La novela de un novelista

XX

EL CACHORRILLO

No recuerdo cuánto me costó. Tengo una idea de que di por ella todo el dinero que tenía en la hucha, que sumaría lo menos cuatro o cinco pesetas en calderilla. Además entregué una cadenita de plata, algunos botones dorados de un frac viejo de mi padre y una navajita que me habían regalado.

A pesar de todo quedé convencido de que Ovidio, el hijo del boticario de la calle de la Fruta, había tenido un momento de extravío y que yo había abusado miserablemente de este muchacho cambiando aquellas baratijas por su pistola.

Porque era una pistola, una verdadera pistola que se cargaba con pólvora, no uno de esos ridículos juguetes que nos regalaban nuestros parientes por las ferias de San Agustín y que se disparan con un muelle.

¿Cómo vino a poder de Ovidio esta arma? Lo más probable es que perteneciese a un hermano mayor que había llegado de Cuba hacía unos meses. Lo sospeché pensando en la facilidad y aun la prisa con que de ella se desprendió. Si hubiera llegado a sus manos por un camino honrado, es seguro que la habría conservado en su poder con el mismo agrado, ¡qué digo agrado! con el mismo entusiasmo que yo la hice mía.

Parece que la estoy viendo con su cañón pavonado y sus llaves bruñidas. La culata era obscura y charolada. Compré un cuarterón de pólvora y una cajita de pistones y recuerdo con emoción la primera vez que la disparé. Fué en el bosque de la Magdalena, próximo a Avilés, cosa de dos o tres kilómetros. Para este trascendental experimento se reunieron cinco o seis chicos de la escuela. Y en medio de ellos, caminaba hacia el campo de operaciones pálido y agitado, como si fuese a un duelo. Después de cargarla cuidadosamente, según las instrucciones que Ovidio me había dado, después de haber puesto el pistón en la chimenea, permanecí con ella en la mano presa de amarga incertidumbre. ¿Qué resultaría de aquello? Mis compañeros y yo nos mirábamos unos a otros y a todos nos latía el corazón como si se jugase en aquel ensayo nuestra existencia. Al fin, armándome de valor, me destaqué del grupo, avancé unos pasos y grité: ¡A la una! ¡a las dos!... ¡a las tres! ¡Pum!

El estampido causó en nosotros un estremecimiento, pero muy especialmente en mí, como debe suponerse. Sin embargo, todos al punto recobran el valor, todos quieren disparar la pistola. Me costó no poco trabajo reprimir los ímpetus de aquellos héroes. Fuí, no obstante, lo bastante magnánimo en tal ocasión, para gastar el cuarterón de pólvora y buena parte de los pistones. Regresamos a nuestros hogares cubiertos de gloria y con el corazón henchido de sentimientos bélicos.

Así que se divulgó entre la juventud de las escuelas la nueva de que era poseedor de aquella arma preciosa, me vi rodeado de aduladores. Cuando un hombre logra acaparar una cantidad respetable de fuerza, los demás acuden a él por un impulso irresistible, como las raspaduras del acero hacia el imán. Tal acaeció al califa Omar, a Pedro el Grande de Rusia, a Napoleón; tal me acaeció a mí. Desde entonces no me vi libre ya de un enjambre de cortesanos, especie de guardia fiel, que me seguía a todas partes ansiando participar de mi imperio y tomar parte en las felices aventuras que aquel instrumento mortífero había de proporcionarme.

En la escuela sujetos que antes me despreciaban profundamente, mirábanme ahora con respeto y me preguntaban al oído misteriosamente:

—¿Lo tienes ahí?

Yo me hacía el interesante.

—¿El qué?

—El cachorrillo.

—Lo tengo.

—¿Cargado?

—¡Ya lo creo!

Entonces aquel sujeto desdeñoso me apretaba la mano con sigilo y se alejaba en silencio para comunicar a los demás noticia de tanta sensación.

Debo advertir, para que el lector no se sobresalte demasiado, que el cachorrillo estaba cargado solamente con pólvora. Ni a mí se me ocurrió ni a mis compañeros tampoco, introducir en él ningún proyectil.

Después de la escuela solíamos irnos a la Magdalena, aldea deleitosa como pocas, en cuyo bosquecillo habíamos recibido nuestro bautismo de fuego. Una vez allí, lejos de las miradas, aunque no de los oídos de los hombres, nos entregábamos a un tiroteo pernicioso que tenía un poco inquietos a los pacíficos labradores de aquel lugar.

Sin embargo, las aventuras gloriosas no parecían. Hacía seis u ocho días que el cachorrillo estaba en mi poder y todavía no había logrado utilizarlo para algo que pudiera ser narrado algún día a mis amigos de Entralgo, pues en aquella época no sospechaba que pudiera tener cabida en mis memorias.

La fortuna vino en mi ayuda al cabo en forma semejante a la de Don Quijote. Caminábamos una tarde hacia nuestro acostumbrado retiro de la Magdalena, cuando acertamos a ver un zagalote de quince a diez y seis años que corría hacia nosotros siguiendo a una niña como de diez. La alcanzó presto y comenzó a golpearla cruelmente, a tirarla del pelo y de las orejas. Entonces yo, con el sentimiento de mi fuerza incontrastable, le grito osadamente:

—¡Deja a esa niña, animal!

Levantó la cabeza, y al ver el ínfimo ser que se atrevía a hablarle de esta forma, quedó más estupefacto que indignado.

—Sí; voy a dejarla—respondió sonriendo sarcásticamente—pero es para comenzar contigo, granujilla. Y avanzó con terrible calma hacia mí. Yo en vez de retroceder avanzo también algunos pasos y sacando la pistola y apuntándole al pecho exclamo colérico:

—¡Si das un paso más eres muerto!

Quedó inmóvil, clavado por la sorpresa y dirigiendo la vista a mis compañeros preguntó:

—No estará cargada, ¿verdad?

—¡Sí!... ¡cargada!... ¡está cargada!—le respondieron a un tiempo todos.

Entonces el zagalote se pone pálido, vuelve grupas instantáneamente y emprende a correr gritando:

—¡No tires, chico!... ¡No tires!

Yo le sigo corriendo también.

—¡Vas a morir! ¡Vas a morir!

—¡Por Dios, no tires! ¡Por Dios, no tires!—clamaba el pobre diablo volviendo de vez en cuando la cabeza con terror.

—¡Vas a morir!... ¡Vas a morir!—replicaba yo lúgubremente entre colérico y alegre.

Al fin me cansé de seguirle y volví hacia mis compañeros, que me acogieron con estruendosa alegría. ¡Cuánto reímos, cuánto celebramos aquel triunfo! No nos hartábamos de recordarlo pintando el miedo de aquel gran zángano con rasgos cada vez más cómicos. Y así que llegamos a la villa cada uno de mis compañeros fué una bocina poderosa que esparció la nueva por todos sus ámbitos.

De tal modo, que cuando al día siguiente por la mañana entré en la escuela un poco tarde, todos los ojos se volvieron hacia mí con viva curiosidad y admiración. Me senté en mi banco, pero aún allí me seguían las miradas de los compañeros. Yo paladeaba mi triunfo con deleite, pero en actitud modesta. ¡Ah, cuán lejos estaba de sospechar que tenía cerca la roca Tarpeya!

Recuerdo que el maestro se hallaba frente al encerado y nos explicaba una operación de quebrados. Su amplia levita flotaba majestuosa a medida que su brazo, provisto de unas mangas postizas de percalina negra para no ensuciarse, iba trazando cifras y borrándolas después con una esponja. Pero aquel día nadie reparaba en la levita, ni en las mangas de percalina ni en la esponja ni en las cifras. Toda la atención de la escuela estaba concentrada sobre mí o, por mejor decir, sobre mi pistola.

Uno de mis amigos más íntimos, que estaba cerca, se inclinó y me dijo en voz baja:

—Mariano quiere ver la pistola. Déjamela un momento.

Me resistí porque tenía miedo de que don Juan se volviese de pronto. Sin embargo, mi amigo insistió y como aquel Mariano era uno de los chicos más respetables de la escuela por su fuerza y yo le debía algunos favores, tuve la debilidad de ceder.

La pistola no se detuvo en las manos de Mariano. Todos los chicos que se hallaban cerca querían tocarla y fué pasando de uno a otro mientras yo estaba en brasas mordiéndome los labios y maldiciendo de aquella peligrosa curiosidad.

Al fin la pistola comenzó a retroceder lentamente sin que don Juan volviese la cabeza y pude recuperarla. Pero fuese porque algún chico hubiera andado con las llaves o porque yo la tomara con harto apresuramiento en el momento mismo de ir a meterla en el bolsillo se disparó.

