Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

DON EULOGIO FLORENTINO SANZ

87. Epístola a Pedro

Quiero que sepas, aunque bien lo sabes,

Que a orillas del Spree (ya que del río

Se hace mención en circunstancias graves)

Mora un semi-alemán, muy señor mío,

Que entre los rudos témpanos del Norte

Recuerda la amistad y olvida el frío.

Lejos de mi Madrid, la villa y corte,

Ni de ella falto yo porque esté lejos,

Ni hay una piedra allí que no me importe;

Pues sueña con la patria, a los reflejos

De su distante sol, el desterrado,

Como con su niñez sueñan los viejos.

Ver quisiera un momento, y a tu lado,

Cuál por ese aire azul nuestra Cibeles

En carroza triunfal rompe hacia el Prado...

¿Ríes?... Juzga el volar cuando no vueles...

¡Átomo harás del mundo que poseas

Y mundo harás del átomo que anheles!

Al sentir coram vulgo no te creas...

Al pensar coram vulgo, no te olvides

De compulsar a solas tus ideas.

Como dejes la España en que resides,

Donde quiera que estés, ya echarás menos

Esa patria de Dolfos y de Cides;

Que obeliscos y pórticos ajenos

Nunca valdrán los patrios palomares

Con las memorias de la infancia llenos.

Por eso, aunque dan son a mis cantares

Elba, Danubio y Rin, yo los olvido

Recordando a mi pobre Manzanares.

¡Allí mi juventud!... ¡ay! ¿quién no ha oído

Desde cualquier región, ecos de aquella

Donde niñez y juventud han sido?

Hoy mi vida de ayer, pálida o bella,

Múltiple se repite en mis memorias,

Como en lágrimas mil única estrella...

Que quedan en el alma las historias

De dolor o placer, y allí se hacinan,

Del fundido metal muertas escorias.

Y, aunque ya no calientan ni iluminan,

Si al soplo de un suspiro se estremecen,

¡Aún consuelan el alma!... ¡o la asesinan!

Cuando al partir del sol las sombras crecen,

Y, entre sombras y sol, tibios instantes

En torno del horario se adormecen;

El dolor y el placer, férvidos antes,

Se pierden ya en el alma indefinidos,

A la luz y a la sombra semejantes.

Y en esta languidez de los sentidos,

Crepúsculo moral en que indolente

Se arrulla el corazón con sus latidos,

Pláceme contemplar indiferente

Cuál del dormido Spree sobre la espalda

Y en lúbrico chapín sesga la gente.

O recordar el toldo de esmeralda

Que antes bordó el Abril en donde ahora

Nieve septentrional tiende su falda:

Mientras la luz del Héspero incolora

Baña el campo sin fin, que el Norte rudo

Salpicó de brillantes a la aurora.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Hijo de otra región, trémulo y mudo

Con la mirada que por ti paseo,

Nieve septentrional, yo te saludo!

Una tarde de Mayo (casi creo

Que salta a mi memoria su hermosura

De este cuadro invernal, como un deseo),

Una tarde de flores y verdura,

Rica de cielo azul, sin un celaje,

Y empapada en aromas y frescura;

En que, al son de las auras, el ramaje

Trémulo de los tilos repetía

De otros lejanos bosques el mensaje;

Yo, con mi propio afán por compañía,

Del recinto salí que nombró el mundo

Corte del rey filósofo algún día.

A su verdor del Norte sin segundo,

De un frondoso jardín los laberintos

Atrajeron mi paso vagabundo...

En armoniosa confusión distintos,

Cándidos nardos y claveles rojos,

Tulipanes, violas y jacintos,

De admirar el vergel diéronme antojos;

Y perdime en sus vueltas, rebuscando,

Ya que no al corazón, pasto a los ojos.

Y una viola, que al favonio blando

Columpiaba su tímida corola,

Quise arrancar... Mas súbito, clavando

Mis ojos en el césped, donde sola

Daba al favonio sus esencias puras,

Respeté por el césped la viola...

¡Guirnalda funeral, de desventuras

Y lágrimas nacida, eran las flores

De aquel vasto jardín de sepulturas!

