.
Aquel su jardín rebosaba de fruta dulce y sazonada, que tanto a mi amigo Juanito como a mí nos llevaba los ojos y nos tentaba. Había particularmente un árbol tan cargado de enormes peras que era una verdadera bendición.
Las contemplábamos cierto día con avidez, cuando el diablo nos sugirió la idea de apoderarnos de algunas de ellas. La pared de nuestro jardín no era muy alta y tenía un pretil que llegaba hasta la mitad; de modo que fácilmente lo dominábamos. Pero el de nuestros vecinos estaba mucho más bajo, por lo cual había que descolgarse para llegar a él, lo cual no era fácil. Mas como nuestro ingenio venía ya ejercitado de largo tiempo por otras empresas, se nos ocurrió el arbitrio feliz de servirnos de una de las astas de banderolas que allí teníamos pertenecientes a las obras de canalización de la ría, cuyo director era mi tío como ya he dicho.
Después de cerciorarnos bien de que nadie había en los balcones de la casa contigua, ni desde la nuestra nos espiaban, apoyamos una punta del asta en nuestra pared y la otra en el jardín vecino, monté sobre ella y me deslicé facilísimamente, atravesé el jardín en toda su anchura, pues el peral se hallaba en el extremo opuesto, arranqué dos peras, las oculté en los bolsillos y vuelvo rápidamente. Mas al atravesar de nuevo el jardín dirijo una mirada a la casa y observo con espanto que en el amplio balcón de madera de nuestros vecinos se hallaban los cuatro hermanos contemplándome con ojos serios, más sorprendidos que irritados. Me acerco a la pared y ¡oh rabia! advierto que no puedo escalarla. Como sucede casi siempre en los negocios de la vida había visto la entrada pero no la salida.
Esta era punto menos que imposible. Aunque procuro trepar por el asta que me había servido para deslizarme, pronto eché de ver que nunca lo lograría. Subir por la pared no había que pensarlo. Entonces en el colmo de la angustia llamé a Juanito que se había ocultado cuando vió a nuestros vecinos en el balcón. Vino en mi ayuda, me tendió una mano, y agarrándome a ella, pude, con muchísimo trabajo, montar sobre la pared.
Todas estas operaciones exigieron bastante tiempo y yo, sin volver la cabeza, veía posados sobre mí los ojos de aquellos respetables señores. Nadie puede figurarse la confusión y vergüenza que de mí se habían apoderado. Si hubiesen gritado, si me hubieran increpado creo que sería cien veces menor; pero aquella grave tranquilidad, aquel silencio me abrumaban y por largo tiempo después, cuando recordaba esta escena, sentía que me subían los colores al rostro.
Además del hórreo poseía nuestro jardín la ventaja de una fuente con copioso chorro de agua que corría incesantemente. Esta agua no se enturbiaba jamás y cuando a la de las fuentes públicas le ocurría tal alteración los vecinos de la calle o sus criados acudían a pedirnos permiso para llenar sus vasijas. Era un constante llamar a nuestra puerta todo el día bastante enfadoso, pero no vi a mi madre, a pesar de su genio vivo, quejarse nunca ni mostrar impaciencia.
Sin embargo, yo me divertía infinitamente más en casa de mi amigo Juanito, no sólo por la novedad de salir de la mía, sino porque tenía una hermana de diez y seis años, alegre y juguetona, que nos ayudaba en nuestros recreos y excitaba y protegía nuestras travesuras. Era deliciosa aquella Paquita con su naricita remangada, sus ojos chispeantes y la extrema movilidad de su cuerpo. Inagotable en sus recursos, felicísima en sus invenciones, dispuesta a toda clase de farsas, infatigable para seguirlas, nos manejaba a su antojo y nos embriagaba con su alegría. Un día nos disfrazaba con sus propias ropas, nos hacía llamar a la puerta y nos introducía en el salón anunciando a su madre la visita de dos señoras; otro me disfrazaba de doméstica, me ponía un pañuelo a la cabeza y un delantalito blanco y me enviaba a la tienda próxima a comprar agujas; o bien disponía el bautizo de una muñeca, vestía a uno de nosotros de sacerdote, a otro de monaguillo, hacía partícipes a las criadas de la solemne ceremonia y la seguía hasta el final con toda gravedad y diligencia; o bien ella misma se disfrazaba de hombre, se ponía bigote, tomaba un bastón y entraba fumando un cigarro como médico en el cuarto de una criada que se hallaba enferma. Nos hacía representar escenas de comedias, nos hacía cantar, nos obligaba a pedir limosna con voz plañidera desde la puerta, jugaba al escondite con nosotros, nos echaba polvos de arroz en la cara y nos enseñaba el lenguaje de las manos, en el cual era peritísima. En fin, que si hubiera seguido toda la vida a su lado, ella siempre con sus diez y seis años y yo con mis diez imagino que nunca hubiera maldecido de la existencia ni habría experimentado la necesidad de estudiar metafísica.
El reverso de esta encantadora joven era su mamá doña Leocadia, tan tristona, tan adusta y lacrimosa. Había sido una hermosa mujer, según afirmaba mi madre, y aún se advertían en su rostro las señales, pero se hallaba bien ajada, más aún por las tristezas que por los años, pues no pasaría mucho de los cuarenta. Doña Leocadia se había acostumbrado de tal modo a llorar y moquear y suspirar y hablar en tono quejumbroso, que si le tocase la lotería estoy seguro de que nos hubiera dado la noticia con acento desgarrador. Yo no podía mirar su rostro, donde las lágrimas parecían haber trazado surcos indelebles, sin acordarme de la Dolorosa que se venera en la iglesia de San Nicolás. Y me sorprendía mucho no ver sobre su pecho las siete espadas que traspasan el corazón de esta imagen. Es posible que las llevase ocultas debajo de la ropa.
¿Quién clavaba, no siete, sino setecientas espadas en el pecho de aquella dolorida señora? Todos, todos la martirizaban en su casa, pero muy particularmente ¡quién lo diría! su digno esposo don Julio. Yo no lo hubiera concebido en aquella época, porque don Julio era el hombre más simpático, alegre y cariñoso del mundo. Pues precisamente por ser demasiado alegre y cariñoso es por lo que daba pesadumbres infinitas a doña Leocadia, a lo que podía entender vagamente cuando mis padres hablaban de este matrimonio. Si salía en la conversación el nombre de don Julio mi padre sonreía y mi madre se ponía seria. Don Julio pasaba los días en el café y las noches no se sabía dónde; vivía de sus rentas, pero las iba mermando poco a poco, vendiendo hoy una finca, mañana otra. Y de este dinero derrochado, el que más le dolía a doña Leocadia, no era el que se empleaba en los licores espirituosos, en el juego, en jiras a San Juan y al bosque de la Magdalena. Otro había ¡otro! que le tocaba más en el alma. Pero no hablemos de estas cosas que ahora comprendo perfectamente y entonces no.
