La novela de un novelista

—Señor Alas, ¿qué son padre y pobre?

—Nada—respondió aquél.

—Son asonantes, hijo mío.

—No son asonantes—replicó.

Hubo una breve disputa: el profesor montó en cólera y le obligó a callar. Todos quedaron, sin embargo, convencidos de que Alas tenía razón y puede suponerse que este incidente no poco contribuyó a nuestro engreimiento.

Fundamos pues un Ateneo cuyas sesiones se efectuaban en casa de los «dos americanos», como acostumbrábamos a llamar a nuestros amigos. Nos reuníamos los domingos por la mañana una docena o poco más de ateneístas, se leía una disertación histórica o científica y hacía objeciones al disertante quien lo tuviera a bien; leíanse después artículos, cuentos y versos; por fin uno de los dueños de la casa nos hacía oír en el piano algunas sonatas o trozos de ópera, pues ya entonces era un maravilloso pianista.

En una de aquellas sesiones dominicales leí yo un concienzudo discurso acerca de Felipe II. Había hecho sobre su reinado investigaciones profundas que no duraron menos de quince días. El resultado de ellas fué un panegírico caluroso de aquel rey insigne que yo consideraba como el más grande estadista que había surgido en la historia de España.

No estuvo desde luego conforme con tal apreciación uno de los sabios ateneístas y en un discurso, que a mí me pareció capcioso, quiso mostrar las deficiencias de aquel reinado memorable. Que si Felipe II era un fanático que había fomentado la ignorancia de nuestro país y lo había entregado atado de pies y manos a la Inquisición; que si había enviado a Flandes un verdugo como el duque de Alba; que si había agotado el tesoro público y esquilmado a la nación por sostener allí un poderío que de nada nos servía... En fin, una serie de cargos irrespetuosos y sin fundamento alguno.

Traté de demostrárselo reprimiendo a duras penas mi indignación y aparentando una tranquilidad que no sentía. De nada sirvió mi moderación; antes por el contrario, envalentonado por ella mi adversario repitió con creciente saña sus diatribas acumulando sobre la cabeza del gran rey los más odiosos dicterios: ignorante, fanático, dilapidador...

Perdí la cabeza. Repliqué furiosamente, hecho un energúmeno. Mi contrincante no se dejó intimidar y con más altos gritos aún siguió vociferando contra el monarca.

Ahora bien, yo en aquel instante representaba, aunque indignamente, al rey Felipe II. No me era posible permitir que por más tiempo se le siguiera ultrajando de manera tan atroz. Por otra parte, para impedirlo no disponía de la Santa Hermandad, ni siquiera de un mal corchete.

¿Qué me correspondía hacer en trance tan apurado?

¡Aplicar un buen mojicón a aquel deslenguado!, dirá seguramente el lector.

Pues eso fué cabalmente lo que hice. Un soberbio mojicón de mano vuelta que resonó fatídico en el augusto recinto del Ateneo. Pero ¡ay! mi adversario respondió con otro no menos arrogante y se estableció una lucha cruel entre ambos.

Los sabios ateneístas se agitaron. En vez de mostrarse neutrales como correspondía a su elevada dignidad dividiéronse inmediatamente en dos campos. Los unos tomaron parte por mí, esto es, por el rey católico; los otros ayudaron abiertamente a sus enemigos, los ingleses, los flamencos, los luteranos. La batalla se generalizó. Por largo tiempo resonaron los gritos y los puñetazos de los combatientes. Hasta que el buen sacerdote que regía la casa vino con los criados a restablecer la paz disolviendo para siempre nuestra asamblea.

Así cayó y se deshizo aquel memorable Ateneo que tanta influencia ha ejercido en los destinos de Europa.

XXXIV

EL CLUB

Acaeció que una noche nos acostamos esclavos los españoles y amanecimos libres.

Unos generales filántropos desembarcados en Cádiz fueron los encargados de romper nuestras cadenas. Marcharon sobre Madrid, derrotaron en el camino a las tropas del Gobierno y entraron en la capital a los acordes del Himno de Riego.

Naturalmente las ondas sonoras de este Himno se propagaron en círculo como todas las demás y alcanzaron pronto el litoral de la Península. Yo las percibí entre sueños acompañadas del estampido de los cohetes. Me levanté velozmente, me asomé al balcón y vi desfilar pelotones de gente con banderas, gritando: ¡Viva la libertad!

Si hay libertad—me dije inmediatamente—, hoy no tendremos cátedra. Y me alegré del triunfo de la libertad.

Salí a la calle y observé por todas partes gran movimiento y regocijo. En la plaza de la Constitución se apiñaba la muchedumbre escuchando el discurso fogoso que desde el balcón del Ayuntamiento gritaba un honrado vecino progresista. Al final de este discurso se arrojó a la plaza el retrato de la Reina, que se hallaba en el salón de sesiones, y la muchedumbre se apresuró a hacerlo trizas rugiendo de gozo.

«¡Abajo las testas coronadas!» Por primera vez escuché entonces este grito eufónico, que me hizo cosquillas de placer. Si hubiera sido: «¡Abajo las cabezas coronadas!», no me habría producido efecto alguno. Mas la palabra testas le daba tal realce, lo hacía tan melodioso y halagüeño al oído, que, si yo fuese rey, pienso que al oírme llamar testa coronada me hubiera despojado, sin inconveniente, de la corona.

Pero la muchedumbre allí congregada sentía necesidad para saciar sus furores de algo más plástico que la pintura.

¡A la Universidad! ¡A la Universidad!

Seguí el tropel hasta la Universidad, y vi cómo derrocaban el busto de bronce de la reina Isabel erigido en medio del patio.

Confieso que al escuchar el ruido siniestro que hizo cayendo sobre las losas, corrió por mi cuerpo un escalofrío. Vi después que unos pilluelos le echaron una cuerda al cuello, lo arrastraron fuera de la Universidad y lo pasearon en esta forma por las calles en medio de gruesa algazara.

No les seguí. Aquel espectáculo me causó extrema repugnancia. Si alguien lo atribuyese a un espíritu estrecho y reaccionario, se equivocará. Ya he dicho que sonaba grato en mis oídos el grito de «¡Abajo las testas coronadas!», y añado que la libertad, la igualdad y la fraternidad me tenían por entero subyugado, pues entonces no sabía cuántas cositas sucias se pueden esconder debajo de estas palabras tan bellas. Me repugnaba tal espectáculo, sencillamente, porque encontraba poco galante arrastrar a una señora amarrada por el cuello.

Al día siguiente de tan graves sucesos observé, con sorpresa, que mis cadenas se hallaban en perfecto estado de conservación. Quiero decir que me vi obligado a estudiar mi lección de Geometría lo mismo que si no hubiera caído la dinastía de los Borbones. Es vergonzoso decirlo; pero no puedo ocultar que esto enfrió un poco mi ardor democrático.

Y no bastaba a mantenerlo vivo la circunstancia de estudiar los catetos y las hipotenusas a los acordes del Himno de Riego. Antes, por el contrario, este Himno, sonando día y noche por las calles, llegó a producirme un malestar indecible. Después de tantos años transcurridos, si por casualidad le oigo cantar o tocar, surge ante mis ojos, repentinamente, una legión espantosa de triángulos, cuadriláteros, polígonos, rombos y romboides, y me siento mareado y acometido de náuseas.

