¡Cuánto me he divertido en aquel alegre piso, en un todo semejante al nuestro! Si quiero evocar tan felices tiempos no tengo más que acudir a la música, como siempre. Una de aquellas hermosas niñas cantaba a menudo cierta habanera que comenzaba:
En un valle virgen |
bajo un cielo azul. |
Cuando la recuerdo hallo de nuevo aquellas gratas horas de mi infancia y me las represento en toda su frescura.
De esta niña que cantaba el valle virgen y que murió muy joven, cayó enamorado mi buen primo (con alguna había de caer) y ella tuvo el honor de inspirarle un número prodigioso de romances, sáficos adónicos, octavas reales y octavillas. No falleció a consecuencia de esto ni tampoco de la habanera (música y letra) que la dedicó inmediatamente, sino más adelante de una fiebre tifoidea.
Pero el amor, que animaba el estro poético de mi primo, paralizaba todo el resto de su organismo. En cuanto se hallaba en presencia del objeto de sus ansias, quedaba estupefacto y mudo. Empalidecía como si viese un fantasma pavoroso y apenas se le podían arrancar algunas palabras que pronunciaba con voz temblorosa. La niña se puso al tanto, con la velocidad del rayo, del efecto que sus encantos producían y se regocijaba con toda su alma. No hay que reprocharlo demasiado duramente: a cualquier chica le pasaría lo mismo, ¿verdad amable lectora?
Era de ver a aquella chicuela de catorce años clavarle una mirada sonriente y maliciosa, que le magnetizaba, dirigirle mil preguntas embarazosas como a un inocente niño de la escuela, reír con sus contestaciones, hacer guiños a sus amiguitas, ponerse seria repentinamente, dirigirle una mirada severísima, volver la cabeza después y hablar con sus amigas como si él no estuviese allí, venirle un instante después a la memoria que mi primo no había desaparecido del planeta y mostrar por ello la mayor satisfacción y mirarle con ojos halagüeños, llevarse la mano al pelo y agitar su lindo dedo meñique de un modo impertinente y provocativo, pasar después el brazo alrededor del cuello de la amiguita que tenía a su lado y, acometida de súbita ternura, besarla repetidas veces con efusión...
Todo esto iba dirigido, no cabe dudarlo, a mantener a mi primo en el mismo estado de estupor hipnótico y de paralización orgánica. Era verdaderamente odioso.
No menos odiosos resultaban los procedimientos que las tres amigas usaban con los jóvenes estudiantes que se agitaban durante el día y parte de la noche delante de sus balcones. Unas veces tenían éstos abiertos de par en par y exhibían complacientes su rostro encantador a la admiración de aquéllos. Otras los tenían herméticamente cerrados horas y horas y los desgraciados languidecían y se secaban sosteniendo con sus espaldas los muros de la casa de enfrente que, a juzgar por su rostro contraído y el disgusto que mostraban, debían pesarles como al titán Atlas el globo terráqueo. Un día recibían sus misivas amorosas con placer, las leían en su presencia, sonreían, dirigían una mirada afectuosa al expedidor y las ponían sobre el corazón; al siguiente las dejaban caer a la calle sin leerlas y cerraban el balcón con estrépito; tan pronto les tiraban besos con las puntas de los dedos como les volvían la espalda con el mayor desprecio.
Ignoro cómo llegaron a sus manos, pero es lo cierto que poseían las fotografías de veinte o treinta estudiantes de la Universidad. Sospecho que se las procuró un correveidile dependiente de tienda, que frecuentaba la casa. Todas aquellas fotografías tenían la magnitud de los naipes, porque entonces apenas se hacían de otro tamaño, y como naipes jugaban con ellas. Se las ofrecían por el reverso como hacen los prestidigitadores; tiraban de una al azar y si resultaba ser el retrato del muchachillo que les agradaba hacían con la tarjeta mil extremos graciosos, la llevaban al corazón, la besaban con entusiasmo y decían a la imagen todas las disparatadas lisonjas que les venían a la boca. Por el contrario, si salía un antipático con las piernas en forma de sable, maldecían de su suerte, la arrojaban al suelo con desprecio y alguna vez la pisoteaban.
Aquellas funciones de mímica me divertían, y la alegría y gentileza de las tres amigas me ponían contento tanto más cuanto que cada día me mostraban mayor predilección y eran conmigo más cariñosas y maternales. Este cariño se traducía, no pocas veces, en efusivos besos, los cuales no causaban en mí frío ni calor. Ni física ni intelectualmente he sido un niño precoz. Los aceptaba como testimonio de buena amistad: alguna vez me enfadaban y era cuando me los daban hallándonos asomados al balcón. Entonces advertía que me besaban más y mejor mirando de reojo a los estudiantillos que se hallaban plantados en la calle y sonriendo maliciosamente como si quisieran darles envidia. Esto me avergonzaba y más de una vez me tengo sustraído bruscamente a sus pegajosas caricias.
Pero he aquí que cierto día, después de una de estas movidas sesiones de besos que yo levanté un poco desabrido, tuve necesidad de salir a la calle con no sé qué motivo. El público que la había presenciado se componía de tres mozalbetes de diez y siete o diez y ocho años, los cuales estaban arrimados a la casa de enfrente diciendo mil ternezas a mis amigas con los ojos ya que no con la lengua. Al verme salir uno de ellos me hizo seña de que me aproximase como si tuviese algo que decirme. Acostumbrado como estaba a recibir recaditos y a que me tratasen con no poca deferencia, me acerqué incautamente a ellos. De improviso me sujetan fuertemente los brazos y comienzan a besarme con tanta prisa y afán, que pienso me dieron más de mil besos en un minuto, riendo, al mismo tiempo, a carcajadas y mirando al balcón donde se hallaban las tres gracias.
¡Oh rabia!, ¡oh vergüenza! Luché bravamente por desasirme, pataleé, mordí, hice cuanto me fué posible para rechazar aquellas indignas caricias, pero no pude lograrlo hasta que ellos buenamente quisieron dejarme marchar. Y para colmo de humillación observé que mis amiguitas reían también como locas en el balcón hallando el paso chistoso.
Entré en casa hecho un mar de lágrimas y conté a mis tías, sofocado por la ira, el atentado de que acababa de ser víctima. La romántica rió encontrando también por lo visto delicada la chanza; pero la otra, y con ella el señor austero, ex novio de la primera, que allí estaba a la sazón, se mostraron disgustados y les oí pronunciar varias veces la palabra «indecoroso».
Así que cuando media hora después, arrepentidas sin duda de su risa, subieron las tres niñas a buscarme, les hice saber perentoriamente que en la vida volvería a poner los pies en el piso de abajo. El señor austero apoyó con todas sus fuerzas esta mi enérgica resolución.
Pero al día siguiente subieron de nuevo: mi romántica tía intercedió por ellas; no estaba allí su ceñudo ex novio; al cabo me ablandé y consentí en bajar, a condición de que por ningún motivo ni bajo ningún pretexto se me diese un solo beso.
XXX
CABALLERÍA INFANTIL
Cómo y porqué fuí atacado de aquel humor belicoso que hizo la desesperación de mis tías durante el segundo curso de bachillerato, no lo sé yo mismo.
Si ahora ocurriese no dejaría de atribuirse a un estado neurasténico; pero en aquella época remota, Asturias era un país privado de vías de comunicación y no se conocía la neurastenia.
Aceptemos el hecho y en vez de investigar sus causas, cosa siempre difícil, analicemos sus consecuencias.
No podían ser más funestas.
Arañazos en las mejillas, contusiones en la nariz, cardenales en las piernas, desgarrones en el pantalón.
Como entonces no funcionaba la Cruz Roja en Oviedo, mis tías se veían diariamente necesitadas a intervenir con sal y vinagre y aguardiente alcanforado. Me vendaban, me recosían con delicado esmero y me sugerían los medios adecuados para no padecer esta clase de enfermedades.
Yo no quería emplearlos. Al contrario; cada vez más enardecido salía casi a diario desafiado de los claustros de la Universidad.
El campo de Marte, o sea el lugar de nuestros duelos estudiantiles en aquella época, era un lóbrego portalón de una casa solariega, vecina de la Universidad. Estaba empedrada con grandes piedras azuladas y relucientes. Cada una de aquellas piedras guardará seguramente memoria de las relaciones efímeras que mis narices han mantenido con ellas.
Pero casi tanto como la guerra me atrajo durante aquel año el amor.
Habitaba entonces en Oviedo una distinguida familia que figuraba en los paseos del Bombé y en las reuniones de confianza del Casino. Era una familia dilatada, aunque sólo del lado femenino. Aquellos señores tenían varias hijas, bastantes hijas, no sé cuántas hijas; pero, en fin, muchas hijas. Pasaban todas ellas justamente por bonitas y las había de diferentes tamaños. Mientras las primeras eran amigas de mi madre y nos visitaban alguna vez en Avilés, la última podría tener once o doce años y era mi contemporánea.
