Pocos días después lo habíamos olvidado. Sin embargo, al cabo de dos o tres meses se produjo un acontecimiento misterioso que llegó hasta nosotros y nos causó profunda impresión.
El padre de Genaro al abrir un día el cajón de la mesa de su cuarto se enteró con estupor de que había sido robado.
Entonces se le ocurrió a aquel bárbaro lo que mucho antes debió de habérsele ocurrido. Buscó una traza ingeniosa para averiguar quién le robaba.
Amarró una cuerda al fondo del cajón por la parte exterior, taladró la mesa, taladró el piso y la hizo pasar hasta la tienda, donde colocó disimuladamente una campanilla.
En efecto, algunos días después sonó esta campanilla: el comerciante se precipitó por la escalera sin hacer ruido y sorprendió al ladrón in fraganti. Era Delfina, la bella costurera que a todos nos tenía hechizados.
Fué entregada a la justicia y el padre de Genaro se apresuró a escribir a Cuba para hacerle venir. La carta llegó demasiado tarde. No mucho después de arribar a la Habana fué atacado por el vómito negro y había dejado de existir.
Esta es la historia triste de mi amigo Genaro.
No roguéis a Dios por aquel niño mártir. Rogad por sus verdugos.
XXV
ROSAS TEMPRANAS
Corría el año 1861. En Avilés vivíamos ignorados, pero felices. Allá lejos podían sublevarse los batallones y en Madrid alzarse barricadas y en todas partes encenderse la lucha y venir en pos de ella las sangrientas represiones, matanzas y fusilamientos. Nosotros no nos ocupábamos en semejantes bagatelas. Nuestros sucesos interesantes eran los Carnavales, el baile de Piñata, los días de San Juan y de San Pedro con sus paseos por mar y por tierra, las romerías, las ferias.
¿Quién osará afirmar que no estábamos en lo cierto? ¿Hay algo más interesante para el hombre que su felicidad? Un moralista me dirá que la bondad debe ir delante. Yo responderé que bondad y felicidad son una misma cosa, y se lo demostraría con párrafos muy elocuentes de Plotino, de Santo Tomás y de Fichte; pero no estoy seguro de que esto sea oportuno en unas memorias. Por el momento, me limito a exclamar con el Evangelio: ¡Bienaventurados los pacíficos! Nosotros lo éramos; por eso Dios nos recompensaba derramando sobre nuestra villa torrentes de alegría.
La noche de San Juan era particularmente regocijada. Como en otras muchas regiones de España, días antes, los niños trabajábamos ardorosamente en la construcción de jardines en plena calle, aprovechando los rincones y encrucijadas. Estos jardines eran nuestro orgullo, porque sabíamos que habían de ser visitados. Para ello poníamos a contribución los bolsillos de nuestros padres y deudos. Enarenábamos sus caminitos esmeradamente; los adornábamos, no solamente con plantas y flores, sino, a veces, también con estatuas y fuentes, y comprábamos farolillos venecianos, con los cuales los iluminábamos a giorno. Al día siguiente escuchábamos con avidez el dictamen y las críticas de la gente. Si oíamos decir que el jardín del Rivero era mejor que el de Galiana, nuestro corazón latía de entusiasmo, y celebrábamos nuestro triunfo gritando por las calles: ¡Viva Rivero!
Pero uno de aquellos mis compañeros me había afirmado seriamente que, echando un huevo en un vaso de agua a las doce en punto de la noche de San Juan, y dejándolo reposarse al sereno, podría verse al día siguiente, dentro del agua, la figura de un barco perfectamente esculpida, con sus mástiles, sus velas y toda su jarcia.
Quise ver esta maravilla, de la cual, ni por un instante dudé. Lo maravilloso es el manjar que mejor digieren los niños. Como no podía permanecer en pie hasta la hora señalada, porque no me lo hubieran consentido, me acosté, pero sin dormirme. Al escuchar en el reloj del comedor las once y media, aguardé todavía un rato; me levanté sigilosamente, fuí a la cocina, llené un vaso de agua, tomé un huevo y, saliendo al corredor, que daba sobre nuestro jardín, esperé anhelante las doce. Cuando el gran reloj del Ayuntamiento hizo vibrar la primera campanada en el silencio de la noche, partí el huevo y vertí su contenido en el vaso.
Al día siguiente, en el momento de abrir los ojos a la luz me acudió el recuerdo del barco. Salto del lecho velozmente, y, en camisa, salgo al corredor y miro con ávida intensidad mi huevo. ¡Oh, amarga decepción! En el vaso no había más que un licor amarillento, asqueroso, sin figura de barco alguno.
¡Cuántas veces así en el curso de mi vida he puesto también a serenar alguna dulce ilusión! Como ahora, he hallado siempre, en vez del barco mágico, el licor nauseabundo del desengaño.
Llegaba después el día de San Pedro, ¡Qué brillante paseo en el bombé! Llamábase así en Avilés un trozo de terreno de forma ovalada, enarenado, cercado por una paredilla alta, de medio metro, y guarnecido de altos álamos blancos de hoja plateada. Este cercadito minúsculo, que no tendría, de punta a punta, más de cien metros, era el paseo oficial de la población, el paseo de gala.
Llegaban las romerías. Las romerías son la alegría del verano. Avilés está rodeado de frondosas aldeas, que semejan otras tantas esmeraldas formando la orla de una perla. La Magdalena, Villalegre, San Martín, San Pelayo, Miranda, Balliniello y San Cristóbal son las principales. Todas ellas tienen su romería, que van escalonadas al través de los meses estivales. La más concurrida, la más espléndida, la abadesa mitrada de estas romerías, es la de la Luz. Ya la he descrito en mi novela titulada El Cuarto Poder, y a esta descripción me remito.
Mas aquel año a mi felicidad se añadió otra que todo el mundo comprenderá inmediatamente; aquel año tuve una novia. Es decir, no sé a punto fijo si tuve una novia, pero esa fué la opinión del público.
Acostumbrábamos los chicos a recrearnos por las tardes, como ya creo haber dicho, en el llamado Campo Caín, o sea el trozo de terreno con árboles que se extendía delante del antiguo convento de la Merced.
Este convento medio derruído servía para todas las cosas de este mundo, para escuela, para vivienda, para oficinas de la Aduana, para cuartel de carabineros, para telégrafo cuando lo hubo, etc., etc.
El Campo Caín sólo servía para nosotros.
Ignoro cómo a este campo ameno y pacífico le dieron un nombre tan trágico. Es posible que en los siglos pasados se cometiese allí un fratricidio.
A él dieron también en venir por las tardes a solazarse aquella primavera las niñas de la población con sus doncellas. El solaz de las niñas no era como el nuestro jugar a la estaca, saltar los unos sobre los otros y darse de mojicones. Ellas formaban corrillos, cantaban dulcemente y bailaban la giraldilla.
Llámase así en Asturias una danza en que los bailarines forman círculo cogidos de la mano. Dentro de él quedan unos cuantos. Se canta dando vueltas y cuando llega cierto pasaje convenido los que están dentro eligen con un signo de la mano pareja entre los de fuera, se rompe el círculo y bailan uno frente a otro abrazándose después para dar las últimas vueltas.
No es necesario decir que este baile es mucho más grato e interesante cuando toman parte en él los dos sexos. Entonces los hombres quedan una vez dentro del corro y otra vez las mujeres.
Las niñas bailaron solas durante algunosdías. Nosotros las contemplábamos de lejos serios y un poco turbados. Seguíamos nuestros juegos; pero sin darnos cuenta nos sentíamos atraídos hacia la giraldilla de las niñas.
Al fin uno de nosotros, ¡un valiente! cuyo nombre no recuerdo se aventuró a entrar dentro de ella. Las niñas se agitaron, hubo cuchicheo y apariencia de debate y gestos desabridos y sonrisas maliciosas; pero al cabo aquel valiente se quedó dentro y bailó como un sultán con todas ellas. Otro le imitó, luego otro, y al fin todos entramos.
Desde entonces el Campo Caín adquirió un nuevo y singular atractivo para nosotros. Todas las tardes, sin faltar una, nos juntábamos allí y pasábamos más de una hora cantando y bailando. Las criadas sentadas en los poyos nos miraban benévolas, departiendo entre sí y animándonos con sus picarescas sonrisas. Después de todo ellas eran unas niñas grandes también y se divertían con nuestra alegría.
No tardó mucho tiempo en actuar dentro de aquellas giraldillas la ley química de las afinidades electivas. Cada uno de nosotros empezó a distinguir a una niña e inmediatamente tanto entre nosotros como en el conclave de las domésticas fué considerado como su novio.
Yo me sentí atraído muy pronto hacia una llamada Concesa (no he vuelto a oír este nombre en mi vida) y se lo declaré del modo único que entonces sabía; esto es, sacándola a bailar más a menudo que a las otras, y procurando ponerme a su lado cuando dábamos las vueltas cantando. Naturalmente, fuimos declarados novios y tanto ella como yo aceptamos tácitamente esta declaración.