No solamente el Himno de Riego fué nuestro consuelo en los primeros días de la era revolucionaria. Había otros varios espectáculos interesantes. Entre ellos, uno de los mejores era ver desfilar, noche y día, al Batallón de la Guardia nacional. Este batallón se componía, en general, de vecinos desocupados. Los había también ocupados, pero predominaban los primeros. Allí estaba Epifanio, famoso bebedor de sidra, y Roque, igualmente renombrado bebedor de sidra, y Manolo, que bebía asimismo mucha sidra, pero dejaba siempre un hueco para la ginebra. Allí formaban el carnicero de la plaza de los Trascorrales y el mancebo de la tienda de mercería de la calle de San Antonio y el hojalatero de la calle del Peso.

Todos estos sujetos marchaban con el fusil al hombro, pero con su propia indumentaria, esto es, sin uniforme ni distintivo alguno. Hay que confesar que lo que ganaba de esta suerte en animación y colorido lo perdía en marcialidad. Pero sabían todos ellos compensar esta deficiencia con la gravedad bélica que imprimían a su rostro, ya atravesasen a paso de carga por las calles, ya evolucionasen majestuosamente en el parque de San Francisco. Es imposible que las hordas de los hunos capitaneadas por Atila marchasen más ceñudas y con más expresión de ferocidad guerrera.

Las mismas familias apenas podían reconocerlos en tales ocasiones.

—¿No ves a Pachín?—decía una madre a su chiquitín que llevaba de la mano.

—¿Cuál? ¿Cuál?—preguntaba el niño, abriendo mucho los ojos.

—Aquel, aquel que va allí con el sombrero de medio lado.

—¡Pachín! ¡Pachín!—gritaba el chico a su hermano mayor después de reconocerle.

Pero Pachín, al cruzar por delante de él, le dirigía una mirada torva que le helaba de espanto.

Cuando estos nacionales estaban de guardia y hacían centinela aumentaba aún su intransigencia. Recuerdo que hallándome en la plaza vi llegar, al son de las cornetas, una compañía de guardias civiles que se habían concentrado a la sazón en Oviedo. Antes de que atravesasen el arco del Ayuntamiento, Bonifacio, el repartidor de periódicos, que estaba allí de centinela, se plantó delante de ellos con el fusil en ristre y gritó con voz de trueno:

—¡Alto!... ¿Quién vive?

La compañía hizo alto y el teniente que la mandaba se dirigió lleno de deferencia a Bonifacio, y éste volvió a gritar con voz recia:

—¡Cabo de guardia!

Y vino el cabo de guardia y habló con el teniente. Y, mientras tanto, se mantenía Bonifacio un poco apartado, fusil en ristre y con expresión de ferocidad implacable en el rostro.

Si alguno imagina que esta actitud cruel impresionó a los guardias, siento decirle que se halla en un error. Los guardias, mientras duró la conferencia, miraban de hito en hito a Bonifacio con tal expresión de curiosidad y desprecio que no comprendo cómo éste no descargaba inmediatamente su fusil sobre ellos.

La historia de este batallón es gloriosa. Debemos reconocer, no obstante, que no todos sus individuos lograron conducirse con el valor y la dignidad que Bonifacio, el repartidor, en esta ocasión. Por ejemplo, Bernardón el Mirlo...

Es una historia que el lector no debe contar en Oviedo delante de alguno de aquellos veteranos, porque le expondría a un disgusto.

Bernardón el Mirlo no era propiamente Mirlo, pero se le llamaba así por ser marido de la Mirla, y él fué quien tuvo la culpa de que una vez fuese arrollada la guardia de este glorioso batallón. Acaeció del modo siguiente:

La Mirla tenía un puesto de pescado en la plaza de los Trascorrales. Este puesto se hallaba muy acreditado, porque la Mirla no vendía nunca el pescado demasiado podrido. Por lo cual en casa de la Mirla se vivía con desahogo. Particularmente Bernardón, su marido, zapatero de oficio, procuraba esmeradamente no ahogarse con el trabajo, sobre todo a la hora de la sidra, esto es, después de las tres de la tarde.

Su digna esposa no veía, sin embargo, con buenos ojos estas deserciones, y alguna que otra vez las interrumpía de un modo fragoroso y hacía que las cosas volviesen a la normalidad. Porque era la Mirla una mujer colosal, que, por error de la naturaleza, no había nacido sargento de coraceros, y Bernardón, aunque cabo de la Guardia nacional, se sentía intimidado en su presencia.

Todo lo que la Mirla tenía de impetuosa e irascible, lo tenía Bernardón de pacífico y alegre compadre. Nadie podía estar de mal humor a su lado; nadie más que su cara consorte. Y aun ésta en determinadas ocasiones se desarrugaba un poco con sus donaires y solía recompensarlos con alguna que otra peseta volante.

Por regla general, sin embargo, Bernardón no percibía un céntimo por sus chistes. Para la satisfacción de sus inclinaciones más invencibles se veía necesitado a apelar a ciertos medios...

Pero no anticipemos los sucesos.

Un día que entraba de retén en el Ayuntamiento, se palpó los bolsillos y observó, lleno de consternación, que estaban absolutamente vacíos. ¿Cómo invitar a sus subordinados a beber unos vasos? Atormentado por este problema, dió una vuelta por los Trascorrales a ver si su esposa presentaba signo de reblandecimiento.

La Mirla se hallaba ausente. Habían venido a notificarla que una hija suya casada tenía un niño enfermo y había ido a enterarse. Bernardón al ver que el puesto de su mujer estaba ocupado por una amiga, a quien aquélla había encargado que la representase, concibió una idea felicísima. Se dirigió hacia allá y con semblante grave y acento perentorio invitó a la encargada de parte de su esposa para que le entregase el dinero que había en el cajón, pues debía pagar algunas medicinas. Sin sospechar la estafa, le entregó aquélla lo que había, que resultó ser un duro en plata, una peseta en plata también y otras dos o poco mas en calderilla. Con todo cargó el buen Bernardón, y una vez que se halló en el cuerpo de guardia supo darle empleo adecuado.

Algunas horas después llegó la Mirla a su jaula. Al abrir el cajón y encontrarlo sin alpiste y enterarse del pájaro que se lo había comido, una ola de sangre subió a su rostro mofletudo y no faltó mucho para caer al suelo víctima de una apoplejía. Tuvo la fortuna, sin embargo, de poder desahogarse preventivamente con una ristra de exclamaciones, interjecciones y maldiciones proféticas que la aliviaron momentáneamente, dándole tiempo para trasladarse al cuerpo de guardia del Ayuntamiento.

Hacía la centinela el hijo de una frutera amiga suya.

—¿Está ahí mi hombre? le preguntó con trabajo, pues apenas podía respirar.

El centinela le dirigió una larga y severa mirada y respondió fríamente:

—No se puede pasar.

—Yo no te pregunto si se puede pasar, borrico. ¿Está ahí mi hombre, sí o no?

El hijo de la frutera no se sintió halagado por el calificativo y respondió con mayor frialdad aún.

—No se puede pasar.

—¿No se puede pasar?—rugió la Mirla—. ¡Ahora lo veremos!

Y le dió tan descomunal empellón con sus manos poderosas, que el pobre chico cayó de espaldas.

La Mirla penetra en el estrecho recinto donde se hallaba el retén, y lo primero que ven sus ojos es una mesa con botellas y vasos y cascaras de centollas y huesos de aceitunas. Lo segundo a su feliz esposo con las señales de la más pura felicidad pintadas en el rostro.