La alegría de don Julio era comunicativa. Tenía un modo de reír característico que hacía fluir inmediatamente la risa a los labios de los otros. Sus carcajadas eran tan claras, tan sonoras y espontáneas que no se confundían con las de ningún otro. Estas carcajadas salían como gozosa cascada mezcladas a los chasquidos de las bolas de billar por los balcones del café de la Plaza haciendo bailar mi corazón con ansia de placeres cuando por allí acertaba a pasar.
El café de la Plaza, que ocupaba el principal de una casa, se llamaba en realidad Café del León de Oro, a juzgar por la muestra que sobre él se parecía, pero jamás de memoria de hombre lo llamó nadie de este modo. Cuando no le llamaban café de la Plaza se decía Café de Tomasín, porque tal era el nombre de su dueño, un anciano de baja estatura, que sólo recuerdo vagamente. Este anciano tenía una hija que dirigió aquel café largos años con tal brillantez y fortuna que llegó a ser una institución en Avilés.
Pues este café era el teatro donde nuestro don Julio ejercitaba casi todas las preciosas cualidades con que la providencia de Dios le había dotado. Jugaba al tresillo y al golfo como los ángeles, y al billar como los serafines que rodean al Altísimo: las carambolas no tenían fin cuando empuñaba el taco; en cuanto al chapó no es posible que nadie poseyese mayor finura y precisión para colocar la bola donde quería. Y con esto ¡qué reír, qué gritar, qué bromear, qué chorro de donaires! No parecía mas que aquel café se había abierto exclusivamente para don Julio, y don Julio, engendrado con el único fin de jugar al chapó en aquel café. Cuando mi padre me llevaba alguna vez allí para tomar un sorbete de fresa y veía a don Julio con su gran barba negra y rizada y el taco en la mano, riendo, gesticulando, no acertaba a comprender cómo en mi casa se hablaba mal de un caballero tan cumplido, me parecía un absurdo que se pudiera dirigir ningún reproche serio a un hombre capaz de hacer veinticinco o treinta carambolas seguidas.
Todavía tenía doña Leocadia otro reverso en casa y era su hijo Adolfo, mancebo de dieciocho años bien fornido y espigado y atrozmente velludo. El pelo le llegaba al medio de la frente mostrando ansias locas de reunirse con el de las cejas y le invadía ya a pesar de su corta edad las mejillas. Sus ojos apagados y entreabiertos, la nariz imitando groseramente la de su hermana, las espaldas anchas y abovedadas, sus modales desmañados y torpes. En fin, el hermano de mi amigo Juanito tenía todo el aspecto de un bruto... y los hechos también. Sombrío, taciturno, ceñudo como su madre, gandul y calavera como su padre no había sido posible hacer carrera de él. Después de salir de la primera enseñanza se trató de que aprendiera latín enviándole a una cátedra que había en el convento de San Francisco. Un fracaso. Le enviaron después a la escuela privada de don Román para estudiar matemáticas. Mayor fracaso aún. Por fin le habían colocado en el comercio de un amigo a fin de que se fuese enterando de la marcha y secretos de la carrera comercial; pero más de la mitad de los días no parecía por allí. Con otros cuantos jóvenes tan interesantes como él vagabundeaba por la villa y sus afueras, introduciéndose para descansar en las capillas de Baco o en otros sitios aún menos respetables.
Pues a pesar de todo esto su madre le adoraba; era el predilecto de su corazón. No hay duda que la hacía sufrir mucho con su conducta y que en vez de agradecer las caricias que le prodigaba, su paciencia y sus desvelos, no perdonaba ocasión de vejarla con groseros desvíos y la ostentación cínica de sus vicios; pero ella se lo perdonaba de buen grado, de mejor grado, aunque parezca monstruoso que a su señor y marido don Julio. En cuanto a nosotros, esto es, en cuanto a Juanito y a mí le admirábamos y le temíamos. El ignoraba nuestra existencia.
En las tardes cortas del invierno así que empezaba a obscurecer nos entrábamos en casa y jugábamos con Paquita y las criadas del modo más agradable y divertido que jugó nadie en el mundo desde que éste fué sacado por Dios de la nada. Jugábamos a la gallina ciega, jugábamos al escondite, jugábamos al milano que le dan, cebollita con el pan... (Un amigo mío aficionado a las investigaciones eruditas me ha comunicado que primitivamente debía decirse al esclavo que le dan. Es casi seguro, porque lo del milano no tiene sentido común. Sin embargo yo prefiero el milano: es más pintoresco.)
Y cuando nos hartábamos de jugar, Josefa, una gruesa y añosa costurera que doña Leocadia tenía, nos juntaba en torno suyo y nos refería cuentos deliciosos de princesas encantadas y moras enamoradas de cristianos. Parece que me estoy viendo en aquel gran comedor sencillo y confortable. Había dos grandes grabados con marcos de caoba representando el uno la Maldición del padre (la Malediction paternel, de un antiguo pintor francés cuyo nombre no recuerdo), y el otro la entrevista de Alejandro Magno con la familia del vencido rey Darío. Después se rezaba el rosario y me llevaban a casa o venían a buscarme, que era lo más frecuente. Por ciertas curiosas particularidades durante él acaecidas quedó impreso en mi memoria uno de estos rosarios.
Una noche nos arrodillamos todos como siempre en el comedor delante de una imagen de Nuestra Señora del Rosario pintada al óleo. Doña Leocadia se ponía delante casi tocando la pared debajo del cuadro, Paquita detrás, nosotros más atrás aún y las criadas completamente a retaguardia.
Doña Leocadia con su rosario de nácar en la mano y los ojos puestos en la sagrada imagen dijo con voz plañidera:
—Misterios dolorosos del santísimo rosario. Primer misterio: de la Oración en el Huerto: Padre nuestro que estás en los cielos...
Nosotros respondíamos en voz alta y también un poco plañidera aunque no tanto.
—Segundo misterio doloroso: de los azotes que el Hijo de Dios sufrió atado a una columna: Padre nuestro que estás en los cielos...
Antes que terminase el decenario Paquita se levanta y va a cerrar el mirador que se hallaba abierto. Doña Leocadia vuelve la cabeza y la sigue con la vista sin dejar el rezo. Paquita se detiene un poco dentro del mirador y entonces su madre suspende el rezo, se levanta bruscamente y va con paso rápido hacia allá.
—¡Ya me lo parecía a mí!—exclama con acento colérico después de echar una mirada investigadora a la calle—. ¡Allí está el mequetrefe debajo del farol!... ¿Y para eso te levantas y dejas el rosario, pícara?... ¡Toma, toma, desvergonzada!
Y le aplicó dos soberbias bofetadas. Paquita lanzó un gemido y comenzó a protestar altamente de aquel castigo que juzgaba absolutamente injusto, pues ella no había ido al mirador sino para cerrarlo y no se le había ocurrido mirar a la calle, ni había visto ni quería ver mequetrefe alguno.
