Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

DON GASPAR NÚÑEZ DE ARCE

93. Estrofas

I

La generosa musa de Quevedo

desbordose una vez como un torrente

y exclamó llena de viril denuedo:

«No he de callar, por más que con el dedo,

ya tocando los labios, ya la frente,

silencio avises o amenaces miedo.»

II

Y al estampar sobre la herida abierta

el hierro de su cólera encendido,

tembló la concusión que siempre alerta,

incansable y voraz, labra su nido,

como gusano ruin en carne muerta,

en todo Estado exánime y podrido.

III

Arranque de dolor, de ese profundo

dolor que se concentra en el misterio

y huye amargado del rumor del mundo,

fue su sangrienta sátira, cauterio

que aplicó sollozando al patrio imperio,

mísero, gangrenado y moribundo.

IV

¡Ah! si hoy pudiera resonar la lira

que con Quevedo descendió a la tumba,

en medio de esta universal mentira,

de este viento de escándalo que zumba,

de este fétido hedor que se respira,

de esta España moral que se derrumba;

V

De la viva y creciente incertidumbre

que en lucha estéril nuestra fuerza agota;

del huracán de sangre que alborota

el mar de la revuelta muchedumbre;

de la insaciable y honda podredumbre

que el rostro y la conciencia nos azota;

VI

De este horror, de este ciego desvarío

que cubre nuestras almas con un velo,

como el sepulcro, impenetrable y frío;

de este insensato pensamiento impío

que destituye a Dios, despuebla el cielo

y precipita el mundo en el vacío;

VII

Si en medio de esta borrascosa orgía

que infunde repugnancia al par que aterra,

esa lira estallara ¿qué sería?

Grito de indignación, canto de guerra,

que en las entrañas mismas de la tierra

la muerta humanidad conmovería.

VIII

Mas ¿porque el gran satírico no aliente

ha de haber quien contemple y autorice

tanta degradación, indiferente?

«¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?»

IX

¡Cuántos sueños de gloria evaporados

como las leves gotas de rocío

que apenas mojan los sedientos prados!

¡Cuánta ilusión perdida en el vacío,

y cuántos corazones anegados

en la amarga corriente del hastío!

X

No es la revolución raudal de plata

que fertiliza la extendida vega:

es sorda inundación que se desata.

No es viva luz que se difunde grata,

sino confuso resplandor que ciega

y tormentoso vértigo que mata.

XI

Al menos en el siglo desdichado

que aquel ilustre y vigoroso vate

con el rayo marcó de su censura,

podía el corazón atribulado

salir ileso del mortal combate

en alas de la fe radiante y pura.

XII

Y apartando la vista de aquel cieno

social, de aquellos fétidos despojos,

de aquel lúbrico y torpe desenfreno,

fijar llorando los ardientes ojos

en ese cielo azul, limpio y sereno,

de santa paz y de esperanza lleno.

XIII

Pero hoy ¿dónde mirar? Un golpe mismo

hiere al César y a Dios. Sorda carcoma

prepara el misterioso cataclismo,

y como en tiempo de la antigua Roma,

todo cruje, vacila y se desploma

en el cielo, en la tierra, en el abismo.

XIV

Perdida en tanta soledad la calma,

de noche eterna el corazón cubierto,

la gloria muda, desolada el alma,

en este pavoroso desconcierto

se eleva la Razón, como la palma

que crece triste y sola en el desierto.

XV

¡Triste y sola, es verdad! ¿Dónde hay miseria

mayor? ¿Dónde más rudo desconsuelo?

¿De qué la sirve desgarrar el velo

que envuelve y cubre la vivaz materia,

y con profundo, inextinguible anhelo

sondar la tierra, escudriñar el cielo;

XVI

Entregarse a merced del torbellino

y en la duda incesante que la aqueja

el secreto inquirir de su destino,

si a cada paso que adelanta deja

su fe inmortal, como el vellón la oveja,

enredada en las zarzas del camino?

XVII

¿Si a su culpada humillación se adhiere

con la constancia infame del beodo,

que goza en su abyección, y en ella muere?

¿Si ciega, y torpe, y degradada en todo,

desconoce su origen, y prefiere

a descender de Dios, surgir del lodo?