Y no vió más.

La mesa con las botellas, los vasos y los residuos del marisco y las aceitunas todo cayó sobre el desdichado Bernardón. Y cayeron después ciento veinte kilos más representados por su consorte. Estrujones, puñetazos, violentas sacudidas, tentativas de estrangulación, de todo un poco. Si Bernardón en aquel momento no vomitó los treinta y dos reales convertidos en líquido, no fué porque su digna esposa dejase de poner en práctica los medios conducentes para realizar esta operación.

En cuanto al resto de la guardia no diré que huyó, porque no es cierto. Tampoco diré que se dispersó. Lo único que se puede afirmar con exactitud es que se retiró desordenadamente.

Declaro además, lealmente, que lo que acabo de narrar se refiere exclusivamente a la historia interna o privada del batallón de nacionales. En cuanto a su historia pública no puede ser más honrosa.

Algunos días después de organizado, hallándome en la calle presenciando el desfile, acierto a ver con profunda sorpresa entre los nacionales, con el fusil al hombro, a mi amigo Tuero. Siempre original, no iba en fila como los demás, sino que marchaba a retaguardia solo y apartado ocho o diez pasos del resto de la fuerza. Su talla infantil, pues no contaría más de diez y seis años, y sus largas melenas rubias flotantes, atraían las miradas del público. Parecía un poeta francés maniobrando en el campo de Marte con la guardia cívica en el mes Brumario. Al pasar cerca de mí le grité casi al oído:

—¡Adelante, hijo de la patria!

Volvió el rostro y se puso un poco colorado y me hizo un guiño expresivo. Tuero era un romántico, estaba empapado en Los Miserables, de Víctor Hugo, que sabía casi de memoria; pero era un romántico forrado de humorista, y esta mezcla curiosa le hacía siempre interesante.

Comenzaron los días dichosos de la revolución triunfante. Los nacionales, las asambleas, las manifestaciones públicas, los discursos, los motines ostentaban entonces su frescura primaveral. ¡Ay! este verde follaje no tardó mucho tiempo en marchitarse. Cuando recuerdo, las muchas veces que fuí en procesión en medio de aquellos honrados obreros dando ¡vivas! y ¡mueras! sin saber a punto fijo qué es lo que deseaba que viviese o muriese, me siento conmovido y me ataca la nostalgia del desorden. En cada encrucijada, en cada balcón, nos acechaba un orador. Sus discursos nos arrebataban de entusiasmo, aunque yo nunca logré oír de ellos más que la conclusión: ¡Viva la soberanía nacional!

Se procuraba imitar en lo posible a la revolución francesa, salvo, por supuesto, la guillotina. Y, naturalmente, una de las primeras cosas en que se pensó, fué en la organización de un club que recordase el de los jacobinos o el de los franciscanos de París.

Quedó instalado este club en el amplio salón de un establecimiento de baños, cuyo dueño era un fervoroso republicano. Se reunían allí todas las noches hasta un centenar de personas de todas clases y condiciones, aunque predominaban los obreros. Nosotros, esto es, los cuatro o cinco amigos inseparables que yo tenía, fuimos admitidos a pesar de nuestra excesiva juventud.

¡Qué tiempos aquellos! Todas las cabezas estaban llenas de la revolución francesa. Apenas se pronunciaba un discurso en que no se recordase algunas frases de Mirabeau, de Dantón o Desmoulins. La que aquel profirió cuando Brezé intimó a la Asamblea, en nombre del rey, la orden de disolverse:—«Los diputados de la Francia han resuelto deliberar. Id y decid a vuestro amo que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que sólo nos arrancará de este lugar la fuerza de las bayonetas», me parece que tuve el placer de escucharla tres o cuatro docenas de veces. También se recordaba con insistencia aquello de «los privilegios acabarán, pero el pueblo es eterno», y lo otro de «una nación en revolución es como el bronce que se funde y se regenera en el crisol: la estatua de la libertad no está aún vaciada: ¡el metal está hirviendo!»

En suma, aquello parecía una representación casera del noventa y tres.

Hasta los que, incapaces de pronunciar discursos cultivaban el género más fácil de las interrupciones, copiaban las de los convencionales. Había uno que cuando la discusión se acaloraba demasiado solía gritar como Marat:—«¡Os recuerdo el pudor... si es que lo tenéis!» Había otro que no se cansaba de vociferar:—«¡El pueblo se ha levantado, está en pie y espera!»

Pero la frase más extraordinaria que escuché fué la de un sujeto que en momentos de confusión, subido sobre un banco, gritaba como el pintor David en la Convención: «—¡Pido que me asesinéis!»

Era un oficial de sastre. No se le asesinó, aunque bien lo merecía por desvergonzado, pero le dieron dos puntapiés y lo echaron a la calle.

En general, las sesiones no eran borrascosas. Se pronunciaban largos discursos ajenos por completo al drama revolucionario. Recuerdo que un señor nos entretuvo toda una noche explicándonos los movimientos de la tierra y los planetas alrededor del sol, la causa de los eclipses y las estaciones. Un grabador nos leía las Palabras de un creyente, de Lamenais, y su voz se alteraba en ocasiones y se le nublaban los ojos de lágrimas. Un maestro de escuela pronunció un discurso fogoso contra la gramática de la Academia lleno de apóstrofes vehementes y de rasgos irónicos.—«Hay un tiempo en los verbos—exclamaba sarcásticamente—que en la gramática se denomina tiempo pluscuamperfecto. ¿Concebís, ciudadanos, algo que sea más que perfecto? ¡Si existiese este tiempo del verbo sería más que Dios!»

El discurso, aunque contundente, produjo cierto malestar en la asamblea. Aquel rudo e inconsiderado ataque a la Academia inquietaba las conciencias. Se murmuraba que el orador iba demasiado lejos; rebasaba los límites de la audacia.

En fin, que en estas memorables sesiones se hablaba de todo, de Dios, del alma, de la libertad, de astronomía, de las formas de gobierno, del idioma, etc. Porque aquellos obreros eran hombres primitivos, atrasados aún en la evolución, y, por lo tanto, ignoraban que el único ideal digno de discusión en tales asambleas es el de escatimar unos minutos de trabajo y aumentar unos céntimos de salario.

Los oradores todos, sin exceptuar uno, recomendaban constantemente el orden. Sin orden no hay libertad. Era la frase que sin cesar se repetía. Había un ayudante de obras públicas tuerto que no se hartaba jamás de hacer el panegírico del orden amenazando con las más espantosas calamidades, si bajo cualquier pretexto se alteraba poco o mucho.

De tal manera se incubó y echó raíces esta idea en el cerebro de nuestros obreros que en cierto motín popular uno de ellos gritaba frente a los balcones de un banquero con quien tenía resentimientos:

—¡Muera Pinedo!—y añadía después con acento de convicción—: ¡Pero con orden!

¡Cuán lejanos nos hallábamos todavía de estos días perversos en que se asesina a las mujeres y los niños en nombre de la fraternidad universal!

Aquellos honrados y sencillos trabajadores nos habían acogido a nosotros, niños aún, con señales de afecto, nos mostraban gran predilección y, aunque parezca extravagante, nos respetaban.

Pues bien, nosotros no correspondíamos como debiéramos a estas muestras de consideración. Eramos díscolos, turbulentos y nos reíamos más o menos ostensiblemente de los discursos que allí se pronunciaban. Y esto no porque fuésemos reaccionarios y enemigos del pueblo, pues creíamos tanto como ellos en la eficacia de las ideas democráticas, sino porque teníamos excesivamente afinado el sentido de lo cómico. Es un don de la Providencia que rara vez logra hacernos simpáticos.