Sin embargo, yo la miraba con cierto desdén. Aunque había jugado con ella en la playa de Luanco cuando contaría seis o siete años de edad y llevaba, como yo, cortado el pelo a punta de tijera, al llegar a Oviedo y tropezarla en la calle me limité a decirle adiós dignamente.
Hay que confesar que era una dignidad intempestiva. Tanto más cuanto que aquella chica me había gustado en su primera juventud y me seguía gustando.
Era menuda, de facciones admirablemente correctas y con unos ojos negros capaces de atravesar una barricada de sacos de harina. Yo, que no era ningún costal, me sentía traspasado de parte a parte cada vez que me cruzaba con ella en el paseo. Pero la dignidad me obligaba a mostrarme completamente indemne.
Se llamaba Antonia; este era su nombre legal. Otro le daban completamente ilegal y era el de una monedita americana, chiquita, bonita, a lo que oí decir, porque yo jamás la he visto. El nombre estaba, pues, bien adaptado; pero yo la llamaré ahora por el suyo porque ya está muerta y cuando se hizo mujer no le agradaba que la nombrasen de otra suerte.
El lector se alegrará seguramente al saber que toda mi dignidad se disipó como un sueño cierta tarde del mes de Febrero. Es un suceso que no interesará a todo el mundo como los presupuestos municipales; pero estoy seguro de que hay chico de trece años a quien divertirá más.
He aquí cómo ocurrió:
Se celebraba en Oviedo la feria de la Candelaria, llamada allí también la Romería de las naranjas. Asturias no es un país de naranjos, pero a la orilla del mar, por la parte de Oriente, crecen algunos que dan una fruta bastante aceptable, sobre todo si se la come con azúcar. El día de la Candelaria llegan a Oviedo por la carretera de Gijón muchos carros cargados de ella y se establece en esta carretera un lucido paseo. No tiene más que un inconveniente y es que el camino por aquella parte ofrece una fuerte pendiente, lo cual le hace imposible para los asmáticos.
Antoñita no lo estaba, a Dios gracias, y paseaba arriba y abajo entre cestos de naranjas con sus amiguitas toda la tarde. Yo, sentado en el pretil con los míos, me sentía cada vez más subyugado por sus ojos negros. Cuando cruzaba por delante de nosotros me venían ganas de decirle alguna palabra amable.
En vez de esto ¿qué es lo que se me ocurre? Pues dispararle con mi tiragomas una corteza de naranja. Lo hice con tanta fuerza y buena puntería que le di en mitad de la mejilla produciendo un chasquido temeroso.
La niña dejó escapar un grito y se llevó la mano a la parte delicada, rompiendo a llorar perdidamente. Sus amiguitas acuden a consolarla y encarándose después conmigo me ponen de «bruto» y «animal» que no había por donde cogerme.
Tenían razón: yo se la daba en el fondo del alma. Me pesaba tanto y estaba tan avergonzado de mi vileza que me faltaba muy poco para romper a llorar también. En vez de eso comencé a reír groseramente coreado por las carcajadas de mis amigos.
¿Cómo llevé a cabo tal salvajada precisamente en los momentos mismos en que me sentía más impresionado por el lindo rostro de aquella niña? No me es posible explicarlo. Quizá estén en lo cierto los que afirman que cualquier emoción nos puede impulsar a ejecutar actos diametralmente contrarios.
Una señal rojiza quedó impresa en el rostro de la hermosa niña, y con esta roja señal, testimonio de mi brutalidad, siguió paseando toda la tarde. No es posible imaginarse el doloroso efecto que causaba en mí aquella marca cada vez que pasaba por delante de mis ojos. Aunque lo disimulaba afectando alegría, mi corazón se sentía triste y me gritaba sin cesar: «¡Miserable!»
Las amiguitas cuando pasaban cerca de nosotros tornaban a encararse conmigo y tornaban a llamarme bruto. ¡Ay, cuánto hubiera deseado que ella hiciese lo mismo! Pero no: ella se limitaba a dirigirme una tímida mirada que apartaba velozmente. Era una mirada tan dulce y tan triste que me acometían impulsos de arrojarme desde el pretil de la carretera y desnucarme o, por lo menos, producirme algún grave desperfecto.
Cuando llegué a casa por la noche iba determinado a realizar un acto trascendental. Me encerré en mi cuarto, tomé la pluma y escribí la carta más disparatada que se haya escrito en la segunda mitad del siglo XIX. Era una mezcla de Chachas y de Abelardo con ciertos recuerdos del tronco infeliz de mi tía y del Lago, de Lamartine, rociado todo ello con algunas gotas de El estudiante de Salamanca, de Espronceda. Pedía perdón a Antoñita de un modo patético, le declaraba mi amor de un modo más patético aún y le hacía saber, en el caso de que no me otorgase ambas cosas, mi designio irrevocable de no asistir más a cátedra y dejarme morir lentamente de inanición.
Pero lo más grave de las cartas, en casos como el mío, no es escribirlas, sino entregarlas; todo el mundo lo sabe.
Hay quien apela al correo interior. Es el medio más seguro de que no lleguen a manos de la interesada. Hay quien las entrega en propia mano. Esto es mucho más eficaz, completamente eficaz; pero tal procedimiento se halla reservado para los estudiantes de cuarto y quinto año que juegan carambolas al billar y conocen el mundo. Yo era un pobre estudiante de segundo de Latín y no podía lanzarme a tales aventuras.
Opté por un término medio. Espié la salida de su doncella a un recado, la seguí disimuladamente y cuando iba a entrar en una tienda de mercería me acerqué a ella y en la misma actitud humilde de un mendigo que pide limosna le dije:
—¿Me haría usted el favor de entregar esta carta a Antoñita?
La voz salió de mis labios como un blando soplo, sin producir apenas sonidos perceptibles.
—¿Qué dices, niño?—me preguntó bruscamente.
Entonces yo, que debía de estar pálido, me puse colorado. La misma vergüenza que sentía, me hizo repetir con fuerza la demanda.
La doncella me miró a la cara con risueña curiosidad, estuvo algunos instantes indecisa, quizá entre darme un bofetón o tirarme de las orejas; al fin dijo arrancándome la carta de las manos:
—¡Bueno, se la entregaré!
Era una buena chica. Cumplió su palabra.
Al día siguiente estuve paseando por la calle de Antoñita y ella se asomó al balcón, pero yo no osaba mirarla sino de lejos. Cuando pasaba por debajo, en vez de levantar los ojos, los abatía mirando con insistencia a la acera de la calle.
Pero he aquí que una de las veces veo caer delante de mí, sobre esta acera, un papelito. Me bajo, lo recojo, y sin mirar tampoco al balcón, lo meto en el bolsillo y desaparezco.
Después que doblé la esquina, lo abrí con mano trémula. Dentro traía, para hacer peso, un trocito de lápiz, el lápiz, sin duda, con que estaban escritos dos renglones que decían: «Estás perdonado, si tú me quieres a mí yo también te quiero a ti.»
Estos renglones estaban horriblemente torcidos y las letras eran horriblemente grandes y además gibosas y temblonas como si las hubieran trazado los dedos arrugados de una vieja y no una linda mano infantil. Pero yo me hubiera prosternado ante ellos como un musulmán ante el autógrafo de Mahoma.
¡Ya tenía novia! Este fué mi primer pensamiento vanidoso. Vuelvo a decir que el amor juega poco papel en las relaciones infantiles. Sin embargo, me sentía atraído particularmente hacia aquella niña que tan dulcemente perdonaba mi brutalidad.
En los días siguientes seguí paseándole la calle y, ya disipada mi timidez, la miraba y remiraba largamente, y ella me miraba también con extraordinaria atención. Parecíamos dos gatos, aunque sin exhalar el más leve maullido; es decir, que ni una sola palabra se cruzaba entre nosotros. Solía ir a esperarla cuando salía del colegio. Un amigo íntimo me prestaba el servicio de acompañarme en estos casos y juntos la seguíamos. Marchaba colgada del brazo de su niñera y de vez en cuando volvía la cabeza para dirigirme una rápida mirada. La niñera la volvía con más frecuencia y sonreía, y alguna vez también me hacía señas para que me acercase. ¡Oh, cuánto valor se necesitaría para ello!
Tuve, no obstante, una ocurrencia feliz. Como yo paseaba no pocas veces la calle sin que ella estuviese al balcón, me vino el pensamiento de comprar un pito y silbar. Tardó Antoñita en darse cuenta de que era yo el autor de aquellos silbos prolongados, pero cuando lo hubo averiguado, así que oía silbar, se asomaba al balcón. Mas ¡suerte maldecida! unos estudiantes forasteros que se hospedaban por allí cerca observaron mis maniobras y comprando un pito igual al mío hicieron salir a Antoñita repetidas veces en vano. Uno de estos estudiantes aún vive. Y cuando voy por Asturias me recuerda la broma y reímos mucho. Y después de reír solemos quedar ambos silenciosos y melancólicos.
