Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

DON VICENTE W. QUEROL

97. Carta

al Sr. D. Pedro A. de Alarcón, acerca de la Poesía

Amigo, cedo al fin. Los que dispersos

Entregué al aire vano

En mi edad juvenil fútiles versos,

Hoy con piadosa mano

Recojo y cierro en el modesto libro,

Que al triste olvido de la edad entrego,

O al duro fallo de los tiempos libro.

Lo engendré en la nocturna

Fiebre de mis pasiones primerizas,

Y hoy guardo en él, como en sagrada urna,

Del corazón las cálidas cenizas.

En él están mis infantiles sueños,

El laurel disputado en arduas lizas,

De la osada ambición locos empeños,

La fe jurada, la esperanza muerta,

La aspiración incierta,

Los horizontes del amor risueños:

Cuanto amé y esperé. Huecas y frías

En el oído extraño,

Ajeno a mi placer, sordo a mi daño,

Sonarán siempre las canciones mías;

Pero, al volver sus páginas, yo encuentro

Mi gozo entre ellas o mi antigua angustia,

Cual suele hallarse dentro

De un olvidado libro una flor mustia.


Yo cobarde no oculto

Mi fe en ti, desdeñada Poesía,

Ni el ciego amor y el fervoroso culto

Con que en tus aras me postré algún día:

No reniego de ti cuando la mofa,

Cuando el villano insulto

Responden solo a tu vibrante estrofa:

No aparto de mi labio

De tu cáliz de hiel las negras heces,

Ni te abandono al miserable agravio,

O a las burlas soeces

Del vulgo, indigno de tu noble estro;

Y cuando ante el siniestro

Tribunal vas de tus inicuos jueces,

Yo, discípulo tuyo, por tres veces

No negaré al Maestro.


¡Santa palabra de Jehová!

—Con ella

Moisés cantó el enojo

Con que borró de Faraón la huella

En sus líquidos antros el Mar-Rojo:

Con ella sobre Nínive, sujeta

Al yugo del pecado, y sobre Tiro,

Y en la ancha plaza de Sidón inquieta,

Quejumbroso suspiro

O eterna maldición lanzó el Profeta:

Con ella junto al cauce

Del extranjero río, su salterio

Colgando al tronco del umbroso sauce,

Lloró Judá su amargo cautiverio:

Con ella dijo su doliente cuita

Job a la inmunda fiera del desierto;

Y con ella la hermosa Sulamita

Cantó al amor en su cercado huerto.


¡Numen severo de la historia!

—¡Vive

Todo lo que el poeta

Con sabio ritmo sonoroso escribe;

Muere lo que desdeña!— Allá, en la vaga

Muda extensión del páramo infinito,

La soberbia pirámide naufraga:

La esfinge de granito

Se hunde en la arena movediza: el verde

Musgo los templos de Ática sepulta:

La corva reja del arado muerde

Las feraces colinas

Donde su oprobio Babilonia oculta:

El rebaño del árabe se pierde

Entre las vastas ruinas

Que cubren tus llanuras, oh Cartago;

Mientras que en las vecinas

Costas de Italia, con el propio estrago,

Tu egregia vencedora,

La Reina de las águilas latinas,

Sola, entre tumbas profanadas llora.


Envuelta en el sudario

De un vergonzoso olvido,

Fuera la Tierra el miserable osario

De las humanas razas, si el gemido

O el cántico de gloria

De los antiguos vates,

Eco veraz de la solemne historia,

No nos trajera en clamoroso ruido

Sus fragorosas ruinas y combates,

Ayes de muerte y gritos de victoria.

De un siglo al otro siglo el viento lleva

En las vibrantes cuerdas de la lira,

La predicción de la esperanza nueva

O el triste llanto de la edad que expira,

Y como en la callada

Soledad de las noches de astro en astro

Vuela el pálido rastro

De la luz increada,

Así el vate, en la oscura

Noche del tiempo que el pasado esconde,

Habla a los bardos de la edad futura,

Y Osián los cantos de Ilión murmura

Y Dante al salmo de David responde.


