Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

FERNANDO DE HERRERA

26. Por la victoria de Lepanto

Cantemos al Señor, que en la llanura

Venció del ancho mar al Trace fiero;

Tú, Dios de las batallas, tú eres diestra,

Salud y gloria nuestra.

Tú rompiste las fuerzas y la dura

Frente de Faraón, feroz guerrero;

Sus escogidos príncipes cubrieron

Los abismos del mar, y descendieron,

Cual piedra, en el profundo, y tu ira luego

Los tragó, como arista seca el fuego.

El soberbio tirano, confiado

En el grande aparato de sus naves,

Que de los nuestros la cerviz cautiva

Y las manos aviva

Al ministerio injusto de su estado,

Derribó con los brazos suyos graves

Los cedros más excelsos de la cima

Y el árbol que más yerto se sublima,

Bebiendo ajenas aguas y atrevido

Pisando el bando nuestro y defendido.

Temblaron los pequeños, confundidos

Del impío furor suyo; alzó la frente

Contra ti, Señor Dios, y con semblante

Y con pecho arrogante,

Y los armados brazos extendidos,

Movió el airado cuello aquel potente;

Cercó su corazón de ardiente saña

Contra las dos Hesperias, que el mar baña,

Porque en ti confiadas le resisten

Y de armas de tu fe y amor se visten.

Dijo aquel insolente y desdeñoso:

«¿No conocen mis iras estas tierras,

Y de mis padres los ilustres hechos,

O valieron sus pechos

Contra ellos con el húngaro medroso,

Y de Dalmacia y Rodas en las guerras?

¿Quién las pudo librar? ¿Quién de sus manos

Pudo salvar los de Austria y los germanos?

¿Podrá su Dios, podrá por suerte ahora

Guardallos de mi diestra vencedora?

»Su Roma, temerosa y humillada,

Los cánticos en lágrimas convierte;

Ella y sus hijos tristes mi ira esperan

Cuando vencidos mueran;

Francia está con discordia quebrantada,

Y en España amenaza horrible muerte

Quien honra de la luna las banderas;

Y aquellas en la guerra gentes fieras

Ocupadas están en su defensa,

Y aunque no, ¿quién hacerme puede ofensa?

»Los poderosos pueblos me obedecen,

Y el cuello con su daño al yugo inclinan,

Y me dan por salvarse ya la mano.

Y su valor es vano;

Que sus luces cayendo se oscurecen,

Sus fuertes a la muerte ya caminan,

Sus vírgenes están en cautiverio,

Su gloria ha vuelto al cetro de mi imperio.

Del Nilo a Éufrates fértil e Istro frío,

Cuanto el sol alto mira todo es mío.»

Tú, Señor, que no sufres que tu gloria

Usurpe quien su fuerza osado estima,

Prevaleciendo en vanidad y en ira,

Este soberbio mira,

Que tus aras afea en su vitoria.

No dejes que los tuyos así oprima,

Y en su cuerpo, cruel, las fieras cebe,

Y en su esparcida sangre el odio pruebe;

Que hecho ya su oprobio, dice: «¿Dónde

El Dios de estos está? ¿De quién se asconde?»

Por la debida gloria de tu nombre,

Por la justa venganza de tu gente,

Por aquel de los míseros gemido,

Vuelve el brazo tendido

Contra este, que aborrece ya ser hombre;

Y las honras que celas tú consiente;

Y tres y cuatro veces el castigo

Esfuerza con rigor a tu enemigo,

Y la injuria a tu nombre cometida

Sea el hierro contrario de su vida.

Levantó la cabeza el poderoso

Que tanto odio te tiene; en nuestro estrago

Juntó el consejo, y contra nos pensaron

Los que en él se hallaron.

«Venid, dijeron, y en el mar ondoso

Hagamos de su sangre un grande lago;

Deshagamos a estos de la gente,

Y el nombre de su Cristo juntamente,

Y dividiendo de ellos los despojos,

Hártense en muerte suya nuestros ojos.»

Vinieron de Asia y portentoso Egito

Los árabes y leves africanos,

Y los que Grecia junta mal con ellos,

Con los erguidos cuellos,

Con gran poder y número infinito;

Y prometer osaron con sus manos

Encender nuestros fines y dar muerte

A nuestra juventud con hierro fuerte,

Nuestros niños prender y las doncellas,

Y la gloria manchar y la luz dellas.

