DUQUE DE RIVAS
74. El faro de Malta
Envuelve al mundo extenso triste noche,
Ronco huracán y borrascosas nubes
Confunden y tinieblas impalpables
El cielo, el mar, la tierra:
Y tú invisible te alzas, en tu frente
Ostentando de fuego una corona,
Cual rey del caos, que refleja y arde
Con luz de paz y vida.
En vano ronco el mar alza sus montes
Y revienta a tus pies, do rebramante
Creciendo en blanca espuma, esconde y borra
El abrigo del puerto:
Tú, con lengua de fuego, aquí está dices,
Sin voz hablando al tímido piloto,
Que como a numen bienhechor te adora,
Y en ti los ojos clava.
Tiende apacible noche el manto rico,
Que céfiro amoroso desenrolla,
Recamado de estrellas y luceros,
Por él rueda la luna;
Y entonces tú, de niebla vaporosa
Vestido, dejas ver en formas vagas
Tu cuerpo colosal, y tu diadema
Arde al par de los astros.
Duerme tranquilo el mar, pérfido esconde
Rocas aleves, áridos escollos;
Falso señuelo son, lejanas cumbres
Engañan a las naves.
Mas tú, cuyo esplendor todo lo ofusca,
Tú, cuya inmoble posición indica
El trono de un monarca, eres su norte,
Les adviertes su engaño.
Así de la razón arde la antorcha,
En medio del furor de las pasiones
O de aleves halagos de fortuna,
A los ojos del alma.
Desque refugio de la airada suerte
En esta escasa tierra que presides,
Y grato albergue el cielo bondadoso
Me concedió propicio;
Ni una vez solo a mis pesares busco
Dulce olvido del sueño entre los brazos
Sin saludarte, y sin tornar los ojos
A tu espléndida frente.
¡Cuántos, ay, desde el seno de los mares
Al par los tornarán!... tras larga ausencia
Unos, que vuelven a su patria amada,
A sus hijos y esposa.
Otros prófugos, pobres, perseguidos,
Que asilo buscan, cual busqué, lejano,
Y a quienes que lo hallaron tu luz dice,
Hospitalaria estrella.
Arde, y sirve de norte a los bajeles,
Que de mi patria, aunque de tarde en tarde,
Me traen nuevas amargas, y renglones
Con lágrimas escritos.
Cuando la vez primera deslumbraste
Mis afligidos ojos, ¡cuál mi pecho,
Destrozado y hundido en amargura
Palpitó venturoso!
Del Lacio moribundo las riberas
Huyendo inhospitables, contrastado
Del viento y mar entre ásperos bajíos
Vi tu lumbre divina:
Viéronla como yo los marineros,
Y, olvidando los votos y plegarias
Que en las sordas tinieblas se perdían,
¡¡Malta!! ¡¡Malta!!, gritaron;
Y fuiste a nuestros ojos la aureola
Que orna la frente de la santa imagen
En quien busca afanoso peregrino
La salud y el consuelo.
Jamás te olvidaré, jamás... Tan solo
Trocara tu esplendor, sin olvidarlo,
Rey de la noche, y de tu excelsa cumbre
La benéfica llama,
Por la llama y los fúlgidos destellos
Que lanza, reflejando al sol naciente,
El arcángel dorado que corona
De Córdoba la torre.
75. Un castellano leal
ROMANCE PRIMERO
«Hola, hidalgos y escuderos
De mi alcurnia y mi blasón,
Mirad como bien nacidos
De mi sangre y casa en pro.
»Esas puertas se defiendan;
Que no ha de entrar, vive Dios,
Por ellas, quien no estuviere
Más limpio que lo está el sol.
»No profane mi palacio
Un fementido traidor
Que contra su Rey combate
Y que a su patria vendió.
»Pues si él es de Reyes primo,
Primo de Reyes soy yo;
Y conde de Benavente
Si él es duque de Borbón.
»Llevándole de ventaja
Que nunca jamás manchó
La traición mi noble sangre,
Y haber nacido español.»