¡Hija de la Belleza!

—A la alborada

De blanca luz ceñida,

A la aurora de púrpura bañada,

Y en la tarde apagada

De húmeda niebla y de vapor vestida.

Son sus joyas las perlas del rocío,

Las flores son sus galas,

Su claro espejo el trasparente río,

Los céfiros sus alas.

Las rojas nubes sus movibles tiendas,

Su blanda cuna las inciertas olas,

Y el ancho espacio las etéreas sendas

Por donde marcha a solas.

Gime en la selva que estremece el viento,

Triste en la fuente solitaria llora,

Canta del ave en el alegre acento,

Ríe en la luz de la naciente aurora;

Y cuando cruza con callado vuelo

La tierra, el mar o el cielo,

Todo en ritmo sonoro

Vibra al compás del cadencioso metro,

Y en luminoso coro

Van las estrellas de oro

Rodando en torno a su extendido cetro.


¡Hija del sentimiento!

—En la indecisa

Vaguedad del espíritu: en la calma

De la conciencia justa:

Del débil niño en la infantil sonrisa;

En los deliquios lánguidos del alma;

Del corazón en la soberbia augusta:

En la ira noble, en el amor materno,

En la ansia no cumplida,

En los hastíos de la humana vida

Y en el místico amor de un bien eterno:

En el lóbrego abismo,

Cárcel que la pasión fiera quebranta,

En el grito febril del heroísmo,

Y en la oculta virtud, callada y santa,

Como en el crimen mismo,

Ella, la Poesía,

Surge y cruza sombría,

Y el puñal blande o la oración murmura:

Ciñe a la virgen los nupciales velos:

Solloza en la olvidada sepultura,

Y, en los humanos duelos,

Con la tendida diestra

A toda angustia inconsolable muestra

La eterna luz de los abiertos cielos.


Tal, en la edad confusa

En que a la vida el corazón despierta,

Yo, la soñada Musa

Vi en el dintel de la cerrada puerta,

Que mi ambición ilusa

Juzgó a la gloria y la esperanza abierta.

No entré... pero en mi oído

Sonó el grande ruïdo

De los santos acordes celestiales;

Y aun hoy, en este olvido

Y en esta amiga sombra,

Donde es la paz un díctamo a mis males,

Entre el silencio escucho, y aun me asombra,

El rumor de los himnos inmortales.


Tú, que has unido a ellos,

Oh dulce amigo, tu canción sonora,

Y alumbraste con vívidos destellos

Esta noche del alma abrumadora:

Brioso corazón que en las bastardas

Horas sin fe que nos legó el destino,

Inmaculado aun guardas

De una alta estirpe el resplandor divino,

Abre el libro y no temas,

Al revolver las hojas

De mis pobres poemas,

Que ose en ellos cantar glorias supremas

Ni supremas congojas.

El débil numen que mi verso inspira

Nunca osó ambicionar más noble palma

Que traducir fielmente con la lira

La efusión de mi alma.

98. En Noche-Buena

A mis ancianos padres

I

Un año más en el hogar paterno

Celebramos la fiesta del Dios-niño,

Símbolo augusto del amor eterno,

Cuando cubre los montes el invierno

Con su manto de armiño.

II

Como en el día de la fausta boda

O en el que el santo de los padres llega,

La turba alegre de los niños juega,

Y en la ancha sala la familia toda

De noche se congrega.

III

La roja lumbre de los troncos brilla

Del pequeño dormido en la mejilla,

Que con tímido afán su madre besa;

Y se refleja alegre en la vajilla

De la dispuesta mesa.

IV

A su sobrino, que lo escucha atento,

Mi hermana dice el pavoroso cuento,

Y mi otra hermana la canción modula

Que, o bien surge vibrante, o bien ondula

Prolongada en el viento.