Debo hacer constar que este mequetrefe era nada menos que un cadete de caballería que usaba brillantes espuelas y arrastraba un largo sable pendiente de la cintura. Por esto sólo se comprenderá el absurdo de aquella buena señora al calificarle de tan denigrante manera. Era además un joven guapísimo, casi tan alto como don Julio, que fumaba cigarros puros y me regalaba caramelos cada vez que me encontraba en la calle. Estaba allí pasando las vacaciones de Navidad con su familia. Desde el verano anterior en que había bailado con ella en la romería de la Luz había rendido sus espuelas, su sable y su grandeza a los pies de la simpática Paquita.
—¡Silencio, insolente! Ya te he dicho que no quiero que hables con ese mequetrefe (¡vuelta con el mequetrefe!) Si fueses una hija obediente no volverías a mirarle a la cara... ¿Es que piensas que tu madre no sabe mejor que tú lo que te conviene? ¿Qué es lo que te propones?
—¡Yo no me propongo nada! ¡Es una injusticia!—gritó Paquita sollozando.
—¡Silencio! ¿No sabes que esas relaciones no pueden conducir a nada? ¿Vas a casarte cuando sea alférez? ¿Con qué te va a mantener? ¿Vas a esperar a que sea capitán? Puedes esperar sentada... ¡Pues vaya un partido que se nos entra por las puertas!
—¡Yo no lo soy tampoco!—gritó Paquita sin dejar de sollozar.
—¡Silencio te digo!—exclamó doña Leocadia dando un paso con ademán amenazador hacia la joven—. Por lo mismo que no lo eres... porque la desgracia y mis pecados han querido que no lo seas—añadió con voz sorda—, por lo mismo que no lo eres necesitas pensar como una persona formal y sin perder el tiempo con un mequetrefe (¡y dale con el mequetrefe!) que no tendrá bastante nunca para sus vicios... porque los militares son unos viciosos...
—¡Todos no!—profirió con energía Paquita—. Además no se necesita ser militar para ser vicioso.
Doña Leocadia sintió la estocada en el pecho, quedó un momento suspensa y dijo suavizando el tono:
—¿No ves a Paulina la hija de don Ramón que apenas te lleva dos años y es ya una gran señora con magnífica casa y coche y media docena de criados y hace viajes a París y Londres cuando se le antoja?...
—¡Pocas gracias! ¡Casándose con un viejo!—exclama la niña con risita sarcástica.
—¡Don Pancho no es un viejo, deslenguada! Es un hombre en muy buena edad y vale más que ese alfeñique que así te levanta de cascos... Bueno, ya hemos hablado bastante... ¡A callar y obedecer!
Doña Leocadia se arrodilla nuevamente y continúa:
—Tercer misterio doloroso: de la corona de espinas. Padre nuestro que estás en los cielos...
Un olor penetrante y nada grato de guisado llegó hasta nuestra nariz. Doña Leocadia se detiene, cree percibir humo y exclama volviendo la cabeza hacia la cocinera:
—¿Lo ves, Carmen?... La carne se está quemando.
—Señora, la he dejado separada.
Doña Leocadia sin replicar se levanta vivamente y marcha hacia la cocina dejándonos a todos arrodillados y suspensos. La cocinera la sigue murmurando, aunque ya con alguna vacilación.
—Señora, la he dejado bastante separada.
Escuchamos fuerte altercado allá dentro: la voz de doña Leocadia se deja oír irritada; la de la cocinera sorda y humillada. Por fin entra de nuevo aquélla exclamando en un tono que nada tenía de resignado aunque quería parecerlo:
—¡Oh qué paciencia, Dios mío! ¡oh qué paciencia! ¡oh qué paciencia se necesita!...
Se arrodilla y continúa el rosario:
—Cuarto misterio doloroso: de la cruz a cuestas. Padre nuestro que estás en los cielos...
Poco después suena la campanilla de la puerta de la calle. Rita la doncella, salió a abrir; entró poco después y se arrodilló. Detrás de ella oímos los pasos de Adolfo que entró en el comedor cejijunto, sombrío, nos echó una mirada torva y se dejó caer de rodillas con tan fuerte golpe que a Juanito y a mí nos acometió la risa y nos costó gran trabajo sofocarla. Su madre volvió la cabeza, le miró severamente y haciendo un leve gesto de resignación continuó rezando.
Comprendimos inmediatamente que estaba ebrio. Su madre lo comprendió también, porque de vez en cuando volvía la cabeza y le dirigía una rápida y tímida mirada.
Juanito me hacía muecas poniendo el dedo pulgar en la boca con ademán de beber. Yo no podía reprimir la risa y pellizcaba a Juanito. Paquita sacudía la cabeza de un modo cómico afectando desesperación. Las muchachas entre asustadas y risueñas apenas podían rezar.
Sólo Adolfo permanecía serio, enteramente ajeno al efecto que causaba. Respondía al rosario con sonidos cavernosos donde nadie podría percibir señales de oración alguna, bufaba como un buey y se balanceaba como un barco.
El balanceo, que al principio era insignificante, se fué acentuando de tal modo que nos inquietó. Juanito dejó de hacer muecas, Paquita de sacudir la cabeza y las criadas quedaron graves y suspensas. Todos teníamos clavada la vista en aquel extraño y alarmante cabeceo temiendo que acaeciese lo que al fin acaeció.
Adolfo cayó de bruces sobre el suelo con tanto estrépito que doña Leocadia dió un salto y quedó de pie. Adolfo no pudo levantarse ya: abrió la boca y soltó por ella un raudal de vino que pronto se esparció por el comedor con gran sobresalto de todos nosotros que huimos de aquel río encarnado y nauseabundo como si fuese lava ardiente del Vesubio. En particular Paquita se levantaba la falda con tan cómico terror, caminaba sobre la punta de los pies y hacía tales muecas y cabriolas que Juanito y yo a pesar del susto reventábamos por reír. Pero no era posible esto mirando a doña Leocadia, que parecía la imagen de la desolación.
—¡Jesús mío; qué me pasa!—exclamaba la buena señora mesándose los cabellos—. ¡Este hijo concluye conmigo!... ¡Qué cruz, madre mía del Carmen, qué cruz!...
Entre tanto, Rita, Carmen y Josefa la costurera levantaban a aquel cerdo del suelo y lo transportaban a su cuarto. Doña Leocadia las siguió exhalando suspiros y lamentaciones. Una vez solos, Paquita, Juanito y yo pudimos entregarnos a la algazara y lo hicimos de buen grado. Paquita nos incitaba a ello con sus monerías. Daba saltos por encima de los charcos de vino.
—¡Qué asco, hijos míos, qué asco! Mi hermanito no se emborracha con Jerez.