Así atronaba la calle
Una ya cascada voz,
Que de un palacio salía
Cuya puerta se cerró;
Y a la que estaba a caballo
Sobre un negro pisador,
Siendo en su escudo las lises
Más bien que timbre baldón,
Y de pajes y escuderos
Llevando un tropel en pos
Cubiertos de ricas galas,
El gran duque de Borbón:
El que lidiando en Pavía,
Más que valiente, feroz,
Gozose en ver prisionero
A su natural señor;
Y que a Toledo ha venido,
Ufano de su traición,
Para recibir mercedes
Y ver al Emperador.
ROMANCE SEGUNDO
En una anchurosa cuadra
Del alcázar de Toledo,
Cuyas paredes adornan
Ricos tapices flamencos,
Al lado de una gran mesa,
Que cubre de terciopelo
Napolitano tapete
Con borlones de oro y flecos;
Ante un sillón de respaldo
Que entre bordado arabesco
Los timbres de España ostentan
Y el águila del imperio,
De pie estaba Carlos Quinto,
Que en España era primero,
Con gallardo y noble talle,
Con noble y tranquilo aspecto.
De brocado de oro y blanco
Viste tabardo tudesco,
De rubias martas orlado,
Y desabrochado y suelto,
Dejando ver un justillo
De raso jalde, cubierto
Con primorosos bordados
Y costosos sobrepuestos,
Y la excelsa y noble insignia
Del Toisón de oro, pendiendo
De una preciosa cadena
En la mitad de su pecho.
Un birrete de velludo
Con un blanco airón, sujeto
Por un joyel de diamantes
Y un antiguo camafeo,
Descubre por ambos lados,
Tanta majestad cubriendo,
Rubio, cual barba y bigote,
Bien atusado el cabello.
Apoyada en la cadera
La potente diestra ha puesto,
Que aprieta dos guantes de ámbar
Y un primoroso mosquero,
Y con la siniestra halaga
De un mastín muy corpulento,
Blanco y las orejas rubias,
El ancho y carnoso cuello.
Con el Condestable insigne,
Apaciguador del reino,
De los pasados disturbios
Acaso está discurriendo;
O del trato que dispone
Con el Rey de Francia preso,
O de asuntos de Alemania
Agitada por Lutero;
Cuando un tropel de caballos
Oye venir a lo lejos
Y ante el alcázar pararse,
Quedando todo en silencio.
En la antecámara suena
Rumor impensado luego,
Ábrese al fin la mampara
Y entra el de Borbón soberbio,
Con el semblante de azufre
Y con los ojos de fuego,
Bramando de ira y de rabia
Que enfrena mal el respeto;
Y con balbuciente lengua,
Y con mal borrado ceño,
Acusa al de Benavente,
Un desagravio pidiendo.
Del español Condestable
Latió con orgullo el pecho,
Ufano de la entereza
De su esclarecido deudo.
Y aunque advertido procura
Disimular cual discreto,
A su noble rostro asoman
La aprobación y el contento.
El Emperador un punto
Quedó indeciso y suspenso,
Sin saber qué responderle
Al francés, de enojo ciego.
Y aunque en su interior se goza
Con el proceder violento
Del conde de Benavente,
De altas esperanzas lleno
Por tener tales vasallos,
De noble lealtad modelos,
Y con los que el ancho mundo
Será a sus glorias estrecho.
Mucho al de Borbón le debe
Y es fuerza satisfacerlo:
Le ofrece para calmarlo
Un desagravio completo.
Y, llamando a un gentil-hombre,
Con el semblante severo
Manda que el de Benavente
Venga a su presencia presto.
ROMANCE TERCERO
Sostenido por sus pajes
Desciende de su litera
El conde de Benavente
Del alcázar a la puerta.
Era un viejo respetable,
Cuerpo enjuto, cara seca,
Con dos ojos como chispas,
Cargados de largas cejas,
Y con semblante muy noble,
Mas de gravedad tan seria
Que veneración de lejos
Y miedo causa de cerca.