Este incidente me produjo alguna desazón, pero no puede compararse con la que poco después experimenté. Creo haber dicho que un amigo íntimo me acompañaba algunas veces en mis paseos por la calle de Antoñita y también cuando iba a esperarla al colegio. Pues bien; este amigo, repentinamente comenzó a enfriarse conmigo; se apartaba de mí en los claustros de la Universidad; se negó a acompañarme cuando se lo proponía y hasta noté que fingía no verme para no acercarse.
Pocos días después le encontré frente a los balcones de Antoñita mirando hacia ellos con insistencia. En cuanto me divisó siguió su camino. Pero otro día volví a hallarle en la misma posición y entonces no se movió ni me saludó siquiera. En los siguientes comenzó a pasear descaradamente la calle de mi novia y hasta iba a esperarla al colegio acompañado de otro amigo.
Esta primera traición que padecí en mi vida me sorprendió muchísimo; lo cual demuestra que es falsa la teoría de que hemos vivido antes de ésta otras vidas. Porque si hubiera vivido antes, por poco que fuese, habría encontrado aquello muy natural. Para colmo de dolor observé que mi novia coqueteaba con él una chispita. Una corriente de odio de alta presión se produjo entre él y yo.
Para establecer el circuito no hacía falta más que una ocasión.
Vino el contacto paseando por el claustro de la Universidad antes de la hora de clase. Yo le dirigía miradas furibundas cada vez que nos cruzábamos: él evitaba mirarme porque sin duda le quedaba todavía un resto de pudor. Sin embargo, los amigos que paseaban con él debieron de advertirle que yo le miraba de un modo provocativo y él se sintió humillado de esta advertencia, porque en una de las vueltas volvió hacia mí el rostro y me clavó una mirada insistente y retadora.
El choque fué terrible, ferocísimo. Yo tenía tal ansia de dar golpes y los daba con tal coraje que no sentía los suyos. Nos abrazábamos, procurábamos con afán derribarnos y, no pudiendo conseguirlo, nos separábamos y volvíamos a los golpes, y otra vez el odio nos juntaba cuerpo a cuerpo. En torno nuestro se había formado un corro de chicos que presenciaba el combate como una pelea de gallos.
Mas de improviso siento por detrás un puntapié y un pescozón. Aquello no podía venir de mi enemigo. En efecto, unos dedos mayores que los suyos me habían sujetado por el cuello y oí una voz terrible que gritaba:
—¡Bedel! Abra usted la carbonera.
Era el secretario del Instituto y a la vez catedrático de Historia y Geografía que desde su atalaya de la Secretaría nos había atisbado.
El bedel abrió la carbonera y a empellones nos metieron dentro.
El secretario del Instituto era un excelente profesor, todo el mundo lo reconocía. Era, además, un hombre de recta intención y valeroso, como lo demostró algún tiempo después renunciando a su cátedra y marchando a engrosar las filas del ejército carlista. Pero el secretario del Instituto no poseía ni penetración ni previsión. Porque si las tuviese no encerraría solos a dos chicos que se estaban combatiendo con furor.
Siguió el combate mortífero, rabioso. Rodamos por tierra, y unas veces caía él encima y otras caía yo. Luchábamos desesperadamente, y en silencio. Al cabo de algún tiempo las fuerzas nos fueron abandonando. Por lo menos yo sentí claramente que las mías se debilitaban. Una de las veces que caí debajo ya no pude levantarme y él logró ponerme una rodilla sobre el pecho. Estaba vencido.
—Jura que no pasearás más la calle de Antoñita.
—Lo juro—respondí.
—Júralo por tu madre.
—Lo juro por mi madre.
Entonces me soltó; nos levantamos y nos limpiamos la chaqueta y los pantalones. Cinco minutos después vinieron a abrirnos para entrar en clase. Y allí no había pasado nada.
Pude haber faltado a mi juramento sin grave riesgo, porque nuestras fuerzas se hallaban bastante equilibradas; pero lo respeté religiosamente. No volví a pasar por la calle de Antoñita.
Al cabo de quince o veinte días, hallándome paseando, como de costumbre, por el claustro, sentí que una mano se apoyaba sobre mi hombro. Me volví y me encontré con mi ex amigo, que me dijo en tono natural:
—Oye, si quieres puedes pasear cuanto se te antoje por la calle de Antoñita.
—No puede ser—le respondí—. Lo he jurado por mi madre.
—¡Qué importa!—replicó—. El juramento no te obliga ya, puesto que yo te dejo libre.
Y, acto continuo, se emparejó conmigo y me declaró en términos expresivos que Antoñita era una tonta llena de presunción, indigna de que un hombre serio como él gastase las suelas de sus botas paseándola la calle; que estaba profundamente enamorado de la hija de un confitero, y que ésta compartía su llama, puesto que le echaba desde el balcón caramelos y rosquillas de consejo.
Bien eché de ver que todo aquello era dictado por el despecho, y que, en realidad, me relevaba de mi juramento porque Antoñita no le había sido propicia.
En efecto, cuando me decidí a esperarla otra vez a la salida del colegio y a pasear debajo de sus balcones, la hallé tan expresiva, tan amable y sonriente, que me sorprendió.
Me sorprendió, porque yo no sabía entonces como el Taso «de la mujer, la condición precisa», ni como Shakespeare que era «pérfida como la onda».
Fuí tan inocente que no comprendí que mi alejamiento, que ella juzgaba voluntario, había producido la derrota de mi rival.
XXXI
SEGUNDAS LECTURAS
En los años que cursé la segunda enseñanza cayeron en mis manos muchos libros. Fué el azar quien los trajo, no una mano discreta; así que reinó en mis lecturas una heterogeneidad disonante y cualidades muy diversas.
Mi padre me había dejado vivir siempre en una independencia intelectual que estremecería a un pedagogo. Porque mi padre, con su pesimismo jocoso y paradójico, se reía de la Pedagogía. Pensaba y repetía sin cesar que la educación servía de poco; que la naturaleza lo hacía todo. Quien había nacido tonto, tonto sería toda su vida, sin que fuesen poderosos los más ilustres maestros a volverle discreto.
No discuto esta opinión subversiva; pero afirmo que su sistema, o, por mejor decir, su falta de sistema, no produjo en mí tan funestos resultados como debiera esperarse. Aún más; se puede aventurar que si autoritariamente se me impusiera la lectura de algunos libros, probablemente hubiera cobrado aborrecimiento a todos ellos. En ésta, como en otras muchas ocasiones, quizá valga más entregarse en manos de la Providencia. «Vendrá a tus brazos el ser que debes amar; vendrá a tus manos el libro que debes leer», dice un filósofo moderno.
Sin embargo, dudo mucho que la Providencia me haya enviado directamente en aquella época las novelas horripilantes de un escritor francés llamado Ponson du Terraill. Mas, por otra parte, ¿quién podrá resolver del efecto benéfico o nocivo que las sustancias que ingerimos producen en nuestro organismo? La naturaleza efectúa en su seno recóndito un trabajo sordo, que trueca no pocas veces los venenos en medicinas, y otras ¡ay! las medicinas en venenos. ¿Quién sabe si aquellos novelones filtrados por los tamices y destilados en los alambiques de mi espíritu habrán soltado a la postre un jugo nutritivo? Lo que sí afirmo, sin vacilar, es que en aquel tiempo me sabían a almíbar.
No dura mucho el placer en este mundo. Aquellas novelas de aventuras fantásticas y de intrigas tenebrosas llegaron a fatigarme. Cuando vino el desencanto tropecé dichosamente con otras que me cautivaron de modo más espiritual. Leí varias de Bulver Lytton, y por ellas fuí iniciado en la observación psicológica, la expresión de carácter y la gracia sentimental que caracteriza a los novelistas ingleses. Tanto deleite me causaron que en mi edad madura quise repetir su lectura. Me acaeció lo mismo que con otros libros. El encanto se había roto y no me fué posible componerlo. Bulver Lytton es un notable escritor, pero sus novelas de costumbres se hallan infeccionadas de lo que pudiera llamarse manía aventurera, y no pueden ser comparadas a las de los grandes maestros Goldsmith, Fielding, Dickens y Thackeray. Sus mejores fábulas son, a mi juicio, las históricas Nicolás Rienzi y Los últimos días de Pompeya.
Después me alcé todavía más. Mi primo me había hecho conocer a Espronceda, como ya he dicho. Ningún poeta causó en mí impresión más honda y duradera.