Ocuparon del piélago los senos,

Puesta en silencio y en temor la tierra,

Y cesaron los nuestros valerosos,

Y callaron dudosos,

Hasta que al fiero ardor de sarracenos

El Señor eligiendo nueva guerra,

Se opuso el joven de Austria generoso

Con el claro español y belicoso;

Que Dios no sufre ya en Babel cautiva

Que su Sion querida siempre viva.

Cual león a la presa apercibido,

Sin recelo los impíos esperaban

A los que tú, Señor, eras escudo;

Que el corazón desnudo

De pavor, y de amor y fe vestido,

Con celestial aliento confiaban.

Sus manos a la guerra compusiste,

Y sus brazos fortísimos pusiste

Como el arco acerado, y con la espada

Vibraste en su favor la diestra armada.

Turbáronse los grandes, los robustos

Rindiéronse temblando y desmayaron;

Y tú entregaste, Dios, como la rueda,

Como la arista queda

Al ímpetu del viento, a estos injustos,

Que mil huyendo de uno se pasmaron.

Cual fuego abrasa selvas, cuya llama

En las espesas cumbres se derrama,

Tal en tu ira y tempestad seguiste

Y su faz de ignominia convertiste.

Quebrantaste al cruel dragón, cortando

Las alas de su cuerpo temerosas

Y sus brazos terribles no vencidos;

Que con hondos gemidos

Se retira a su cueva, do silbando

Tiembla con sus culebras venenosas,

Lleno de miedo torpe sus entrañas,

De tu león temiendo las hazañas;

Que, saliendo de España, dio un rugido

Que lo dejó asombrado y aturdido.

Hoy se vieron los ojos humillados

Del sublime varón y su grandeza,

Y tú solo, Señor, fuiste exaltado;

Que tu día es llegado,

Señor de los ejércitos armados,

Sobre la alta cerviz y su dureza,

Sobre derechos cedros y extendidos,

Sobre empinados montes y crecidos,

Sobre torres y muros, y las naves

De Tiro, que a los tuyos fueron graves.

Babilonia y Egito amedrentada

Temerá el fuego y la asta violenta,

Y el humo subirá a la luz del cielo,

Y faltos de consuelo,

Con rostro oscuro y soledad turbada

Tus enemigos llorarán su afrenta.

Mas tú, Grecia, concorde a la esperanza

Egicia y gloria de su confianza,

Triste que a ella pareces, no temiendo

A Dios y a tu remedio no atendiendo,

¿Por qué, ingrata, tus hijas adornaste

En adulterio infame a una impía gente,

Que deseaba profanar tus frutos,

Y con ojos enjutos

Sus odiosos pasos imitaste,

Su aborrecida vida y mal presente?

Dios vengará sus iras en tu muerte;

Que llega a tu cerviz con diestra fuerte

La aguda espada suya; ¿quién, cuitada,

Reprimirá su mano desatada?

Mas tú, fuerza del mar, tú, excelsa Tiro,

Que en tus naves estabas gloriosa,

Y el término espantabas de la tierra,

Y si hacías guerra,

De temor la cubrías con suspiro

¿Cómo acabaste, fiera y orgullosa?

¿Quién pensó a tu cabeza daño tanto?

Dios, para convertir tu gloria en llanto

Y derribar tus ínclitos y fuertes

Te hizo perecer con tantas muertes.

Llorad, naves del mar; que es destruïda

Vuestra vana soberbia y pensamiento.

¿Quién ya tendrá de ti lástima alguna,

Tú, que sigues la luna,

Asia adúltera, en vicios sumergida?

¿Quien mostrará un liviano sentimiento?

¿Quién rogará por ti? Que a Dios enciende

Tu ira y la arrogancia que te ofende,

Y tus viejos delitos y mudanza

Han vuelto contra ti a pedir venganza.

Los que vieron tus brazos quebrantados

Y de tus pinos ir el mar desnudo,

Que sus ondas turbaron y llanura,

Viendo tu muerte oscura,

Dirán, de tus estragos espantados:

¿Quién contra la espantosa tanto pudo?

El Señor, que mostró su fuerte mano

Por la fe de su príncipe cristiano

Y por el nombre santo de su gloria,

A su España concede esta vitoria.

Bendita, Señor, sea tu grandeza;

Que después de los daños padecidos,

Después de nuestras culpas y castigo,

Rompiste al enemigo

De la antigua soberbia la dureza.