Pero Carmen, la cocinera, llegó inmediatamente con un cubo de agua y una rodilla y limpió con presteza aquellas inmundicias. No tardaron tampoco en aparecer doña Leocadia, Rita y Josefa después de haber dejado metido en su lecho al héroe de la fiesta. Y ya nos disponíamos a continuar el rosario cuando sonó nuevamente la campanilla.
Era un mozo del café de la Plaza que traía una cartita para doña Leocadia, quien la abrió con viveza y al leerla se puso pálida.
—Carmen, haz el favor de dar el llavín de la puerta de la calle a ese muchacho. El señor no viene hoy a cenar.
Quedó un instante inmóvil con los ojos en el vacío. Su rostro expresaba tan profundo abatimiento que a todos se nos apretó el corazón. Dos gruesas lágrimas comenzaron a rodar por sus marchitas mejillas.
Al fin sacando el pañuelo y enjugándolas se dejó caer nuevamente de rodillas ante la imagen de la Virgen diciendo con voz apagada:
—Quinto misterio doloroso: cómo el Hijo de Dios fué crucificado. Padre nuestro que estás en los cielos...
XVIII
PRIMERAS LECTURAS
No será imposible que el lector al llegar a este punto y acaso antes se haya preguntado: «Pero este novelista que nos da cuenta de su infancia ¿cómo nada dice de sus impresiones literarias, de la influencia que sobre su espíritu ejercieron los primeros libros que cayeron en sus manos?»
¡Ah, caro lector, ahí me duele! Sobre este toque no puedo comunicarte más que cosas vergonzosas. Bien me apetece decirte, como alguno de mis colegas, que a los siete u ocho años leía asiduamente la Biblia, me entusiasmaba con Homero y de vez en cuando para desengrasar me echaba al cuerpo una tragedia de Sófocles. Quisiera presentarme ante tus ojos como un niño excéntrico, sombrío, apartado de los juegos de mis compañeros, gozándose en la soledad, paseando a las orillas de la mar o por los bosques, llorando y riendo sin motivo aparente, mirando más a las estrellas que a la tierra. O bien como una maravilla de agudeza y donaire, enloqueciendo a la familia y los amigos de la casa con sus ocurrencias felices, despertando la admiración con sus observaciones penetrantes y preguntas ingenuas.
Si esto te dijere, lector amigo, te engañaría miserablemente y todo lo que me resta de vida me remordería la conciencia. Prefiero confesarte que en mi niñez me agradaba correr y saltar con mis compañeros de escuela, cazar grillos, jugar a los botones y cambiar de vez en cuando algunos puñetazos. Ni más alegre ni más triste que los demás. Nada de pasearme solo por la ribera de la mar con la cabellera al viento desafiando a la tempestad. Nada de llorar sin motivo. Cuando lo hacía era porque don Juan de la Cruz, mi maestro, me administraba algunos vardascazos o algún pillastre de Sabugo me cortaba el hilo de la cometa (sierpe en Avilés) o por otros motivos no menos fútiles y prosaicos. Caprichos, sí los tenía, pero nada románticos; no creo haber sido nunca un niño incomprensible; antes bien me parece que todo el mundo me comprendía perfectamente. Mi originalidad era tan escasa que estaba desesperado con mi nombre porque no había otro igual en la población y reprochaba a mis padres interiormente el no haberme puesto Manuel o Pepe o Antonio. Me desesperaba igualmente cuando mi madre me ponía un traje nuevo o vistoso y procuraba ajarlo inmediatamente para que no llamase la atención y semejase a los de mis camaradas. En fin, habiéndome contado mi padre que en su infancia aborrecía el pan con manteca espolvoreado de azúcar y que una vez que se había visto obligado a aceptarlo lo había arrojado a hurtadillas por el balcón, yo que me perecía por este manjar hice lo mismo (¡con qué dolor de mi corazón!) cuando la madre de mi amigo Alfonso N. me lo dió cierta tarde para merendar. Me parece que no se puede llevar más lejos el espíritu de imitación.
¿Salidas ingeniosas? Dios las diera. Por más que busco y rebusco en mi memoria algún donaire prematuro, alguno de esos rasgos oportunos que anuncian un natural privilegiado nada encuentro digno de mencionarse. ¡Cuán feliz sería si pudiera ostentar ante tus ojos como marca de Dios alguna frase memorable de las que tanto abundan en la infancia de ciertos escritores! Al leer en sus memorias tales agudezas e ingeniosidades me entusiasmo, les admiro, con todo mi corazón, aunque no puedo menos de pensar que acaso les hubiera convenido no salir jamás de la infancia. Despechado de no hallar en los archivos de la memoria ningún documento que acreditase mi nobleza intelectual acudí antes de escribir este libro a una vieja servidora de mi casa, escribí a un hermano de mi padre, único tío que aún conservo. Nada pude obtener más que simplezas, inepcias, vulgaridades indignas de ser comunicadas.
En orden a mis tempranas aptitudes para la literatura con tristeza declaro que a los ocho años aun no habían llegado a mi conocimiento por conducto de los rapsodas homéridas las hazañas de Aquiles hijo de Peleo ni los discursos artificiosos de Ulises: nada sabía tampoco de Edipo rey ni de Edipo en Colona. Mi erudición era bastante limitada en aquella época y si ahora sé poco, puedes creer, lector, sobre mi palabra que entonces sabía menos. Quedamos, pues, en que no leía con fruición a Homero a Sófocles y a Píndaro. En cambio, ¡oh terrible humillación!, me entusiasmaban las novelas de un señor Pérez Escrich (que Dios perdone) y de una doña María del Pilar Sinués (a quien Dios perdone también). No puedo menos de recordar con enternecimiento una del primero titulada El cura de aldea que me hizo disfrutar placeres increíbles. Mientras la leía, de tal modo me identifiqué con sus personajes que me parecía vivir en su compañía y pertenecer a la familia. Me alegraba con sus alegrías, me sentaba a su mesa, bebía un poco más de lo ordinario en sus inocentes holgorios, reía con sus chistes no menos inocentes, me hacía el distraído cuando aquella modista encantadora se ponía a hablar en voz baja con aquel joven tan simpático, y estaba enteramente resuelto a prestarles mi eficaz ayuda para desenmascarar y confundir al miserable que retenía injustamente su fortuna. Y cuando llegaba el caso de llorar alguna de sus desgracias yo creo que lo hacía mucho mejor y más copiosamente que ellos. En fin, poco me faltaba para poner por obra lo que cierta discreta señora amiga mía cuando tenía trece o catorce años: entusiasmada con una de aquellas divinas modistas creadas por la imaginación de Pérez Escrich, tomó el dinerito que tenía en la hucha y se fué con su doncella preguntando por aquélla en todas las casas de la calle donde el autor había colocado su domicilio para entregárselo.