Pero no corría todo allí como sobre rieles. En este mundo junto a la luz está la sombra y la ley de la competencia es desgraciadamente tan inflexible como la del amor. La niña gustaba a otros tanto como a mí. Tuve rivales, fuí más constante, al cabo más dichoso; pasado algún tiempo no se me molestó más.
El Campo Caín no fué el único paraje donde nos juntábamos y bailábamos. Aprovechamos también poco después las romerías. Niños y niñas formamos aquel verano un mundo aparte, en el cual vivíamos felices sin cuidarnos de lo que pasaba en torno nuestro. Si alguna de las niñas dejaba de venir al Campo Caín o faltaba a la romería, el pretendido novio no se atrevía a preguntar por ella, pero las amiguitas compasivas le hacían saber el motivo, aunque de una manera indirecta.
—¿Por qué no ha venido Fulanita a la romería?—preguntaba en voz alta una niña a otra.
—Porque se ha dado un golpe en la rodilla y su mamá no la permite moverse de una butaca.
Nos dábamos por enterados y el interesado se mostraba triste aquella tarde para que las amiguitas fuesen con el cuento a la niña contusa.
Yo no sé si allí existía el amor: creo que no. Por mi parte al menos me parece que lo que sentía hacia aquella hermosa niña llamada Concesa era una viva simpatía, una suave amistad que sólo de lejos semejaba a la pasión amorosa, la cual no prendió en mí hasta mucho más tarde. Me agradaba verla y bailar con ella, y me enorgullecía que me distinguiese; pero esta simpatía dejaba perfectamente libre mi espíritu. Por otra parte, no se cruzaba entre nosotros ninguna palabra que trascendiese a galanteo. Si he de confesar la verdad diré que apenas he hablado nunca con ella. Solamente cuando en la giraldilla nos abrazábamos para dar las últimas vueltas, lo cual duraba pocos segundos, nos decíamos alguna vez cualquier palabra indiferente.
Recuerdo, sin embargo, que en cierta ocasión como yo hubiese sacado a bailar con excesiva frecuencia a otra niña, Concesa se enojó y no volvió a sacarme a mí aquella tarde. Al día siguiente se celebraba la romería de Balliniello. Como siempre las niñas formaron su giraldilla y nosotros nos juntamos a ellas. La primera vez que Concesa quedó dentro del corro me eligió a mí por pareja. Yo le dije con voz temblorosa al dar las últimas vueltas:
—Creía que estabas enfadada conmigo, Concesa.
Ella me respondió:
—Yo no me enfado con nadie... y menos contigo.
Y se desprendió de mí bruscamente ruborizándose.
Fué lo más vivo, lo más apasionado que hubo en la historia de aquellos amores.
La de mis amigos supongo que habrá sido idéntica. Sin embargo, ignoro por qué causa la mía se hizo más pública. Quizá porque la Providencia quiso probar ya mi paciencia desde la edad más tierna. Mis amores se hicieron célebres, no sólo en el mundo infantil, sino en la villa entera. En todas partes se supo que yo tenía una novia y en todas partes se me daba vaya con ella gozándose en mi confusión y vergüenza. Los amigos de la casa me saeteaban con indirectas, sonreían, se hacían guiños significativos, mientras, ¡misero de mí!, yo me ponía más rojo que una cereza. Tal era mi sobresalto, que cuando pasaba por delante de cualquier corrillo de gente se me figuraba que hablaban siempre de mis amores, como si no hubiese otra conversación en Avilés. Recuerdo que una noche jugando en casa de unos señores amigos a la Aduana (le Cheval blanc), que entonces era una novedad, solían algunos sujetos pródigos y derrochadores hacer dos puestas a fin de tener derecho a tirar dos veces los dados. Al colocar las dos puestas decían: «—Por mi... y por la novia.» Era el chiste de siempre. Yo que también ambicionaba el tirar los dados dos veces me aventuré aquella noche a doblar mi puesta, aunque sin repetir el chiste, como se debe suponer. Pero un joven burlón dijo en voz alta mirándome con sonrisa maliciosa: «—Por ti y por Concesita, ¿verdad?»
¡Oh Dios mío! ¡Qué turbación! ¡Qué vergüenza! Una ola de rubor me subió a la cara con tal violencia que pienso que hasta el blanco de mis ojos debería de estar rojo también. Al cabo rompí a llorar y los hombres rieron con más ganas. Pero las señoras, respetuosas siempre aun con las más ínfimas manifestaciones del amor, se compadecieron de mi:
«—Vaya, dejar a ese niño. ¿Qué les importa a ustedes que tenga o no tenga novia?»
Pero aún fuí vejado de otra más terrible manera. Ignoro quién fué el chico desalmado a quien se le ocurrió componer una letra sobre cierto pasacalle que entonces se cantaba mucho, aludiendo a mis amores. Quizá fuese uno de mis despechados rivales. Lo cierto es que esta letra alcanzó tal fortuna en el mundo infantil que por mucho tiempo no se cantó con otra el citado pasacalle. Sólo recuerdo de ella el estribillo que decía:
Armando la quiere más |
que todos en general. |
Todos la quieren bastante, |
pero Armando mucho más. |
Dejo al lector suponer los tormentos inconcebibles que esta canción me hizo experimentar. En Rivero los chicos me la cantaban en cuanto salía de casa. Si iba a Galiana así que me divisaban ya comenzaba el coro
Armando la quiere más |
que todos en general. |
Lo mismo que me dirigiese al muelle que al Campo Caín, que a los Arcos del Ayuntamiento, en todas partes escuchaba el mismo estribillo. ¡Qué horrible congoja! Hasta paseando un día por la vecina aldea de la Magdalena oí cantar al hijo de un labrador el famoso «Armando la quiere más».
En fin, que si me trasladase a los antípodas era seguro que allí también Armando la querría más.
Años después, cuando ya estudiaba yo la carrera de Jurisprudencia en Madrid y me afeitaba la barba, habiendo venido a Avilés a pasar algunos días del verano, al cruzar por una callejuela solitaria, acerté a ver sobre el viejo muro de una huerta esta leyenda trazada con carbón:
Concesa y Armando.
Me hizo sonreír. Yo era un sabio en aquella época y desde lo alto de mi ciencia contemplaba aquellos pueriles amores con soberano desdén.
Hoy desde lo bajo de mi experiencia los miro con un poco más de respeto.
XXVI
PARÉNTESIS
Salta este capítulo, lector minúsculo, pues no va dedicado a ti, y permite que un instante desahogue mi pecho oprimido con aquellos que como yo ven cercana la fatal ribera y a quien hace ya señas el adusto barquero.
¡Con qué placer evoqué los seres que alegraron mi niñez! Mi fantasía los representa con los rasgos que tenían, escucho su voz, miro su sonrisa o su gesto severo, contemplo su marcha: unos son dulces, afectuosos, otros graves, éstos melancólicos, aquéllos alegres, los otros grotescos; pero todos amables, porque todos habían sido enviados por Dios para hacerme dichoso.
¿Dónde estáis, nobles seres que compartisteis mi amor y mi alegría? Una mano glacial os arrebató para siempre de mi lado. ¡Para siempre! Horrible palabra que oprime mi corazón y me llena de estupor. Si la muerte es la separación definitiva, si nunca más os volveré a ver, valiera más que no nos hubiéramos juntado un instante en este pequeño globo que nada indiferente por los abismos del espacio. ¿Viviréis en otras regiones luminosas, inmarcesibles y seréis dichosos como lo merecíais, o la mano cruel que os arrebató os habrá precipitado en una noche eterna?
¡Ah, quién me volviera a aquellos hermosos días de mi infancia! ¡Quién me diera vivir otra vez entre vosotros! Dondequiera que habitéis, en el seno del Elíseo o errando por las praderas sin flores de un mundo subterráneo, y aunque debiese beber como Ulises la sangre del carnero negro para reconoceros, allí quisiera estar. Porque cada uno de vosotros era una parte de mi ser y al marcharos me dejasteis mutilado.
Y si ya no existís en parte alguna ¿qué fuisteis entonces? Vanos fantasmas que se disiparon como la niebla de la mañana. Y si fantasmas habéis sido, fantasma también soy yo y mi existencia una bomba de jabón que tiembla y brilla un momento a la luz del sol para romperse sin dejar rastro alguno.
Próxima está ya a estallar. Este mundo de pensamientos y recuerdos que llevo en mi cabeza, el espectáculo brillante que me seduce se disipará conmigo. Otros vendrán que gozarán de la luz del sol como yo y amarán y pensarán y vivirán un instante mecidos en una dulce alegría, y otros después... y otros... y otros. Y al cabo este pobre planeta que también es una bomba de jabón nadando en el espacio explotará igualmente haciéndose pedazos o morirá lentamente por consunción...