Adórente, Señor, tus escogidos,

Confiese cuanto cerca el ancho cielo

Tu nombre ¡oh nuestro Dios, nuestro consuelo!

Y la cerviz rebelde, condenada,

Perezca en bravas llamas abrasada.

27. Por la pérdida del rey don Sebastián

Voz de dolor y canto de gemido

Y espíritu de miedo, envuelto en ira,

Hagan principio acerbo a la memoria

De aquel día fatal, aborrecido,

Que Lusitania mísera suspira,

Desnuda de valor, falta de gloria;

Y la llorosa historia

Asombre con horror funesto y triste

Desde el áfrico Atlante y seno ardiente

Hasta do el mar de otro color se viste,

Y do el límite rojo de oriente

Y todas sus vencidas gentes fieras

Ven tremolar de Cristo las banderas.

¡Ay de los que pasaron, confiados

En sus caballos y en la muchedumbre

De sus carros, en ti, Libia desierta,

Y en su vigor y fuerzas engañados,

No alzaron su esperanza a aquella cumbre

De eterna luz, mas con soberbia cierta

Se ofrecieron la incierta

Vitoria, y sin volver a Dios sus ojos,

Con yerto cuello y corazón ufano

Solo atendieron siempre a los despojos!

Y el Santo de Israel abrió su mano,

Y los dejó, y cayó en despeñadero

El carro, y el caballo y caballero.

Vino el día crüel, el día lleno

De indignación, de ira y furor, que puso

En soledad y en un profundo llanto,

De gente y de placer el reino ajeno.

El cielo no alumbró, quedó confuso

El nuevo sol, presagio de mal tanto,

Y con terrible espanto

El Señor visitó sobre sus males,

Para humillar los fuertes arrogantes,

Y levantó los bárbaros no iguales,

Que con osados pechos y constantes

No busquen oro, mas con hierro airado

La ofensa venguen y el error culpado.

Los impíos y robustos, indinados,

Las ardientes espadas desnudaron

Sobre la claridad y hermosura

De tu gloria y valor, y no cansados

En tu muerte, tu honor todo afearon,

Mezquina Lusitania sin ventura;

Y con frente segura

Rompieron sin temor con fiero estrago

Tus armadas escuadras y braveza.

La arena se tornó sangriento lago,

La llanura con muertos aspereza;

Cayó en unos vigor, cayó denuedo;

Mas en otros desmayo y torpe miedo.

¿Son estos por ventura los famosos,

Los fuertes, los belígeros varones

Que conturbaron con furor la tierra,

Que sacudieron reinos poderosos,

Que domaron las hórridas naciones,

Que pusieron desierto en cruda guerra

Cuanto el mar Indo encierra,

Y soberbias ciudades destruyeron?

¿Dó el corazón seguro y la osadía?

¿Cómo así se acabaron, y perdieron

Tanto heroico valor en solo un día;

Y lejos de su patria derribados,

No fueron justamente sepultados?

Tales ya fueron estos, cual hermoso

Cedro del alto Líbano, vestido

De ramos, hojas, con excelsa alteza;

Las aguas lo criaron poderoso

Sobre empinados árboles crecido,

Y se multiplicaron en grandeza

Sus ramos con belleza;

Y extendiendo su sombra, se anidaron

Las aves que sustenta el grande cielo,

Y en sus hojas las fieras engendraron,

Y hizo a mucha gente umbroso velo;

No igualó en celsitud y en hermosura

Jamás árbol alguno a su figura.

Pero elevose con su verde cima,

Y sublimó la presunción su pecho,

Desvanecido todo y confiado,

Haciendo de su alteza solo estima.

Por eso Dios lo derribó deshecho,

A los impíos y ajenos entregado,

Por la raíz cortado;

Que opreso de los montes arrojados,

Sin ramos y sin hojas y desnudo,

Huyeron dél los hombres, espantados,

Que su sombra tuvieron por escudo;

En su ruina y ramos cuantas fueron

Las aves y las fieras se pusieron.

Tú, infanda Libia, en cuya seca arena

Murió el vencido reino lusitano,

Y se acabó su generosa gloria,

No estés alegre y de ufanía llena;

Porque tu temerosa y flaca mano

Hubo sin esperanza tal vitoria,

Indina de memoria;

Que si el justo dolor mueve a venganza

Alguna vez el español coraje,

Despedazada con aguda lanza,

Compensarás muriendo el hecho ultraje;

Y Luco amedrentado, al mar inmenso

Pagará de africana sangre el censo.