El estampido fué horroroso. Parecía que la escuela se había venido abajo. Don Juan cayó de bruces sobre el encerado y permaneció unos instantes inmóvil. Al estampido había sucedido un silencio de muerte. Don Juan se volvió al cabo y su faz estaba lívida: quizá contribuyese a ello el haberla restregado contra las cifras de quebrados que acababa de trazar. Paseó sus ojos extraviados por la escuela y como advirtiese que los de todos se hallaban fijos en mí me miró y vió la pistola. Entonces a paso lento se dirigió al sitio que yo ocupaba.

No es fácil definir lo que por mí pasaba en aquel momento. Era más que terror una especie de anestesia de todos los sentidos, una vaga conciencia de que iba a morir y cierta indiferencia por la muerte. Mi sangre toda, sin faltar una gota, debió de haberse refugiado en el corazón, porque según me dijeron después mi rostro era el de un cadáver.

Don Juan llegó al fin hasta mí y me tomó la pistola de las manos; las suyas temblaban tanto como las mías. Sin pronunciar una palabra se dirigió a la mesa y depositó sobre ella el arma, despojóse lentamente de los manguitos, abrió un pequeño armario donde guardaba siempre su sombrero de copa alta y lo sacó y se lo puso; llamó después al pasante y habló con él un momento en voz baja; volvió a tomar la pistola, la examinó detenidamente y cerciorándose sin duda de que no había peligro alguno la guardó en el bolsillo; luego vino de nuevo hacia mí, me tomó de la mano y en medio de un gran silencio y expectación salimos ambos de la escuela.

La primera idea que acudió a mi mente cuando me vi en la calle de aquella forma sujeto por la mano de don Juan fué que me llevaba a la cárcel. Entonces resucitaron dentro de mi pequeño ser todos los espíritus muertos y me propuse no entrar en ella sino hecho pedazos. En cuanto aflojase un poco la mano ¡zas! daba un tirón y emprendía la carrera.

Pero no la aflojó. Llegamos a la plaza, seguimos por los arcos y en vez de tomar la calle del Muelle, donde estaba la prisión, seguimos por la del Rivero. Entonces comprendí que me llevaba a casa y se me ensanchó el corazón. De mi padre estaba yo bien seguro. Cuando don Juan le explicó con su habitual compostura y modestia todo el negocio se mostró grandemente colérico, aseguró que iba desde luego a comenzar sus investigaciones para averiguar de dónde procedía aquella arma y prometió que se me castigaría severamente.

Como yo esperaba, luego que don Juan se hubo ido no hizo otra cosa más que amonestarme sin demasiada acritud haciéndome algunas reflexiones que me impresionaron profundamente. En cambio mi madre se alarmó y enfureció lo indecible, me privó de toda golosina y no me dejó salir a la calle con mis amigos durante muchos días. Sin embargo, puedo asegurar que las palabras de mi padre fueron medicina más provechosa.

XXI

LA BATALLA DE GALIANA

No he leído la descripción de esta batalla en ninguna historia contemporánea. No la he visto tampoco citada en las efemérides de los almanaques de pared. Creo, por tanto, que se me agradecerá el que venga a llenar un vacío en la historia militar de España. Si no se me agradece, peor para los ingratos.

La calle de Galiana, donde se ha librado, lleva hoy mi nombre. Para que las futuras generaciones no se equivoquen suponiendo que se le ha dado por haber sido yo el general victorioso que dirigió esta batalla me cumple declarar que no he sido en ella más que un humilde soldado y no del ejército vencedor sino del vencido.

Descargada así mi conciencia, penetro en los dominios de la historia.

Entre Rivero y Galiana existía desde hacía muchos siglos un antagonismo irreductible. Si hablabais a un chico de Rivero de los zagales de Galiana crujía los dientes y dejaba escapar por la nariz resoplidos de fiera. Si mentaban delante de uno de Galiana a los rapazucos de Rivero le veríais poner los ojos en blanco y escupir. Ignoro qué agravios podían tener los unos de los otros, pero se odiaban como si en la antigüedad existiese un Paris de Galiana que hubiera raptado a una Helena de Rivero, o viceversa.

Por lo tanto los choques eran frecuentes. Sin embargo, aunque se hablaba entre nosotros de formidables batallas libradas en tiempos remotos, cuya narración circunstanciada se conserva en los archivos del Ayuntamiento, en el mío no se había efectuado ninguna. Todo se reducía a operaciones de poca monta y a torneos individuales. Un chico de Galiana desafiaba a otro de Rivero y a la salida de la escuela se daban de moquetes en el muelle o en el Campo Caín. Algunas veces eran dos contra dos o tres contra tres como los Horacios y Curiacios.

Estos repetidos escarceos mantenían vivo el odio secular. Por tal causa yo, recluta disponible de Rivero, cuando iba a casa de mi tía Justina, que habitaba en Galiana, tomaba toda suerte de precauciones hasta llegar a su puerta. Procuraba hacerlo cuando los chicos estuviesen en la escuela; jamás los domingos; si podía ir acompañado de una criada mucho mejor. En este último caso desafiaba impávido las iras de mis enemigos, que reducidos a la impotencia me lanzaban miradas furibundas y me enseñaban los puños.

A mi primo José María por recibirme en su huerta y jugar conmigo a los caballitos haciendo él de cochero y yo de caballo o viceversa, se le miraba con desconfianza entre los suyos y estuvo amenazado de un proceso de alta traición.

El odio así incubado y creciendo sordamente cada día, forzosamente debía provocar una catástrofe. Los volcanes que durante muchos años sólo dan cuenta de su existencia con algunos leves rugidos y un poco de humo, estallan súbito con formidable erupción.

Todos sentíamos la necesidad de una batalla que decidiese para siempre la cuestión de la hegemonía en Avilés.

Comenzó a trabajar la diplomacia. Nuestro servicio de espionaje nos informó de que nuestros adversarios habían pactado una alianza ofensiva y defensiva con los chicos de Miranda, la parroquia rural más próxima a su barrio. Estos aldeanitos de Miranda eran numerosos y gozaban fama de osados y aguerridos.

El caso era serio.

Por nuestra parte, entonces, se iniciaron secretas inteligencias con los campesinos de las parroquias de Villalegre y la Magdalena, los cuales nos ofrecieron algunos contingentes. También buscamos apoyo en los franceses de la «Fábrica de vidrios». Yo fuí comisionado para hablar con mi amigo Rodolfo Dinten, un francesito rubio, guapo y robusto, hijo de uno de los principales operarios de la fábrica. Este me sugirió confidencialmente que aunque sus compatriotas se negasen a intervenir en la guerra él por su parte se hallaba resuelto a batirse con nosotros hasta exhalar el último suspiro.

Las negociaciones diplomáticas y los preparativos técnicos se prolongaron desde el mes de Marzo al de Mayo. Todos nos hallábamos extraordinariamente nerviosos. Tragábamos sin apetito la merienda que íbamos a buscar a casa después de la escuela y nos eternizábamos en inacabables conversaciones que se prolongaban hasta la noche. Nuestro Estado Mayor concertaba el plan de la batalla con tanto desconcierto que enronquecía a fuerza de discutir y no acababa de concertarse. La demora, sin embargo, aunque forzosa, no dejaba de convenirnos. La preparación era más sólida y escrupulosa; nuestras alianzas se consolidaban. Por otra parte deseábamos que la batalla se librase en una de las tardes más largas del año, porque no estábamos seguros de parar el curso del sol como Josué.

Al fin quedó resuelto que fuese el próximo sábado al salir de la escuela. La batalla debía reñirse por convenio tácito entre ambos ejércitos en la calle de Galiana por razones especiales que paso a exponer.

Esta calle, según se asciende de la Plaza, tiene a la derecha amplios soportales bastante elevados sobre el resto de la vía, por donde discurren los transeuntes. La parte baja, destinada casi exclusivamente a los vehículos de rueda, no contaba a su izquierda en aquel tiempo con edificio alguno. Por lo tanto allí se podía combatir libremente sin grave riesgo para los neutrales.

Apenas terminado el rosario, que dirigía siempre los sábados nuestro venerable maestro don Juan de la Cruz, salimos tumultuosamente de la escuela y fuimos todos a formar en los soportales de Rivero. Allí teníamos preparadas nuestras municiones, un gran montón de piedras con las cuales llenamos nuestros bolsillos hasta desgarrarlos. Ningún guerrero que yo sepa pudo aquella tarde tragar la merienda.

Una gran decepción nos aguardaba. Los prometidos contingentes de Villalegre y la Magdalena no acababan de llegar. En cambio la Francia estaba magníficamente representada por una docena de chicos de la fábrica, ágiles, vigorosos, atrevidos como lo son casi siempre los soldados de esta heroica nación.

Cansados de esperar inútilmente, nos decidimos al fin a prescindir de las fuerzas aliadas rurales y en apretada falange nos dirigimos en silencio hacia Galiana.