Bien sé que esto hará sonreír a mis colegas los precoces lectores de Homero y Píndaro pero ¿qué voy a hacer? Escribo mis memorias, debo la verdad a mis lectores y prefiero que me reputen por un ser vulgar a faltar descaradamente a ella. Después de todo no estoy lejos de pensar como algún filósofo que las cosas no son bellas ni feas, es nuestra propia alma la que se embellece al contacto de la realidad. La mía, fresca en aquel tiempo, se embelleció con la música inocente de ciertas zarzuelas y con la lectura de algunas novelas deplorables como jamás lo ha hecho después con las obras más sublimes del ingenio humano.
¿Y por qué deplorables? Si no se hubiera escrito más música que la de Haydn, Mozart y Beethoven, ni más dramas que los de Esquilo, Sófocles, Shakespeare, Calderón y Schiller, ni más poemas que los de Homero, Virgilio, Dante, Milton y Goethe, la casi totalidad de los humanos bajarían al sepulcro sin haber gozado los placeres inefables que el arte proporciona. Yo mismo, si hubiera sucumbido antes de los quince años, me iría al otro mundo sin haber experimentado algunas dulces emociones y divinos estremecimientos que me han hecho en mi infancia más feliz que un rey. Seguro estoy de que nadie ha gozado con la Iliada más que yo con Los tres Mosqueteros de Alejandro Dumas. Y entonces ¿qué?...
He llegado a pensar que el libro no lo hace el autor sino el lector. Recuerdo que a la edad de quince años leí el de Michelet titulado El Pájaro. Es una obra estimada con justicia en el mundo literario como lo son todas las de este singular escritor. No es fácil imaginar la impresión deleitosa que me causó su lectura. Aún me veo tendido en un vetusto y enorme sofá de mi casa de Entralgo con el volumen de roja cubierta entre las manos. Era una traducción española y presumo que no debía de ser muy esmerada. Pues a pesar de eso me causó tanto placer que toda mi vida he recordado aquellas horas felices y he bendecido la pluma que me las había procurado.
No hace mucho tiempo cayó por casualidad en mis manos el mismo libro en francés. Mi conocimiento de este idioma me permite ahora apreciar el brillo y tersura del estilo de Michelet. Tomé el volumen y como un chico goloso que guarda en su mesa de noche un pastel para regalarse con él a solas, así puse yo sobre la mía el precioso libro. Esperaba resucitar mi adolescencia, sentir de nuevo aquellas dulces emociones que tan feliz me habían hecho y lo abrí con mano respetuosa y trémula.
¡Qué decepción! ¡Qué amargo desengaño! No es que el libro me pareciese feo: al contrario, mejor que antes podía reconocer su mérito. Pero no hallaba en él aquello que en otro tiempo había visto. Me parecía seco, pálido, y me preguntaba con tristeza. ¿Dónde está ahora aquel pájaro seductor, aquel poeta alado que saltaba gorjeando delante de mis ojos? ¿Dónde están aquellas representaciones interesantes de sus amores, de sus sabias construcciones, de sus viajes, de sus costumbres pintorescas? Comparado el libro con el que yo había leído lo encontraba admirablemente escrito, pero falto de imaginación y de vida. ¿Es que carece de esto? No; quien carece soy yo...
Lejos de mi ánimo la pretensión de resolver ni siquiera plantear el problema de la subjetividad u objetividad de la belleza. Sólo quiero indicar a los autores que deben apetecer para sus libros lectores imaginativos más que cultos. Un crítico distinguirá admirablemente lo que es bello y lo que es feo en una obra de arte, pero nunca gozará de ella de modo tan intenso como un adolescente dotado de imaginación y sensibilidad. ¿Que lo mismo goza con una obra maestra que con una mediana? Esto no debe de humillar al autor. Si es hombre de corazón y no excesivamente vanidoso debe deleitarse particularmente con el deleite que proporciona a los demás. Obsérvese que me refiero a la adolescencia cuando, si el juicio no es seguro, las impresiones lo son más que nunca. En cuanto a la infancia no se puede contar con ella tratándose del arte literario. Los niños no sólo no distinguen sino que rara vez sienten.
Mientras yo lo fuí me seducían extremadamente las historias de bandidos. Una de las novelas que más me impresionaron fué la titulada Los siete niños de Ecija por Fernández y González. Hubo un instante de mi existencia en que tuve clara vocación de salteador. Felizmente duró poco tiempo. Después leí las hazañas de Bernardo del Carpio y los Doce pares de Francia y quise ser guerrero. Tampoco duró mucho. Más adelante, entrando ya en la adolescencia, aspiré a la condición de salvaje leyendo Los Natchez de Chateaubriand. Esta novela exótica me causó una impresión profunda y sentimental, no ya puramente imaginativa. Quedé tan prendado de aquellos pieles rojas, que soñaba con partirme a América como René y presentarme a algún descendiente del viejo Chactas para que me afiliase en su tribu después de haber fumado el «calumet de paz». Soñaba con aquella dulce y hermosa Celuta y hacerla mi esposa. Y me prometía amarla más y mejor que el hipocondríaco René haciéndola tan feliz como merecía. Soñaba con la simpática y juguetona Mila a quien también hiciera mi esposa si no fuera gran pecado la poligamia. Soñaba con aquel grande, aquel noble Outugamiz hermano de Celuta. Su inquebrantable lealtad me penetró tanto en el alma que cuando fuí a Oviedo y escribí a un amigo que dejaba en Avilés empezaba mi carta: «Mi querido Outugamiz». Todavía recuerdo con incomprensible emoción cierta excursión por el Misisipí en una noche calurosa del estío. La mayoría de los guerreros dejó la piragua y se lanzó al agua para hacer el trayecto a nado: las mujeres los imitaron, y toda aquella muchedumbre se dejaba arrastrar por la suave corriente del río bajo un cielo tachonado de estrellas, donde la luna nadaba también feliz y serena como ellos. Los guerreros se contaban en voz alta sus hazañas y los amantes se deslizaban cogidos de la mano murmurándose dulcemente sus secretos. Esto es lo que recuerdo de aquella poética descripción. No sé si me será fiel la memoria después de tantos años, porque no he vuelto a leer esta novela. Si ahora lo hiciese no sé por qué imagino que aquellos salvajes, que tanto me cautivaron, me harían vomitar.
Cuando alcancé los doce o trece años me placía registrar la biblioteca de mi padre donde había hallado las obras de Chateaubriand y otros libros de amena literatura. También los tenía científicos y algunos me interesaron vivamente. Si no he logrado nunca ser hombre de ciencia he tenido despierta desde mi infancia la curiosidad científica. En uno de aquellos registros tropecé con un libro extraño ilustrado con unas estampas horrorosas. Era un tratado de la virilidad.
—¿Qué es esto?—pregunté a mi padre que estaba escribiendo.
