Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

DON GUSTAVO A. BÉCQUER

95. Rimas

Del salón en el ángulo oscuro,

De su dueño tal vez olvidada,

Silenciosa y cubierta de polvo

Veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,

Como el pájaro duerme en las ramas,

Esperando la mano de nieve

Que sabe arrancarla!

¡Ay! pensé; ¡cuántas veces el genio

Así duerme en el fondo del alma,

Y una voz, como Lázaro, espera

Que le diga: «¡Levántate y anda!»

96.

Cerraron sus ojos

Que aún tenía abiertos;

Taparon su cara

Con un blanco lienzo;

Y unos sollozando,

Otros en silencio,

De la triste alcoba

Todos se salieron.

La luz, que en un vaso

Ardía en el suelo,

Al muro arrojaba

La sombra del lecho;

Y entre aquella sombra

Veíase a intérvalos

Dibujarse rígida

La forma del cuerpo.

Despertaba el día

Y a su albor primero

Con sus mil ruïdos

Despertaba el pueblo.

Ante aquel contraste

De vida y misterios,

De luz y tinieblas,

Medité un momento:

«¡Dios mío, qué solos

Se quedan los muertos!»

De la casa en hombros

Lleváronla al templo

Y en una capilla

Dejaron el féretro.

Allí rodearon

Sus pálidos restos

De amarillas velas

Y de paños negros.

Al dar de las ánimas

El toque postrero,

Acabó una vieja

Sus últimos rezos;

Cruzó la ancha nave,

Las puertas gimieron,

Y el santo recinto

Quedose desierto.

De un reloj se oía

Compasado el péndulo,

Y de algunos cirios

El chisporroteo.

Tan medroso y triste,

Tan oscuro y yerto

Todo se encontraba...

Que pensé un momento:

«¡Dios mío, qué solos

Se quedan los muertos!»

De la alta campana

La lengua de hierro,

Le dio, volteando,

Su adiós lastimero.

El luto en las ropas,

Amigos y deudos

Cruzaron en fila,

Formando el cortejo.

Del último asilo,

Oscuro y estrecho,

Abrió la piqueta

El nicho a un extremo.

Allí la acostaron,

Tapiáronle luego,

Y con un saludo

Despidiose el duelo.

La piqueta al hombro,

El sepulturero

Cantando entre dientes

Se perdió a lo lejos.

La noche se entraba,

Reinaba el silencio;

Perdido en las sombras,

Medité un momento:

«¡Dios mío, qué solos

Se quedan los muertos!»

En las largas noches

Del helado invierno,

Cuando las maderas

Crujir hace el viento

Y azota los vidrios

El fuerte aguacero,

De la pobre niña

A solas me acuerdo.

Allí cae la lluvia

Con un son eterno;

Allí la combate

El soplo del cierzo.

Del húmedo muro

Tendida en el hueco,

¡Acaso de frío

Se hielan sus huesos!...

. . . . . . . . . . . . . . .

¿Vuelve el polvo al polvo?

¿Vuela el alma al cielo?

¿Todo es vil materia,

Podredumbre y cieno?

¡No sé; pero hay algo

Que explicar no puedo,

Que al par nos infunde

Repugnancia y miedo,

Al dejar tan tristes,

Tan solos los muertos!