Formados también y cada cual con su piedra en la mano nos aguardaban allí nuestros enemigos. Una gran gritería nos acogió y una espesa nube de piedras cayó casi al mismo tiempo sobre nosotros. De nuestras manos partió inmediatamente otra descarga no menos temerosa.

El fuego se generalizó. Durante algún tiempo ambos ejércitos mantuvieron sus posiciones respectivas. Después comenzó el vaivén natural en estos casos; tan pronto avanzábamos como retrocedíamos.

¿Había muchos heridos? No, porque unos y otros procurábamos conservar saludable distancia y los proyectiles rara vez alcanzaban a nuestras filas. Por desgracia yo fuí uno de los pocos alcanzados. Una piedra me dió en la mejilla y me sacó sangre. Para enjugarla eché mano de mi pañuelo sin recordar que con él había limpiado hacía un instante el banco de la escuela donde se me había vertido el tintero. Puede figurarse cualquiera lo que sucedería. Entre la sangre y la tinta mezclada mi rostro ofrecía un aspecto tan aterrador, según me aseguraron después mis compañeros, que estuvo a punto de hacer flaquear su ánimo. Sin embargo, yo no sentía dolor alguno y seguí combatiendo hasta el final.

La batalla se prolongó así largo rato. Al fin observamos con alegría que el enemigo comenzaba a retroceder sin tratar de recuperar el terreno perdido. Este retroceso inesperado nos envalentonó de tal suerte que nos arrojamos a perseguirlo de cerca y con brío. Así fuimos llevándole hasta lo más alto de la calle. Mas cuando ya le creíamos en plena derrota y próximo a refugiarse cada cual en su vivienda, he aquí que surge de improviso de los soportales donde se hallaba escondido un enjambre de chicos de Miranda que cayó sobre nosotros acribillándonos a pedradas.

Aquel retroceso había sido una traidora emboscada.

En nuestras filas la sorpresa produjo bastante turbación y retrocedimos desordenadamente. Pronto nos repusimos, sin embargo, y comenzamos a disputar el terreno palmo a palmo.

Sin duda la retirada era de absoluta necesidad. El ejército enemigo, engrosado con aquel socorro, era muy superior al nuestro. Supimos, no obstante, llevarla a cabo con tanta serenidad y acierto que quedará en la historia como uno de los más famosos hechos de armas. No fué tan larga y difícil como la de los diez mil griegos mandada por Jenofonte, pero sí tan peligrosa.

Por medio de hábiles y furiosos contraataques de nuestra retaguardia mantuvimos en respeto al enemigo. Rodolfo Dinten, Sidrín el Chocolatero, Luis Orovio, Floro Vidal realizaron prodigios de valor y sangre fría. Es deplorable que tales hazañas permanezcan sepultadas en los archivos del Ayuntamiento y no alcancen en nuestro país la notoriedad que merecen.

Nos retirábamos pues en perfecto orden y causando daño al enemigo cuando al llegar al sitio en que la calleja de los Cuernos confluye con la calle de Galiana observamos que un grupo numeroso de enemigos se precipitaba por ella. Esta calleja, cuyo nombre harto agresivo supongo que ya se habrá cambiado por otro más apacible, termina en la calle de la Cámara, la cual a su vez desemboca en la Plaza. De modo que nuestros enemigos marchando por ella podían tomarnos entre dos fuegos. Si el lector se procura un plano de Avilés podrá seguir, mediante mis indicaciones, los accidentes y episodios de esta memorable batalla.

Inmediatamente nos dimos cuenta del peligro que ofrecía aquella maniobra envolvente. Nuestra retirada se hizo entonces más rápida aunque sin llegar al desorden. El lector no se admirará de ello porque tampoco a él le agradará seguramente que le cojan por la espalda.

Nuestros enemigos, juzgándonos en vergonzosa huída cerraron la distancia de sus líneas y nos persiguieron más de cerca. Uno de ellos bien osado llegó a ponerse en contacto con nuestra retaguardia. Este guerrero temerario era Belín, uno de los más valientes campeones de Galiana.

Confieso que a todos nos infundía respeto aquel héroe. No era un señorito, sino hijo de un menestral, fuerte por naturaleza y contando algunos años más que nosotros. Algunos suponían que tenía ya catorce. Yo no creo que hubiese alcanzado una edad tan avanzada. De todos modos nos llevaba la cabeza en estatura y mucha ventaja por la fuerza de sus puños. Fiando en esta fuerza el insensato no sólo se puso en contacto con nuestra retaguardia sino que penetró en ella y no satisfecho aún avanzó casi hasta el centro de nuestras tropas asestando terribles puñetazos a uno y otro lado.

Entonces por movimiento instintivo y simultáneo, sin que la voz de ningún jefe hubiese dado la orden, las filas se apretaron contra él de modo que le hicieron imposible toda ofensiva. Trató con fuertes sacudidas de romper aquella espesa red que le sujetaba, pero fueron inútiles sus esfuerzos.

Arrastrándole de esta suerte en nuestra retirada llegó con nosotros hasta la Plaza. El enemigo, que había visto con dolor la desaparición de uno de sus caudillos más reputados, trató de rescatarlo persiguiéndonos todavía en un paraje donde sabía perfectamente que estaba prohibida la lucha armada. Pero en aquel instante la fuerza coercitiva del Estado, representada por el octogenario alguacil Marcones, hizo su aparición habitual; levantó amenazador su viejo bastón de espino, y súbito las fuerzas de Galiana quedaron paralizadas y no tardaron mucho en retraerse a sus antiguas posiciones.

Un rugido de alegría se escapó de nuestros pechos. Habíamos perdido la batalla pero teníamos en nuestro poder a Belín, al mortífero Belín, orgullo y esperanza de su barrio. Todavía quiso zafarse poniendo en tensión sus músculos poderosos, mas todos sus intentos se estrellaron contra el número incalculable de manos que le sujetaron. Entonces, comprendiendo que no existía posibilidad de salvación cesaron sus esfuerzos y adoptó una postura altanera y estoica que nos impresionó profundamente. Ni un grito, ni una palabra, ni un movimiento: se dejó conducir tranquilamente.

¿Adónde? He aquí la pregunta que nos hicimos en seguida. Deliberamos ansiosamente porque el tiempo apremiaba. No conocíamos en nuestras tierras fortaleza alguna donde pudiéramos guardarlo, y estábamos ya a punto de dejarle en libertad cuando uno de nuestros compañeros tomó la palabra para manifestar que en su casa había una cuadra donde no se guardaba caballería alguna desde hacía largo tiempo y que bien podría hospedar a nuestro prisionero.

Así se realizó punto por punto. Le llevamos hasta el final de la calle de Rivero. Nuestro compañero entró en su casa, y cerciorándose de que nadie podía estorbar nuestro designio, hizo una señal, y cuatro números sujetando al prisionero le introdujeron secretamente en la cuadra y allí le dejaron amarrado al pesebre. Lo que todavía hoy me admira al recordarlo, es que se dejó atar sin oponer resistencia, sin pronunciar siquiera una palabra.

Era un caudillo de rara energía y sus ideas acerca del honor militar dignas de aplauso.

¿Cómo llegó a conocimiento del propietario de la casa y papá de nuestro compañero que tenía en su cuadra amarrado un bípedo en vez de un cuadrúpedo? Nunca pudimos averiguarlo. Lo cierto es que no se había pasado todavía media hora, cuando en un estado de cólera increíble bajó a la cuadra, desató al noble adalid de Galiana y con las mismas cuerdas que le aprisionaron aplicó tantos zurriagazos al alcaide de la fortaleza que seguramente no le quedaron más ganas en su vida de guardar prisioneros.

Este famoso Belín logró más tarde a costa de laudables esfuerzos seguir y terminar la carrera de Medicina. Se llamó don Abel García Loredo y fué uno de los facultativos más acreditados de Oviedo, donde falleció hace bastantes años.

Alguna vez sentados en los divanes del Casino nos entreteníamos alegremente recordando nuestra edad infantil. Cuando yo le traía a la memoria este episodio reía a carcajadas exclamando:

—¡Cosas de la guerra!

XXII

EL SUICIDIO DE ANGUILA

Los lectores se acordarán, seguramente con horror, de aquel bandido apodado Anguila, que en compañía de otro facineroso a quien llamaban Antón el zapatero, nos asaltó en el camino de San Cristóbal a mi amigo Alfonso y a mí cuando nos propusimos hacer vida solitaria y eremítica.

Voy a narrar ahora en qué forma intentó despojarse de la vida este sujeto.

Pero antes bueno es que comunique al universo entero, para que nadie se equivoque respecto a su temperamento moral, algunos datos que le han de hacer más odioso. Si aún vive (cosa que sentiría) no dudo que experimentará honda confusión y vergüenza y esto es precisamente lo que me propongo.