¡Todo fué un sueño! Las cien generaciones que turbaron este mundo con sus amores y sus odios, con sus progresos soberbios, con su piedad o con su cólera se convertirán en éter impalpable. ¿Dónde están sus lágrimas y sus risas, dónde están sus pensamientos altivos? Los monstruos repugnantes que poblaron la tierra en las primeras edades, los poetas y filósofos que nos cautivan en la presente, los santos, los malvados, las emociones más puras, los pensamientos más altos, todo, todo ha sido igual, todo se convirtió en éter.
En vano me dice Spinosa: «Ningún ser puede caer en la nada.» En vano me aseguran que es de todo punto imposible que un átomo de materia pueda desaparecer y aniquilarse. ¿Qué tengo yo que ver con esos átomos? ¿Me devolverán por ventura a los seres que amo? Pues si esto no hacen, su fuerza eterna es para mí absolutamente despreciable.
* * *
Me represento con terror el momento en que mi pobre cuerpo cadavérico va a quedar encerrado para siempre en el sepulcro. Llega la noche. Una calma profunda reina en el cementerio. No sopla ninguna brisa, no se escucha ningún rumor. La luna baña con su luz fatídica el recinto y los cipreses se alzan inmóviles sobre las tumbas.
De repente escucho a lo lejos un clamor rumoroso que se acerca: levanto un poco la losa de mi sepulcro y me encuentro rodeado de una muchedumbre abigarrada que me mira en silencio. Son los filósofos de la palingenesia antiguos y modernos, los pitagóricos, los platónicos, los estoicos, los alejandrinos, los origenistas, los trascendentalistas, los fourieristas, los sansimonianos. Uno de ellos toma la palabra y me dice:
«Nada temas. Tu alma es inmortal y al abandonar tu cuerpo perecedero se vestirá de otro y después de otro en una serie infinita de existencias distintas. Y en cada una de ellas serás desgraciado o feliz expiando tus faltas o recibiendo la recompensa de tus buenas acciones; pasarás de una vida más imperfecta a otra más perfecta o recíprocamente según hayas ascendido hacia el bien o hayas descendido más abajo en el mal. Tu mismo cuerpo será cada vez menos material, más sutil y espiritual y tus sentidos más delicados si no los manchas con impurezas, y si emancipado de groseros errores vuelas cada vez más alto en el cielo de la verdad y la justicia... ¿Temes perder tu yo, no reconocerte en la serie infinita de existencias ulteriores? Temor pueril, porque todos los días lo pierdes con delicia al entregarte al sueño. Y después de todo ¿qué es ese yo que tanto te preocupa? Si con serenidad lo examinas no se compone de otra cosa que de sensaciones, ideas más o menos claras, recuerdos, costumbres, a todo lo cual la memoria presta unidad. Y esta memoria ¿qué valor tiene? Por experiencia debes saber cuán frágil es y cuán poco significa. La inmensa mayoría de los instantes de tu vida sepultados están en la nada. Compara lo que de ella recuerdas con lo que has olvidado. Este olvido no es una desgracia: al contrario, pesado y doloroso sería para ti y para todo hombre recordar tanta pequeñez, tanta miseria como integran nuestra existencia aquí abajo. ¿Para qué arrastrar consigo por toda una eternidad tal fardo de insignificancias?... Deja de mecerte en sueños imposibles que serán para ti una desgracia si se realizasen, deja ese concepto estrecho de la inmortalidad, propio de edades bárbaras o de hombres ignorantes. Una vida nueva, absolutamente nueva está ya preparada para ti. De ella no tienes idea como no tiene un ciego de nacimiento idea de la luz; pero no por eso deja de existir y de ser hermosa y cuando abras los ojos la verás y la gozarás con la dichosa certeza de que cuando otra vez los cierres será ella la que desaparezca, no tú, que de nuevo los abrirás para gozar de otras más bellas en sucesión eterna.»
* * *
«Señores míos—respondo yo a tan amables palabras—, respeto profundamente vuestro sentir porque entre vosotros se hallan a no dudarlo los más altos pensadores que han honrado nuestro planeta hasta ahora; pero no me cautiva la inmortalidad que me ofrecéis. Os confieso, aunque peque de ignorante y bárbaro, que este pobre yo que tanto afectáis despreciar es lo único que me interesa en este momento. Si en otras vidas no me reconozco a mí mismo tanto vale la nada. Vuestra opinión es que antes de esta vida he vivido otras. ¿Qué valor han tenido para mí tales vidas? Es cierto que al entregarme al sueño pierdo mi yo sin pena; pero es porque tengo la seguridad de encontrarlo al despertar. Cierto es igualmente que la inmensa mayoría de las acciones y de los sucesos de mi vida se hallan sepultados en el olvido, pero mi yo ha permanecido idéntico y no ha habido al través de mi existencia solución de continuidad... ¡Continuidad! He aquí la palabra mágica, he aquí la clave del misterio. Sin la continuidad la inmortalidad no existe.
Por otra parte, si he de vivir infinitas veces, he de morir también infinitas veces y pasar por los horrores que a la muerte acompañan. Anudaré infinitas veces lazos de amor con otros seres como los que hoy aprisionan mi corazón y otras tantas los veré quebrarse con una separación eterna. ¿A quién no infundirá pavor semejante horizonte? Los discípulos del Buda, que predicaban la nada, recorrían las ciudades de la India gritando:—«¡Alegraos, alegraos! la muerte ha sido vencida»—. Yo también me alegro de morir para siempre. Vuestra inmortalidad me horroriza. Dejadme tranquilo.»
* * *
En efecto, aquella muchedumbre abigarrada se desvanece entre las sombras del cementerio, pero no tarda en reemplazarla otra más homogénea. En ella reconozco a la gran mayoría de los pensadores contemporáneos. El más viejo de todos ellos, el filósofo sajón Fechner me habló de esta manera:
«Aspiras ardientemente a guardarte como individuo; ¿pero qué es tu individuo? Nosotros, los seres humanos, nos alzamos sobre la tierra como se alzan las olas sobre la superficie del Océano, salimos del suelo como salen las hojas del árbol. Unas y otras viven su propia historia. Las olas reflejan separadamente los rayos del sol; las hojas se agitan mientras las ramas permanecen inmóviles. Así, en nuestra conciencia, cuando un hecho llega a ser predominante obscurece todo lo que se halla detrás. Y sin embargo, lo que se halla detrás aunque sustraído ya a la observación obra sobre él lo mismo que las olas superiores obran sobre las que están debajo, como el temblor de las hojas obra sobre la savia en lo interior de la rama. El Océano entero, lo mismo que el árbol sienten la acción de la ola y de la hoja y quedan por el hecho mismo modificados, esto es, son otra cosa que antes eran.
»De igual modo nosotros somos actores en el gran teatro del universo. Nuestras percepciones no se desvanecen cuando morimos sino que quedan impresas en el alma universal de la tierra y viven la vida inmortal de las ideas, y combinadas con las de otros hombres entran a formar parte del gran sistema del mundo. Nuestra conciencia no muere, pero se ensancha, y así como la suma de nuestras percepciones es lo que constituye nuestra conciencia, así la suma de nuestras conciencias constituyen la conciencia de un ser más grande, de un tipo superior.
»Deja pues de afligirte. Ese pequeño yo que tanto amas sólo desaparece en apariencia. Nada de lo que realmente lo constituía, esto es, ninguna de tus ideas, ninguna de tus acciones dejan de existir. Impresas quedan todas ellas en el mundo y gozan de la inmortalidad. Y los que como tú han pasado por la vida comunicando con los otros no sólo sus pensamientos sino sus más íntimas emociones pueden gozar aún con más seguridad de este hermoso porvenir. Si has logrado que tus libros dejasen una pequeña huella en el alma de tus lectores, esta huella por leve que sea no se borrará jamás, formará parte de su misma alma y con esta alma entrará en el concierto universal de los espíritus.»
* * *
«¡Oh, gran filósofo!—me apresuro a responder—, la inmortalidad colectiva que me ofreces es un pan demasiado duro para mis dientes. Ese gran yo de que me hablas no es el mío y debo confesarte que no puedo amarlo porque sólo me interesa este otro diminuto, este pequeño punto central donde se refleja, sin embargo, el universo. Durante mi vida terrenal he sido rey en mi pequeño reino y no puedo pasar sin dolor a ser esclavo inconsciente. Fuí una melodía más o menos importante en el concierto; me pesa convertirme en una nota del pentagrama. No me hables de la inmortalidad literaria, porque es un cuento para entretener a los niños. La gloria más grande del más grande artista de la tierra no puede durar veinte mil años. Cierto que a pesar de eso la amamos todos y más aún aquellos hipócritas que fingen desdeñarla; pero es algo siempre secundario en nuestra vida. El valor de la mía no se cifra en lo que he escrito sino en lo que he amado. No me ligan a la existencia ni mis pensamientos ni mis libros; todos ellos os los entrego sin pesar alguno. Lo único que me atormenta en este instante es separarme de los seres que hoy amo, es perder la esperanza de volver a ver aquellos otros que hace tiempo se han partido de la tierra. Si no hay nadie en el universo o fuera de él que pueda devolvérmelos, ¡cese, cese para siempre esta vida miserable y húndase como una hormiga mi pobre ser en la nada!»