Levantó la cabeza, miró el libro, me miró a mí fijamente y quedando un instante pensativo respondió:
—Léelo.
Aquella palabra fué mi salvación. Habrá personas timoratas que se asombren y aun se escandalicen de la audacia de mi padre. Sin embargo yo bendigo su memoria por ésta como por las muchas cosas buenas que ha hecho conmigo.
XIX
FRAY MELITÓN
Si el Cielo me concediese una nueva existencia en este nuestro planeta de la orden de menores y me diera a escoger el sitio donde se deslizase mi infancia, respondería sin vacilar: ¡Avilés!
Lo que recuerdo de esta villa es tan amable, tan alegre y pintoresco, que dudo que en parte alguna de Europa o de América (dejemos el Africa para los negros y el Asia para los chinos) se encuentre otra que la supere.
Sin embargo, nadie se figure que era todo algazara y romerías y habaneras y pasacalles. Había en nuestra villa más de una docena de figuras decorativas que no sólo mantenían en ella la respetabilidad y el decoro sino que la comunicaban esplendor a los ojos del forastero. Cuando bien temprano, mucho más temprano de lo que yo quisiera, salía de mi casa para la escuela, encontraba indefectiblemente paseando debajo de los arcos a uno de nuestros vecinos vestido de levita negra, corbata blanca, gran pechera con botones de diamantes, sombrero de copa alta, bastón con puño de oro y botas charoladas lo mismo que si se dispusiese a ir a la recepción de la embajada de Inglaterra. Allá había estado, según contaban, varios años: por eso gastaba patillas y era tan correcto, tan grave y silencioso. Que hiciera bueno que hiciera mal tiempo, en los días más calurosos de Julio como en los más ateridos de Enero, por allí paseaba revestido de aquellos ornamentos que me infundían un respeto indecible. Desde el feo asunto de las peras yo no osaba mirar como antes a su blanca pechera, ni siquiera a sus botas charoladas.
Un poco más allá, en los arcos mismos de la plaza paseaba mi tío Víctor, también de levita. Coronel retirado, luenga barba blanca. Era persona de tan heroica estatura que cuando se doblaba para darme un beso, yo pensaba que descendía sobre mí el mismo Padre Eterno con sombrero de copa.
Algo más lejos, al comenzar los arcos de Galiana tropezaba debajo de ellos con otro respetable personaje, don Manolo P. Vestía igualmente levita y sombrero de copa. Su bastón era una primorosa caña de Indias con puño de marfil y contera de la misma materia, que rara vez ponía en el suelo por no estropearla, según se decía maliciosamente en la villa. Frisaba ya en los cincuenta años; el rostro cuidadosamente rasurado y tan rojo y congestionado, que daba en violáceo: parecía una figura de la corte de Carlos IV. Este grave sujeto paseaba con la mayor solemnidad por delante de su casa, deteniéndose a menudo delante de una hojalatería próxima a ella y cambiando con el hojalatero algunos pensamientos más o menos trascendentales. Miraba fijamente a los transeuntes como si sospechase de su honradez; la mía debía de inspirarle mayores dudas que la de ningún otro a juzgar por la insistencia con que sus grandes ojos redondos me seguían. Tenía el título de abogado, pero no ejercía su profesión; vivía de sus rentas y era un caballero tan digno y venerable, que como imposible tenía yo que nadie osara faltarle al respeto. Sin embargo, este imposible se realizó. Un borracho llamado Platina se acercó a él un día tambaleándose:
—¿A que no sabe usted don Manolo en qué se parece usted a San Roque?
—No adivino—respondió nuestro caballero abriendo todavía más sus grandes ojos redondos.
—En que San Roque es abogado de la peste y usted es la peste de los abogados.
Da grima pensar que en este mundo nadie pueda verse libre de un insulto soez ni aun los más altos próceres que, como éste, son ornato de su pueblo nativo y orgullo de sus convecinos.
A la postre él mismo se encargó de faltarse al respeto, pues cuando menos podía pensarse cayó enamorado de nuestra costurera. La primera noticia que tuvimos fué por una carta que de él recibió mi madre. En ella la suplicaba que le permitiese venir algún rato a casa para poder hablar con su prometida, pues ya la consideraba como tal. La pretensión era un poco extravagante, pues mis padres no tenían el gusto de tratarle. Sin embargo, mi madre cedió inmediatamente de buen grado, y he aquí a nuestro caballero sentado por las tardes en el comedor, entre ella y la gentil costurerilla, departiendo cortésmente de cosas indiferentes como un pollastre que hiciese la corte a una damisela delante de su mamá. La mía le dirigía siempre la palabra sonriendo, y mi padre, cuando por allí pasaba, lo mismo. Y en la sonrisa de mi madre había un granito de burla y en la de mi padre dos. Por fin aquel buen señor se casó y toda su vida se mostró agradecido, colmándonos de atenciones, prueba irrecusable de la bondad y honradez de la joven a la cual había unido sus destinos.
Dicho queda que a más de éstos existían en la villa otros próceres que realzaban con su majestuosa indumentaria a nuestra villa. Pero estos próceres no se mantenían como los de otras ciudades, encastillados en su grandeza ni se oponían o desdeñaban a la juventud bulliciosa. Al contrario, se les hallaba siempre propicios a proteger y alentar cualquier proyecto recreativo iniciado por ésta. Algunas veces de ellos mismos partía la iniciativa. Semejantes a los ancianos de Atenas consagraban su experiencia a los nobles recreos de la vida y velaban por el decoro de las fiestas. Mi buen tío Jorge de las Alas, viejo y achacoso, fué quien creó la Academia de música en Avilés, quien organizó la sociedad del Liceo y quien llevó a cabo la erección de un teatro cuando no existía. Merece este infatigable anciano, que tanto contribuyó a la cultura de nuestra villa, que ésta le erija una estatua. No hallábamos los jóvenes de Avilés, en estos nobles ancianos, ni una sonrisa desdeñosa, ni una frase severa. Todavía recuerdo que al asistir por vez primera a un baile del Liceo, no contando aún diez y siete años, como me hallase apurado porque no podía abrochar mis guantes, el mismo presidente de la sociedad, que era un respetable caballero con la cabeza canosa, vino en mi auxilio y logró abrochármelos.
Avilés guardaba en aquel tiempo más de una semejanza con Atenas. Porque reinaba la alegría y el decoro y el amor al arte como en la ciudad de Minerva, y además se vivía en una dulce ociosidad que permitía consagrarse enteramente a los placeres del espíritu. Para lograr esto Aristóteles creía necesario un número considerable de esclavos encargados de alimentar a los ciudadanos. Entre nosotros no existía que yo sepa más esclavo que un negro muy feo que había traído de América un indiano llamado don Pancho. Con este negro, que al parecer estaba siempre ansioso de llevar a los niños malos en un saco, nos amenazaba la maestra (porque de tres a cuatro años tuve el honor de asistir a un colegio de señoritas) cuando hacíamos demasiado ruido. Tantas veces nos había amenazado, sin embargo, que llegamos a despreciar, como inverosímil, aquella horrorosa perspectiva. Mas he aquí que un día aciago, al conjuro de la maestra, aparece en la puerta de la sala la espantable figura del negro de don Pancho con el famoso saco al hombro haciendo rodar por las órbitas sus ojos de tigre hambriento. No es fácil describir ni decoroso lo que allí pasó. Toda aquella juventud bi-sexual se sintió atacada a la vez en el corazón y la vejiga. No volvimos a ser malos en ocho días.