V

Mi madre tiende las rugosas manos

Al nieto que huye por la blanda alfombra;

Hablan de pie mi padre y mis hermanos,

Mientras yo, recatándome en la sombra,

Pienso en hondos arcanos.

VI

Pienso que de los días de ventura

Las horas van apresurando el paso,

Y que empaña el oriente niebla oscura,

Cuando aun el rayo trémulo fulgura

Último del ocaso.

VII

¡Padres míos, mi amor! ¡Cómo envenena

Las breves dichas el temor del daño!

Hoy presidís nuestra modesta cena,

Pero en el porvenir... yo sé que un año

Vendrá sin Noche-Buena.

VIII

Vendrá, y las que hoy son risas y alborozo

Serán muda aflicción y hondo sollozo.

No cantará mi hermana, y mi sobrina

No escuchará la historia peregrina

Que le da miedo y gozo.

IX

No dará nuestro hogar rojos destellos

Sobre el limpio cristal de la vajilla,

Y, si alguien osa hablar, será de aquellos

Que hoy honran nuestra fiesta tan sencilla

Con sus blancos cabellos.

X

Blancos cabellos cuya amada hebra

Es cual corona de laurel de plata,

Mejor que esas coronas que celebra

La vil lisonja, la ignorancia acata,

Y el infortunio quiebra.

XI

¡Padres míos, mi amor! Cuando contemplo

La sublime bondad de vuestro rostro,

Mi alma a los trances de la vida templo,

Y ante esa imagen para orar me postro,

Cual me postro en el templo.

XII

Cada arruga que surca ese semblante

Es del trabajo la profunda huella,

O fue un dolor de vuestro pecho amante.

La historia fiel de una época distante

Puedo leer yo en ella.

XIII

La historia de los tiempos sin ventura

En que luchasteis con la adversa suerte,

Y en que, tras negras horas de amargura,

Mi madre se sintió más noble y pura

Y mi padre más fuerte.

XIV

Cuando la noche toda en la cansada

Labor tuvísteis vuestros ojos fijos,

Y, al venceros el sueño a la alborada,

Fuerzas os dio posar vuestra mirada

En los dormidos hijos.

XV

Las lágrimas correr una tras una

Con noble orgullo por mi faz yo siento,

Pensando que hayan sido por fortuna,

Esas honradas manos mi sustento

Y esos brazos mi cuna.

XVI

¡Padres míos, mi amor! Mi alma quisiera

Pagaros hoy la que en mi edad primera

Sufristeis sin gemir, lenta agonía,

Y que cada dolor de entonces fuera

Germen de una alegría.

XVII

Entonces vuestro mal curaba el gozo

De ver al hijo convertirse en mozo,

Mientras que al verme yo en vuestra presencia

Siento mi dicha ahogada en el sollozo

De una temida ausencia.

XVIII

Si el vigor juvenil volver de nuevo

Pudiese a vuestra edad, ¿por qué estas penas?

Yo os daría mi sangre de mancebo,

Tornando así con ella a vuestras venas

Esta vida que os debo.

XIX

Que de tal modo la aflicción me embarga

Pensando en la posible despedida,

Que imagino ha de ser tarea amarga

Llevar la vida, como inútil carga,

Después de vuestra vida.

XX

Ese plazo fatal, sordo, inflexible,

Miro acercarse con profundo espanto,

Y en dudas grita el corazón sensible:

«Si aplacar al destino es imposible,

¿Para qué amarnos tanto?»

XXI

Para estar juntos en la vida eterna

Cuando acabe esta vida transitoria:

Si Dios, que el curso universal gobierna,

Nos devuelve en el cielo esta unión tierna,

Yo no aspiro a más gloria.

XXII

Pero en tanto, buen Dios, mi mejor palma

Será que prolonguéis la dulce calma

Que hoy nuestro hogar en su recinto encierra:

Para marchar yo solo por la tierra

No hay fuerzas en mi alma.