* * *
Los filósofos de la inmortalidad colectiva se retiran también. Apenas desaparecidos se presentan en ruidoso tropel otros mucho más osados y enérgicos.
«No te engañes a ti mismo—me dice uno de ellos—. No te dejes engañar tampoco por los otros. La inmortalidad del alma es imposible, porque el alma no existe; es una pueril creación de nuestra mente: nadie la ha visto ni la ha tocado. Lo que existe sin poder dudarlo es nuestro cuerpo visible y palpable y este cuerpo ha sido el origen de todas tus tristezas y alegrías. Consuélate, porque este cuerpo es inmortal. Un ser vivo permanece eternamente vivo. No existe la muerte para la naturaleza; su juventud es eterna como su actividad y su fecundidad. La muerte transforma pero no destruye y no es otra cosa que la misteriosa continuación de la vida en formas diversas. Esa federación de seres vivos que llamabas tu yo se disuelve pero no se aniquila. Cada uno de los socios recobra su libertad y continúa su carrera vital alegremente...
»¿Me preguntas si cada uno de estos seres tienen conciencia? Sólo puedo responderte que hay muchos hombres vivos que apenas la tienen tampoco. Ni podemos afirmar ni podemos negar facultades que escapan a nuestra observación. Lo que te puedo asegurar es que la vida subterránea que ahora comenzará para tu cuerpo es mucho más animada que la que has llevado sobre la tierra. Prepárate a recibir un sinnúmero de gozosos campañeros llenos de salud y de fuerza. ¡Son los trabajadores de la muerte! Vendrán en tropel las preciosas moscas llamadas Lucilia, de un verde metálico brillante acompañadas de sus hermanas las Lucilia Cesar, de un verde dorado y frente blanca. Inmediatamente acudirán los Sarcófagos y detrás de ellos los encantadores lepidópteros del género Aglosa, lindas maripositas que duermen durante el día sobre las hojas de los árboles y vuelan al crepúsculo en torno de la luz. Después vienen otras moscas no menos hermosas, las Profilas, de cuerpo luciente y pequeña cabeza, a las cuales seguirá una muchedumbre inmensa de Acarios encargados de facilitar la momificación. Y estos acarios se hallan dotados de virtud tan prolífica que una sola pareja puede producir al cabo de tres meses un millón y medio de individuos.
»Así pues que no te infunda pavor la idea de la destrucción. Dentro de la tumba la vida prosigue como fuera, una vida aún más ruidosa y animada que se renueva sin cesar...»
* * *
«¡Muchas gracias!»
* * *
Dejo caer otra vez sobre mí la pesada losa y me dispongo resignadamente a entrar en la nada.
Mas he aquí que poco después escucho un suave rumor lejano que pone en movimiento mi aterido corazón: batir de alas, chocar de besos, cantos de triunfo...
Levanto tímidamente la piedra de mi sepulcro. El alba flotaba ya sobre el cementerio y a su luz indecisa veo un glorioso cortejo de ángeles alados envueltos en las brumas temblorosas de la mañana. Un rayo de luz cayó sobre sus alas doradas y los vi resplandecientes girar en torno de mi tumba. Uno de ellos, el más hermoso, vino a posarse al pie de ella. Mantúvose algunos instantes silencioso frente a mí y pude contemplar a mi sabor su belleza inmortal, el brillo deslumbrador de sus ojos, la altivez de su frente, su talla gigantesca, la intrepidez y la calma que se exhalaba de su figura radiosa.
«Soy el arcángel Miguel—me dijo con voz cuya extraña melodía no pertenece a la tierra—y en nombre del Señor vengo a ofrecerte la verdadera, la única inmortalidad digna de su adorable providencia. Si has creído y has confiado en El así que te hayas purificado entrarás a gozar de la vida eterna y de la suprema dicha. No se pierde tu yo, no se desvanece como una melodía en el aire, porque el amor de sí mismo es el fundamento y la condición de todo otro amor. El reposo perfecto y el goce de Dios que te ofrezco no destruirán tu conciencia, que es el sostén y la raíz misma de tu felicidad. No hay más que una vida temporal para los humanos y en ella se decide si han de vivir eternamente gozando del bien supremo o eternamente gemirán alejados de él...
»¿Tiemblas por tu suerte? Desecha tu temor. Dios con ser omnipotente no puede condenar a un alma que se entrega a El en la hora de la muerte. ¿Deseas poseer tu cuerpo? Lo poseerás eternamente, pero glorioso, purificado. ¿Deseas el reposo? Reposarás en la paz eterna. ¿Amas el honor, la gloria y el poder? Participarás de la majestad y del soberano dominio de Dios. ¿Buscas la compañía de los nobles y los sabios? Gozarás de la sociedad de todos los hombres de bien que en el mundo han sido. ¿Quieres en fin (y este es sin duda tu más ardiente deseo) amar a los tuyos más allá de la tumba? Volverás a encontrarlos y esta vez para no perderlos jamás. La muerte no rompe los lazos que unen a dos corazones sobre la tierra. Tu amor en el cielo sin dejar de ser íntimo y tierno quedará limpio de toda aspereza; porque el corazón humano es un abismo insondable de misterios, un campo de batalla donde alternativamente el calor y el frío son vencedores.
»¡Paz para siempre! ¡Un corazón y un alma! He aquí lo que eternamente se realiza en nuestro Paraíso...
»¿Estás conforme, débil mortal, con las promesas del Cristo?»
* * *
Entonces todo mi ser se baña de alegría. Hago un esfuerzo supremo y alzando la piedra que me encierra exclamo gozosamente:
XXVII
OVIEDO
En el Otoño de este mismo año fuí enviado a Oviedo para estudiar la segunda enseñanza. La capital de Asturias no ofrece apenas, en su aspecto material, nada que pueda fijar la atención y hacerla interesante. Asentada sobre el lomo de un verde collado, sus contornos son bellos como lo es toda la provincia, pero sin relieve; las calles, en general estrechas e irregulares, el caserío mezquino con pocos edificios notables que la decoren. Aunque fué corte en los primeros tiempos de la Reconquista, lo fué por tan breve tiempo y en época tan remota, que apenas quedan huellas monumentales de su realeza. Sus iglesias distan mucho de ser joyas artísticas como las de León y Toledo. Su misma catedral, de estilo gótico, ni por su magnitud ni por la riqueza de sus ornamentos, sale de lo común en esta clase de templos. Pero su torre... ¡Ah!, su torre merece capítulo aparte.
Es la más esbelta, la más armónica, la más primorosa de cuantas existen en España. Oviedo alardea, con razón, de esta torre, como una mujer fea se vanagloria de poseer copiosos y ondulantes cabellos.
Pero esta fea, además de su espléndida cabellera, tiene atractivo y gana mucho con el trato. ¿Cuál es su atractivo? La sonrisa: una sonrisa alegre y cordial, franca y picaresca. He conocido algunos viajeros que, prendados de esta sonrisa, han plantado su tienda en la capital de Asturias y no han querido salir ya más de ella.
Si el encanto de Avilés consiste en su alegría infantil, el de Oviedo se cifra en su donaire malicioso. En ninguna otra región de España, ni aun en Andalucía, tierra clásica de la gracia, se hallará una población más regocijada y burlona. Su agudeza no es ligera, aparatosa, espumante como la de Sevilla y Málaga: son los asturianos hombres del Norte y pagan tributo a la frialdad de su clima y al tono gris de su cielo. Pero hay más profundidad en su ingenio, su malicia es más espiritual, más penetrante y también, hay que confesarlo, más despiadada.
La burla es la deidad a la que se rinde culto incesante en Oviedo; es su recreo y casi su necesidad. Los ovetenses tienen nariz de sabueso para olfatear el ridículo. Así que lo encuentran se paran como los buenos perros de muestra y esperan a los demás para dar comienzo a la caza. Esta caza es una verdadera fiesta o regocijo público, particularmente cuando la víctima se halla constituída en autoridad.
Llegó en cierta época a Oviedo un gobernador que era un literato ramplón, pero muy pagado de sus obras. En cuanto se dieron cuenta de su flaqueza no hubo banquete ni solemnidad donde se pronunciasen brindis o discursos en los cuales no se trajesen a cuento frases y hasta párrafos enteros de las obras de la primera autoridad. Se le citaba como a Plutarco o Cervantes. Aquel badulaque fué dichoso durante los meses que gobernó la provincia y los ovetenses más felices aún que él.