Vivíamos, pues, en nuestra villa sin trabajar, como he dicho. Quién trabajaba para nosotros no me importaba entonces averiguarlo. Cada casa albergaba un pequeño hidalgo o rentista que disfrutaba serenamente de la vida, bailando de joven, paseando de viejo. No faltaban artesanos, es cierto; había carpinteros, chocolateros, hojalateros, pintores, albañiles; pero casi todos estaban relegados al barrio de Sabugo. Los que había en la villa eran tan graves personajes casi como los que he descrito: algunos ya viejos gastaban sombrero de copa alta. Se les trataba con respetuosa consideración, se contaba con ellos para los festejos y algunos tenían tiempo para consagrarse a la música y la declamación y alcanzar señalados triunfos, como el ebanista Mariño y el barbero Manolo.
Al revés de lo que acaece en las grandes ciudades europeas y americanas, donde se vive en perpetuo afán y no hay tiempo para nada, en Avilés había tiempo para todo: si faltaba alguna vez no era ciertamente para el trabajo sino para divertirse. No existía la fiebre del dinero ni esa congojosa solicitud por el lucro que envilece las almas y entristece la vida. El comercio mismo, que por su naturaleza es sórdido, tenía en nuestra villa un temperamento noble y tranquilo. Los comerciantes recibían a sus amigos en las tiendas, departían y reían con ellos y apenas se curaban de la venta de sus artículos. Había un tendero llamado Braulio que poseía en la calle de la Herrería un bastante bien surtido almacén de quincalla. Pues este Braulio, cuando un amigo llegaba a invitarle a jugar al billar o a comer una langosta en el café de Tirita se ponía el sombrero, cerraba la tienda y se marchaba tranquilamente con él. ¡Que aguardasen los parroquianos!
Los próceres, la juventud impetuosa, los comerciantes y los artesanos no constituían por entero a nuestra villa. Existía, como es justo en ella, un elemento teológico compuesto por los párrocos de la villa y Sabugo con sus respectivos coadjutores, el vicario de las monjas de San Bernardo y hasta una media docena de frailes exclaustrados que habían quedado vivos en la matanza del año treinta y seis. Había un padre Cerezo cuya sabiduría nadie ponía en duda, un fray Antonio Arenas taciturno, bilioso, que cantaba desde el coro de la iglesia de San Francisco la misa mayor con una voz que envidiaría Satán para dirigirse a los condenados del infierno, un Manzaneda (ignoro porqué a éste se le suprimía el fray) y había sobre todo un fray Melitón de perdurable memoria sobre la tierra y que en el cielo, donde no dudo que se hallará a estas horas, hará las delicias de los bienaventurados.
Este elemento teológico gastaba como el de los próceres levita y sombrero de copa. Solamente que como correspondía a su elevada dignidad teológica, las levitas eran mucho más largas y los sombreros mucho más altos. Cuando de niño veía al padre Cerezo o a Manzaneda debajo de uno de ellos sudaba de congoja.
Fray Melitón era el organista de la parroquia. Líbreme Dios de suponer que tocando el órgano es como alegrará a la corte celestial. Al contrario, me parece que si a fray Melitón se le ocurriese tocar alguna vez el órgano en el cielo, no duraría allí mucho tiempo. Lo que regocijará seguramente a sus hermanos de bienaventuranza es su grande, inconcebible inocencia. Fray Melitón era un niño de sesenta años. De medianas carnes y estatura, vigoroso, la faz roja, los ojos débiles, el pelo negro todavía, hablando siempre a gritos, unas veces enfadado, otras riendo, jamás tranquilo o indiferente. No pienso que tuviera licencia para confesar, porque este ministerio exige conocimiento del corazón humano y fray Melitón no conocía siquiera el suyo; celebraba misa y tocaba el órgano en las misas solemnes y festividades. De él estábamos enamorados unos cuantos chicos y él lo estaba de nosotros aunque no nos escaseaba los coscorrones cuando le molestábamos demasiado. Si nos hallaba en la Campa jugando a la peonza se detenía para contemplarnos, nos animaba a gritos, nos aplaudía o nos increpaba exactamente como si fuese uno de nosotros.
—¡Eso está bien, carape! ¡Bien! ¡Bien!... ¡Leoncio, eres un burro!
Si nos tropezaba en el campo Caín se sentaba a nuestro lado y nos contaba historias milagrosas. Los milagros eran su especialidad. Otras veces nos hablaba de su convento y nos describía la enorme despensa de la cual estaba él encargado, los sacos de garbanzos, las pilas de nueces y avellanas, las filas de jamones colgados del techo; nos pintaba la huerta donde crecían toda clase de árboles frutales, cerezos, perales, que daban peras tamaño de una libra, ciruelas claudias y encarnadas, albaricoqueros de espalera: de tal modo que a los chicos se nos hacía la boca agua. Recordaba también con enternecimiento los grandiosos cerdos que allí se criaban y nos comunicaba en secreto de qué medios se valía para hacerles engordar una arroba por semana al llegar el mes de Octubre. A menudo también se placía haciéndonos preguntas y enterándose de nuestros estudios y propósitos.
—¿Qué es lo que tú quieres ser?
—Yo, militar.
—¡Bravo! ¡A la lid, valiente!... ¿Y tú?
—Yo, médico.
—Mírame la lengua (y la sacaba)... ¿Y tú?
—Yo quiero ser oidor.
—¿Oidor? Aguarda un poco que te escarbe los oídos.
Y echaba mano a la punta de una ramita; con lo cual reíamos a carcajadas, y él más que nosotros.
Si alguno le decía que quería ser cura, torcía el gesto.
—¿Sabes, burro, si tienes vocación para el estado eclesiástico?... Además, para ganar el cielo no se necesita ser cura ni fraile.
Y tenía razón, porque él lo hubiera ganado en cualquier condición.
Entre todos nosotros distinguía particularmente a tres, y yo era uno de ellos. Por eso cedió a nuestras instancias concediéndonos el honor de mover los fuelles del órgano, tarea que antes desempeñaba el hijo del sacristán.
