Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

DON JUAN NICASIO GALLEGO

69. Elegía a la muerte de la Duquesa de Frías

Al sonante bramido

Del piélago feroz que el viento ensaña

Lanzando atrás del Turia la corriente;

En medio al denegrido

Cerco de nubes que de Sirio empaña

Cual velo funeral la roja frente;

Cuando el cárabo oscuro

Ayes despide entre la breña inculta,

Y a tardo paso soñoliento Arturo

En el mar de occidente se sepulta;

A los mustios reflejos

Con que en las ondas alteradas tiembla

De moribunda luna el rayo frío,

Daré del mundo y de los hombres lejos

Libre rienda al dolor del pecho mío.

Sí, que al mortal a quien del hado el ceño

A infortunios sin término condena,

Sobre su cuello mísero cargando

De uno en otro eslabón larga cadena,

No en jardín halagüeño,

Ni al puro ambiente de apacible aurora

Soltar conviene el lastimero canto

Con que al cielo importuna.

Solitario arenal, sangrienta luna

Y embravecidas olas acompañen

Sus lamentos fatídicos ¡Oh lira

Que escenas solo de aflicción recuerdas;

Lira que ven mis ojos con espanto

Y a recorrer tus cuerdas

Mi ya trémula mano se resiste!

Ven, lira del dolor. ¡Piedad no existe!

¡No existe, y vivo yo! ¡No existe aquella

Gentil, discreta, incomparable amiga,

Cuya presencia sola

El tropel de mis penas disipaba!

¿Cuándo en tal hermosura alma tan bella

De la corte española

Más digno fue y espléndido ornamento?

¡Y aquel mágico acento

Enmudeció por siempre, que llenaba

De inefable dulzura el alma mía!

Y ¡qué! fortuna impía,

¿Ni su postrer adiós oír me dejas?

¿Ni de su esposo amado

Templar el llanto y las amargas quejas?

¿Ni el estéril consuelo

De acompañar hasta el sepulcro helado

Sus pálidos despojos?

¡Ay! Derramen sin duelo

Sangre mi corazón, llanto mis ojos.

¿Por qué, por qué a la tumba,

Insaciable de víctimas, tu amigo

Antes que tú no descendió, Señora?

¿Por qué al menos contigo

La memoria fatal no te llevaste

Que es un tormento irresistible ahora?

¿Qué mármol hay que pueda

En tan acerba angustia los aciagos

Recuerdos resistir del bien perdido?

Aún resuena en mi oído

El espantoso obús lanzando estragos,

Cuando mis ojos ávidos te vieron

Por la primera vez. Cien bombas fueron

A tu arribo marcial salva triunfante.

Con inmóvil semblante

Escucho amedrentado el son horrendo

De los globos mortíferos, en torno

Del leño frágil a tus pies cayendo,

Y el agua que a su empuje se encumbraba

Y hasta las altas grímpolas saltaba.

El dulce soplo de Favonio en tanto

Las velas hinche del bajel ligero,

Sin que salude con festivo canto

La suspirada costa el marinero.

Ardiendo de la patria en fuego santo,

Insensible al horror del bronce fiero,

Fijar te miro impávida y serena

La planta breve en la menuda arena.

¡Salve, oh Deidad! —del gaditano muro

Grita la muchedumbre alborozada;

¡Salve, oh Deidad! —de gozo enajenada

La ruidosa marina

Que a ti se agolpa y el batel rodea;

Y al cielo sube el aclamar sonoro

Como al aplauso del celeste coro

Salió del mar la hermosa Citerea.

Absortas contemplaron

El fuego de tus ojos

Las bellas ninfas de la bella Gades;

Absortas te envidiaron

El pie donoso y la mejilla pura,

El vivo esmalte de tus labios rojos,

El albo seno y la gentil cintura.

Yo te miraba atónito: no empero

Sentí en el alma el pasador agudo

De bastarda pasión; que a dicha pudo

Del honor y el deber la ley severa

Ser a mi pecho impenetrable escudo.