Nada les entristece a éstos ser mandados por cualquier majadero: al contrario, sospecho que se hallan más complacidos cuando sus autoridades lo son en grado máximo. Hubo una época, ya remota, en que el gobernador, el alcalde, el rector de la Universidad y el presidente de la Audiencia eran cuatro graciosos payasos sin pizca de sentido común. Pues bien; nunca se sintió tan feliz la población: fué el siglo de oro de Oviedo.
Confesemos, sin embargo, que sus bromas son, no pocas veces, crueles y hasta alevosas. Existía en mi tiempo un honrado hojalatero atacado de la manía de la oratoria. En cuanto se le dejaba perorar lo hacía con tanto énfasis y fuego defendiendo sus ideas tradicionalistas, que nadie podía irle a la mano. Es innecesario decir que nadie, en efecto, pensaba en atajarle: antes al contrario, se le tiraba de la lengua, se le encendía y se le atizaba dondequiera que se presentaba, sobre todo en el café.
No bastaron, sin embargo, el café y la calle. Un grupo de jóvenes alegres ideó nada menos que fundar un Círculo de recreo con el exclusivo objeto de nombrar presidente de él al citado hojalatero y poder tenerle a su servicio todas las noches.
Y, en efecto, se alquiló un local, se redactaron los estatutos y nuestro hojalatero fué elegido por voto unánime presidente de la Sociedad. Aquel honor inesperado se le subió de tal forma a la cabeza, pronunció tal número de discursos vehementes y fué tan aplaudido y festejado que terminó por enfermar. Pocas noches después de tomar posesión de su cargo, tres o cuatro socios, de acuerdo con los demás, presentaron a la Junta directiva una proposición pidiendo que se comprase una regadera con destino al barrido del Círculo. El hojalatero, al leer la proposición se levantó y pronunció un discurso que hizo época.
«—Señores: El presidente de esta Sociedad es maestro hojalatero, vidriero, plomero y está dispuesto a construir gratuitamente no una regadera, sino diez regaderas, veinte regaderas, todas las regaderas que sean necesarias para el aseo del Círculo que tiene el honor de presidir...»
Años después todavía los chicos de Oviedo sabían de memoria este discurso y se lo gritaban al infeliz hojalatero cuando pasaba por las calles.
La política, que suele ser trágica en los pueblos y encender las pasiones y producir graves desabrimientos, reviste en Oviedo un aspecto cómico. Entre los enemigos políticos nada de injurias soeces, ni de miradas melodramáticas, ni de pedradas o tiros por la noche. Los más encarnizados adversarios se encuentran en Cimadevilla, punto céntrico de la población, se saludan, se sonríen, se forma círculo de amigos en torno de ellos y comienzan a embromarse alegremente. Es un certamen, un tiroteo de chanzas y agudezas en el cual, el más gracioso, el que hace reír mejor a los amigos, es quien pone el cascabel al gato y sale vencedor.
Hay caciques en Oviedo como los hay desgraciadamente en todas las capitales de España, pero aquí lo son a condición de aparecer modestos y familiares con todo el mundo y dejarse embromar en los corrillos de la calle. Si se le ocurriese a cualquier diputado o senador el no dar ni admitir chanzas, mostrarse reservado y erguido, caería inmediatamente en el desprecio público, se le cubriría de ridículo y ya no volvería a levantarse. Cuando las autoridades o los próceres de la política son comunicativos e ingeniosos y descienden a presentarse en el café y formar tertulia y ríen y charlan como los demás, entonces es cuando son verdaderamente respetados y queridos. Es un caso raro, acaso único, que habla muy alto en favor de la dignidad y el entendimiento de los habitantes de la capital de Asturias.
Pudiera sospecharse que en un pueblo donde corre con tal fortuna la burla andará igualmente desatada la maledicencia. No sucede así. Existe ciertamente la murmuración, pero no es tan agresiva y traidora como en otras poblaciones. A los ovetenses les agrada más descubrir una manía ridícula que un robo y burlarse en la cara más que por la espalda. Se dicen frente a frente y en tono jocoso frases que acaso harían funcionar las pistolas en otra región. Allí se acogen con una carcajada.
Muchas farsas regocijadas he presenciado en Oviedo durante mi adolescencia, pero la que mejor recuerdo y más impresión me causó fué la que compusieron para cierto clérigo de misa y olla unos cuantos jóvenes traviesos.
Buscaba con sobrada diligencia dicho clérigo su reino en este mundo, no en el otro; carecía de instrucción, carecía de inteligencia y tampoco había dado largos pasos en el camino de la perfección espiritual. Habíase hecho muy familiar de un político influyente, al cual servía y adulaba en la medida de sus fuerzas. Para recompensar estos servicios domésticos y electorales, el personaje político logró que se le nombrase canónigo. ¡Tales y tan vituperables excesos se ven por la nefanda intrusión del poder civil en la santa libertad de la Iglesia!
Las personas piadosas gimieron por aquel escándalo, pero los cazurros ovetenses rieron y no perdieron ya de vista al ambicioso clérigo, prometiéndose pasar algún buen rato a sus expensas.
Llegó en efecto un día en que cierto joven muy conocido en la población recibió una carta de un hermano político, diputado y hombre de influencia en Madrid. Comunicábale en ella que hallándose vacante la diócesis de *** el Gobierno de acuerdo con el Nuncio de Su Santidad pensaba buscar obispo en el cabildo catedral de Oviedo, y que a él como diputado ministerial se le había consultado respecto a este particular. Sabiendo la cariñosa amistad que le ligaba a don... (el nombre del canónigo) y las muchas partes que a éste adornaban no había vacilado en designarle para la sede vacante y había tenido el gusto de saber que otros tres o cuatro diputados de la provincia siguieron su ejemplo. Por tanto, le rogaba que se avistase con el interesado y se lo hiciese saber. Antes de dar un paso más era necesario que éste manifestase si estaba dispuesto a aceptar.
Con gran sigilo y reserva, el malicioso joven comunicó la carta de su cuñado con el canónigo. Quedóse éste densamente pálido, perdió el uso de la palabra por algunos momentos, comenzó a tragar la saliva con dificultad y al cabo, protestando de su insuficiencia, manifestó que estaba dispuesto a obedecer a sus superiores en esto como en todo. Sin embargo, principió a celebrar consultas con los sacerdotes y los seglares más caracterizados de la población. Fingía vacilar, se declaraba indigno, pedía consejo; todo para darse aún más tono y escuchar elogios.
Duró este trajín de las consultas por varios días como si fuese una crisis ministerial. Las personas sinceramente religiosas de la ciudad se hallaban aterradas: el obispo, el cabildo catedral y en general todo el clero estupefacto. Cruzábanse entretanto cartas, venían telegramas. Pronto la población entera se puso al tanto de la farsa y tomó parte en ella. Fué una verdadera corrida en pelo la que sufrió aquel desdichado sin darse cuenta. Marchaba por las calles en actitud imponente y majestuosa, dirigía sonrisas de protección a los conocidos, le faltaba ya poquísimo para echarnos bendiciones como si tuviese la mitra sobre la cabeza y el báculo en la mano. Tácitamente convencidos todos afectaban la mayor seriedad y respeto. Los estudiantes se despojaban del sombrero cuando pasaba, los comerciantes salían de sus tiendas y le daban la enhorabuena llamándole su ilustrísima. El canónigo recibía los plácemes con orgullosa condescendencia y echándose hacia atrás un poco respondía gravemente:
—Pidan ustedes a Dios que me dé luces para gobernar la diócesis.
XXVIII
EL CUADRO DE HONOR
Mi abuelo paterno, a cuya casa vine a parar, era un honrado burgués que vivió hasta los noventa y tres años cuidando de su salud física.
De la moral no había cuidado: se la daba Dios por añadidura.
Cuando entró en este mundo, allá en el último tercio del siglo XVIII, no pensó como Schopenhauer que había caído en una cueva de bandidos, sino en un nido de ángeles. En esta creencia vivió y murió al cabo de un siglo.
Mas si creyó siempre en el bien, no imaginaba que éste se hallaba igualmente repartido en el mundo. Por un decreto especial de la Providencia, cuya justicia jamás puso en duda, a su patria, a su provincia, a sus parientes, a sus amigos y conocidos tocaba una parte mucho mayor que al resto del universo.
Que le viniesen a hablar de las bellezas de Suiza. Sonreía compasivamente y nos contaba cómo el conde de Toreno, el famoso historiador de la Guerra de la Independencia, le había dicho en confianza cierta tarde en el parque de San Francisco: «He viajado por Francia, por Inglaterra, por Alemania, por Suiza, por Italia: nada he visto comparable a Asturias.»