Detrás del órgano de la iglesia de San Francisco existía, y es posible que aún exista, un pequeño y obscuro y sucio desván donde se hallan los fuelles que lo alimentan de aire. Estos fuelles, que eran tres, tenían cada uno un madero en forma de lanza, bajando el cual hasta tocar el suelo, el fuelle se hinchaba; luego, a medida que se gastaba el aire iban subiendo paulatinamente hasta llegar al techo. Me encargué, pues, de bajar una de estas lanzas y mis amigos de las otras dos. Para bajarlas necesitábamos colgarnos de ellas, y después que las teníamos a nuestra altura montarnos encima hasta humillarlas por completo. Así que lo habíamos conseguido podíamos descansar unos minutos mientras lentamente los fuelles se deshinchaban y los maderos subían.
¿Cómo es posible que allí encerrados medio a obscuras, respirando polvo y obligados a trabajar como negros sin descuidarnos un instante fuésemos dichosos? Pues lo éramos y no poco. Estábamos poseídos de nuestro papel, que juzgábamos principalísimo. Sin nosotros el órgano no sonaría y todo aquel estrépito que fray Melitón armaba se extinguiría miserablemente y la gran solemnidad vendría a tierra.
No recuerdo bien cómo acaeció: me parece que yo estaba contando a mis amigos en qué forma había entrado un pájaro en el comedor de mi casa y cómo había podido atraparlo arrojándole una toalla encima. Sea por esto o por otra causa, lo cierto es que en una ocasión nos descuidamos olvidando los fuelles. Los maderos habían subido hasta su límite máximo, tocando en el techo. De pronto se abre con estrépito la puertecita del coro y aparece por ella la faz congestionada de fray Melitón echando chispas de sus ojos por detrás de los cristales de las gafas y se lanza sobre nosotros dejando caer sobre nuestras cabezas una lluvia maléfica de coscorrones. Sin hacer caso de ellos nos lanzamos a los maderos, para alcanzar los cuales necesitábamos dar saltos prodigiosos.
—¡Burros! ¡Más que burros! ¿Para eso os he dejado venir a hinchar los fuelles? ¡Y en el momento mismo de ejecutar el trémolo!
Es de saber que cuando en la misa llegaba el momento de elevar la Hostia Santa fray Melitón hacía ejecutar al órgano un trémolo tan misterioso, tan solemne, tan patético que no había corazón por duro que fuese que no se sintiera sobrecogido.
—¡Dejarme sin aire en el trémolo, nada menos que en el trémolo!—exclamaba enfurecido sin dar paz a la mano—. ¿No sabíais que estaba ejecutando el trémolo, burros?
Yo no conocía entonces esa palabreja. Largo tiempo después cuando llegaba a mis oídos percibía en la cabeza la sensación vaga de un coscorrón.
De aquellos tres hinchadores de fuelles vivimos dos, y estoy en fe que lo mismo mi compañero que yo los hincharíamos de nuevo con placer si nos volvieran a los doce años.
Pero no sólo debo a fray Melitón estos momentos de intensa y pura felicidad: algo más le debo y voy a contarlo sin cuidado alguno puesto que él no ha de salir de la tumba a llamarme burro otra vez y a darme de coscorrones.
En los meses calurosos del estío solía bañarme en la ría con unos cuantos amigos de mi edad. Apenas salíamos de la escuela salvábamos el puente de San Sebastián y por el largo malecón de las Huelgas caminábamos hasta un sitio bien lejano donde pudiéramos desnudarnos sin faltar al pudor. En sábanas o toallas para secarnos no había que pensar porque todos se bañaban como yo a escondidas de sus padres. Nos acurrucábamos un momento al sol y luego nos vestíamos sin aprensión alguna. Este sistema, que por mucho tiempo me pareció peligroso, lo he visto hace poco tiempo preconizado por un médico alemán.
Una tarde por haber tenido que ir antes a casa me vi obligado a caminar solo hasta el puente donde me habían dado cita mis compañeros. No les hallé en aquel sitio y pareciéndome que ya habían tomado la delantera me dirigí sin apurarme por el malecón al sitio acostumbrado. Tampoco estaban allí. Largo tiempo los estuve aguardando y viendo que no llegaban me decidí a desnudarme y echarme al agua.
Era casi la hora de la pleamar; el sol reverberaba todavía sobre la superficie de la ría que se mostraba brillante y poderosa como un gran brazo de mar. Me hallaba solitario: sólo allá lejos sobre el malecón percibí un montón de ropa y en medio de la ría la cabeza de un hombre que nadaba y que no pude entonces reconocer.
Sin cuidado alguno, porque estaba bien acostumbrado a ello, me zambullí y comencé a nadar en la dirección de la cabeza que veía sobre el agua. No tardé en averiguar que aquella cabeza pertenecía a fray Melitón y desde entonces con más fuerza me dirigí nadando adonde estaba. Pero él, que no me reconoció, y a quien sin duda molestaba ser conocido se alejó nadando y yo le seguí con esperanza de alcanzarle. Tanto nadé que al fin me hice cargo de que me estaba alejando demasiado de la orilla. Pensar esto, volver la cabeza, ver la orilla lejana y sentir un miedo cerval fué todo uno.
El miedo me dejó yerto. Sentí que el frío me penetraba y que pronto iba a paralizar mis piernas y mis brazos. En fin, sospeché que estaba corriendo un grave peligro de muerte, y esta sospecha no contribuyó, como cualquiera puede calcular, a tranquilizarme. Di rápidamente la vuelta, pero si antes me pareció la orilla lejana ahora me pareció la misma costa de la América. Entonces me decidí a gritar:
—¡Fray Melitón! ¡fray Melitón!
—¿Qué pasa?—respondió éste alarmado por lo extraño de aquel grito.
—¡Que me ahogo, fray Melitón!
Fray Melitón nadó con fuerza hacia el sitio donde yo estaba.
—¿Qué dices, muchacho?—exclamó al mismo tiempo reconociéndome.
—¡Que me ahogo! ¡que me ahogo!
—¿No puedes sostenerte hasta que yo llegue?
—Creo que sí.
En efecto, así que le vi nadando hacia mí me acudieron repentinamente las fuerzas, pues sólo el miedo y no la fatiga las había paralizado.
—¿Qué te pasa?
—No sé... Creo que tengo frío—respondí por no confesar mi miedo.
—Cógete al cinturón de mi calzoncillo... ¿Podrás mover las piernas?
—Sí.
Y haciendo lo que me ordenaba puse una mano sobre su cintura y con este solo apoyo y nadando con las piernas llegamos perfectamente a la orilla.
Una vez allí ¿qué se figura el lector que hizo aquel buen hombre? Pues emprenderla a mojicones conmigo... ¡por burro!
—¿Si no sabes nadar grandísimo burro para qué vas adonde te cubra? ¡Eres un burro! ¿Quién, si no un burro se va al medio de la ría sin saber nadar?
Tantas veces me llamó burro el bueno de fray Melitón que no sé cómo en aquel mismo punto no me brotaron las orejas.