De todas las obras leídas en mi niñez su poema El diablo mundo es una de las pocas que no ha cesado de deleitarme; me ha deleitado en mi edad madura y me deleita todavía en mi vejez. Hay en el hombre una edad iconoclasta, en la cual se complace rompiendo a martillazos los ídolos que adoró en su adolescencia. Espronceda permanece siempre en el altar que le he erigido. Su Canto a Teresa es la página más armoniosa y vibrante que ha producido la lírica española, y puede compararse, sin desmerecer, al Lago, de Lamartine, a la Noche de Octubre, de Musset, y a los cantos más patéticos del Childe Harold, de Byron. Pero esta nuestra España fría y esquiva casi siempre con los hijos que más la ilustran, aún no le ha rendido el tributo de admiración que le debe. Reproducidas por el bronce y el mármol se parecen por los ámbitos de Madrid las figuras de algunos grandes hombres y de otros bien medianos; pero no veo aún alzarse entre ellos la frente radiosa de don José Espronceda, el español más inspirado que ha nacido en el siglo XIX.
Todavía di algunos pasos más en la senda de la Estética. Por medio de Espronceda adquirí el gusto de los poemas y leí algunos de los más bellos que las nueve hermanas han inspirado a los mortales. Leí en la biblioteca de la Universidad la Iliada, de Homero, traducida en verso libre por Hermosilla. Aunque tiene fama esta traducción de indigesta, me causó extremado placer. La edición era excelente, lujosa, y esto contribuye más de lo que generalmente se cree para hacernos amables los libros. Por espacio de algunos días viví en constante embeleso entre aquellos héroes tan divinos y aquellos dioses tan humanos. Sobre todo las diosas hicieron verdaderos estragos en mi imaginación infantil y lograron rápidamente convertirme al gentilismo. Fuí un empedernido pagano por más de dos meses, sin que mi familia ni mis profesores pudieran sospecharlo. ¡Cuál gritaría nuestro descomunal y fragoroso catedrático de Religión y Moral si supiese la gente que frecuentaba mi cerebro!
Quise leer también en la misma biblioteca El paraíso perdido, de Milton, traducido por el canónigo Escoiquiz, pero no fué posible. Me aburrió infinitamente. Yo era entonces, como acabo de manifestar, un pagano que quemaba incienso en los altares de los ídolos. Aquellas legiones flotantes de ángeles y arcángeles suspendidos en los espacios, sin tierra donde apoyarse, me parecían tristes volatineros. Más tarde, culpando al traductor, intenté repetir la lectura de este poema en una traducción francesa; mucho más tarde aún traté de leerlo en el original. Siempre me acometió idéntica grima. Por fin en mis tiempos gloriosos de crítico me dije: «Milton es un gran poeta, pero su poema es insoportable. Al Cristianismo, religión espiritualista y enemiga de las formas plásticas no se la puede ni se la debe agregar una mitología porque precisamente ha venido a concluir con todas ellas. Por eso fracasaron siempre los intentos más o menos plausibles que se han hecho para añadírsela.» Dictado y refrendado este veredicto inapelable quedaron disipadas mis inquietudes y remordimientos por lo que respecta al famoso poema.
Mi paganismo no se prolongó largo tiempo. Pocos meses después fuí convertido al islamismo. La encargada de esta obra nefanda fué Clorinda, la famosa heroína de La Jerusalén libertada. Aquella mujer intrépida y bella, feliz creación del gran poeta italiano Torcuato Taso, me hechizó hasta hacerme soñar despierto.
Y como mi imaginación solía representarse las más ilustres creaciones de los poetas con los rasgos de algunos seres de carne y hueso por mí conocidos, se me antojó prestar a Clorinda el rostro y el talle de una joven a la cual casi todos los días veía.
Era de condición humilde, hija de un ebanista que tenía su taller no lejos de mi casa. Cuando yo llegué a Oviedo no contaría más de quince años, pero tenía la estatura de una mujer; así que no sólo me aventajaba por la edad sino mucho más aún por la corpulencia. Pues bien, un día tuve la mala ocurrencia de hacerla blanco de mi tiragomas; creo haber dicho que estaba muy pagado de mi habilidad en esta clase de esgrima. Le di, en efecto, con una cascarita de naranja en medio del rostro exactamente como había hecho pocos días antes con Antoñita. Mas ¡ay! ella no la recibió exactamente con la misma paciencia; antes al contrario se vino hacia mí lanzando rayos por sus hermosos ojos (porque los tenía muy hermosos; hay que confesarlo) me arrancó el tiragomas y me aplicó un soberbio bofetón que me enrojeció la cara. Quise defenderme, pero me sujetó tan fácilmente las manos y me solfeó tan lindamente y a su gusto que no me quedaron más deseos de ofenderla.
Inútil es decir que desde entonces la dediqué un odio mortal. Cuando iba a cátedra con los libros bajo el brazo y la encontraba en pie a la puerta del taller de su padre le dirigía de través algunas miradas pulverizantes a las cuales solía corresponder ella con sonrisa burlona y desdeñosa.
En dos años aquella niña se transformó en una joven apuesta, majestuosa y un poco hombruna por sus modales. Cuando acerté a leer el poema del Taso mi fantasía comenzó a ver a Clorinda, la valerosa amazona de los infieles, con el rostro y la figura de la hija del ebanista. No era gran extravío, pues repito que tenía hermosos y fieros ojos; y en cuanto a fuerzas ya las había podido apreciar a mis expensas. No dudo que si montase a caballo y empuñara la lanza pudiera habérselas con cualquier moderno Tancredo.
Pues así que la transformé por arte imaginativa en amazona de los infieles defensores de Jerusalén, se disipó ¡caso curioso! todo mi odio y me puse a amarla desaforadamente. En vez de dirigirle miradas atravesadas y malignas comencé a clavárselas bien directas y apacibles. Cuando la veía de lejos a la puerta del taller aflojaba el paso para saborear más tiempo el placer de contemplar su gentil figura. Si ella no estaba, cruzaba de largo y velozmente. Pero casi siempre me arreglaba para que estuviese, pues espiaba las horas en que venía a traer la comida a su padre y avanzaba o retrasaba mis entradas y salidas de casa en combinación con ellas.
La altiva guerrera no vió con agrado aquella mutación ni aceptó mis homenajes visuales. Al principio le causaron sorpresa y me miró con alguna curiosidad: después apartaba la vista de mí con desdén y aun me volvía la espalda: por último, tomando a ofensa mi rendimiento me clavaba ya de lejos una mirada iracunda y retadora que me hacía subir los colores al rostro.
¡Ingrata! Yo la amaba, sin embargo, cada día más. Esta misma crueldad la asemejaba todavía a la fiera Clorinda. ¡Cuántas veces estuve tentado a pararme delante de ella y decirle como Tancredo:—«Puesto que no quieres paz conmigo, las condiciones de nuestra lucha serán que me arranques el corazón! Este corazón, que ya no es mío, pide la muerte si su vida te desagrada. Desde hace tiempo es tuyo; ¡tómalo; yo no tengo el derecho de defenderlo!»
Felizmente nunca me atreví a ensartarle tal discurso. Si lo hubiera hecho pienso que, en efecto, me hubiera despedazado.
Felizmente también sacudí pronto el yugo de la media luna y dejé de ser musulmán. Otras heroínas cristianas, y por lo tanto más piadosas que la hija del ebanista, me prendieron el alma. Leí el Orlando furioso del Ariosto, y aunque no penetré entonces la fina ironía que se ocultaba debajo de sus cantos épicos precursora de la de nuestro gran Don Quijote, todavía me divirtieron extremadamente sus muchas e interesantes aventuras.
Por último, aún leí otro poema, Os Luisiadas de Camoens. Bien puede, pues, decirse que los años de la segunda enseñanza fueron para mí la edad de los poemas. Este es el único que, exceptuando el de Espronceda, leí en su idioma nativo; porque el antiguo portugués se parece tanto al castellano que para cualquier español es comprensible. No debo conservar de este poema grata impresión. Llevé el libro, que era una linda edición diamante, a Entralgo en unas vacaciones de Navidad y lo leí al amor de la lumbre. Pero acaeció que saliendo de improviso un día al aire libre y frío me cogió una oftalmía de la cual me he resentido toda la vida.
Paralela a esta afición literaria, comenzó a correr en mi existencia otra a la cual debo quizá aún mayores y más sólidos placeres, la afición a los libros de historia, de filosofía, de crítica y ciencia social. Aunque parezca raro, estas dos tendencias han compartido mi espíritu hasta la hora presente y si he de hablar con sinceridad pienso que la segunda tuvo siempre más hondas raíces que la primera. Por haberlo manifestado así a un periodista extranjero y haberlo estampado en su diario, otro periódico de Londres se burlaba de mí exclamando: «¡Amante de la filosofía un hombre que escribe una novela todos los años!»