Es de saber que después de haberme maltratado indignamente so pretexto de enseñarme el ejercicio de las armas, me obligaba a hacerle el saludo militar cada vez que le encontraba en la calle. Y si me descuidaba de ello me lo recordaba dolorosamente con un puntapié o una bofetada. Al aproximarse a él era necesario cuadrarse y hacerle la venia. Entonces dirigiéndose a sus compañeros les decía guiñando un ojo:

—A este chico le he enseñado yo el ejercicio. Por eso me respeta siempre como su capitán.

Este payaso inmundo era popular en Avilés y sus farsas muy celebradas. ¡A tal punto puede un pueblo equivocarse respecto al valor de sus hijos!

Por las ferias de San Agustín acudían a nuestra villa muchos forasteros. Algunos llegaban de Madrid. Anguila tenía noticias de esta gran ciudad, no por la Geografía, pues seguro estoy de que en su vida había tomado un libro en las manos, sino por las noticias fantásticas de estos forasteros. Entre ellos había quien divertía sus ocios arrojando monedas de cobre envueltas en un papel desde el muelle a la hora de la marea, para que los pilluelos zambulléndose las cogiesen con los dientes.

Anguila sobresalía de tal modo en tan noble ejercicio que no tenía rival.

Jamás se había visto en Avilés un pez más acuático que Anguila.

Cuanto pueda hacer un cetáceo dentro del agua él lo hacía.

Yo creo que algo más.

En las mareas vivas se arrojaba de cabeza a la ría desde el puente de San Sebastián, que tenía una altura considerable, desaparecía de nuestra vista y al cabo de largo tiempo surgía allá lejos, muy lejos, haciendo muecas horrorosas. Y como su piel era dura, negra, curtida y como el cabello cerdoso le llegaba hasta cerca de los ojos, cuando asomaba medio cuerpo fuera del agua parecía realmente una foca marina apresada en las costas de Terranova.

Pero el momento en que se mostraba con verdadero esplendor su naturaleza de anfibio era en las fiestas náuticas celebradas durante las ferias de San Agustín. Se puede afirmar que Anguila era el héroe de estas fiestas. Ninguno logró jamás divertir tanto al público ni hacerse aplaudir tan calurosamente. Si se trataba de atrapar un bolsillo con dinero colocado en la punta de un mástil horizontal bien untado de sebo, Anguila a fuerza de intentarlo y caer infinitas veces al agua lograba al fin con destreza increíble apoderarse del dinero y al arrojarse al agua con el bolsillo en la mano lanzaba un ¡hurra! estentóreo al cual respondía el público con estruendoso palmoteo.

Cuando había carreras de patos y a estos desgraciados animales se les colgaba con la cabeza abajo de un bauprés, y los botes pasaban a todo remo por debajo conduciendo los efebos desnudos en pie sobre la popa, era de ver a Anguila lanzarse al aire como un pájaro de presa y clavar sus garras en el cuello del pato y quedar colgado de él hasta que se lo arrancaba.

Que me perdonen los manes de los señores de la comisión de festejos de la villa si afirmo que tal recreo era bárbaro, cruel y digno solamente de un hereje como Anguila.

Cuentan que éste durante unas ferias llegó a ganar la respetable cantidad de ocho duros y que una vez rico concibió la idea de viajar. Comunicóla con Antón el zapatero, su cómplice, y como éste le diese su aprobación determinaron para dar comienzo trasladarse ambos a la capital de España.

Nada de cuanto voy a narrar he presenciado. Lo sé por la voz pública. Pero como hizo mucho ruido en Avilés y no dejará de haber allí algún personaje prehistórico que lo recuerde no temo garantizarlo como rigurosamente exacto.

Salieron, pues, una mañana estas buenas piezas de nuestra villa sin dar un tierno adiós a sus familias y llegaron a Oviedo en una jornada caminando a pie, como era entonces la moda. Hicieron noche en esta ciudad, durmiendo al aire libre, lo cual no puede ser más higiénico, y al día siguiente prosiguieron su marcha hacia León, adonde llegaron al cabo de cuatro.

Una vez en León ¿qué impresiones agitan el ánimo de Antón el zapatero a la vista de esta ciudad? Nada menos que un sentimiento de nostalgia irresistible. Al menos esto fué lo que hizo presente a su compañero Anguila. Lo que no dijo es que todas aquellas noches había tenido pesadillas espantosas. Veía constantemente a su padre con el tirapié en la mano haciéndole reflexiones. Y pensando, sin duda, que estaba amagado a un desarreglo del estómago o quizá a la neurastenia determinó volverse a respirar de nuevo los aires natales.

Anguila trató de oponerse, pero fué en vano. Se discutió largamente el asunto y al cabo quedó resuelto que Antón se volviera y Anguila continuaría solo el viaje.

Inmediatamente se presentó un problema que siempre es de difícil solución, al menos en nuestro planeta, el problema del dinero. Antón quería llevarse la mitad de lo que había en caja, o sea sesenta reales. Anguila no quería darle más que veinte. Hubo disputa muy agria y estuvieron a punto de venir a las manos. Al fin predominó el dictamen de Antón, porque si Anguila semejaba mucho a un gorila, Antón era un verdadero tigre de Hircania.

Cuando este tigre llegó a su madriguera de Avilés no se sabe lo que allí pasó; pero entre nosotros los chicos de la escuela corrió como muy válido el rumor de que había tenido que ir al médico para arreglarle la piel. Mentiría si dijese que no me había alegrado.

En cuanto al gorila, así que se vió solo crecieron sus ánimos, cosa que nada tiene de sorprendente tratándose de un animal salvaje.

El ferrocarril del Noroeste de España no llegaba entonces más que a León. Anguila se fué a la estación, comió un panecillo y un pedazo de queso en la cantina, bebió un vaso de vino y se puso a dar paseos gravemente por el andén, como un rentista, esperando la hora del tren. Preguntó cuál era la estación más próxima y como le nombrasen Torneros, cuando llegó el momento de sacar los billetes pidió en la taquilla uno de tercera para Torneros, que le costó solamente algunos céntimos.

Los viajeros eran numerosos porque se acumulaban los que habían llegado en las diligencias de Asturias y Galicia: Anguila observó en qué coche había más gente y allí se encajó. En los departamentos de tercera suele viajar la gente menos aromática pero también la más franca y afectuosa. Fuera del coche podrán ser los unos para los otros lobos feroces, pero en cuanto allí se acomodan todo es cordialidad y alegría y fraternidad y cuchipanda. Los caballeros no llevan abrigos de pieles sino groseros sacos al hombro; las señoras enormes cestas cargadas de legumbres en vez del primoroso cabás con las joyas; mas no por eso maldicen de la existencia.

A esta sociedad trató de hacerse pronto simpático Anguila, y lo consiguió fácilmente. A uno le quitaba el viento con su gorra para que pudiese encender el cigarro, a otro le desembarazaba del saco o de la cesta colocándolos debajo del asiento, a los niños les sentaba sobre sus rodillas y les enseñaba juegos de manos. Nada de esto necesitaba para obtener la benevolencia de los viajeros, porque repito que en los coches de tercera se practican todas las virtudes cristianas de una vez.

A los quince minutos era allí popular. Uno le regalaba la mitad de un chorizo, otro le daba nueces, otro le hacía beber un trago de su bota, y había quien le daba pescozones cariñosos llamándole granuja. El se dejaba querer. Por supuesto, había tenido cuidado de manifestar que iba a Madrid, de lo cual nadie dudó porque llevaba siempre empuñado su billete en la mano izquierda.

Mas he aquí que hallándose asomado a la ventanilla cuando el tren marchaba a toda velocidad, se le oye lanzar un grito lastimero. Inmediatamente vuelve la cabeza con tales señales de consternación en el rostro, que los viajeros, asustados, le preguntan a un tiempo:

—¿Qué te pasa, chico?

—¡Se me cayó!, ¡se me cayó!—gimió Anguila desesperadamente.

—¿Qué te ha caído?

—¡El billete...! ¡Se me cayó el billete!

Y sus mejillas se bañan de lágrimas porque este pícaro tenia la rara facultad de llorar cuando le daba la gana. Lloraba tan amargamente y estaba tan feo llorando, que todos se sintieron conmovidos.

—¿Pero cómo fué eso, chico?

Él, entre suspiros y lágrimas, explicaba que no sabía cómo había sido... Estaba descuidado..., la mano se le había aflojado..., el viento era muy fuerte. Y venga llorar y suspirar y moquear.

—No te apures niño—dijo uno—. Ya veremos cómo se arregla eso.

—¡Ya lo creo que se ha de arreglar! ¡No faltaba más!—exclamó otro.