Por eso algunos de aquellos ciudadanos comenzaron a mirarnos con recelo. Particularmente el grabador que leía en alta voz las Palabras de un creyente, hombre austero y virtuoso, nutría hacia nosotros en el fondo de su corazón un odio implacable. Cuando en sus lecturas tropezaba con algún epíteto que pudiera convenirnos como el de «espíritus frívolos» o el de «serpiente oculta entre las flores» o el de «sofistas embusteros» nunca dejaba de elevar la voz y dirigirnos una mirada significativa. Pero esto no contribuía poco ni mucho a inspirarnos mayor cordura y seriedad, como pudiera suponerse.

Sin embargo, la masa de los ciudadanos estaba con nosotros y sólo perdimos enteramente su apoyo cuando renunciamos al federalismo y nos declaramos unitarios. ¿Lo hicimos por convicción? ¿Lo hicimos por capricho? No lo sé. Lo único que puedo afirmar es que el adjetivo federal aplicado constantemente a la República nos iba crispando.

Era entonces el federalismo un misterio intangible como el de la encarnación del Hijo de Dios. Un viejo caudillo de la democracia, el marqués de Albaida, lo había introducido con barreno en la mente de los republicanos. Nosotros osamos concebir acerca de él algunas dudas sacrílegas. ¿Por qué había de ser federal la República? ¿Por qué romper un día y de un modo arbitrario la unidad nacional que tanto tiempo, tanto esfuerzo y tanta sangre había costado?

Estas dudas nos perdieron. Aunque sólo las habíamos expresado privadamente, todo el club se enteró pronto de ellas. Y comenzamos a ser mirados como réprobos dignos de eterna condenación. Rugía la tempestad sordamente mientras nosotros, inocentes marineros, navegábamos confiados sin poner el oído a su amenaza.

Al fin llegó la funesta noche en que se levantó un orador para manifestar que «en aquel recinto de la claridad y la justicia había seres solapados que trabajaban traidoramente contra la integridad de la República».

Los seres solapados nos levantamos entonces y declaramos abiertamente que renunciábamos para siempre a la federación y que seríamos unitarios hasta la muerte.

Tumulto indescriptible. Los ciudadanos se alzan airados, nos increpan, nos amenazan. No se oyen otros gritos que: «¡Fuera los traidores!» «¡Mueran los unitarios!»

Cuando se hubo calmado un poco la agitación, el presidente en pie y pálido dice con voz temblorosa:

—Después de lo que acabamos de escuchar, con gran sentimiento debo hacer presente a los señores que se han declarado contra la federación que no pueden permanecer más tiempo en este local.

—¡Eso! ¡Eso!... ¡Fuera los enemigos de la República!... ¡Abajo los unitarios!—se gritaba de todas partes.

Entonces nosotros salimos presurosos de los bancos y acompañados de otros tres o cuatro ciudadanos que habían simpatizado con nosotros, formando un grupo de ocho o diez, y entre los silbidos y los mueras de la asamblea nos dirigimos resueltamente a la puerta. Antes de trasponerla uno de los nuestros se volvió iracundo y agitando los puños gritó como Dantón en la guillotina:

—¡Nos cortáis la cabeza, pero no nos cortáis la cola!

Aquella cita trágica produjo enorme sensación. Se hizo un silencio profundo y en medio de él salimos erguidos del club para no volver a entrar.

XXXV

IMPRESIONES MUSICALES

Hay en la vida del hombre una época que pudiéramos llamar teatral, si la palabra no se prestase al equívoco.

Comprenda el lector lo que quiero decir: Hay una época en que el hombre civilizado siente con más o menos intensidad el atractivo de los espectáculos teatrales. Este atractivo se prolonga por más o menos tiempo, según los temperamentos. Tengo un amigo, ya viejo, que gasta 100 pesetas mensuales en localidades para el teatro, y en su vida ha comprado un libro por valor de 3,50. Es un hombre odioso.

A los quince años entregaba yo casi todo el dinero que me suministraban mis padres a los cómicos, salvo el que gastaba en pomada de heliotropo para untarme los cabellos. En aquel viejo teatro de Oviedo, donde se estaba mejor que en una tienda de campaña, he disfrutado gran copia de dramas y comedias de repertorio, escuché infinitos gritos apasionados, muchas décimas calderonianas y no pocas carcajadas histéricas.

Sin embargo, confieso que no fuí tan dichoso en aquel período de mi vida como debía serlo. En esta edad, cuando se asiste al teatro, se encuentra generalmente todo precioso, todo bello, todo divertido. Por desgracia, a mí no me aconteció otro tanto. Mi alma no se abría de par en par a los goces estéticos, porque había dentro de ella un crítico prematuro que se empeñaba en cerrar la puerta.

Ignoro si el virus de la crítica brotó espontáneamente en mi organismo o me fué inoculado por mi amigo Leopoldo Alas, compañero obligado de mis excursiones teatrales, pero lo he padecido siempre y ha amargado mi existencia. Clarín, implacable Mefistófeles, me mostraba cruelmente las escorias de todas las obras dramáticas.

Una noche presenciábamos ambos la representación de un drama, que, si mal no recuerdo, se intitulaba Redención. Era una de tantas desdichadas imitaciones de la famosa Dama de las Camelias, de Alejandro Dumas. La protagonista moría de una afección pulmonar, como aquélla, y se lamentaba patéticamente de su mala suerte, pues en aquellos instantes su novio le besaba las manos y le decía mil ternezas. En torno nuestro los caballeros se mostraban gravemente conmovidos, pero las señoras lloraban a lágrima viva. Clarín y yo, más duros que el mármol, sentíamos unas ganas atroces de reír. Estas ganas estallaron al cabo en sonoras carcajadas cuando la tísica, después de un golpe de tos, viendo a su amante agitado, le dice con dulzura angelical: «¡No te alborotes!»

La indignación de los espectadores fué terrible: «¡Silencio, silencio!» «¡A la calle esos chicuelos!» Faltó poco, en efecto, para que nos arrojasen del teatro.

Convengamos, pues, en que el espíritu crítico carece de utilidad, y quien lo tiene aguzado es un pobre hombre digno de compasión. Yo estoy seguro de que si me gustasen los malos dramas, las malas novelas y los malos versos, mi existencia se hubiera deslizado mucho más feliz sobre la tierra.

En lo tocante a música he sido más favorecido por la Providencia. Siempre me ha gustado la música mala. Me han entusiasmado y me siguen entusiasmando, la Lucía de Lammermoor, la Sonámbula, El trovador, la Traviata, etc.; esas óperas que actualmente hacen rechinar los dientes a los críticos musicales y les quitan las ganas de cenar. Uno de ellos, que yo conozco, profesa odio tan irreconciliable al maestro Donizetti, ya fallecido cerca de un siglo, que al pasar en cierta ocasión por Bérgamo, donde aquél ha nacido y tiene una estatua, fué sigilosamente por la noche a apedrearla.

Esto es grave. Porque si los críticos dan en la flor de ejecutar tales venganzas póstumas con los autores, temo en verdad que alguno a quien mis libros enfaden, vaya una noche a desenterrarme al cementerio para tirarme de las orejas.