Mas ¿quién el homenaje

De afecto noble, de amistad sincera

Cual yo te tributó, cuando el tesoro

De tu divino ingenio descubría,

Que en cuerpo tan gallardo relucía

Como rico brillante en joya de oro?

¡Cuántas, ay, qué apacibles

Horas en dulces pláticas pasadas

Betis me viera de tu voz pendiente!

¡Cuántas en las calladas

Florestas de Aranjuez el eco blando

Detuvo el paso a la tranquila fuente!

Ya el primor ensalzando

Que al fragante clavel las hojas riza

Y la ancha cola del pavón matiza;

Ya la varia fortuna

Del cetro godo y del laurel romano;

O el poder sobrehumano

Que de un soplo derroca

Del alto solio al triunfador de Jena

Y con duras amarras le encadena,

Como al antiguo Encélado, a una roca.

Pero otro don magnífico, sublime,

Más alto que el ingenio y la hermosura,

Debiste al Criador, vivaz destello

De su lumbre inmortal, alma ternura.

¿Cuándo, cuándo al gemido

Negó del infeliz oro tu mano,

Ayes tu corazón? El escondido

Volcán que decoroso

Tu noble aspecto revelaba apenas,

Un infortunio, un rasgo generoso,

Un sacrificio heroico hervir hacía.

Entonces agitado

Tu rostro angelical resplandecía

De más purpúreo rosicler cubierto:

Del seno relevado

La extraña conmoción, el entreabierto

Labio, las refulgentes

Ráfagas de tus ojos

Que entre los anchos párpados brillaban,

Las lágrimas ardientes

Que a tus negras pestañas asomaban,

El gesto, el ademán, los mal seguros

Acentos, la expresión... ¡Ah! Nunca, nunca

Tan insigne modelo

De estro feliz, de inspiración divina

Mostró Casandra en los dardanios muros

Ni en las lides olímpicas Corina.

Y solo al santo fuego

De un pecho tan magnánimo pudiera

Deber tu amigo el aire que respira.

Solo a tu blando ruego

La Amistad se vistiera

Máscara y formas del Amor su hermano.

¿Quién sino tú, señora,

Dejando inquieta la mullida pluma

Antes que el frío tálamo la Aurora,

Entrar osara en la mansión del crimen?

¿Quién sino tú del duro carcelero,

Menos al son del oro empedernido

Que al eco de los míseros que gimen,

Quisiera el ceño soportar? Perdona,

Cara Piedad, que mi indiscreta musa

Publique al mundo tan heroico ejemplo,

Y que mi gratitud cuelgue en el templo

De la santa Amistad digna corona.

En el mezquino lecho

De cárcel solitaria

Fiebre lenta y voraz me consumía,

Cuando sordo a mis quejas

Rayaba apenas en las altas rejas

El perezoso albor del nuevo día.

De planta cautelosa

Insólito rumor hiere mi oído;

Los vacilantes ojos

Clavo en la ruda puerta estremecido

Del súbito crujir de sus cerrojos,

Y el repugnante gesto

Del fiero alcaide mi atención excita,

Que hacia mí sin cesar su mano agita

Con labio mudo y sonreír funesto.

Salto del lecho, y sígole azorado,

Cruzando los revueltos corredores

De aquella triste y lóbrega caverna

Hasta un breve recinto iluminado

De moribunda y fúnebre linterna.

Y a par que por oculto

Tránsito desparece

Como visión fantástica el cerbero,

De nuevo extraño bulto,

Sombra confusa, que se acerca y crece,

La angustia dobla de mi horror primero.

Mas ¡cuál mi asombro fue cuando improvisa

A la pálida luz mi vista errante

Los bellos rasgos de Piedad divisa

Entre los pliegues del cendal flotante!

«¿Por qué, por qué benigna,»

Clamé bañado en llanto de alborozo,

«Osas pisar, Señora,

»Esta morada indigna

»Que tu respeto y tu virtud desdora?