Inmediatamente se formó un conclave y se discutió con calor el asunto. Los hombres, en general, opinaban que cuando llegase el revisor se le debía explicar con franqueza lo acaecido, pensando que sería suficiente para que no hiciese bajar al muchacho. Las mujeres no se fiaban del revisor, encontraban más seguro ocultar al chico, para lo cual había bastante acomodo con sus faldas.

Predominó, como siempre, la opinión de las mujeres. Unos y otros se estuvieron relevando a la ventanilla para espiar la venida del empleado y cuando le vieron, Anguila se hizo un pequeño ovillo de algodón y quedó disimulado entre los pliegues de una basquiña.

Los viajeros hallaban tan divertido este juego, que reían sin cesar. Trataban a aquel malhechor con afectuosa atención y le regalaban y le mimaban como si fuese su propio hijo.

Al llegar a Madrid también pasó la puerta de la estación oculto entre tres o cuatro mujeres que se apretaban unas contra otras más de lo razonable. En cuanto se vió fuera y libre despidióse de aquella buena gente diciendo que iba en busca de un hermano que allí tenía, y se lanzó a las calles de la corte tan alegre como el pájaro que por vez primera abandona el nido.

Era necesario estirar, cuanto fuese posible, los tres duros mal contados que tenia en el bolsillo. Por lo tanto, en vez de montar en un coche de punto y hacerse trasladar al hotel de París, compró un bollo de pan en el primer puesto que halló y por dos cuartos más tomó el café con que le brindaba un vendedor ambulante en la esquina de la Cuesta de San Vicente.

Aquella noche durmió patriarcalmente sobre uno de los bancos de la plaza de Oriente.

Se propuso aprovechar el tiempo y no partir de Madrid sin ver todo lo que de notable encierra, ya que calculaba que no había de permanecer muchos días. Todo lo visitó, pues, rápidamente, las calles principales, los barrios bajos, la Casa de Fieras, el Palacio Real, los Museos, los teatros, el Congreso de los Diputados, etc., etc. No hay para qué advertir que lo vió todo por fuera porque Anguila había vivido siempre al aire libre y no era cosa de romper con sus hábitos. Los leones de bronce del Congreso, acabados de fundir con los cañones tomados a los moros, le interesaron muchísimo. No entró en el Salón de Conferencias porque odiaba la política. En cambio, como el Derecho penal era su especialidad, asistió muy cerca y sin perder un detalle a la ejecución de un reo en el Campo de Guardias. Lo que algo vale algo cuesta. Su curiosidad científica le costó algunos puntapiés de los agentes de Orden público, pero los dió por bien empleados puesto que había logrado presenciar un espectáculo que ni Antón el zapatero ni ninguno de sus camaradas de Avilés verían probablemente en su vida.

Ignoro cuántos días empleó en ilustrar su joven inteligencia de esta suerte. No debieron de ser muchos, porque aunque la cama le salía barata, los comestibles eran caros ya en aquella época. De todos modos tan agradable temporada se hubiera prolongado un poco más, si no fuese porque una mañana, al despertarse en su marmóreo lecho de la plaza de Oriente, se encontró con que durante el sueño le habían desembarazado de las pocas pesetas que le quedaban. No lloró, porque Anguila aborrecía las cosas inútiles. Se contentó con proferir con voz recia sucesivamente y en ristra, todas las blasfemias y palabras sucias que había logrado aprender en su pueblo natal. Se dirá que esto es también inútil. No tanto; algunas blasfemias proferidas con adecuada entonación, pueden salvar a un hombre de un derrame biliar o cólico nefrítico.

Aunque libre por el momento de estos accidentes, Anguila no pudo menos de pensar que su situación distaba un poco de ser brillante. Poco después comprendió, igualmente, que si algo había indispensable para él en aquel momento era almorzar. En consecuencia, dirigió sus pasos hacia la taberna donde solía hacerlo desde que había llegado, comió lo que tenía por costumbre y aprovechando la distracción de la tabernera que, por otra parte no le vigilaba considerándole ya como parroquiano, logró salir sin ser notado y se alejó velozmente de aquellos lugares. Era domingo. Estábamos en los primeros días de Septiembre; el tiempo espléndido; temperatura agradable; grande animación por las calles. Aunque sus negocios le preocupaban un poco, Anguila gozó como cualquier ciudadano bien acomodado de estas ventajas naturales y sociales. Recorrió las calles, entró en las iglesias, paseó por la acera de las Calatravas y cuando llegó la hora se fué, como siempre, a escuchar la música y presenciar el relevo de la guardia del Palacio Real. En la Puerta del Sol vió a unos chicos limpiando el calzado de los transeuntes y, súbitamente, le acometió la idea de hacerse limpiabotas. Pero apenas nacida la idea la desechó con desprecio. ¡Limpiabotas! ¡Puf! Lo último que él sería en este mundo.

No hay forastero en Madrid que los domingos por la tarde no vaya a pasearse a la Castellana o al Retiro. Anguila optó por este último punto, como más pintoresco y divertido. El real sitio, del cual todavía una parte estaba vedada para el público, rebosaba de gente. La burguesía madrileña se derramaba por sus caminos arenosos produciendo con su charla y su risa un gozoso rumor que Anguila aspiró deliciosamente. Le parecía hallarse todavía en las ferias de Avilés. Innumerables niños que corrían riendo, gritando y se caían y lloraban, señoras elegantísimas, mancebos que jugaban a la pelota, grupos de hermosas jóvenes que saltaban a la cuerda, apuestos militares que las miraban y requebraban... Pero lo que más atraía su atención y más le interesaba era, como debe suponerse, el gran estanque que surcaban algunas barquichuelas tripuladas por marineritos acicalados como los de las cajas de bombones. Puede calcularse el desprecio y la risa que a Anguila inspiraban estas barcas y estos marineros.

Aquel día se amontonaba una muchedumbre inmensa en las orillas del estanque. Anguila miraba al estanque, miraba a la gente y se hallaba en un estado contemplativo sin pensar absolutamente en nada cuando de pronto nace en su cerebro una idea maravillosa.

Fué una de esas ideas que sólo acuden a los hombres cuando Dios quiere demostrarles que su providencia jamás deja de velar por ellos.

Dió vuelta lentamente al estanque y después de haberse cerciorado dónde había más gente y dónde estaban más lejanas las lanchas, se encarama velozmente sobre la barandilla de hierro, da un grito desgarrador y se precipita en el agua.

A este grito contestaron otros cien que partieron de la muchedumbre.

—¡Un niño se ha caído al agua!

—¡No; se ha tirado! ¡Lo he visto yo!

—¡Se ha caído!

—Le digo a usted que se ha tirado.

Anguila había desaparecido debajo del agua y quedó oculto unos instantes, pero al cabo asoma el rostro haciendo muecas horribles, agitando las manos como quien lucha con la muerte. Vuelve a sumergirse y otra vez aparece gesticulando, chapoteando, gritando:

—¡Madre!... ¡Madre del alma! ¡Socorro!

—¡Que se ahoga ese niño! ¡Salvad a ese niño!—gritaban de todas partes.

Anguila desaparecía otra vez, permanecía unos instantes bajo el agua y de nuevo aparecía con el rostro más descompuesto todavía, exhalando gemidos lastimeros.

El público se agitaba, gritaba, pero nadie se atrevía a tirarse al agua. Hay que comprender que Madrid es el pueblo más interior de España.

Las mujeres convulsas, frenéticas increpaban a los hombres.

—¡Salvad a ese niño, cobardes!

Las lanchas se hallaban en el extremo opuesto. Una de ellas venía ya remando hacia el sitio, pero antes de que llegase tenía tiempo el chico de ahogarse diez veces.

Al fin un hombre, el mismo que afirmaba haberle visto tirarse se despojó rápidamente de la chaqueta diciendo:

—El se ha tirado; yo lo he visto por mis ojos... pero no importa.

Y se arrojó al agua. Nadó unos instantes, se aproximó con cautela al chico y tomándole por los cabellos en el momento en que aparecía otra vez le arrastró hacia la orilla. Allí numerosas manos se apresuraron a izarle.

Anguila parecía medio asfixiado. Quisieron volverle la cabeza para que soltase el agua que había tragado pero él se opuso enérgicamente a esta operación. Un grupo inmenso de gente le rodeaba. El hombre que le había salvado y que a todo trance quería hacer valer su opinión le preguntó:

—¿Te has caído o te has tirado?

—¡Me he tirado!—balbuceó Anguila.

—¿Y por qué te has tirado?

—¡Porque... porque quería matarme!

—¿Y por qué querías matarte?

—¡Porque estoy muerto de hambre!—profirió entre sollozos aquel tunante.

La noticia corrió como un reguero de pólvora por la multitud.