Puesto ya a confesar públicamente mis pecados, declaro que no sólo me agradan las óperas del infame Donizetti, sino también las zarzuelas de mis compatriotas Arrieta, Barbieri y Gaztambide. Escuchando desde aquellas sucias y desgarradas lunetas del teatro de Oviedo Marina, El Juramento, El relámpago y Los diamantes de la Corona, me he sentido dichoso como los ángeles; se borraban de mi mente las impurezas de la realidad y vivía unos instantes mecido sobre la nube del ideal. El mundo dejaba de ser Voluntad, según la frase del más popular de los metafísicos alemanes, para convertirse en pura Representación.

Aún más; no puedo recordar algunas de sus melodías sin conmoverme, y si me encuentro en el campo un día espléndido de primavera, me pongo a canturriar con emoción la romanza de barítono en El Juramento:

«¡Cual brilla el sol en la verde pradera!
¡Cual su perfume despide la flor!»

Es ridículo, vuelvo a confesarlo; pero si lo ridículo nos hace felices ¿por qué no hemos de abrazarnos a lo ridículo? En este punto, como en algunos otros, doy la razón a los filósofos pragmatistas.

Son los habitantes de Oviedo muy sensibles al arte de la música. Lo son siempre, pero muy particularmente, es inútil añadirlo, cuando han ingerido algunos vasos de sidra, el licor predilecto de la región cantábrica.

Desde la más remota antigüedad, el alcohol está considerado como un estimulante de la aptitud para las artes conceptivas, con preferencia a las plásticas. Nadie habrá visto a un hombre ebrio extasiarse ante un cuadro o una estatua; pero ¡cuántas veces les habremos oído recitar, con torpe lengua, algunos versos de Zorrilla o Espronceda! Conocí uno que en el último período de la embriaguez repetía con creciente aflicción:

«¿Qué es el hombre? Un misterio. ¿Qué es la vida?
¡Un misterio también!...
Genios, ¡venid, venid!...
Vuestro mal con el hombre a compartir.»

Hasta que caía como un fardo al pie del tonel y no se podía despertar sino haciéndole aspirar un frasco con amoníaco.

No obstante, es la música el arte bello que guarda afinidad más estrecha con los licores espirituosos. En Grecia, las fiestas de Baco, llamadas Orgías, fueron siempre sazonadas con cantos. En Oviedo, lo mismo. Los periódicos locales anuncian que tal día a tal hora se romperá en tal lugar el tonel llamado Prim o Moriones (se les pone, por lo común, el nombre de un general). Un centenar de devotos acude puntualmente a la solemnidad, rodean el grandioso tonel, presencian con emoción su apertura, y, una vez que han probado su contenido, dan comienzo los cánticos desenfrenados.

Mas existe una diferencia esencial entre los cantos orgiásticos de la Grecia y los de la capital de Asturias. Los primeros eran cantos de victoria, entusiásticos y ardorosos, mientras los segundos son siempre tiernos y sentimentales. En Grecia se rendía culto a Baco con gritos delirantes y rugidos de cólera; en Oviedo, con lágrimas. Es increíble el líquido que se derrama por los ojos en estas bacanales. Hay borracho que cantando la despedida de El Grumete: «Si en la noche callada sientes el viento», etc., se derrite en llanto, lo cual ahorra mucho trabajo, como debe suponerse, a los riñones.

El Miserere de El Trovador causaba tal fascinación a cierto escribiente de un notario de Oviedo, que no podía escucharlo sin sentirse arrobado y caer en éxtasis.

Llamábase este escribiente Figaredo, o una cosa parecida; era hombre ya maduro, de pelo canoso, de estatura mediana y más gordo que delgado. Se embriagaba indefectiblemente todos los domingos; pero como hombre jurídico lo hacía de un modo legal. Quiero decir, que jamás dió el menor escándalo en la población. Una vez que salía del lagar y entraba en las calles céntricas, podría caminar más o menos torcido, podría tropezar una que otra vez con las columnas de los faroles, mas su boca no se abría por ningún motivo, grande o pequeño. Ni un grito, ni una palabra, ni una tos. Era un sepulcro relleno de sidra.

Pero había algunos que conocíamos su secreto. Sabíamos que apretando cierto botón, aquella boca se abría con un resorte. Este resorte no era otro que el Miserere de El Trovador.

Una noche entre las once y las doce salía yo del teatro con dos amigos cuando acertamos a ver a Figaredo que caminaba delante de nosotros la vuelta de su casa trazando caprichosas curvas con los pies sobre la acera. Inmediatamente se nos ocurrió apretar el fatal resorte. Adelantamos el paso y al cruzarnos con él cantamos en voz baja los primeros solemnes compases del famoso miserere.

Oírlos Figaredo, pararse en seco, abrirse un poco de piernas y lanzar al aire con toda la fuerza de sus pulmones el grito de angustia del desdichado Manrique desde su prisión, fué cosa de un instante.

El sereno, que no estaba lejos, acudió corriendo.

—¡Haga usted el favor de callarse y no dar escándalo!

Figaredo le miró estupefacto al través de sus gafas.

¿Escándalo? ¡Llamar escandalosa a la música más sublime que jamás se hubiera oído en el mundo! Aquel hombre debía de estar loco.

Pero loco o cuerdo representaba en aquel instante a la autoridad constituída y Figaredo como hombre ligado por su profesión a la ley de enjuiciamiento comprendió que debía callarse y calló.

Bajando, pues, la cabeza resignado siguió su camino en silencio.

Pero nosotros habíamos vuelto sobre nuestros pasos y al pasar a su lado cantamos otra vez el comienzo del miserere.

Figaredo se paró de nuevo, volvió a abrirse de piernas y gritó:

«¡Non ti escordar di me
Leonora addio!»

El sereno corrió enfurecido a él y sacudiéndole por un brazo vociferó:

—¡Cállese usted, escandaloso, o por vida mía que le llevo ahora mismo a la Fortaleza!

Así se llamaba la cárcel de Oviedo en aquel tiempo.

Figaredo volvió a mirarle, sin comprender qué clase de mentalidad era la de aquel hombre; pero bajó la cabeza y siguió caminando. Dejamos que se alejase un buen trecho y alcanzándole después le cantamos de nuevo al oído el miserere.

Figaredo detuvo el paso por tercera vez y atronó la calle con sus gritos de angustia. El sereno, que ya estaba lejos, acudió corriendo y de tal modo enfurecido que estuvo a punto de caer. Como tardó algún tiempo en llegar, Figaredo estaba ya metido en el canto y fué imposible hacerle callar. Ni por sacudirle fuertemente por el brazo ni por dirigirle los insultos más groseros fué posible que cerrase la boca. Figaredo ya no veía ni oía nada, y se lamentaba tremando las notas para hacer más patético su canto. Las lágrimas bañaban sus mejillas.

El sereno exasperado le fué empujando hasta la Fortaleza, que estaba próxima.

Figaredo no callaba. Le abrió la puerta de la cárcel; el sereno dijo no sé qué palabras al centinela; éste rió con toda su alma: el sereno profirió una blasfemia. Y Figaredo fué empujado brutalmente al interior.

Pero no callaba. Todavía allá dentro oíamos lejana su voz que gritaba con infinita amargura.

Non ti escordar di me
¡Leonora addio!
¡Leonora addio!

Las injurias, la cárcel, el ridículo, la vergüenza no existían para aquel hombre. El mundo real con sus impurezas, perfidias y groserías se había desvanecido. Como los prisioneros de la famosa caverna de Platón contemplaba cara a cara el sol de la belleza.