Que se elogiase en su presencia la sabiduría o la elocuencia de un hombre eminente español o extranjero. La misma sonrisa por parte de mi abuelo. Sonreía porque estaba bien seguro de que nadie en este mundo alcanzaba la claridad de juicio, la fuerza de razonamiento, la insondable profundidad teológica de su íntimo amigo V*** el deán de la Catedral.
Y a este tenor, su amigo el doctor A***, era el abogado más notable del reino; el coronel P***, el más hábil estratégico; el farmacéutico L***, en cuya botica se reposaba de sus paseos higiénicos, un químico sin rival, y C***, el tendero de comestibles con quien alguna vez fumaba un cigarro por las tardes, poseía en su opinión un verdadero tesoro en productos alimenticios.
¡Ya se guardarían mis tías de enviar por cualquier medicamento a otra farmacia que no fuese la del licenciado L***! Si esto acaeciese, mi abuelo pensaría que se le había envenenado. En cuanto a los comestibles se creían con derecho a más independencia, y una que otra vez se autorizaban la libertad de traer algún producto de otra tienda. Pero como no hay estafa que al cabo no se descubra en este mundo, cualquier imprudencia de la cocinera descubría la de mis tías. ¡Qué consternación profunda se pintaba en el rostro de mi abuelo al averiguar que los garbanzos que estaban comiendo no eran de la tienda de su amigo C*** sino de la del falsificador de la esquina! Entonces se simulaba una comedia; se fingía restituir aquellos indignos garbanzos al lugar de su procedencia y acarrear otros del tesoro que guardaba el amigo C***. Mediante esta superchería, en la cual todos tomábamos parte, las olas encrespadas se sosegaban y la calma renacía en el espíritu atribulado de mi abuelo.
Después de esto no necesito declarar que sus digestiones fueron siempre perfectas y que la más pura y tranquila felicidad se reflejaba constantemente en su persona higiénica.
Confieso, con vergüenza, que toda mi vida he profesado hacia mi abuelo una envidia ruin. En los momentos críticos de la vida, cuando algún disgusto me oprime, cuando encuentro antipáticas a las personas que me rodean, y los enemigos me crispan y los amigos me molestan y los periódicos me aburren, entonces su figura radiosa y plácida se me aparece hablándome con entusiasmo de los paisajes de Asturias, de la sabiduría del deán y de los garbanzos de su amigo C***. ¡Oh, cuánto le envidio en aquellos momentos! ¡Oh, con qué placer trocaría mi masa encefálica y mi espina dorsal por las suyas!
Y, sin embargo, estoy seguro de poseer alguno de los glóbulos color de rosa de la sangre de mi abuelo en la mía. Verdad que estos glóbulos se hallan mezclados con los grises de mi padre y con los verdes, amarillos y azules de todos mis antepasados; porque es cosa averiguada que el hombre semeja un panteón donde todos los muertos hablan y mandan cada uno a su hora. Verdad que estos glóbulos se entrechocan, bullen, riñen, se acarician, se agitan y forman infernal algarabía dentro de mi cuerpo; pero al fin aquí están y son, a no dudarlo, los que una que otra vez me impulsan a creer demasiado pronto en la teología, en la química o en los garbanzos de cualquier amigo.
Los glóbulos de mi padre me cantan lo que hay de triste y repugnante en nuestra vida, pero los de mi abuelo me sugieren poco después dulcemente que todos los males tienen su compensación, que al lado de cada desventaja hay siempre una ventaja, y que existe una normal para la felicidad de los hombres como existe para su calor animal: la diferencia es sólo de algunas décimas.
Recuerdo que en mi infancia vivía en Avilés un simpático armador que tuvo la desgracia de que se le perdiese un barco en las costas de Galicia. Cuando los amigos fueron a darle el pésame le hallaron tranquilo y risueño como si no hubiera pasado nada.—¿Y si se hubiera perdido el Paco?—exclamaba riendo y frotándose las rodillas. El Paco era otro buque de mayor porte que tenía igualmente navegando. Algo parecido me sucede a mí. Cuando experimento alguna contrariedad o sufro cualquier desengaño, suelo exclamar interiormente:—¡Y si se hubiera perdido el Paco! Convengo en que es un mezquino consuelo; pero sin estos mezquinos consuelos la vida sería cosa mucho más mezquina.
Si mimado había sido hasta entonces por mis padres en Avilés, más mimado lo fuí aún en Oviedo por mi abuelo y mis buenas tías. Además comía a menudo con nosotros y pasaba gran parte del día, un primo mío del cual fuí, desde luego, grande amigo y admirador. Tenía nueve o diez años más que yo. Era, por lo tanto, un mancebo de veintiuno o veintidós años que se hallaba terminando la carrera de Derecho, inteligente, de agradable presencia, con rizada cabellera romántica y de una sensibilidad tan excesiva, como no he conocido después a ningún otro hombre. Las emociones, hasta las más fugaces, se reflejaban de tal manera en su rostro expresivo que no necesitaba hablar para hacer ostensibles los estados de su alma.
Con estos elementos y atendida la época en que florecía, fácil es colegir que mi primo era un romántico desenfrenado. Fuimos excelentes camaradas y fué el primero que me enseñó a respetar las ojeras y las melenas del romanticismo.
Sus ídolos eran Byron, Lamartine, Chateaubriand y Espronceda. Llevaba siempre en el bolsillo las Meditaciones, de Lamartine, en un primoroso volumen que aún conservo yo con cariño en mi librería, y me las traducía y las comentaba lánguidamente, entre suspiros y lágrimas no pocas veces. Cuando vienen a mi memoria los hermosos versos de Le Lac,
Ainsi toujours poussés vers de nouveaux rivages |
dans la nuit éternelle emportés sans retour, |
ne pourrons-nous jamáis sur l'océan des ages |
jeter l'ancre un seul jour? |
se me aparece siempre la figura de mi primo con su melena rizada y sus ojos negros enternecidos. ¡Ay!, ni él ni yo hemos podido echar el ancla en aquellos hermosos y serenos días. El abordó ya las riberas de la noche eterna; yo no tardaré en seguirle.
Me leía también el Werther, de Goethe, y Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo. En cuanto al Diablo Mundo, de Espronceda, no necesitaba leérmelo, porque se lo sabía de memoria. Sentía una viva admiración hacia este gran poeta, que inmediatamente logró infundirme a mí.
Casi tanto como la poesía atraía a mi primo la música. Aunque no había estudiado sus principios poseía un oído tan delicado y tal sensibilidad, que dudo que ningún músico profesional le aventajase. Escuchando ciertas arias de ópera y algunos conciertos de violoncelo le he visto empalidecer densamente y permanecer en un estado de estupor hipnótico que inspiraba miedo.
Pero en música, como en poesía, era exclusivista. Amaba a ciertos músicos y aborrecía a otros. Su predilecto era el maestro italiano Bellini; mejor dicho era su ídolo; no existía para él nada en este mundo superior a Norma, Sonámbula y Puritanos. A Rossini le respetaba; a Donizetti le concedía algún talento, y Lucía de Lammermoor le agradaba bastante; pero no vacilaba en afirmar que esta ópera era una obra póstuma de Bellini que Donizetti había hallado entre sus papeles. Me contaba, a tal propósito, que hallándose éste loco en un manicomio le habían hecho oír el inspirado final de Lucía y, quedando un momento extático, había exclamado: «¡Tenía talento ese Bellini!»
En cuanto a Verdi le odiaba profundamente. Era tanta su aversión por este maestro, que cuando de él se hablaba se ponía pálido y enronquecía su voz, como si en otro tiempo le hubiera inferido una afrenta imperdonable a él o a su padre. Naturalmente, yo participé en seguida del amor a Bellini y del odio a Verdi. Pero lo singular del caso es que las óperas de este maestro me encantaban, particularmente Traviata y Rigoleto. Esto me causaba un malestar y una vergüenza indecibles; hacía esfuerzos desesperados por arrojar de mí esta inclinación, como San Antonio huía de sus terribles tentaciones.
Desde luego, debe suponerse que si mi primo era tan sensible a la poesía y a la música, no lo sería menos al amor. Lo era muchísimo más. Era un enamorado de los pies a la cabeza. ¿De quién? De todas las hermosas mujeres que sus ojos acertaban a ver; pero no simultáneamente, sino enfiladas y por riguroso turno. Sus amores no eran muy largos; dos meses cada uno, poco más o menos. Acaso por esto mismo el objeto de sus ansias no llegaba generalmente a enterarse. Mas, lo que perdían en extensión, lo ganaban en intensidad. Nadie ardió jamás con tan viva llama, nadie suspiró, nadie veló, nadie se suicidó mentalmente, nadie compuso tantos versos como él.