Un niño que trató de suicidarse por estar en la última miseria, se decían los unos a los otros. Un tierno sentimiento de compasión se apoderó de todos los corazones. En un momento se recaudó allí un montón de calderilla y algunas pesetas. Metieron todo este dinero en un pañuelo y se lo entregaron al náufrago.

Pero ya algunos guardas habían llegado, los cuales se empeñaron en llevarle a la Casa de Socorro. Antes de hacerlo un caballero anciano elegantemente vestido se abrió paso entre la gente y llegando hasta el suicida le habló con el mayor afecto y le dió una tarjeta para que se pasase por su casa.

En la de socorro metieron al buen Anguila en la cama mientras le secaban la ropa. Una vez seco y restaurado y dueño de algunas pesetas se dirigió al palacio del conde de F., cuya era la tarjeta que le dieran. Este caritativo señor se enteró con emoción de la historia lamentable que a Anguila le plugo ensartarle, le hizo dormir en su casa y al día siguiente le envió con un criado a la estación del Norte. Allí le dieron un billete para León y otro para la diligencia hasta Oviedo.

Esta es la historia verídica del suicidio de Anguila. Yo he presenciado una repetición desde el muelle, porque alguna vez hacía reír a sus amigos parodiándolo.

¡Había que ver a aquel payaso hundirse en el agua y aparecer medio asfixiado pidiendo socorro con las ansias de la muerte!

Al sujeto que le salvó la vida le dieron, a petición de la Prensa, la cruz de Beneficencia.

XXIII

PEDRO MENÉNDEZ

Las ferias de Avilés tienen, como todo el mundo sabe, la misma significación histórica que los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia.

Si hubiese tropezado en mi infancia con un japonés o un persa, que no hubiera oído nunca hablar de estas ferias, quedaría seguramente estupefacto.

No sé lo que son ahora, pero doy fe de que en aquellos tiempos eran una antesala del Paraíso. Y si me dejaran, es posible que me quedase contento en la antesala sin entrar jamás en el salón.

Pasábamos un año entero soñando con aquellos cinco días. Si algún pariente generoso nos ponía en la mano una peseta, corríamos a meterla en la hucha de barro ¡para las ferias! Si nos compraban un lindo sombrerito de paja, era ¡para las ferias! Si el sastre nos cortaba un terno de paño fino o el zapatero nos fabricaba unos zapatitos de charol, naturalmente, era ¡para las ferias!

Fuera de casa, en el paseo, bajo los arcos de la plaza y a la salida de la escuela, comentábamos acaloradamente los festejos. Vendrá una compañía dramática; vendrá otra de circo. Y a los chicos se nos hacía la boca agua porque se aseguraba confidencialmente, pero con visos de verdad, que en esta última figuraba un clown maravilloso que se tragaba un largo sable hasta la empuñadura y otro que daba sin trampolín el doble salto mortal.

Mientras las ferias duraban vivíamos en medio de un aturdimiento feliz, fuera enteramente de nosotros mismos y de nuestras costumbres. Eran días de exaltación, de vértigo, de ataque de nervios. Cuando nos aproximábamos a ellos sentíamos su calor y nos iluminábamos por dentro como los cometas al acercarse al sol. Aquellos cinco días y ocho antes los pasábamos en un estado de inconsciencia angélica. No era vida mortal la que llevábamos sino inmortal y olímpica. Los dioses bajaban a nosotros y nos besaban en la frente y nos daban de beber de su ambrosía. Apelo al testimonio de los viejos avilesinos que me lean.

Quince días antes, los peones del Ayuntamiento empezaban a clavar los mástiles con gallardetes a lo largo del muelle y de las calles principales. Avilés fué siempre una villa pródiga en gallardetes. Recuerdo la viva, inefable emoción que me embargaba cuando veía a los obreros erigir los primeros mástiles, símbolo de dicha inmarcesible. Algunas veces pensaba que si en el Cielo no hay gallardetes, es un Cielo incompleto.

Pero la más característica entre las señales precursoras de tan magno acontecimiento, más aún que la erección de los mástiles con gallardetes, eran dos grandes bastidores de madera que la corporación municipal hacía colocar unos días antes a los dos lados de la puerta del Bombé, aquel exiguo Bombé, germen del hermoso parque de ahora. Eran dos figurones que representaban, el uno a Pedro Menéndez y el otro a Ruy Pérez de Avilés, según rezaba la leyenda que debajo ostentaban.

Cuando al descender por la calle de la Herrería cualquiera de los días precedentes a la feria, divisaba a lo lejos a Pedro Menéndez y a Ruy Pérez, mi alegría era tan intensa, que me obligaba a detenerme. El corazón quería saltarme del pecho, la dicha me ahogaba y de buena gana hubiera corrido a aquellos héroes y les hubiera besado y abrazado.

Más tarde les perdí un poco el respeto porque me hice filósofo y pacifista. Pero en aquella época mi temperamento era extremadamente marcial; soñaba con batallas y escaramuzas, tajos y mandobles. Yo mismo, con mis propias manos, fabricaba lanzas y sables aprovechando los barrotes de algún viejo cajón de pino, plateándoles con papel de estaño arrancado de los paquetes de chocolate. Y como nos hallábamos entonces en guerra con los moros de Africa, pensaba vagamente en fugarme de casa y marchar a ponerme a las órdenes del general Prim y ofrecerle el auxilio de mi sable de madera.

Felizmente esto no llegó a efectuarse y pude alcanzar la edad viril y después la vejez, sin haber cortado la cabeza ni haber hecho la más pequeña incisión a ningún moro.

Aunque abominando, pues, de la guerra, conservé siempre, por lo que acabo de decir una tierna inclinación hacia Pedro Menéndez, Adelantado del reino y conquistador de la Florida. Así que cuando llegó a mis oídos la noticia de que le habían alzado una estatua en el parque de Avilés, me sentí complacido y me propuse hacerle una visita.

Le vi de pie sobre un alto pedestal y apenas pude reconocerle. Era un personaje obscuro, verdoso, siniestro, que tenía la espada desenvainada como apercibido a ponerse en guardia y darle una estocada al primero que se le pusiera delante. ¡Qué diferencia de aquel Pedro Menéndez de mi infancia, tranquilo, majestuoso, encuadrado en un pintoresco bastidor de madera! En vez de intentar darle un abrazo como en otro tiempo, aparté de él la vista con tedio y me alejé de aquel sitio velozmente. Quiero decir que no me fué simpático.

Por eso, cuando en aquellos días un notable poeta regional que firma con el pseudónimo de «Marcos del Torniello» en una de sus sabrosas composiciones propuso que se me erigiese una estatua en el parque de Avilés frente a la de Pedro Menéndez, me sentí extrañamente agitado. Inmediatamente me representé yo mismo con cuerpo de mármol, pero sensible y pensante, sobre una columna de piedra, sufriendo día y noche los embates del viento y los rigores del sol, azotado por la lluvia o ensuciado por el polvo. Me vi años y años frente a aquel negro, siniestro guerrero de la espada desenvainada, sin poder apartarme un punto de su vista. Y se me oprimió el corazón.

Anduve preocupado todo el día; me acerqué cuatro o cinco veces a la estatua, y otras tantas me alejé echando una mirada oblicua, nada amorosa, al feo soldado que iba a ser mi socio por los siglos de los siglos. Inquieto y caviloso me fuí aquella noche a la cama y tuve el sueño siguiente:

Soñé que llegaba a Avilés por el ferrocarril, embalado en un gran cajón de madera y que en la estación me arrastraron algunos mozos hasta un carro de bueyes en presencia del escultor y tres o cuatro señores desconocidos. Me llevaron hasta el parque y por la noche me desembalaron y me colocaron sigilosamente sobre una columna de granito que allí estaba preparada, al efecto, y me taparon después la cara y el cuerpo con un trozo de harpillera. Al día siguiente se efectuó la ceremonia de destaparme, en presencia de una gran muchedumbre, con asistencia de las autoridades y amenizado el acto por la orquesta municipal. Yo estaba confuso y avergonzado de tanto honor y viendo a algunos viejos amigos conmovidos hasta derramar lágrimas, se me derretía el corazón cual si fuese de manteca y no de mármol.

Pasé algunas horas distraído aquella tarde. Mucha gente se detenía a contemplarme y hacían comentarios. Unos sacudían la cabeza con ademán severo y expresaban en alta voz sus dudas sobre si yo merecía o no ser elevado a la categoría de los héroes. Otros por el contrario aplaudían el acuerdo del Municipio manifestando que yo les había hecho pasar algunos ratos divertidos y que no era mal muchacho. Gentiles avilesinas fijaban sus menudos pies en la arena y me miraban con ojos risueños haciendo un mohín de satisfacción. Yo sentía unos deseos locos de bajarme del pedestal, postrarme a sus pies y darles las gracias.