XVIII

¡Libertad, libertad! No eres aquella

virgen, de blanca túnica ceñida,

que vi en mis sueños pudibunda y bella.

No eres, no, la deidad esclarecida

que alumbra con su luz, como una estrella,

los oscuros abismos de la vida.

XIX

No eres la fuente de perenne gloria

que dignifica el corazón humano

y engrandece esta vida transitoria.

No el ángel vengador que con su mano

imprime en las espaldas del tirano

el hierro enrojecido de la historia.

XX

No eres la vaga aparición que sigo

con hondo afán desde mi edad primera,

sin alcanzarla nunca... Mas ¿qué digo?

No eres la libertad, disfraces fuera,

¡licencia desgreñada, vil ramera

del motín, te conozco y te maldigo!

XXI

¡Ah! No es extraño que sin luz ni guía,

los humanos instintos se desborden

con el rugido del volcán que estalla,

y en medio del tumulto y la anarquía,

como corcel indómito el desorden

no respete ni látigo ni valla.

XXII

¿Quién podrá detenerle en su carrera?

¿Quién templar los impulsos de la fiera

y loca multitud enardecida,

que principia a dudar y ya no espera

hallar en otra luminosa esfera,

bálsamo a los dolores de esta vida?

XXIII

Como Cristo en la cúspide del monte,

rotas ya sus mortales ligaduras,

mira doquier con ojos espantados,

por toda la extensión del horizonte

dilatarse a sus pies vastas llanuras,

ricas ciudades, fértiles collados.

XXIV

Y excitando su afán calenturiento

tanta grandeza y tanto poderío,

de la codicia el persuasivo acento

grítale audaz: —¡El cielo está vacío!

¿A quién temer?— Y ronca y sin aliento

la muchedumbre grita: —¡Todo es mío!—

XXV

Y en el tumulto su puñal afila,

y la enconada cólera que encierra

enturbia y enardece su pupila,

y ensordeciendo el aire en son de guerra

hace temblar bajo sus pies la tierra,

como las hordas bárbaras de Atila.

XXVI

No esperéis que esa turba alborotada

infunda nueva sangre generosa

en las venas de Europa desmayada;

ni que termine su fatal jornada,

sobre el ara desierta y polvorosa

otro Dios levantando con su espada.

XXVII

No esperéis, no, que la confusa plebe,

como santo depósito en su pecho

nobles instintos y virtudes lleve.

Hallará el mundo a su codicia estrecho,

que es la fuerza, es el número, es el hecho

brutal ¡es la materia que se mueve!

XXVIII

Y buscará la libertad en vano;

que no arraiga en los crímenes la idea,

ni entre las olas fructifica el grano.

Su castigo en sus iras centellea

pronto a estallar; que el rayo y el tirano

hermanos son. ¡La tempestad los crea!

94. Tristezas

Cuando recuerdo la piedad sincera

con que en mi edad primera

entraba en nuestras viejas catedrales,

donde postrado ante la cruz de hinojos

alzaba a Dios mis ojos,

soñando en las venturas celestiales;

Hoy que mi frente atónito golpeo,

y con febril deseo

busco los restos de mi fe perdida,

por hallarla otra vez, radiante y bella

como en la edad aquella,

¡desgraciado de mí! diera la vida.

¡Con qué profundo amor, niño inocente,

prosternaba mi frente

en las losas del templo sacrosanto!

Llenábase mi joven fantasía

de luz, de poesía,

de mudo asombro, de terrible espanto.

Aquellas altas bóvedas que al cielo

levantaban mi anhelo;

aquella majestad solemne y grave;

aquel pausado canto, parecido

a un doliente gemido,

que retumbaba en la espaciosa nave;

Las marmóreas y austeras esculturas

de antiguas sepulturas,

aspiración del arte a lo infinito;

la luz que por los vidrios de colores

sus tibios resplandores

quebraba en los pilares de granito;

Haces de donde en curva fugitiva,

para formar la ojiva,

cada ramal subiendo se separa,

cual del rumor de multitud que ruega,

cuando a los cielos llega,

surge cada oración distinta y clara;

En el gótico altar inmoble y fijo

el santo crucifijo,

que extiende sin vigor sus brazos yertos,

siempre en la sorda lucha de la vida,

tan áspera y reñida,

para el dolor y la humildad abiertos;

El místico clamor de la campana

que sobre el alma humana

de las caladas torres se despeña,

y anuncia y lleva en sus aladas notas

mil promesas ignotas

al triste corazón que sufre o sueña;

Todo elevaba mi ánimo intranquilo

a más sereno asilo:

religión, arte, soledad, misterio...

todo en el templo secular hacía

vibrar el alma mía,

como vibran las cuerdas de un salterio.