Había de todo: romances, décimas, octavillas, sáficos adónicos. Además, indefectiblemente, para cada uno de sus amores componía una habanera en honor de la bella ingrata: música y letra. Como, según he dicho, no tenía conocimientos musicales, no podía escribirla; pero la retenía perfectamente en la memoria y me la cantaba cuando nos hallábamos solos. Yo escuchaba estas habaneras embelesado, admirando la inspiración y el prodigioso talento musical de mi primo. No dejaba de advertir, sin embargo, que se parecían mucho unas a otras. Por ejemplo, la que decía:
«Hay una hermosa trigueña»,
era casi igual a otra que principiaba:
«Una rubita, bella sin par.»
Apenas variaba más que el color del pelo; pero esto no amenguaba mi placer; al contrario, puesto que me había agradado la primera, era lógico que me agradasen todas.
Me encontraba, pues, en Oviedo a las mil maravillas. Las clases del Instituto eran menos largas y penosas que la escuela de don Juan de la Cruz; me dejaban libre casi toda la tarde. Además, se respiraba en los claustros de la Universidad, por donde paseábamos, un ambiente de libertad, de emancipación que me hechizaba. Ya no nos llamábamos los compañeros por el nombre de pila, como en la escuela, sino por nuestro apellido, y esta, al parecer, insignificante circunstancia, nos hacía imaginar que éramos ya hombres, y nos llenaba de satisfacción. Los porteros y bedeles, igualmente, nos llamaban por el apellido, haciéndole preceder de la palabra señor; nos codeábamos paseando con los estudiantes de Jurisprudencia, casi todos poseedores de un bigote más o menos floreciente; había desaparecido por completo todo castigo corporal; formábamos dentro de la ciudad una casta infinitamente respetable.
Cuando sonaba la campana, los profesores atravesaban el claustro solemnemente y entraban en el aula revestidos de toga y birrete. Al terminar, un bedel abría la puerta, se asomaba con respeto y decía, inclinándose profundamente: «Es la hora.» Alguna que otra rara vez, antes de terminar la clase abría de improviso, y con estrépito, de par en par las puertas, daba un fuerte golpe con el pie sobre el entarimado y gritaba con el mayor énfasis:
—«¡El señor Rector!»
Entonces todos nos poníamos en pie súbitamente, como movidos por un resorte; el Profesor también se levantaba y salía a recibir al Rector, que atravesaba la cátedra e iba a sentarse en el sillón de aquél con una majestad augusta que nos producía escalofríos de respeto. Nuestro catedrático se sentaba a su lado, humilde, reverente, eclipsado como un despreciable asteroide por aquel gran sol radiante.
¡Oh, cuán feliz me hacía todo este aparato pintoresco! Me parecía vivir en otro mundo y haber ascendido varios grados en la escala de los seres vivos. Tuve la desgracia, no obstante, de que me tocase por catedrático de Latín un señor de rostro cetrino y deteriorado por la viruela, de temperamento frío, irónico y bilioso, el único profesor modernista que existía a la sazón en el Instituto. Y digo modernista, porque la frialdad y la bilis parecen ser los elementos que mejor caracterizan a nuestra Edad Moderna. Todos los demás catedráticos estaban chapados a la antigua, cordiales, ruidosos, espontáneos y un poquito grotescos.
Teníamos aquel año uno de Religión que era, al mismo tiempo, párroco de una de las parroquias de la ciudad: un coloso velludo, un monstruoso cetáceo, cuyos resoplidos, como los de los leones, infundían pavor; su voz sonaba horrísona, como si hablase con bocina; y cuando daba un puñetazo sobre la mesa, la rompía, indefectiblemente. Dos o tres veces durante el curso fué arreglada por el carpintero. Cuando nos hablaba del Apocalipsis creíamos estar oyendo, en efecto, la gran voz que escuchó San Juan, semejante a una trompeta, y cuando nos narraba de qué forma Sansón se llevó las puertas de Gaza hasta lo alto de una colina sobre sus espaldas, y con la quijada de un asno puso en vergonzosa fuga y dió muerte a mil filisteos, ni uno de nosotros dejaba de representarse al héroe bíblico, con sotana y manteos, blandiendo el hueso del burro.
Empecé a asistir puntualmente a mis clases y a estudiar con igual puntualidad mis lecciones. Cuatro o cinco veces durante aquel primer mes me llamaron los profesores para decirlas, y lo hice del modo mejor que Dios me dió a entender. No pensé hacer nada meritorio: estaba tan persuadido de mi insignificancia, que ni por un momento sospeché que aquello tuviera valor alguno.
Cuando terminó el mes, hallábame paseando el primer día del otro por los claustros con mis libros debajo del brazo. Había llegado demasiado temprano y apenas había chicos por allí. Paseaba, pues, como digo, solo y aburrido, cuando al cruzar por delante de la puerta de la Secretaría vi sobre ella colgado un gran cuadro con marco dorado. Era, sin duda, el cuadro de honor, del cual ya había oído hablar; sobre él se estampaban los nombres de los alumnos que más se habían distinguido en los diferentes años del bachillerato. Me acerqué negligentemente a él, pasé una mirada distraída sobre sus primores caligráficos, y... ¿qué es lo que veo? Mi nombre aparecía el primero de todos sobre el cuadro. Quedé clavado al suelo por el estupor más que por la alegría; después me llevé las manos a los ojos, temiendo que aquello fuese una alucinación. ¡Pero, no! Allí estaba bien claro mi nombre con mis dos apellidos.
Fué una revelación: fué la voz que le gritó a Lázaro: «¡Levántate!» Mi padre estaba equivocado. Yo no era un ser inepto.
XXIX
BESOS EN CABEZA DE TURCO
Dos o tres meses después de mi llegada a Oviedo se trasladó mi abuelo con su familia al piso segundo de una casa recién construída sobre la antigua muralla de la ciudad. Por delante formaba con otras una rinconada o plazoleta: algunas callejuelas venían a desembocar; estaba rodeada de vecinos que vivían como en familia, hablándose desde los balcones. Por detrás tenía mayor elevación y las vistas sobre el campo; había mucho aire, mucha luz y mucho silencio. Era íntima, familiar y gárrula, como una vieja comadre, por delante; era grave y luminosa, por detrás, como una deidad.
En esta casa vivió mi familia paterna por más de cuarenta años, y allí murió casi toda ella. La primera en sucumbir fué la más joven de mis tres tías. Hacía ya tiempo que padecía una enfermedad mortal al pecho. En sus últimos días experimentaba antojos y tentaciones de golosinas que el médico le prohibía. Entonces la cuitada me hizo su confidente y me enviaba secretamente por ellas. Yo le traía confites y naranjas en los bolsillos de mi abrigo y se los entregaba cuando no había nadie en la habitación. Después de su muerte me acometieron atroces remordimientos imaginando que había contribuído a ello. Más adelante, cuando empecé a dudar de la ciencia de nuestro médico, y, en general, de la eficacia de la Medicina, me alegré de haber endulzado sus últimos momentos.
Quedaban otras dos. Ambas pasaban de los cuarenta; pero aunque igualmente viejas solteronas no podían ser más diferentes por su carácter. La primera era una mujer seria, firme, concentrada; poseía claro entendimiento y tierno corazón, pero huía de toda manifestación externa, manteniéndose siempre en una reserva que la hacía aparecer severa. No lo era más que para el amor sexual y todo lo que con él se conexionase. Tenía por tan ridículo y aun tan indigno cuanto se refiriese a la vida galante, que, cuando se hablaba en su presencia de alguna relación amorosa, mostraba inmediatamente su malestar y hacía lo posible por derivar a otro punto la conversación. Si se obstinaban en seguir tratándolo no tardaba, con cualquier pretexto, en alzarse de la silla y salir de la estancia. Nadie en la familia le había conocido jamás inclinación amorosa, noviazgo, ni cosa que se le pareciese. Por eso, a mí, que estudiaba entonces la historia de Roma, se me representaba mi tía como una de aquellas tristes vestales que envejecían y se secaban atizando el fuego sacro. El que ella mantenía vivo era el del orden, la economía y la dignidad del hogar doméstico, en cuya tarea nadie podía aventajarla.
La segunda formaba con ésta gracioso contraste. Era la más devota y respetuosa adoradora de Cupido que jamás se viera. Cuanto se refiriese de cerca o de lejos a los tiernos sentimientos que aquel dios inspira a los mortales, hallaba eco en su alma y despertaba su interés. Su memoria era un almacén de historias sentimentales, al cual acudía yo para solazarme cuando el estudio me aburría y no estaba en casa mi primo para entretenerme.
Ninguna otra cosa parecía conmoverla en este mundo que sus achaques (que eran muchos y variados) y las dulces manifestaciones juveniles del sentimiento amoroso.