Pero jardín. Allí, cuando los llores,

Aún te hablarán la amante o el amigo

Con aromas y jugos y colores...

¡Y de tu santo afán mudo testigo,

Algo en aquellas flores sepulcrales,

Algo del muerto bien será contigo!

Dentro de nuestros muros funerales

Jamás brota una flor... Mal brotaría

De ese alcázar de cal y mechinales,

Índice de la nada en simetría,

Que a la madre común roba los muertos

Para henchir su profana estantería;

¡Ruin estación de huéspedes inciertos

Que ofreciera a los vivos su morada

Por alquilar los túmulos abiertos!

De tierra sobre tierra fabricadas,

Más solemnes quizá, por más sencillas,

Las del santo jardín tumbas aisladas,

Con su césped de flores amarillas

Se elevan... no muy altas... a la altura

Del que llore, al besarlas, de rodillas.

¡Mas sola allí, sin flores, sin verdura,

Bajo su cruz de hierro se levanta

De un hispano cantor la sepultura!...[3]

Delante de su cruz tuve mi planta...

Y soñé que en su rótulo leía:

«¡Nunca duerme entre flores quien las canta!»

¡Pobre césped marchito! ¡Quién diría

Que el cantor de las flores en tu seno

Durmiera tan sin flores algún día!

Mas ¡ay del ruiseñor que, en aire ajeno,

Por atmósfera extraña sofocado,

Sobre extraña región cayó en el cieno!

¡Ay del vate infeliz que, amortajado

Con su negro ropón de peregrino,

Yace en su propia tumba desterrado!

Yo, al encontrar su cruz en mi camino,

Como engendra el dolor supersticiones,

Llamé tres veces al cantor divino.

Y de su lira desperté los sones,

Y turbé los sepulcros murmurando

La más triste canción de sus canciones...

Y a la viola, que al favonio blando

Columpiaba allí cerca su corola,

Volví turbios los ojos... Y clavando

La rodilla en el césped (donde sola

Era airón sepulcral de una doncella)

Desprendí de su césped la viola.

Y al lado del cantor volví con ella;

Y así lloré, sobre su cruz mi mano,

La del pobre cantor mísera estrella:

—Bien te dice mi voz que soy tu hermano;

¿Quién saludara tus despojos fríos

Sin el ¡ay! de mi acento castellano?

Diéronte ajena tumba hados impíos...

¡Si ojos extraños la contemplan secos,

Hoy la riegan de lágrimas los míos!

Solo suena mi voz entre sus huecos,

Para que en ella, si la escuchas, halles

Los de tu propria voz póstumos ecos...

¡Por las desiertas y sombrías calles

Donde duerme tu féretro escondido,

No pasa, no, la virgen de los valles!

Una vez que ha pasado no ha venido...

Trajéronla con rosas... A tu lado

La virgen, desde entonces, ha dormido...

Si su pálida sombra, al compasado

Son de la media noche, inoportuna,

Flores entre tu césped ha buscado,

Bien habrá visto a la menguante luna

Que en el santo jardín, rico de flores,

Solo yace tu césped sin ninguna.

¡No tienes una flor!... Ni ¿a qué dolores

Una flor de tu césped respondiera

Con aromas y jugos y colores?

Solo al riego de lágrimas naciera,

Y de tu fosa en el terrón ajeno

¿Quién derrama una lágrima siquiera?

¡Ay, sí, del ruiseñor, de vida lleno,

Que, en atmósfera extraña sofocado,

Sobre extraña región cayó en el cieno!

Cantor en el sepulcro desterrado,

Descansa en paz. ¡Adiós!... Y si a deshora

Un viajero del Sur pasa a tu lado,

Si al contemplar tu cruz, como yo ahora,

Con su idioma español el vïajero

Te llama aquí tres veces y aquí llora,

Dígale el son del aura lastimero

Cuál en los brazos de tu cruz escueta

Peregrino del Sur lloré primero...

¡Recibe con mi adiós tu vïoleta!

La tumba de la virgen te la envía...—

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Y al unirse la flor con su poeta,

Ya en el ocaso agonizaba el día!