Pues bien sabe Dios que es la verdad. Lo sabe Dios y lo sabía mi buen amigo Angel Jiménez, por otro nombre el doctor Angélico, cuyos papeles he publicado hace años. Al tiempo mismo que escribía mis novelas pensaba con deleite en los libros científicos que había comprado y ansiaba terminarla para entregarme algunos meses a su lectura. Jamás soñé en mi adolescencia ni en los primeros años de mi juventud con los laureles del poeta: pensaba que había nacido para hombre de ciencia. Y lo he de confesar lealmente, cuando ciertas circunstancias que no quiero explicar me impulsaron a escribir novelas me juzgué dislocado y toda mi vida experimenté el vago sentimiento de haber sufrido una capitis deminutio.
Leí, pues, durante los años de la segunda enseñanza muchos y buenos libros: la Historia de los Reyes Católicos y de Felipe II, de Prescott; la Conquista de Méjico, de Solís; la Historia de la revolución inglesa, de Guizot; gran parte de la Historia Universal, de César Cantú; el Viaje del joven Anacarsis por la Grecia; las Lecciones de literatura, de Hugo Blair; El Deber, de Julio Simón; el Libro de los oradores, de Cormenin, obras de Michelet, de Laboulaye, etc., etc.
Leí asimismo alguno de los libros que entonces se hallaban a la moda, las Palabras de un creyente, de Lamennais, y El mundo marcha, de un señor llamado Pelletan. El estilo metafórico y enfático de estos escritores, en el cual sobresalió como ninguno Edgar Quinet, me sedujo entonces tanto como ahora me enfada. En la oratoria produce maravillosos efectos y a él debe nuestro Emilio Castelar sus triunfos; pero en los libros resulta empalagoso y buena prueba de ello son los del mismo Castelar.
Mas de todas las obras que entonces leí la que me dió más golpe y logró cautivarme fué la Historia de la civilización europea, de Guizot. Estas lecciones, profesadas en la Sorbona, fueron para mí una revelación y me iniciaron en lo que llamamos filosofía de la historia. A tal punto me impresionaron que después de haberlas leído varias veces resolví aprenderlas de memoria. Y así lo puse por obra: leía una lección repetidas veces y luego cerraba el libro y la escribía, resultando transcrita casi al pie de la letra.
¡Ay!, a causa de estas grandes síntesis padecí después en mi juventud no pocas indigestiones. La Europa fué inundada de generalizaciones históricas en el último tercio del siglo pasado. No sólo nuestros profesores de la Universidad nos abrumaban con ellas, sino que en los discursos de los oradores del Ateneo, en los del Congreso de los Diputados y hasta en los sermones de las iglesias se generalizaba de un modo espeluznante: se comenzaba siempre por Adán y se terminaba con la casa de Austria.
Todo el mundo se puso a generalizar en aquella época. Generalizaban los autores, y los oradores y los periodistas; generalizaban, a su imitación, los médicos cuando venían a tomarnos el pulso, y los abogados en sus informes aunque se tratase de un asesinato modestísimo, y los comerciantes cuando nos hacían pasar por inglés un género catalán, y las patronas de las casas de huéspedes al pedirnos dinero adelantado. La mía me trazó un día con grandes rasgos sintéticos, y en el espacio sólo de una hora, la historia de su grandeza y decadencia en un discurso repleto de imágenes, de exclamaciones y toda clase de artificios retóricos.
Alguna vez recorriendo con la vista mi biblioteca tropiezo con el famoso libro de Guizot y lo tomo en la mano. Su aspecto es venerable como el de las grandes casas solariegas a quienes el tiempo no ha logrado arrancar el sello de su grandeza. Su encuadernación lujosa, está ya bien marchita, bien arruinada; sus esquinas gastadas; su lomo deteriorado; pero tiene un aspecto de dignidad que impone respeto. Sin embargo, yo le doy vueltas entre las manos y sonrío. Mi sonrisa debe de hallarse impregnada de burla y desdén porque el libro parece mirarme con tristeza y decirme por una pequeña boca descosida que tiene en el lomo: «¡No rías, no rías hombre ingrato y presuntuoso! Si has hallado en otros libros mayores riquezas que en el mío, yo fuí quien primero habló a tu juvenil inteligencia. En aquel tiempo me escuchaste con embeleso y aprendiste de mí a desentrañar el sentido oculto de los sucesos y a meditar sobre sus causas y sus efectos. Acuérdate de la briosa exaltación con que te asimilaste mis pensamientos y las ilusiones que embargaban entonces tu ánimo y las esperanzas que concebías de llegar a ser un sabio. Si no lo has sido no fué culpa mía, pues otros lo han conseguido empezando por libros que no valen tanto como yo. Acuérdate de aquellas horas venturosas que juntos pasábamos en las noches de verano, debajo del gran quinqué de petróleo cuando todo callaba ya en la aldea y tu pobre madre sentada frente a ti trabajando con la aguja de ganchillo apenas se atrevía a toser para no turbar tus estudios. Soy un viejo y fiel amigo de tu adolescencia. ¡No te burles de mí!»
Entonces yo a mi vez quedo serio y triste. Permanezco inmóvil y meditabundo largo rato; y al cabo, enjugando una lágrima, vuelvo a colocar el libro con respeto donde estaba.
XXXII
DAR DE BEBER AL SEDIENTO
Hay hombres que harían bien en no morirse nunca: uno de ellos mi catedrático de Retórica y Poética y ampliación de Latín en el tercer curso del bachillerato. Harían bien en no morirse, porque son la alegría del género humano, que tanta necesidad tiene de ella para soportar sus miserias.
Nuestro profesor infundía regocijo en el alma así que abría la boca, y lo mismo cuando la tenía cerrada. Era hombre ya entrado en años, de baja estatura, y gastaba, a la usanza de sus tiempos juveniles, unas patillas negras que partían de la base de la nariz y llegaban hasta las orejas. En Oviedo corría válido el rumor de que se teñía estas patillas con el betún de las botas. El lector es libre de aceptar la especie o no aceptarla, porque yo no he podido comprobarla. Lo que sí puedo afirmar es que algunas veces se nos presentaba con ellas, de tal modo lustrosas y relucientes, que parecían salir de un salón de limpiabotas.
Mi catedrático tenía la cabeza clásica y el corazón romántico. Por su profesión y por su estudio de la antigüedad pagana admiraba a los héroes griegos y romanos, y estimaba a sus poetas, en especial a Tíbulo y Virgilio. Los dioses del Olimpo le infundían gran respeto, aunque no dejaba de achacarles cierta falta de sensibilidad. En cuanto a las diosas, las amaba desaforadamente.
Nos leía con entusiasmo la descripción que Virgilio hace de Venus en la Eneida y el Carmen sæculare, de Horacio; pero sólo le he visto llorar con el Poema a María, de Zorrilla:
«Voy a contaros la divina historia |
de una mujer a quien el alma mía», etc. |
Entonces las lágrimas resbalaban por sus mejillas, entraban dentro de sus patillas y arrastraban algunos sedimentos.
Había sido catedrático de Griego, pero ya no lo era. Un ministro desatentado lo había suprimido, poco tiempo hacía, de la segunda enseñanza. Fué el más áspero disgusto de su vida; fué una puñalada traidora que le dieron por la espalda. No precisamente por la admiración que profesaba a Homero, Sófocles y Píndaro, sino por la pasión vehemente que habían logrado inspirarle las raíces griegas. Estaba profundamente enamorado de las raíces griegas. Y cuando aquel malaconsejado ministro le prohibió explicarlas en cátedra, la vida le pareció mucho más insípida.
Había nacido orador, y con frecuencia usaba de esta facultad para dirigirnos vivos y largos reproches cuando confundíamos un pretérito con un supino. Eran tan largos, que a veces llenaban ellos solos la hora entera de clase. Pero en sus oraciones más patéticas no imitaba a Cicerón ni a Demóstenes; adoptaba más bien los acentos poéticos y quejumbrosos de los héroes de Chateaubriand y su escuela:
«Hijo mío—decía al escandaloso que había confundido el pretérito con el supino—: el veneno del vicio ha emponzoñado ya su alma infantil y se enrosca en usted como una negra serpiente. Camina usted, lo advierto con el corazón traspasado de dolor, camina usted por la senda tenebrosa a cuyo extremo se halla el antro fatal del pesar y del remordimiento. Porque no en vano se violan los consejos de nuestros padres y las enseñanzas de nuestros maestros. Al través de un espantoso tejido de desaciertos, rechazado por su familia, vituperado por sus amigos, señalado con el dedo por la sociedad en general, se verá usted al fin abandonado de todos y arrastrando tal vez en un obscuro calabozo la cadena del presidiario. Y, ¡quién sabe!, quizá algún día saldrá usted de allí pálido, trémulo, desgreñado, y verá usted con espanto, delante de sus hundidos ojos, alzarse la negra silueta del patíbulo.»
Hay que confesar que todo esto era de mal gusto; pero también Chateaubriand y Víctor Hugo padecen en ocasiones la misma enfermedad. Es uno de los lunares de la escuela. Sin embargo, nuestro profesor abusaba, como ningún otro romántico, de la negra silueta del patíbulo.