XXXVI

EL SUEÑO DEL «LUCERO»

Decían los médicos, aunque no era cierto, que mi madre necesitaba baños de mar. Para tomarlos solíamos pasar el mes de agosto en la villa de Luanco, vecina de la de Avilés, que posee una bonita playa arenosa donde las olas rompen con estrépito.

En aquel tiempo existía en Luanco un hombre llamado el Corsario.

No era Barbarroja, porque tenía barba negra y escasa. No era tampoco el corsario de Byron, porque Conrado, hombre de soledad y misterio (man of lóneness and mistery) hablaba poquísimas palabras y nuestro corsario era un charlatán insufrible.

Además no se le conocía tendencia alguna romántica, sino más bien una inclinación decidida a entrarse por las tabernas y a permanecer allí un tiempo indeterminado.

Era un hombrecillo de ojos pequeños y hundidos, delgado, cargado de espaldas que no traía a la memoria escenas de zafarrancho y abordaje.

¿Por qué se le llamaba el Corsario? No lo sé. Quizá los buenos viejos de Luanco sepan algo más. Pueden ustedes ir a preguntárselo.

Este Corsario desempeñaba el oficio de alguacil del Ayuntamiento. A los que el alcalde mandaba detener los encerraba en la cuadra de su casa. Era entonces la única cárcel modelo que allí existía.

Como profesión suplementaria el Corsario ejercía la de alquilador de caballos. En realidad no debiera hablar en plural, porque alquilaba un solo caballo. Pero tenía además un burro y esta circunstancia le imprimía carácter profesional.

No puedo decir casi nada del burro, porque no he tenido trato con él. En cuanto al caballo no vacilo en afirmar que era un miserable impostor. Siento mucho tener que hablar de él en esta forma, pero el respeto de la verdad me obliga a ello.

Era un rocín bastante bien proporcionado, color de hoja seca, que tenía algunos cuarterones de carne sobre los muslos y en la frente una mancha blanca del tamaño de una pieza de dos pesetas. A esta última circunstancia debía sin duda su nombre de Lucero. El que lo había bautizado era hombre de imaginación, porque aquellos pelos blanquecinos no podían dar idea remota de ningún astro del cielo.

Sus medios de subsistencia estaban envueltos en el misterio y despertaban en Luanco comentarios bochornosos. Si su amo era solamente pirata de nombre él lo era de hecho. Se le veía por los caminos de noche y de día como un vagabundo apercibido a todo lo malo. Saltaba las barreras de los prados y se comía la fresca yerba destinada a las vacas de los vecinos; saltaba también con increíble audacia las tapias de las huertas y engullía las lechugas y los guisantes. Hasta se comió en cierta ocasión, según se dijo, unas enaguas del ama del señor cura que ésta había tendido a secar en la huerta parroquial.

Puede concebirse que tales hazañas solían costarle algunas monumentales palizas. En la villa se le consideraba como un socialista peligroso y era unánimemente aborrecido. Pero es lo cierto que hasta la fecha en que yo le conocí, había logrado no morirse de hambre.

Sin duda, era un animal de mucho mundo y capaz de abrirse paso en la sociedad; pero estas cualidades no le daban atractivo para la equitación. Los honrados vecinos de Luanco le alquilaban una que otra vez por la módica cantidad de dos pesetas para trasladarse a Candás o a Avilés o a cualquier parroquia de las cercanías. Pero a nadie en el globo terráqueo más que a mí se le ocurriría alquilarlo para dar un paseo de recreo y gallardear de jinete.

Pues eso fué cabalmente lo que hice una tarde de Agosto en que el cielo estaba limpio como un cristal y una brisa suave rizaba la llanura azul de la mar.

Cuando le comuniqué mi proyecto al Corsario, éste me miró atentamente de los pies a la cabeza y me hizo varias preguntas técnicas para cerciorarse de mis conocimientos hípicos. Respondí a ellas con bastante soltura y le hice saber además que yo no era un jinete cualquiera, pues me había roto la ternilla de la nariz cayendo de un caballo. Esta última prueba le tranquilizó por completo. Yo le entregué las dos pesetas por adelantado y esto le tranquilizó todavía más.

Fué a buscar al gandul del Lucero, ocupado a la sazón, como un peón caminero, en limpiar de yerba las orillas de la carretera y mientras lo enjaezaba me dió muchos paternales consejos. Yo le pregunté si tenía espuelas. Volvió a mirarme atentamente y al cabo me respondió gravemente:

—Sí; tengo espuelas; pero aquí nadie las usa.

—Pues yo no monto sin espuelas—le repliqué con tal extraordinaria firmeza que sin entrar en más explicaciones se fué a buscarlas.

Eran dos horribles artefactos de hierro dulce oxidados. Estuve vacilando si calzármelas o no, pero al fin me decidí a ello después de haberlas fregado un buen rato con aceite y arena.

Héteme aquí cabalgando sobre el Lucero, que en cuanto salió de la cuadra conmigo principió a hacer piernas dando unos brinquitos muy elegantes, marchando ahora de un costado, ahora de otro, sin duda con el propósito de que yo mostrase al público mi gentileza.

Estaba encantado de mí mismo. Jamás en la vida me había hallado tan bizarro. Lanzaba miradas investigadoras a los balcones de las casas y me sorprendía que no saliesen a ellos todas las niñas bonitas de Luanco para contemplar a aquel jovencito apuesto de naciente bigote que se tenía tan galanamente en la silla.

Fué un momento de esplendor que recordaré mientras viva. Todos, grandes y pequeños han tenido en su existencia algunos de estos instantes de triunfo más o menos duraderos. Mi apoteosis no duró en el tiempo más de cinco minutos y en el espacio unos ciento cincuenta metros. Llegado a este límite aquel hipócrita animal que tenía debajo de mis pantalones se puso tranquilamente a caminar a paso lento y no me fué posible con ningún argumento hacerle volver de su determinación.

Quise dejarle algún reposo. A los mismos oradores parlamentarios se les concede cuando han hecho demasiadas piernas en el Congreso, y le permití caminar a su gusto. Pero al llegar a la plaza, como observase que había por allí muchos bañistas de ambos sexos, no quise perder la ocasión de mostrarles mis dotes excepcionales para los ejercicios ecuestres y advertí al Lucero por medio de la espuela de que era llegado el momento de secundarme.

¡Que si quieres! Bajó la cabeza acusando recibo del espolazo y siguió en la misma forma paso tras paso delicadamente como si fuese pisando huevos.

Segunda llamada. La misma respuesta. Yo me indigné. Tenía quince años y en aquella edad me indignaban muchas más cosas de las necesarias. Repetí el aviso. Nada. Lo repetí otras cuantas veces con el mismo resultado. Aquel gran hipócrita bajaba siempre la cabeza y se mostraba conforme; pero no parecía poco ni mucho inclinado a seguir mi voluntad. Se acata, pero no se cumple.

En aquella época Luanco no era un centro de placeres. Los bañistas prolongaban por la mañana cuanto podían el tiempo destinado al baño. Por la tarde iban de paseo a un sitio llamado la Fuente mineral y amenizaban la excursión comiendo las moras de los zarzales que guarnecían las paredillas del camino. Por la noche discutían en familia la cuestión de la temperatura y se metían en la cama.