Pero de vez en cuando me acordaba de que pronto iba a quedar solo en presencia del terrible conquistador de la Florida, y me estremecía.

Llegó la noche. Las últimas luces del sol relampaguearon un instante sobre la superficie de la ría; hicieron brillar después los cristales de los balcones del Gran Hotel, quedaron algunos segundos recogidas en las copas de los árboles, y por fin se fueron. Y con ellos también los ojos hermosos de las avilesinas. Todo quedó en tinieblas.

Heme aquí frente a don Pedro Menéndez. La noche era obscura y hacía bastante calor. La agitación de aquel día me tenía cansado y la sofocante temperatura me inclinaba al sueño. Empezaba a dormitar cuando me sacó de mi letargo una voz ronca y espantosa. Era la estatua del conquistador de la Florida que hablaba.

—¡Eh, amigo! ¿Por qué estáis ahí plantado frente a mí?

—Porque me han puesto—respondí tembloroso.

—¿Y por qué os han puesto, decidme? ¿Por qué os hicieron tanta honra de vos colocar frente a mí en figura de piedra?

Yo debí responder ciertamente: «Porque les ha dado la gana.»

Pero me sentí lleno de miedo, un miedo abyecto: y balbucí más que dije:

—Quizá hayan pensado que merecían esta recompensa mis servicios.

—¡Ah, sois un guerrero famoso! Perdonad que os haya hablado sin los respetos que se os deben. Agora decidme ¿qué reinos habéis conquistado, qué enemigos de Dios y del rey habéis vencido, en cuántas batallas habéis combatido?

—Con todo respeto y miramiento os diré que no he conquistado ningún reino. Solamente en mi edad juvenil quise conquistar el corazón de alguna bella, pero no pocas veces me vi necesitado a levantar el sitio. En cuanto a batallas, la única seria en que he tomado parte fué la de Galiana.

—¡Nunca oí mentar esa batalla!

—Pues fué recia y cruel, y en ella tuve la mala fortuna de quedar herido.

—¿De pica o de algún arcabuzazo?

—No, señor, de piedra.

—¡De piedra! ¿Entonces os hallabais todavía en la edad de los honderos y catapultas? ¿No conocíais el uso de la pólvora, ni las culebrinas, ni los morteros ni los arcabuces? Erais unos bárbaros.

—En efecto, así nos llamaba casi todos los días el señor don Juan de la Cruz.

—¿Quién era ese varón?

—Nuestro maestro de escuela.

—¡Por Dios que no os entiendo! ¿Qué tienen que partir en estos asuntos de armas los maestros de escuela?

—Es que no se trata de armas. Yo no soy guerrero.

—Entonces, decidme, con mil de a caballo ¿quién sois y qué maravillas habéis hecho para que así os honren con mármoles y bronces?

—Pues yo no he hecho en este mundo más que algunos libros que andan rodando por él con inmerecido aplauso.

Don Pedro quedó un instante suspenso y soltó después una horrísona metálica carcajada.

—¡Vamos, sois un c... tintas!

—No tanto, señor Adelantado. Mi linaje radica aquí mismo en Avilés y es tan antiguo como el vuestro... Pero ya nadie se precia de linajes en estos tiempos... Cada cual se fabrica el suyo con su cabeza o con sus manos. Trabajar; extraer de la madre tierra aquellos elementos necesarios para la vida de los hombres es nobleza; forjar los metales, tallar las piedras, modelar el barro, enviar los productos de una región del planeta a otra, difundirlos, comerciar con ellos, es nobleza. Pero la mayor nobleza en estos tiempos es el expresar con belleza y decoro ideas justas, es alzar el espíritu de los hombres a las altas especulaciones de la metafísica, es recrearla con sabrosas, peregrinas invenciones. No hay monarca ni potentado hoy sobre la tierra que no envidie el laurel de un publicista.

—¡Por vida mía!... ¿Es que a vosotros, ruin canalla, se os corona agora con laureles? Mucho soy maravillado. ¿Entonces, qué es dejado a los varones señalados que abrazan con afecto el arte de la milicia corporal, a los mancebos bélicos, a los varones esforzados de inmortal memoria que han vertido su sangre en crudas batallas?

—En el día, señor Adelantado, los mancebos belicosos suelen parar en la cárcel o en el hospital. Los hombres hemos llegado a convencernos de que los tajos y mandobles, lanzadas y cintarazos, aunque sean inferidos con singular destreza, no deben ser considerados como signos de nobleza sino de barbarie; que no deben llamarse héroes a los que saben dar buenos mordiscos, porque mejores los dan los chacales. Somos espíritus y el teatro de nuestra actividad debe ser el mundo espiritual. Nuestro negocio más importante en la edad presente es el huir de la edad cuadrúpeda que vos representáis.

—¡Rayos y centellas! ¿Y tenéis en menos las hazañas portentosas de aquellos guerreros que han sabido conquistar para su rey y señor dilatados territorios y encadenar a sus pies a millares de esclavos?

—Sí, los tenemos en menos; siento verme obligado a decíroslo. No son conquistadores para nosotros los que se apoderan de un pedazo de tierra que hermanos suyos han regado con el sudor de su frente sino los que descubren nuevos horizontes para la ciencia y con la luz de su ingenio esclarecen las almas de sus semejantes. El hombre no ha nacido para luchar con el hombre sino con las ciegas fuerzas de la naturaleza que nos oprimen. Newton, Kepler, Bacon, Palissy, Gutenberg, Franklin, Pasteur, Edison han sido los conquistadores legítimos de nuestra raza.

—No conozco a esos varones. ¿Pertenecieron a la armada o a la gente de a caballo? Nunca les vi apuntados en la relación de las grandes y señaladas victorias del rey, nuestro señor.

—Pertenecieron a la armada del talento... Pero todavía, señor Adelantado, han existido y existen otros luchadores más grandes, más generosos. Estos no luchan con la tierra y el mar ni con el aire y el fuego sino con la Esfinge.—«Adivina o te devoro»—dice la Esfinge. Y estos buenos guerreros del espíritu luchan con ella, se rompen los huesos contra su cuerpo de piedra y caen rendidos y ensangrentados queriendo arrancarle su secreto. Pitágoras, Heráclito, Sócrates, Platón, Plotino, Spinoza, Descartes, Pascal, Leibnitz, Kant, Hegel, Schopenhauer son los héroes más queridos de la Humanidad.

—¡Habláis un habla, pardiez, que nunca sonó hasta ahora en mis oídos! Todo eso son enredos y trampantojos, y en verdad que merecierais por tales maleficios ser llevado a un calabozo del Santo Oficio para que allí os castigasen o enmendasen o que el rey, nuestro señor, os enviase a galeras después de vos haber aplicado doscientos azotes.

—El Santo Oficio que invocáis no fué más que un odioso tribunal donde sobre víctimas inocentes se cebó la crueldad nativa, la ignorancia, el orgullo y la envidia de algunos clérigos vomitados por el infierno... En cuanto a vuestro rey don Felipe segundo está en el día reputado por un déspota rencoroso y sombrío que destruyó la obra grandiosa de aquella santa mujer que se llamó Isabel primera de Castilla, apagando la inteligencia y envileciendo el carácter del pueblo español.

—¡Qué estáis diciendo, temerario!—gritó con estruendosa voz el guerrero de bronce—. ¿Al Santo Oficio esas blasfemias? ¿A mi rey tamaños ultrajes? ¡Por vida mía que he de castigar tanta insolencia!... ¡Toma, menguado!

Y diciendo y haciendo me tiró con su espada un tajo al cuello y mi cabeza marmórea cayó al suelo con un ruido sordo que me despertó.

XXIV

HISTORIA TRISTE DE MI AMIGO GENARO[4]

Sus padres tenían un almacén de enseres marítimos no lejos del muelle. Era tan pequeño y estaba de tal modo atestado que apenas podrían mantenerse tres o cuatro personas dentro de él.

Barricas de raba para la pesca de la sardina, montones de cables enrollados, paquetes de lona, cajas de brea, remos, garfios, anclotes, latas de aceite, pantalones impermeables, todo hacinado de un modo delicioso. Yo por lo menos lo encontraba así. El techo era bajo, circunstancia que lo hacía más grato aún a mis ojos, y de él pendían ristras de anzuelos, alpargatas y botas de agua. Tenía una escalerita estrecha y empinada que conducía al piso primero y único de la casa. Todo esto le prestaba cierta semejanza con el camarote de un barco; y aquí está precisamente la causa de que esta tiendecita ejerciese sobre mí tal fascinación.

En aquella época yo amaba el mar sobre todas las cosas: era mi elemento, soñaba con ser marino.