Y a esta voz interior que solo entiende

quien crédulo se enciende

en fervoroso y celestial cariño,

envuelta en sus flotantes vestiduras

volaba a las alturas,

virgen sin mancha, mi oración de niño.

Su rauda, viva y luminosa huella

como fugaz centella

traspasaba el espacio, y ante el puro

resplandor de sus alas de querube,

rasgábase la nube

que me ocultaba el inmortal seguro.

¡Oh anhelo de esta vida transitoria!

¡Oh perdurable gloria!

¡Oh sed inextinguible del deseo!

¡Oh cielo, que antes para mí tenías

fulgores y armonías,

y hoy tan oscuro y desolado veo!

Ya no templas mis íntimos pesares,

ya al pie de tus altares

como en mis años de candor no acudo.

Para llegar a ti perdí el camino,

y errante peregrino

entre tinieblas desespero y dudo.

Voy espantado sin saber por dónde;

grito, y nadie responde

a mi angustiada voz; alzo los ojos

y a penetrar la lobreguez no alcanzo;

medrosamente avanzo,

y me hieren el alma los abrojos.

Hijo del siglo, en vano me resisto

a su impiedad, ¡oh Cristo!

Su grandeza satánica me oprime.

Siglo de maravillas y de asombros,

levanta sobre escombros

un Dios sin esperanza, un Dios que gime.

¡Y ese Dios no eres tú! No tu serena

faz, de consuelos llena,

alumbra y guía nuestro incierto paso.

Es otro Dios incógnito y sombrío:

su cielo es el vacío,

Sacerdote el error, ley el Acaso.

¡Ay! No recuerda el ánimo suspenso

un siglo más inmenso,

más rebelde a tu voz, más atrevido;

entre nubes de fuego alza su frente,

como Luzbel, potente;

pero también, como Luzbel, caído.

A medida que marcha y que investiga

es mayor su fatiga,

es su noche más honda y más oscura,

y pasma, al ver lo que padece y sabe,

cómo en su seno cabe

tanta grandeza y tanta desventura.

Como la nave sin timón y rota

que el ronco mar azota,

incendia el rayo y la borrasca mece

en piélago ignorado y proceloso,

nuestro siglo —coloso—

con la luz que le abrasa, resplandece.

¡Y está la playa mística tan lejos!...

a los tristes reflejos

del sol poniente se colora y brilla.

El huracán arrecia, el bajel arde,

y es tarde, es ¡ay! muy tarde

para alcanzar la sosegada orilla.

¿Qué es la ciencia sin fe? Corcel sin freno,

a todo yugo ajeno,

que al impulso del vértigo se entrega,

y a través de intrincadas espesuras,

desbocado y a oscuras

avanza sin cesar y nunca llega.

¡Llegar! ¿Adónde?... El pensamiento humano

en vano lucha, en vano

su ley oculta y misteriosa infringe.

En la lumbre del sol sus alas quema,

y no aclara el problema,

ni penetra el enigma de la Esfinge.

¡Sálvanos, Cristo, sálvanos, si es cierto

que tu poder no ha muerto!

Salva a esta sociedad desventurada,

que bajo el peso de su orgullo mismo

rueda al profundo abismo

acaso más enferma que culpada.

La ciencia audaz, cuando de ti se aleja,

en nuestras almas deja

el germen de recónditos dolores,

como al tender el vuelo hacia la altura,

deja su larva impura

el insecto en el cáliz de las flores.

Si en esta confusión honda y sombría

es, Señor, todavía

raudal de vida tu palabra santa,

di a nuestra fe desalentada y yerta:

—¡Anímate y despierta!

Como dijiste a Lázaro: —¡Levanta!