Esta es la razón y no otra de que cuantas personas transitaban en aquel momento por la plaza con sombrilla y sombrero de paja lo mismo que las que departían apaciblemente a la puerta de los comercios quedasen extáticas contemplándome con la mayor atención posible.

Sentir la atención pública sobre sí es cosa que a no pocos hombres desconcierta. Uno de estos hombres soy yo. Consideré que debía dar satisfacción a aquella curiosidad haciendo algo que no fuese en absoluto corriente. Y lo más adecuado era hacer galopar a mi caballo.

Yo era un inocente en aquel tiempo y desconocía por completo no sólo el corazón de los bípedos, sino también el de los cuadrúpedos. Este infame animal, sin hacerse cargo de la crítica situación en que me hallaba, el papel ridículo que me iba a hacer representar y la desconsideración que iba a arrojar sobre mí ante la opinión pública, se obstinó en no salir del paso. Por cuantos medios puede un hombre emplear para convencer a un ser irracional traté de persuadirle a que diese algunos brinquitos sugestivos que me dejasen airoso ante aquella sociedad veraniega. No fué posible. Palmaditas en el cuello para halagar su amor propio. ¡Up! ¡Up! Gritos de triunfo para despertar su entusiasmo. Avisos indicadores con la espuela. Nada...

En aquel momento penetró en la plaza viniendo de la parte de la playa un grupo compuesto de cinco o seis elegantes señoritas, las cuales quedaron inmóviles contemplándome con cierta curiosidad burlona. Al fin soltaron a reír con frescas y unánimes carcajadas.

Fué mi perdición y la de Lucero. Aquellas carcajadas entraron por mis venas como un licor ponzoñoso. No supe lo que hice. Ciego de cólera principié a dar furiosos espolazos al autor de mi deshonra. El Lucero se dejó martirizar con la obstinación de un hereje. Yo no veía su sangre, pero la sentía correr. ¡Se la hubiera bebido toda!

Sin embargo, en medio de mi agonía dolorosa, tuve una satisfacción. Aquellas alegres señoritas dejaron de reír y se pusieron serias. Como era necesario salir de tan equívoca situación, pues Lucero se negó a dar un paso más y pude advertir que el público se ponía de su parte, tiré de las bridas fuertemente y le hice dar la vuelta.

Entonces Lucero se puso a caminar con alguna mayor celeridad; no mucha. Yo, frenético, llorando de vergüenza, seguí dándole furiosos espolazos.

—¡Ave María!... ¡Mira, Pepe, cómo va ese caballo!

Todos los transeuntes dirigían la vista al vientre del caballo, me miraban después a mí, y sacudían la cabeza en señal de reprobación.

Pero mi cólera no se apagaba. Me creía cubierto de ridículo por toda la eternidad.

Lucero debía tener conciencia de la infamia que conmigo había cometido, porque aumentaba un si es no es la rapidez de sus pasos. Quizá no fuese el grito de la conciencia sino la perspectiva de la cuadra.

Pero he aquí que no muchos pasos antes de llegar a ella se dejó caer de bruces al suelo y yo con él. Por milagro no me rompí segunda vez el cartílago de la nariz. Me alcé así que pude y traté de alzarle a él también. Fueron inútiles mis esfuerzos. El Lucero, de rodillas cual si estuviese orando por sus enemigos, entre los cuales debía yo contarme, no hacía movimiento alguno.

Entonces cruzó por mi mente una idea pavorosa. ¡Si estaría muerto! La deseché inmediatamente; pero con la misma velocidad volvió a colarse. Otra vez la rechacé y otra vez se introdujo. Y así, con este metódico vaivén vibratorio, llegué pronto al convencimiento de que el Lucero no pertenecía ya al número de los seres vivos. Esta certidumbre me dejó a mí casi tan muerto como a él. ¿Cómo me presentaría al Corsario?

Me presenté trémulo, convulso, tartamudeando absurdos.

—¿No sabe usted?... El Lucero... se ha dejado caer ahí en la calle... y no quiere dar un paso más... Me parece que está durmiendo...

Una sonrisa increíblemente sarcástica se dibujó en los labios del Corsario.

—¡Si dormirá, si dormirá!... ¡Es un zorro!... ¡Pero qué zorro!

Y echando mano al látigo que tenía colgado de un clavo, salió conmigo a la calle.

El Lucero seguía inmóvil sobre las rodillas, con la cabeza metida entre ellas.

—¿Duermes, Lucero?—preguntó el Corsario con acento aún más sarcástico que la sonrisa.

Y con habilidad y presteza maravillosas le aplicó dos estacazos entre las orejas con el mango del látigo. El Lucero permaneció inmóvil orando como un derviche. El Corsario, altamente sorprendido, acercó a él su rostro, le examinó atentamente y, al cabo, abriendo desmesuradamente los ojos, exclamó:

—¡Así Dios me salve, está muerto!

Y de repente, se abalanzó furioso sobre mí y me echó la mano al pecho arrugando mi camisa almidonada.

—¡Tú lo has matado!... ¡Tienes que pagarlo!

Aterrado por el impensado abordaje de aquel pirata, dejé escapar débilmente de mi garganta:

—¡Lo pagaré, lo pagaré!

Pero no lo pagué. Los varones más calificados de la villa certificaron que no había fallecido de muerte violenta sino de inanición.

Era un despreciable rocín, un hipócrita, un bellaco...

Sin embargo, en este momento, me alegraría de no haber dado aquellos espolazos.

XXXVII

POETA Y CAZADOR

Jamás olvidaré aquel verano que pasé en mi aldea natal entre el cuarto y el quinto año del bachillerato. Entonces fué cuando mi alma se puso en contacto con la naturaleza y gozó la dulce embriaguez llena de alegría que a su influjo potente nos acomete. No recuerdo ninguna época de mi vida en que haya sido más dichoso. No lo fuí al modo de un ser casquivano y bailarín sino como un poeta, como un griego primitivo que, subyugado por la magia donisíaca, rompe en himnos celebrando la alianza del hombre con la tierra y el evangelio de la armonía de los mundos.

Vivía yo en una tranquilidad llena de sabiduría, vivía en una sorprendente serenidad dejando filtrarse suavemente en mi alma el encanto de aquella naturaleza fresca, transparente, aromática. Era la alegría de un enamorado frente al objeto de sus ansias y que puede saciarse con su vista a todas horas. Salía de madrugada a recoger el rocío que caía de los castañares, a respirar el perfume del heno fresco; dormía a la hora de la siesta debajo de los avellanos; me bañaba al declinar el sol en los remansos del río. Era tan feliz, que algunas veces imaginaba que el tiempo no existía, que había puesto ya un pie en la eternidad y que no saldría jamás de aquel dulce enajenamiento.

Es el valle de Laviana, donde he nacido, grandioso sin ferocidad, grave y apacible al mismo tiempo. Los prados, siempre verdes, circundados de avellanos, surcados por mansos arroyuelos, causan una impresión idílica de paz y contento. Pero las suaves colinas que lo limitan, cubiertas de espesos castañares, surgen ya con un sentimiento de fuerza, como una majestuosa armonía que no turba la paz de nuestro espíritu aunque lo inclinan a la meditación. Detrás, otras colinas más altas y adustas, alzan su cabeza desnuda. Por fin, más allá, se levantan protectoras grandes masas de montañas salvajes, como poderoso baluarte contra las irrupciones de enemigos o curiosos. Se respira aquí una profunda ternura, se siente la presencia del espíritu de infinita paz que nos da la plenitud de vida, la salud del alma y el vigor del cuerpo.