Pero si tenía los defectos de la escuela romántica, poseía igualmente sus virtudes. Era casto como un caballero de la Tabla Redonda. A pesar de haberse relacionado toda su vida con las deidades del paganismo, que, como todo el mundo sabe, andan completamente desnudas, no se había contagiado de su impudicia. El lenguaje más o menos libertino de algunos poetas romanos le ofendía. Recuerdo que traduciendo un día la Elegía tercera de Ovidio, o sea el famoso triste, que comienza:
Quum subiit Illius tristissima noctis imago
me dió una inolvidable lección de honestidad. Habíamos llegado al pasaje en que el poeta describe los instantes de su partida para el destierro. Tres veces había pisado el umbral de su casa y tres veces había vuelto sobre sus pasos para abrazar y besar a su esposa.
Sape, vale dicto, vursus sum multa locutus, |
Et quasi discedens oscula summa dedi. |
Yo traduje: «Varias veces, después del último adiós, volví a anudar nuestra conversación, y, como si me marchase, le di muchísimos besos.»
—¡Oh, no, hijo mío!, no se traduce así: «Me volví... y, como si me marchase, le di el ósculo de paz.»
No cabe duda que mi traducción era más literal; pero la de él era más casta. Aunque según todas las leyes divinas y humanas me parece que estamos autorizados para dar los besos que queramos a nuestras esposas cuando vamos a emprender un viaje largo.
No puedo menos de recordar su conducta digna y un poco sarcástica en cierta ocasión memorable cuando los alumnos del segundo, tercero, cuarto y quinto año tomamos la resolución de desacatar la autoridad gubernativa.
Creo haber indicado que en el primer año estudiábamos entonces una asignatura llamada religión y moral, de la cual era profesor el sacerdote atlético rompedor de mesas.
Pasado este curso ya no volvíamos a tener relación alguna con la religión y la moral.
Pero cuando me hallaba yo en el tercero escaló el Poder un ministro a quien se le ocurrió dictar una orden por la cual todos los alumnos del bachillerato debíamos reunirmos, no recuerdo si una o dos veces por semana, para escuchar la explicación del catecismo.
¡El catecismo! Aquello nos pareció la última de las degradaciones. Si se hubiese tratado de imprimirnos en la frente, con hierro rojo, una marca infamante, creo que no nos hubiéramos puesto más furiosos.
Inmediatamente se organizó en el Instituto una formidable y nunca vista conjuración. Los conjurados debían presentarse todos el día de la conferencia provistos de silbatos, y... Dios sobre todo; nosotros no éramos responsables de lo que acaeciese, sino los viles sicarios del Poder que nos empujaban a tales extremidades audaces.
En efecto, llegó el día de la primera conferencia. El sol surgió esplendoroso de los confines del horizonte, y así se mantuvo todo el día. La gente discurría por las calles tranquilamente sin sospechar el conflicto que se avecinaba. Durante la mañana se notó en los claustros de la Universidad una sorda agitación precursora de la borrasca. Todos estábamos nerviosos y serios; nos hablábamos poco y en voz baja.
A las tres de la tarde los claustros se hallaban completamente llenos de alumnos esperando la hora de la conferencia. A las tres y media apareció en el marco de la puerta de la sala de profesores la figura prócer y colosal del cura. Verla nosotros y estallar una silba ensordecedora fué todo uno.
El profesor quedó un instante suspenso; pero comprendiendo, al cabo, alzó la cabeza y paseó una mirada de león enfurecido por el rebaño de seres microscópicos que a sus pies producían aquellos sonidos discordantes. Detrás de él apareció la figura exigua del catedrático de Retórica y Poética revestido aún de toga y birrete.
El cura avanzó algunos pasos y acometido de un furor insano comenzó a increparnos con tan altas voces que dominaban nuestros silbidos:
—¡Ilusos! ¿Piensan ustedes amedrentarme con esos ruidos soeces? Están ustedes muy engañados. Sepan ustedes que yo, lo mismo visto el hábito de sacerdote que empuño la espada del guerrero... ¡Sepan ustedes, mentecatos, que yo soy como un caballo de raza noble: cuanta más carga le ponen más erguido se muestra!
Mejor hubiera dicho un elefante. De todos modos, el símil era absolutamente falso, porque a un caballo, por noble que sea su raza, si le ponen una carga demasiado grande concluirá por echarse.
A estas razones, proferidas con voz estentórea, acompañaba tan espantable agitación de brazos y piernas que yo estaba temiendo que se abrazase a una de las columnas del pórtico y desplomase como Sansón el edificio sobre nosotros y sobre él mismo.
El exiguo catedrático de Retórica y Poética a su lado, vestido de toga parecía el rey de Liliput acompañando a Gulliver. Inmóvil y sonriente, nos contemplaba con ojos de lástima y exclamaba de vez en cuando suavemente:
—¡Ni en las enmarañadas selvas del Africa!
Era la manera más retórica y poética de llamarnos cafres u hotentotes.
Pero las voces del cura eran tan altas, tan bárbaras, que debían de oírse no sólo en Oviedo sino en sus contornos.
—¡Adentro! ¡Adentro, majaderos! ¡Adentro ahora mismo o les pisoteo a ustedes como miserables hormigas!
¿Qué pasó allí entonces? Pues nada; que uno a uno fuimos entrando todos como mansos corderos en cátedra.
Desde entonces perdí la confianza en mí mismo y no creo tampoco en el valor de las muchedumbres.
En otra ocasión más alegre se ofrece a mi memoria y se me representa la figura greco-romana de mi catedrático de Retórica. Poseía este señor en la falda de la colina que protege a Oviedo de los vientos del Norte una quinta o sitio de recreo donde descansaba de sus trabajos sobre las raíces griegas trabajando las raíces de las coles.
Era una quinta pequeña, muy pequeña, tan pequeña que, según decían en Oviedo, cuando el único grillo que la habitaba salía a cantar fuera de su agujero, el profesor se veía obligado a retirarse de la finca.
Sin embargo, nuestro catedrático la tomaba muy en serio: y cuando se hallaba dentro de ella procuraba imitar en cuanto fuese posible unas veces a Horacio y otras a Cincinato.
Trabajaba la tierra con sus propias manos, reposaba después como Títyro bajo la fronda de un árbol y no tocaba la flauta porque no sabía. En cambio libaba de buen grado alguna vez no el Falerno, no el Siracusa, pero sí nuestro vino de la Nava que no les cede a aquéllos en aroma y energía.
Y cuando regresaba de su huerto después de pasar allí algunas horas trabajando, reposando y libando, y entraba en clase, nuestro profesor no parecía de este siglo sino el mismo Marco Fabio Quintiliano que se tomase la molestia de salir de la tumba para explicarnos el régimen de los verbos intransitivos.
Aconteció que un día de fiesta salimos de madrugada cinco o seis chicos para cazar pájaros con liga provistos cada cual de su correspondiente jaula. Anduvimos largo tiempo por la falda de la colina y apenas cazamos nada. Al cabo, muy fatigados y sudorosos, nos decidimos a regresar a nuestras casas, pues se acercaba la hora del mediodía. Cuando ya caminábamos velozmente la vuelta acertamos a ver, no muy lejos, la minúscula finca de nuestro profesor cercada por una lastimosa paredilla. No sé a quién de nosotros se le ocurrió hacerle una visita. Se decía que era sumamente afable cuando se hallaba entregado a las faenas agrícolas y que le placía recibir entonces la visita de sus discípulos.
Entramos pues allí por una desvencijada puertecilla y en efecto lo primero que vemos es a nuestro catedrático en mangas de camisa con la azada entre las manos en actitud de arrancar patatas.
A pesar de hallarse en esta posición poco brillante le saludamos con el mayor respeto y él nos acogió con la gravedad afable de un viejo romano de la noble familia de los Priscos.
—Hijos míos—nos dijo así que terminaron los saludos—, Marius Curius fué el más grande de los romanos de su tiempo. Después de haber vencido a muchos pueblos belicosos y haber arrojado a Pirro de Italia y gozado tres veces los honores del triunfo, se retiró a una humilde cabaña como esta que aquí ven ustedes y cultivó por sí mismo un pequeño huerto. Cuando los embajadores de los Sammitas vinieron a ofrecerle oro, que él rehusó, estaba sentado al pie de su hogar ocupado en cocer nabos... El emperador Diocleciano después de veinticinco años de glorioso reinado abdicó voluntariamente el cetro y fué a encerrarse en su pequeño retiro de Salónica. Allí vivió tranquilo y feliz algunos años haciendo lo que yo hago en este momento. Cuando de nuevo le ofrecieron la púrpura respondió sonriendo compasivamente: «Si vieseis todas las coles que yo he plantado este año por mi mano en Salónica no me aconsejaríais ciertamente cambiar parecida felicidad por una corona.»—¡Mirad, mirad, hijos míos, puedo decir yo también, qué hermosas patatas cosecho este año!