Eran su traje unas calzas
De púrpura de Valencia,
Y de recamado ante
Un coleto a la leonesa:
De fino lienzo gallego
Los puños y la gorguera,
Unos y otra guarnecidos
Con randas barcelonesas:
Un birretón de velludo
Con su cintillo de perlas,
Y el gabán de paño verde
Con alamares de seda.
Tan solo de Calatrava
La insignia española lleva;
Que el Toisón ha despreciado
Por ser orden extranjera.
Con paso tardo, aunque firme,
Sube por las escaleras,
Y al verle, las alabardas
Un golpe dan en la tierra.
Golpe de honor, y de aviso
De que en el alcázar entra
Un Grande, a quien se le debe
Todo honor y reverencia.
Al llegar a la antesala,
Los pajes que están en ella
Con respeto le saludan
Abriendo las anchas puertas.
Con grave paso entra el conde
Sin que otro aviso preceda,
Salones atravesando
Hasta la cámara regia.
Pensativo está el Monarca,
Discurriendo como pueda
Componer aquel disturbio
Sin hacer a nadie ofensa.
Mucho al de Borbón le debe,
Aun mucho más de él espera,
Y al de Benavente mucho
Considerar le interesa.
Dilación no admite el caso,
No hay quien dar consejo pueda
Y Villalar y Pavía
A un tiempo se le recuerdan.
En el sillón asentado
Y el codo sobre la mesa,
Al personaje recibe,
Que comedido se acerca.
Grave el conde le saluda
Con una rodilla en tierra,
Mas como Grande del reino
Sin descubrir la cabeza.
El Emperador benigno
Que alce del suelo le ordena,
Y la plática difícil
Con sagacidad empieza.
Y entre severo y afable
Al cabo le manifiesta
Que es el que a Borbón aloje
Voluntad suya resuelta.
Con respeto muy profundo,
Pero con la voz entera,
Respóndele Benavente,
Destocando la cabeza:
«Soy, señor, vuestro vasallo,
Vos sois mi rey en la tierra,
A vos ordenar os cumple
De mi vida y de mi hacienda.
»Vuestro soy, vuestra mi casa,
De mí disponed y de ella,
Pero no toquéis mi honra
Y respetad mi conciencia.
»Mi casa Borbón ocupe
Puesto que es voluntad vuestra,
Contamine sus paredes,
Sus blasones envilezca;
»Que a mí me sobra en Toledo
Donde vivir, sin que tenga
Que rozarme con traidores,
Cuyo solo aliento infesta.
»Y en cuanto él deje mi casa,
Antes de tornar yo a ella,
Purificaré con fuego
Sus paredes y sus puertas.»
Dijo el conde, la real mano
Besó, cubrió su cabeza,
Y retirose bajando
A do estaba su litera.
Y a casa de un su pariente
Mandó que le condujeran,
Abandonando la suya
Con cuanto dentro se encierra.
Quedó absorto Carlos Quinto
De ver tan noble firmeza,
Estimando la de España
Más que la imperial diadema.
ROMANCE CUARTO
Muy pocos días el duque
Hizo mansión en Toledo,
Del noble conde ocupando
Los honrados aposentos.
Y la noche en que el palacio
Dejó vacío, partiendo,
Con su séquito y sus pajes,
Orgulloso y satisfecho,
Turbó la apacible luna
Un vapor blanco y espeso
Que de las altas techumbres
Se iba elevando y creciendo:
A poco rato tornose
En humo confuso y denso
Que en nubarrones oscuros
Ofuscaba el claro cielo;
Después en ardientes chispas,
Y en un resplandor horrendo
Que iluminaba los valles
Dando en el Tajo reflejos,
Y al fin su furor mostrando
En embravecido incendio
Que devoraba altas torres
Y derrumbaba altos techos.
Resonaron las campanas,
Conmoviose todo el pueblo,
De Benavente el palacio
Presa de las llamas viendo.
El Emperador confuso
Corre a procurar remedio,
En atajar tanto daño
Mostrando tenaz empeño.
En vano todo: tragose
Tantas riquezas el fuego,
A la lealtad castellana
Levantando un monumento.
Aun hoy unos viejos muros
Del humo y las llamas negros
Recuerdan acción tan grande
En la famosa Toledo.