Mi corazón palpita todavía al recuerdo de aquellas horas en que flotaba sobre un mar de eternas delicias. Tendido sobre el césped, hundiendo mis ojos en los abismos azulados del firmamento sobre el cual pasaban volando como fantasmas algunas nubes, sintiendo en torno mío hormiguear entre la yerba un mundo microscópico, compuesto de innumerables insectos que se agitaban igualmente dichosos, sentía correr por mis venas la vida abundante, poderosa, armónica como una sinfonía de la naturaleza inmortal.

Parecíame que la tierra me sustentaba con amor ofreciéndome sus dones, que participaba de su felicidad y vivía en mística unidad con ella. Los pájaros tendiendo su vuelo por el aire despertaban en mí ansias de lanzarme a regiones más luminosas, me causaban un estremecimiento de vértigo, el presentimiento feliz y terrible a la vez de lo sobrenatural, mientras los insectos murmurando en torno me narraban al oído sus diminutos amores haciendo resonar en mi corazón vagos y punzantes deseos.

¿Quién podría suponer que un adolescente a quien agitaban en aquellos días tan nobles sentimientos sería capaz de asesinar fríamente a las avecillas del cielo, esparciendo sus plumas y su sangre sobre el césped? Nada más cierto, sin embargo. Provisto de una vieja carabina de pistón que Cayetano me facilitara, convertíme en perseguidor implacable de los mirlos, jilgueros y malvises que revoloteaban alegres por nuestra pomarada. Es esta una contradicción que a mí me toca confesar y a los psicólogos explicar.

¡Sí! Confieso con vergüenza que esta matanza me causaba increíbles placeres y que cuando atisbaba entre las ramas de los manzanos a un jilguero preparándose a entonar su canto apasionado en honor de su amada jilguera o a una jilguera remilgada sacudiendo las alas con coquetería para atormentar a su jilguero, me relamía como un tigre a la vista de su presa y sigilosamente me colocaba debajo de ellos y les privaba de la existencia.

Sin embargo, había otra cosa que me placía aún más que el asesinato mismo, y era su preparación. Vosotros, los que poseéis una primorosa escopeta inglesa o belga e introducís bonitamente por la recámara esos brillantes proyectiles que semejan dijes de reloj, ignoráis el placer inefable de cargar una carabina de pistón. Aquel descolgar del hombro el frasco de la pólvora y verter una pequeña cantidad en la palma de la mano e introducirla en el cañón, sacar acto continuo un viejo periódico del bolsillo y meter un trozo de él en seguimiento de la pólvora y atacar luego con la baqueta hasta presentar en el rostro señales de congestión; aquél echar mano, terminada esta operación, al cuerno de los perdigones, tomar un puñado de ellos, introducirlos igualmente y atacar de nuevo, esta vez con más delicadeza; aquel cebar prolija y esmeradamente la chimenea y sacar del bolsillo del chaleco la cajita de los pistones y tomar uno y ajustarlo...

Hay que confesar que la vida no es tan triste como muchos pretenden.

Precisamente me hallaba cierta tarde entregado en cuerpo y alma a una de estas operaciones venturosas delante de mi casa cuando acertó a pasar por allí don Eloy, el secretario del Ayuntamiento, con su escopeta al hombro y su perro brincando delante de él. Se paró a contemplarme, me saludó afablemente y me dijo con encantadora brusquedad:

—¿Quieres venir conmigo a ver si matamos unas perdices?

La emoción enrojeció mi rostro. Porque era el secretario un cazador prodigioso, el más diestro de toda aquella comarca y uno de los renombrados de la provincia. Los grandes señores de Oviedo y Gijón le escribían cuando iban a emprender una excursión cinegética por los campos de Castilla, y don Eloy les acompañaba y era el alma y principal ornamento de estas cacerías.

A nadie sorprenderá, pues, que bajo el peso de tanto honor, quedase mudo y suspenso.

Don Eloy no comprendió lo que por mí pasaba y se apresuró a añadir:

—No te haré caminar mucho. Me han dado noticia de que ahí cerca, sobre Cerezangos, hay un bando. ¿Te atreves?

¡Que si me atrevía! Hubiera ido a buscar el bando de perdices en tan noble compañía al polo antártico!

En efecto, no caminamos siquiera media hora cuando el perro quedó de muestra entre los helechos.

—¡Amartilla!—me dijo por lo bajo el secretario—. Ya estamos sobre ellas.

—¡Entra!—gritó después al perro.

Unas cuantas perdices levantaron el vuelo y ambos disparamos; yo casi con los ojos cerrados.

Una perdiz vino al suelo.

—¡Por vida mía!—exclamó don Eloy con acento irritado—. ¡Erré el tiro! Fortuna ha sido que tú lo hayas afinado, porque si no se nos escapan todas.

Quedé como quien ve visiones. Una ola de placer celestial invadió mi cuerpo y por poco me hace dar con él en el suelo. Me creí en aquel punto un héroe. Don Eloy tomó la perdiz de la boca del perro que se la traía y me la entregó con semblante triste.

Declaro que en aquel instante cruzó por mi mente un relámpago de duda; pero mi vanidad lo apartó de sí con horror.

El bando de las perdices dobló, esto es, se fué volando a la colina de enfrente. La caza en los países quebrados como el mío es mucho más penosa que en los llanos. Para llegar a ella necesitábamos bajar al fondo del valle y trepar después una razonable distancia. Bajamos rápidamente y ascendimos después todo lo más veloces que pudimos empleando casi una hora en llegar al sitio donde el bando se había posado.

Otra vez paró el perro, otra vez entró a la voz del secretario, otra vez disparamos ambos y otra vez vino una perdiz a tierra.

—¡Maldita sea mi suerte!—profirió don Eloy llevándose las manos a los cabellos, y tratando de arrancárselos—. ¡Otro tiro que erré! ¿Qué mal rayo tendré yo en las manos hoy?

Esta no coló. Quedé confuso, avergonzado, y le dije balbuceando:

—Ha sido usted quien la mató. Mi tiro ha sido muy alto.

—¿Qué estás diciendo ahí, chiquillo?—respondió irritado—. El mío fué el que marró: tiré sobre la izquierda y la pieza que cayó salió por la derecha.

Ahora bien, yo estaba bien seguro de que había tirado sobre la izquierda... Pero no insistí; tuve la flaqueza de no insistir.

Recogí la perdiz que don Eloy me entregó y la colgué triunfalmente a mi cinturón.

Regresamos a casa y durante el camino don Eloy no hacía más que lamentarse amargamente de su torpeza afirmando que los cazadores solían tener estos días aciagos. Yo le escuchaba un poco mohino haciendo esfuerzos desesperados por creerle, aunque sin conseguirlo.

Pero cuando llegamos a Entralgo y me vi rodeado por los criados y algunos vecinos y oí cantar a coro mis alabanzas y vi brillar en los ojos de mi madre la alegría de haber dado el ser a un cazador tan extremado todas mis dudas se disiparon y creí efectivamente que nadie más que yo había dado la muerte a aquellas dos aves inocentes.

Sin embargo, mi padre sonrió de un modo particular cuando le contaron mi hazaña. Y aunque don Eloy no cesaba de lamentarse de su mala suerte, aquella sonrisa enigmática no se le caía de los labios.

Largos años hace que el buen secretario descansa bajo la tierra; pero mientras yo aliente sobre ella no olvidaré los tiros que tan generosamente marró.