Me encantaba, pues, visitar aquella tiendecita tan abarrotada de tesoros marítimos y me hubiese encantado aún más si el padre de mi amigo Genaro no fuese un hombre tan serio y tan barbudo. Su barba negra, erizada, le brotaba hasta por debajo de los ojos, que eran negros también y grandes y severos. Cuando iba a preguntar por su hijo me informaba por medio de un gruñido señalando al techo o a la puerta, según estuviese en casa o fuera.

Genaro tenía bastante parecido con su padre y seguramente sería un perfecto retrato suyo cuando transcurriesen los años. La misma tez cetrina, los mismos grandes ojos negros y una cierta seriedad que imponía respeto a primera vista. Después que se entraba con él en amistad resultaba extremadamente simpático. Era un chico franco, resuelto, leal, no muy inteligente y un poco aturdido. Todos le estimábamos, no sólo por su carácter, sino también y especialmente por su agilidad y su fuerza, pues es cosa cierta que los niños como los griegos adoran el cuerpo primero y después el alma.

Ninguno más diestro que él en toda clase de juegos y ejercicios, sobre todo en los marítimos, esto es en nadar, remar, trepar a pulso por la jarcia de los barcos, etc. En el arte de la navegación nos sacaba a todos gran ventaja, pues era ya a los trece o catorce años un perfecto marinero que izaba y echaba rizos a la vela en el momento oportuno, que sabía orzar y arribar y tesar o arriar la escota y dejaba caer el rezón con perfecta exactitud donde quería. Por esto siempre que disponíamos cualquier excursión a los puntos extremos de la ría buscábamos su compañía.

Felizmente para mí, su casa no sólo tenía entrada por la tienda. En el portal había otra escalera que conducía al piso, y cuando la puerta no estaba cerrada subía por ella para llamarle evitando con esto la barba espinosa de su padre.

En vez de esta barba solía recibirme en lo alto de la escalera un rostro halagüeño y hermoso que me placía ver casi tanto como los tesoros marítimos de la tienda. Este rostro pertenecía a una joven llamada Delfina, mitad costurera, mitad amiga de la casa. Venía con frecuencia a ella para ayudar a la madre de Genaro que, enteramente ocupada con la tienda, no podía atender a los quehaceres domésticos.

Esta Delfina, que podría contar diez y siete o diez y ocho años de edad, era un estuche. Cosía primorosamente, aplanchaba aún mejor, dirigía las faenas de la casa con la habilidad de una vieja ama de llaves y sabía contar cuentos mejor que la sultana Serezada. Era además bella como lo eran sus tres hermanas; porque tenía nada menos que tres; y era igualmente coqueta como ellas. Entre las jóvenes artesanas de Avilés estas cuatro gozaban con justicia fama de hermosas y elegantes; es decir, que sus trajes eran más cuidados y más finos que los de las demás, aunque sin salirse de su esfera, porque en aquel tiempo ninguna osaba hacerlo. Era además alegre como un jilguero y nos hacía reír con sus bromas y después nos pellizcaba para que no riésemos alto; porque ella también tenía miedo de las barbas del amo de la casa.

Así, que cuando subía a la de mi amigo para invitarle a alguna excursión, si Delfina estaba en ella, más de una vez y más de dos olvidé mi propósito y me quedé embelesado con la risa y los cuentos de la costurera. Y si se me había caído un botón o me había hecho un siete en el traje, esta encantadora hada se apresuraba a reparar el desperfecto, dándome después una ligera bofetada que me dejaba con apetito de desgarrarme otra vez el pantalón.

Un día, no obstante, al subir la escalera para llamar a Genaro, la encontré excesivamente seria y desde lo alto me despidió secamente diciéndome que mi amigo no podía salir conmigo porque su padre le tenía ocupado. Me sorprendió un poco, pero no hice demasiado alto en ello. Aquella misma tarde uno de nuestros amigos me dijo confidencialmente:

—Acabo de saber que Genaro ha robado bastante dinero a su padre y que éste le ha dado tantos palos que ha tenido que guardar cama.

Quedé consternado. Entonces comprendí la razón de la seriedad de Delfina.

—Pero ¿cómo ha sido?

—No sé... Creo que ha metido mano en el cajón de la mesa donde guarda el dinero allá en su cuarto.

Me produjo un sentimiento tristísimo. Aquel chico era un amigo a quien yo quería de veras y jamás le creyera capaz de semejante bajeza.

Transcurrieron bastantes días y una tarde le encontré en el muelle. Estaba un poco más pálido, pero alegre e impetuoso como siempre. Embarcamos en nuestro bote y nos paseamos por la ría al tenor de otras veces. Yo sentía que mi estimación hacia aquel muchacho mermaba; pero no podia sustraerme a la simpatía que había logrado inspirarme. Sin embargo, desde entonces me abstuve de ir a buscarle y sólo cuando le encontraba casualmente en el muelle nos embarcábamos juntos.

Pero su asistencia a este sitio, que antes era tan continua, sufría algunos eclipses. Algunas veces se pasaban ocho días sin que le viese saltando por las lanchas o encaramándose en la jarcia de los barcos. Por otra parte, cada vez que le veía le encontraba más pálido: la tristeza se esparcía como una nube negra por su rostro.

Aquel amigo, que por relaciones de familia tenía noticias auténticas de lo que pasaba en casa de Genaro, me comunicó que éste seguía robando a su padre y que los castigos continuaban cada vez más crueles y terribles. Al parecer, la noche anterior su padre le había azotado de tal manera con unas cuerdas que a sus gritos habían acudido los vecinos y le habían hallado en un estado lamentable.

Entonces súbitamente despertóse en mí una compasión infinita hacia aquel chico; aún puedo decir que creció mi cariño, porque siempre en mi alma la compasión engendró el amor. Me rebelé contra aquella barbarie y me dije con indignación: «¿Después de todo, qué? ¿No trabaja y ahorra para él? Si se ha tomado antes lo que más tarde le ha de pertenecer no hay en ello tan gran delito.»

He aquí cómo la compasión y el afecto hicieron brotar en mi cerebro ideas subversivas en el orden moral y jurídico.

Algunos días después volví a encontrarle en el muelle y por un impulso repentino que no pude reprimir le eché los brazos al cuello. El quedó sorprendido, se puso aún más pálido y rompió a sollozar perdidamente. Como nunca había sido blando para llorar, su llanto provocó el mío, que siempre lo he tenido fácil.

No hablamos una palabra. Nos secamos las lágrimas en silencio y montamos en el bote para dar nuestro paseo habitual.

Al cabo supe que su padre había resuelto enviarle a Cuba y que estaba señalado el barco que había de conducirle. No recuerdo, o por mejor decir no quiero recordar, si era la Eusebia, la Flora o la Villa, los tres barquitos principales que entonces hacían la carrera de América; pero era uno de ellos. Estaba anclado en San Juan esperando el Nordeste para hacerse a la vela.

Aquellos días no vi a Genaro en el muelle. Cuando llegó el de la partida tuve de ello noticia por un viejo marinero cuyo hijo era grumete en el barco. Entonces me acometió el deseo de ir a despedirle. Lo propuse a otros dos amigos que aceptaron al instante, pues todos amábamos a aquel chico a pesar de sus faltas. Y una tarde, después de comer, nos acomodamos en un bote y comenzamos a bogar en dirección a San Juan.

En el muelle habíamos sabido antes de partir que Genaro ya estaba allá desde por la mañana y que ni su padre ni su madre ni persona alguna de la familia había ido a despedirle. Sólo un marinero le había acompañado con el baúl. Aquello nos pareció el colmo de la crueldad.

Cuando llegamos a San Juan, el barco estaba ya a punto de hacerse a la vela. Nos acercamos a su casco negro y advertimos que a bordo se estaban efectuando las maniobras preliminares. En torno de él había tres o cuatro lanchas con personas que decían adiós a los pasajeros. Estos, inclinados sobre la borda, hablaban a gritos con sus amigos o deudos. Dimos la vuelta al buque y no vimos por ninguna parte a Genaro. Entonces nos pusimos a llamarle con toda la fuerza de nuestos pulmones.

—¡Genaro! ¡Genaro!

Al cabo apareció en la popa. Con una mano se sujetaba a un cable y con la otra nos envió un saludo acompañado de una triste sonrisa.

Jamás olvidaré aquella sonrisa de dolor, de vergüenza, de resignación, de desprecio...

Quisimos hablar, pero no sabíamos qué decirle. Un marinero se acercó a él y le apartó bruscamente y se colocó en su sitio para ejecutar una maniobra.

—¡Adiós, Genaro!—le gritamos.

Él nos hizo otro saludo con la mano. Y no volvimos a verle.

Entonces comenzamos de nuevo a navegar la vuelta de Avilés. Bogábamos silenciosos, melancólicos. Los tres sentíamos en el fondo del corazón que una gran infamia se acababa de cometer en este mundo.