Admiramos mucho aquellas patatas, que nada tenían de admirables. La perspectiva de los exámenes, que se hallaban próximos, nos las hacían interesantes en aquel momento.
Luego nos invitó a sentarnos en un banco rústico, y frente a nosotros, sin soltar de la mano la azada, prosiguió:
—¡Beatus ille, hijos míos, dichoso aquel que apartado de los negocios y libre de todo cuidado cultiva los campos de sus padres! Así exclama Horacio en el Epodo segundo. Y nuestro dulce Fray Luis de León imitándole felizmente decía:
¡Qué descansada vida |
la del que huye el mundanal ruido! |
La naturaleza, queridos niños, obra sobre el corazón, y la vida campestre inspira dulces sentimientos disponiéndonos a la felicidad. El amor de los campos, el reposo y el gusto de la bella naturaleza me seducen tanto como a Horacio y a Fray Luis de León, y aquí en este pobre y apartado fundo, lejos de la urbe tumultuosa (señalando con la mano hacia Oviedo) hago revivir los tiempos de la edad de oro y renuncio de buen grado a todos los placeres del mundo, a los esplendores de la ciudad, al brillo de las grandezas y al espectáculo de la disipación, prefiriendo los duros trabajos del labrador y sus placeres inocentes.
Nosotros sentíamos una sed horrorosa. Así que no podíamos prestar la atención debida a aquel elogio de la vida campestre.
Uno se aventuró a interrumpirle suplicándole que nos diese un poco de agua, si es que la tenía.
No le sentó bien la interrupción y nos dijo poniéndose serio:
—Ahí dentro hallarán ustedes el ánfora. Pueden ustedes beber de ella, pero cuiden de dejarme un poco de agua, porque la fuente está lejos y no tengo acomodo ahora de enviar a ella.
Entramos en la cabaña de Marius Curius. El ánfora era un grueso y panzudo botijo, el cual si tuviera vergüenza, que no la tenía, se ruborizara de oírse llamar de aquella suerte. Cuando llegó a mí contenía ya poca agua, pues mis compañeros habían bebido antes. Así que bebí toda la que restaba sin acordarme de la prevención del catedrático.
Al fin nos despedimos de éste elogiando de nuevo con palabras entusiastas sus ruines patatas. Ciertamente que sólo la perspectiva del examen podía volvernos tan rastreros aduladores de aquellos tubérculos.
Al día siguiente en cátedra se quejó amargamente de nuestra conducta inconsiderada. Pronunció un discurso declamatorio y lacrimoso como siempre, que duró bien media hora. Nos recriminó del modo más patético que puede imaginarse, haciendo pronósticos pavorosos acerca de nuestro porvenir. De este discurso memorable, como todos los suyos, repleto de apóstrofes, hipotiposis, epifonemas y otras figuras retóricas sólo recuerdo esta frase pronunciada con acento dolorido que iba derecha al corazón.
—¡Dejar a su viejo maestro en un páramo erial sin una gota de agua con que humedecer sus labios!
No fué ese mi propósito: lo declaro con la mano puesto sobre el corazón. Apremiado por la necesidad la satisfice sin acordarme en tal instante de mi viejo maestro.
Si se profundiza adecuadamente se hallará razón parecida en casi todas las maldades que se cometen en el mundo.
XXXIII
EL ATENEO
Por aquellos días, esto es, en el tercer año del bachillerato, trabé relación con unos cuantos estudiantes más adelantados que yo en la carrera. Se hallaban, pues, terminando la segunda enseñanza. Era un grupo de chicos estudiosos y de notable ingenio y discreción. Algunos de ellos han muerto jóvenes; otros se han distinguido en diferentes carreras del Estado; sólo dos se consagraron a la literatura, Leopoldo Alas y Tomás Tuero. El primero llegó a ser, con el pseudónimo de Clarín, un crítico eminente; el segundo a causa de su precaria situación y aún más de su invencible apatía no dió de sí lo que todos esperábamos. Alas era de un ingenio más vivo, más fecundo y, desde luego, mucho más aplicado al estudio; en cambio Tuero poseía un gusto más refinado y mayor instinto poético.
Con estos dos me ligué especialmente. Acogiéronme ellos al principio con mal disimulado desdén. En aquel tiempo yo sólo era conocido en el Instituto por mi carácter turbulento y pendenciero. Me contaba Alas más tarde que antes de conocerme me había visto salir una vez desafiado con otro chico de los claustros de la Universidad. Acompañado él de otro querido amigo nuestro, que aún vive, nos siguieron diciéndose: «—Vamos a ver cómo se pegan estos badulaques.» Llovía copiosamente y, cobijados en sus paraguas, fueron en pos de nosotros hasta el parque de San Francisco y allí presenciaron riendo nuestro furioso combate. Porque aquellos amigos poseían ya una madurez de juicio que yo estaba lejos de alcanzar.
No es maravilla, pues, que aceptasen mi amistad con reserva y me diesen indirectamente a entender que no me hallaba a su altura. Me consideraban como un beocio que, temerariamente, se hubiera colado en los jardines de Academo.
Así que me ligué con ellos vi claramente lo absurdo de mi conducta y renuncié a mis ridículas reyertas. No tardaron ellos también en comprender que yo no era por completo lo que parecía y pude gozar de la sorpresa que vi pintada en sus ojos cuando comencé a tomar parte activa en sus conversaciones literarias.
He dicho que Alas había logrado ser un crítico eminente y no es enteramente exacto. Lo fué después de muerto. Mientras vivió no se quiso reconocer su gran talento; se le negó el fuego y el agua. Todo por haber dado en la inocente manía de poner albarda a los asnos que pasaban sin ella por la calle. Esos animales tan pacíficos, generalmente, se revolvían furiosos contra él y le molían a coces y le acribillaban a mordiscos. Y no sólo hicieron esto sino que lograron que todos los individuos de su misma especie esparcidos por España le enseñasen los dientes y estuviesen apercibidos a ejecutar con él idéntica partida.
Era una verdadera temeridad en aquel tiempo hablar bien de Alas. Yo fuí uno de esos temerarios, y por esto, y también por haber incurrido en sospecha de pensar en dedicarme, como él, a aparejador, se me puso en entredicho. No me molieron a coces, pero me castigaron con un silencio reprobador. Cuando aparecían mis novelas en los escaparates de los libreros pasaban por delante de ellas fingiendo no verlas y enderezando las orejas de un modo significativo.
Tuero no ha llegado ni en vida ni en muerte a la celebridad, aunque la merecía. Era premioso para escribir, como todos los hombres que poseen un gusto exquisito, y no disponiendo tampoco de medios de fortuna no le era posible trabajar sosegadamente en alguna obra que le inmortalizase. Se hizo periodista y murió siendo redactor de El Liberal. Servía poco para el caso porque en la Prensa periódica se necesitan hombres expeditos, no refinados. No obstante, si se coleccionasen algunos de sus artículos se vería claramente qué gran escritor se ocultaba debajo de aquel modesto redactor de un periódico diario.
Había en el espíritu de Tuero algo tan original, una petulancia tan pueril al lado de un humorismo tan acerado, que sorprendía y desconcertaba a los que con él se relacionaban. Su conversación era amenísima, unas veces mordaz, otras sentimental, otras extravagante y fantástica, siempre sorprendente. Su instinto de la belleza tan seguro que yo le llamaba riendo doctor infalibilis. Mientras Alas se equivocó más de una vez lo mismo aplaudiendo que censurando y se dejó imponer por las reputaciones que halló formadas, Tuero se mantuvo siempre sereno, independiente, apuntando con exactitud matemática a la belleza dondequiera que se ocultase.
Recuerdo que en nuestra juventud asistimos juntos al estreno de una obra teatral, la cual obtuvo un éxito tan lisonjero como pocas veces se había visto en Madrid: aplausos ruidosos, aclamaciones infinitas, un desbordamiento increíble de entusiasmo. Al salir de la representación caminábamos juntos cinco o seis amigos haciendo comentarios halagüeños para el autor de la pieza. Tuero permanecía silencioso. De pronto se para y nos dice a boca de jarro:
—Esta noche me he convencido de que soy el hombre de más talento de España. Sí; no puedo dudarlo más tiempo—continuó—porque la obra que acabamos de ver es para mí de todo punto execrable.
Quedamos estupefactos. Uno se encaró con él indignado.
—¿Cómo? ¿Qué estás ahí diciendo? Jamás hemos presenciado un éxito tan grandioso, tan unánime, se puede decir tan delirante.
—Sí, delirante; la palabra está bien aplicada porque sólo delirando se puede aplaudir una obra semejante—replicó Tuero.
¡Cuánta razón le asistía! Algunos años después ni se representaba en los teatros ni nadie se acordaba de tan aplaudida producción dramática.