Porque para ella los seres humanos no envejecían. Cuando alguna persona de edad avanzada, ya perteneciese al sexo masculino o al femenino, venía de visita a nuestra casa o la veíamos desde el balcón cruzar por la calle, aquella persona no existía para ella en el presente ni le interesaba su condición actual, sino que inmediatamente la retrotraía a su juventud y me narraba prolijamente sus amores con la anciana señora, su esposa, que le acompañaba; me refería los obstáculos que le había puesto la familia de ésta, cómo él los había vencido, de qué manera se correspondía con ella dejando sus billetes amorosos escondidos debajo de un confesonario de la catedral, y otras travesuras no menos ingeniosas; por fin, en qué forma una noche había escalado los balcones de la casa de su amada, y juntos se habían huído del hogar paterno.
Confieso que me costaba enorme trabajo representarme a aquellos dos ancianos descendiendo por una escala de cuerda a la calle. Pero mi tía parecía que los estaba viendo y no perdonaba ningún detalle que contribuyese a animar aquel cuadro interesante.
Era mi tía un ser ideal y poético, era una entusiasta sentimental, era una cascada romántica, era un bosquecillo donde se arrullaban las tórtolas. Gastaba sortijillas en el pelo pegadas con goma a las sienes; tocaba la guitarra y cantaba melodías delicadas de ritmo quejumbroso: canciones de los buenos tiempos de amor y poesía que en nada se parecen a los couplets desvergonzados que hoy escuchamos por todas partes. Entonces las grandes pasiones amorosas históricas o fingidas servían a los músicos anónimos para componer melodías tristísimas. Había una canción de Abelardo y Eloísa, había otra de Chactas y Atala. Ambas retengo en la memoria y suelo tararearlas cuando me siento desengañado y melancólico. También recuerdo una, que mi tía cantaba con predilección:
Tronco infeliz, desnudo y sin verdura; |
imagen fiel de un desdichado amor; |
si marchitó el invierno tu hermosura, |
también a mí me marchitó el dolor. |
Otra comenzaba:
Tu padre, rico de oro, es insaciable; |
¡ay!, por tenerle, mil vidas diera yo. |
Yo escuchaba todo esto embelesado; admiraba a aquellos héroes del amor y deploraba el haber nacido en una época tan ruin y prosaica. Mi tía, con su guitarra y sus canciones, con sus relatos interesantes y el perfume de almizcle que usaba, me inició en el romanticismo casero, como mi primo me había iniciado en el literario.
Entraba en nuestra casa como el amigo más íntimo un señor calvo, de rostro pálido, de mirada dura y penetrante, alto de hombros y hundido de pecho. Era un hombre inteligente, pero sin sonrisa. Hablaba poco y cortante; sus juicios eran inapelables: si se le contrariaba quedaba aún más pálido y enronquecía de furor.
Los niños de la población le tenían un miedo increíble. Porque este caballero había dado en la extraña manía, y con ella gozaba al parecer, de aterrar al mundo infantil. Tenía a todos los niños fuertemente sugestionados. En cuanto tropezaba en la calle con uno de su conocimiento, y a veces aunque no lo fuese, se detenía, le clavaba una mirada feroz, insistente, y después de tenerle hipnotizado preguntaba con voz terrible al criado o criada que le conducía «si había sido bueno». En caso afirmativo le dejaba pasar tranquilamente. Pero si se le decía lo contrario un demonio del infierno no podía poner cara más espantosa que aquel buen señor; le cogía por el brazo, le sacudía y le gritaba al oído tales y tan horrendas amenazas que el niño quedaba sin gota de sangre en las venas, sin fuerza aun para llorar. Los padres alentaban esta manía que les era útil; la amenaza de llamarle bastaba para que cualquier niño recalcitrante se transformase en manso cordero. Tal idea tenían los chicos de la braveza feroz y de la infinita crueldad de aquel sujeto que un hermanito mío me preguntaba cierto día, con la mayor naturalidad, si tendría más fuerza que un toro. Le respondí que sí. Calló un momento y me preguntó de nuevo si tendría más fuerza que un guardia civil. Le respondí también afirmativamente. Por último después de algunas vacilaciones me preguntó si tendría más fuerza que Dios. Entonces yo, no atreviéndome a despojar al Ser Supremo del atributo de su omnipotencia, aunque se me pasaron ganas de hacerlo, le respondí que tenía menos, pero sólo un poco menos, casi nada menos.
Pues este caballero áspero y ceñudo había sido, ¡caso maravilloso!, novio de mi romántica tía. Por lo que pude colegir, la falta de medios de fortuna le había retraído del matrimonio. Esto al menos pensaba y dejaba traslucir mi tía.
Era para mí cosa absolutamente incomprensible cómo aquel señor calvo pudiera haber sido un doncel enamorado. Porque yo entonces me representaba siempre a los enamorados con largos cabellos. ¿Cómo suponer a un sujeto tan rígido doblando la rodilla, llevándose la mano al corazón y profiriendo frases apasionadas? Sin embargo, mi tía llegó a afirmarme que le había compuesto y dedicado más de un madrigal. No sé lo que tendrá de cierto. Lo que no cabe dudar era que seguía enamorada de él, que buscaba pretextos para abrir el balcón a las horas en que él iba y venía de la oficina, que le servía el café cuando venía a tomarlo a casa con rematada complacencia, y escuchaba sus sentencias como oráculos.
No le sucedía a él otro tanto; antes por el contrario, le hablaba aún con más aspereza que a los demás y sin mirarle a la cara, y le llevaba la contraria a cuanto decía sin reparo alguno y en forma despectiva. Pero esto era para mi tía, por lo que dejaba entender, testimonio irrecusable del más acendrado amor. Es posible que estuviese en lo cierto.
Me inclino a pensarlo, porque aquel caballero era en el fondo de su alma todo lo contrario de lo que representaba. Cuando pude penetrar su carácter me persuadí de que no sólo poseía una inteligencia lúcida y muy estimable cultura, sino lo que es aún mejor, un gran corazón. Era tierno y compasivo como pocos, creyente fervoroso, dispuesto a sacrificarse por los otros ocultando siempre con extrema vigilancia toda señal de debilidad. Era, en una palabra, el tipo acabado del bourru bienfaisant, que los dramaturgos franceses se complacen alguna vez en pintar en sus comedias.
Al hacerme hombre me ligué a él con afectuosa confianza. Poseía una copiosa librería, que puso a mi disposición, y le debo muchos y prudentes consejos que me han servido bastante en la vida. Su muerte fué para mí una pérdida irreparable. El, que no sonreía jamás, murió con la sonrisa en los labios consolando con palabras jocosas a los que lloraban en torno de su lecho.
Guarda aquella casa todos los recuerdos de mi adolescencia. En su despacho bañado por el sol y por el aire puro de los campos soñé poemas divinos; allí la voz de la naturaleza hizo latir mi corazón; allí cantaron en mi alma mil ruiseñores armoniosos; allí se disiparon las nieblas en que se envolvía mi infancia; allí una extraña y nueva vida oprimió mi pecho inflamándolo con un fuego sutil y misterioso; allí estudié las conjugaciones de los verbos latinos regulares e irregulares y aprendí a extraer la raíz cúbica de los números.
Vino a estrenarla igualmente con nosotros, habitando el piso principal, un catedrático de la facultad de Derecho de la Universidad. Era hombre de poco estudio pero de mucho talento a lo que oía decir, porque no me hallaba yo en estado de juzgarlo. Tenía dos hijos de mi misma edad aproximadamente, con los cuales trabé en seguida estrecha amistad. Tenía también una hija que contaba dos o tres años más que el primero de sus hermanos. Era una linda niña de catorce o quince años y esta niña tenía dos amiguitas de su misma edad tan lindas como ella que venían casi todos los días a su casa a pasar la tarde y solazarse.
No creo que haya habido nunca en Oviedo una trinidad más respetable. Un estudiante de segundo año de Derecho, que presumía de clásico las llamó las tres gracias. Dos de ellas aún viven y a pesar de los años devastadores conservan vestigios de su pristina hermosura.
Pues estas tres chicas se compadecieron inmediatamente de mi niñez y comenzaron a prodigarme los más tiernos y maternales cuidados. Una anciana de noventa años, hablando a una niña de diez, no adoptaría un acento más protector, más condescendiente que el que ellas usaban conmigo. Me atusaban el cabello cuando estaba despeinado, me hacían el nudo de la corbata, me hacían recitar fábulas, reían como locas con mis inocentes salidas y me cubrían de besos a cada instante; pero me besaban como si fuese su nieto.
La encrucijada o plazoleta donde nuestra casa se hallaba situada hervía de mozalbetes enamorados, ninguno de los cuales pasaría de diez y ocho años. Todo el primero y segundo año de Jurisprudencia desfilaban por allí diariamente clavando miradas lánguidas en los balcones. De vez en cuando también se deslizaba algún estudiante de tercero o cuarto. Se les reconocía en seguida por su decisión y osadía. Porque se plantaban descaradamente frente a la casa, sonreían, hacían guiños maliciosos y enseñaban cartas. Estos eran los únicos que lograban poner serias a mis tres abuelitas.