»¡Ah! si a la fuerza del inmenso gozo,

»Del placer celestial que el alma oprime,

»Hoy a tus plantas expirar consigo,

»Mi fiebre, mi prisión, mi fin bendigo.

»A este oscuro aposento

»No a que de pena o de placer expires

»La voz de la amistad mis pasos guía,

»Sino a esforzar tu desmayado aliento

»Contra los golpes de la suerte impía.

»Su cuello al susto y la congoja doble

»El que del crimen en su pecho sienta

»El punzante aguijón; que al alma noble

»Do la inocencia plácida se anida,

»Ni el peso de los grillos la atormenta,

»Ni el son de los cerrojos la intimida.

»Recobra, amigo caro,

»La esperanza marchita

»Y el digno esfuerzo del varón constante.

»Pronto será que el astro rutilante,

»Que jamás estas bóvedas visita,

»De la calumnia vil triunfar te vea:

»Mi fausto anuncio tu consuelo sea.

»Seralo, sí; lo juro;

»Y aunque ese llanto que tu rostro inunda

»Vaticinio tan próspero desmiente,

»No me hará de fortuna el torvo ceño

»Fruncir las cejas ni arrugar la frente;

»Que el dichoso mortal a quien risueño

»Mira el destino...» ¡No acabé! A deshora

La aciaga voz del carcelero escucho,

Diciendo: «es tarde; baste ya, Señora.»

«¡Adiós! ¡adiós! Del vulgo malicioso

»Que al despuntar del sol sacude el sueño

»Temo el labio mordaz. ¡Adiós te queda!»

«Aguarda»... «¡Adiós!»... Y en soledad sumido

Oigo ¡ay de mí! del caracol torcido

Barrer las gradas la crujiente seda.

¡Oh digno, oh generoso

Dechado de amistad! ¡Oh alegre día!

¿Y en dónde estás, en dónde,

Ángel consolador, Duquesa amada,

Que no te mueve ya la angustia mía?

¡Gran Dios, y ni responde

De su esposo infeliz al caro acento,

Aunque en la tumba helada

Lágrimas de dolor vierte a raudales!

¡Ni de su triste huérfana el lamento,

Con ambos brazos al sepulcro asida,

Ablanda sus entrañas maternales!

¡Oh dulces prendas de su amor! Al mármol

En vano importunáis. Hará el rocío

Del venidero Abril que al campo vuelva

La verde pompa que abrasó el estío;

Mas no esperéis que el túmulo sombrío

La devorada víctima devuelva,

Ni a sus profundos huecos

Otra respuesta oír que sordos ecos.

En él de bronce y oro,

Ínclito vate[2], entallarán cinceles

Vuestro heroico blasón, entretejiendo

Con sus antiguas palmas tus laureles...

¡Inútil afanar! La sien ceñida

De adelfa y mirto, pulsará tu mano

La dolorosa cítara, moviendo

El orbe todo a compasión... ¡En vano!

Resonarán con ellas

Mis gemidos simpáticos, y el coro

De cuantos cisnes tu infortunio inspira

Alzar podrá a su gloria

Noble trofeo en canto peregrino.

Mas ¡ay! ¿podrá su lira

Forzar las puertas del Edén divino

Y el diente ensangrentado

Del áspid arrancar en ti clavado?

A más alto poder, mísero amigo,

Los ojos torna y el clamor dirige

Que entre sollozos lúgubres exhalas.

Al Ser inmenso que los orbes rige,

En las rápidas alas

De ferviente oración remonta el vuelo.

Yo elevaré contigo

Mis tiernos votos, y al gemir de aquella,

Que en mis brazos creció, cándida niña,

Trasunto vivo de tu esposa bella,

Dará benigno el cielo

Paz a su madre, a tu aflicción consuelo.

Sí; que hasta el solio del Eterno llega

El ardiente suspiro

De quien con puro corazón le ruega,

Como en su templo santo el humo sube

Del balsámico incienso en vaga nube.