Fuí, pues, convertido por obra y gracia de aquellos buenos amigos de contumaz gladiador en literato. Pero nuestra literatura se cifraba entonces, principalmente, en hablar de los autores y en disputar acerca de las reglas gramaticales.
Pasamos la vida disputando. Si uno soltaba alguna palabra impropiamente aplicada al discurso; si otro se equivocaba de régimen; si otro escribiendo no había puesto las comas en su sitio. Todo era materia para disputas acaloradas que duraban indefinidamente, pues ninguno quería quedar convicto de ignorancia y defendíamos nuestro régimen y nuestra ortografía como una leona podía defender a sus cachorros. Nos acechábamos constantemente, espiábamos con intensa atención las palabras que cada cual vertía y caíamos sobre algún vocablo impuro como buitres hambrientos sobre la carne podrida. En estas minucias lingüísticas casi siempre salía vencedor Alas, porque las concedía aún mayor importancia que los otros y ponía toda su alma en ellas. Además era poseedor, según supimos más tarde, de un diccionario de galicismos, y con esta arma, que guardaba secretamente, nos infería no pocas veces heridas mortales.
Seguíamos en nuestras discusiones filológicas el método de la escuela peripatética, esto es, disputábamos paseando. Después de terminadas las clases, ya se sabía, nos poníamos a recorrer las húmedas calles de Oviedo y comenzaba la borrascosa sesión gramatical.
Aquella vida, bien mirado, no era muy divertida; pero nosotros la encontrábamos tal. Los que no la juzgaban poco ni mucho amena eran los pacíficos transeuntes a quienes molestábamos con nuestros gritos descompasados y a menudo con nuestros empellones. Porque caminábamos tan ciegos que chocábamos con las personas que venían en dirección contraria y las desbaratábamos sin piedad los callos de los pies. No era tal conducta a propósito para hacernos simpáticos en la población. Nos miraba de través todo el mundo y en algunas ocasiones nuestra clamorosa sabiduría halló por recompensa un coscorrón o un puntapié.
Sin embargo, todo esto, al recordarlo, me enternece. Y cuando alguna vez voy a Oviedo y atravieso la calle de la Magdalena o Cimadevilla, me detengo conmovido, y me digo: «Aquí fué donde Leopoldo Alas me demostró que coaligarse era una palabra bárbara traducida del francés, y que se debe decir coligarse; aquí fué donde Tuero me hizo ver que pronunciaba, de un modo cojo, cierto verso de Espronceda.
Aunque me habitué a esta manera de vivir y fuí cada día más compenetrándome con los gustos de mis nuevos amigos, debo confesar que había algo con lo cual no estaba conforme en el fondo de mi alma. Este algo era el entusiasmo que sentían por ciertos periódicos satíricos que a la sazón se publicaban en Madrid, particularmente por uno titulado Gil Blas. No se hartaban de leer y comentar los donaires y rasgos ingeniosos que salían en este periódico. Para ellos un señor llamado Luis Ribera, otro Roberto Robert, otro Sánchez Pérez eran famosos héroes de las letras dignos de la inmortalidad.
Quien mostraba hacia ellos más intenso aprecio era Alas, cuya vocación de escritor satírico se hizo ostensible desde bien temprano. No solamente los imitaba, escribiendo semanalmente para su uso particular un periódico, que tituló Juan Ruiz, sino que enviaba a menudo al Gil Blas articulitos y versos. ¡Caso prodigioso: este semanario, tan exigente y desdeñoso para todos los literatos que entonces existían en España, insertaba los escritos de un niño de quince años! No dudo que su famoso Juan Ruiz contendría trozos muy apreciables, dignos de la pluma de los redactores de aquel periódico. Yo no los he leído, ni los ha leído nadie, porque la letra de Alas fué siempre inverosímilmente perversa, y durante su carrera literaria causó crueles tormentos a los tipógrafos.
Pero aquellas ingeniosidades agresivas, aquella literatura de flechas aceradas, no infundía calor en mi alma. Los gemidos de las víctimas, las heridas manando sangre, los miembros palpitantes esparcidos por el suelo, me causaban grima, en vez de alegría. Nunca fué de mi agrado el género satírico que se aparta mucho del humorismo. Detrás del humorista hay un espíritu piadoso que sonríe melancólicamente al contemplar las deficiencias y contradicciones de la naturaleza humana. Detrás del satírico sólo un hombre que ríe malignamente y goza con la miseria intelectual del prójimo. Cervantes fué un humorista, Larra un satírico.
Además, yo en aquella época tenía la cabeza llena de las bellezas de El diablo mundo, La Jerusalén libertada y el Orlando furioso, y me parecía que la literatura era esto o no era nada. Por seguir el humor a mis amigos, fingía admirar los dimes y diretes del Gil Blas, pero mi corazón estaba con Espronceda y el Taso. Y como me sentía impotente para esta alta literatura y no era de mi gusto la pequeña, me resolví interiormente, como ya he indicado en el capítulo anterior, a ser un hombre de ciencia. Mi único anhelo entonces, y por bastantes años después, fué llegar a ser un profesor distinguido. ¡Cuán lejos estaba de imaginar que el Cielo me destinaba a poeta épico, ya que la novela, según los estéticos, no es otra cosa que la forma moderna de la epopeya!
Durante aquel año hicimos amistad también y empezamos a reunirmos en casa de dos chicos de nuestra edad, hijos de un opulento fabricante de tabacos de la isla de Cuba, a quienes su padre había enviado a educar a Oviedo. Estaban a la guarda de un muy tolerante y bondadoso sacerdote que nos permitía divertirnos a nuestro gusto. Y la mejor diversión que elegimos fué la del teatro. El arte dramático nos seduce en la primera edad de la vida como ha seducido a los hombres en los primeros tiempos de la historia. Construímos una muy linda escena en el más amplio salón de la casa, para lo cual se nos facilitó cuantos elementos creímos necesarios. Representamos, como debe suponerse, algunos dramas góticos y medioevales, y gozamos la más excelsa beatitud declamando rotundos endecasílabos y esgrimiendo nuestras espadas de madera forradas con papel de estaño.
Había entre nosotros un notabilísimo actor. Por lo menos él se creía tal y nosotros no estábamos lejos de pensarlo. Declamaba con un énfasis y con voz tan cavernosa y temblona, arqueaba las cejas de manera temerosa y agitaba su cuerpo con tan vivos estremecimientos que ningún cómico de la legua le aventajó antes ni después.
Nosotros le envidiábamos: él nos despreciaba. Para vengarnos de su desprecio decidimos tres o cuatro jugarle una mala treta el día de la representación. Se hallaba lujosamente ataviado representando, si la memoria no me engaña, el papel de rey en un drama titulado La tienda del Rey Don Sancho, esperando, con la natural emoción, el momento de salir a escena. Nosotros, a su lado, entre bastidores, le acechábamos. Aprovechándonos de su emoción le pasamos, disimulada y traidoramente, una cuerda por la cintura, haciendo después un nudo corredizo. Cuando le llegó el momento salió impetuosamente a escena, sin darse cuenta de que llevaba tras sí la cuerda, y comenzó a declamar con tanto calor y entusiasmo que, desde luego, cautivó al auditorío, compuesto de nuestras familias y amigos. Mas he aquí que cuando se hallaba en lo más patético de su peroración, comenzamos a tirar fuertemente de la cuerda, atrayéndole hacia los bastidores. Rechinó los dientes y siguió declamando; pero nosotros también seguimos tirando de él, y aunque quiso sustraerse el cuitado a su fatal destino haciendo esfuerzos rabiosos para mantenerse en escena sin dejar de declamar su papel, al fin logramos sacarle de ella y meterle dentro.
¡Qué bárbaras lamentaciones! ¡Qué terribles amenazas proferidas no en endecasílabos sino en la prosa más vil que puede nadie imaginarse! Echó mano al puñal que llevaba a la cintura... ¡gracias a Dios que era de madera!
El público se desternillaba de risa palmoteando calurosamente. Le hizo salir a escena y con él a nosotros los autores de la bromita, colmándonos a todos de aplausos y tirándonos caramelos. Pero don Sancho no se dignó doblar su real espina para recogerlos: antes seguía horriblemente fruncido y lanzándonos miradas centelleantes propias de un león castellano ofendido.
Fatigados del teatro, al cabo nos vino a la mente fundar un Ateneo. Nos pareció aquello más propio de nuestra superioridad intelectual. Porque no dudábamos de ella un punto y nos sorprendía que en la población no nos tributasen los honores debidos a nuestro rango. Veíamos claramente las ridiculeces de muchos hombres ya maduros, formábamos de ellos un juicio sumarísimo y los condenábamos al desprecio. Nuestros profesores no se libraban tampoco algunas veces de este desdén compasivo. Recuerdo que el de Retórica le preguntó a Alas, según me contaron sus condiscípulos: