Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

GARCILASO DE LA VEGA

11. Égloga primera

A Don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, virrey de Nápoles

SALICIO, NEMOROSO

El dulce lamentar de dos pastores,

Salicio juntamente y Nemoroso,

He de cantar, sus quejas imitando;

Cuyas ovejas al cantar sabroso

Estaban muy atentas, los amores,

De pacer olvidadas, escuchando.

Tú, que ganaste obrando

Un nombre en todo el mundo,

Y un grado sin segundo,

Agora estés atento, solo y dado

Al ínclito gobierno del estado

Albano; agora vuelto a la otra parte,

Resplandeciente, armado,

Representando en tierra el fiero Marte;

Agora de cuidados enojosos

Y de negocios libre, por ventura

Andes a caza, el monte fatigando

En ardiente jinete, que apresura

El curso tras los ciervos temerosos,

Que en vano su morir van dilatando;

Espera, que en tornando

A ser restituido

Al ocio ya perdido,

Luego verás ejercitar mi pluma

Por la infinita innumerable suma

De tus virtudes y famosas obras;

Antes que me consuma,

Faltando a ti, que a todo el mundo sobras.

En tanto que este tiempo que adivino

Viene a sacarme de la deuda un día,

Que se debe a tu fama y a tu gloria;

Que es deuda general, no solo mía,

Mas de cualquier ingenio peregrino

Que celebra lo digno de memoria;

El árbol de vitoria

Que ciñe estrechamente

Tu gloriosa frente

Dé lugar a la hiedra que se planta

Debajo de tu sombra, y se levanta

Poco a poco, arrimada a tus loores;

Y en cuanto esto se canta,

Escucha tú el cantar de mis pastores.

Saliendo de las ondas encendido,

Rayaba de los montes el altura

El sol, cuando Salicio, recostado

Al pie de una alta haya, en la verdura,

Por donde una agua clara con sonido

Atravesaba el fresco y verde prado;

Él, con canto acordado

Al rumor que sonaba

Del agua que pasaba,

Se quejaba tan dulce y blandamente

Como si no estuviera de allí ausente

La que de su dolor culpa tenía;

Y así, como presente,

Razonando con ella, le decía.

SALICIO

—¡Oh más dura que mármol a mis quejas,

Y al encendido fuego en que me quemo

Más helada que nieve, Galatea!

Estoy muriendo, y aun la vida temo;

Témola con razón, pues tú me dejas;

Que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.

Vergüenza he que me vea

Ninguno en tal estado,

De ti desamparado,

Y de mí mismo yo me corro agora.

¿De un alma te desdeñas ser señora,

Donde siempre moraste, no pudiendo

Della salir un hora?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

El sol tiende los rayos de su lumbre

Por montes y por valles, despertando

Las aves y animales y la gente;

Cuál por el aire claro va volando,

Cuál por el verde valle o alta cumbre

Paciendo va segura y libremente,

Cuál con el sol presente

Va de nuevo al oficio,

Y al usado ejercicio

Do su natura o menester le inclina.

Siempre está en llanto esta ánima mezquina

Cuando la sombra el mundo va cubriendo

O la luz se avecina.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Y tú, desta mi vida ya olvidada,

Sin mostrar un pequeño sentimiento

De que por ti Salicio triste muera,

Dejas llevar, desconocida, al viento

El amor y la fe que ser guardada

Eternamente solo a mí debiera?

¡Oh Dios! ¿Por qué siquiera,

Pues ves desde tu altura

Esta falsa perjura

Causar la muerte de un estrecho amigo,

No recibe del cielo algún castigo?

Si en pago del amor yo estoy muriendo,

¿Qué hará el enemigo?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Por ti el silencio de la selva umbrosa,

Por ti la esquividad y apartamiento

Del solitario monte me agradaba;

Por ti la verde yerba, el fresco viento,

El blanco lirio y colorada rosa

Y dulce primavera deseaba.

¡Ay, cuánto me engañaba!

¡Ay, cuán diferente era

Y cuán de otra manera

Lo que en tu falso pecho se escondía!

Bien claro con su voz me lo decía

La siniestra corneja, repitiendo

La desventura mía.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,

Reputándolo yo por desvarío,

Vi mi mal entre sueños, desdichado!

Soñaba que en el tiempo del estío

Llevaba, por pasar allí la siesta,

A beber en el Tajo mi ganado;

Y después de llegado,

Sin saber de cuál arte,

Por desusada parte

Y por nuevo camino el agua se iba;

Ardiendo yo con la calor estiva,

El curso enajenado iba siguiendo

Del agua fugitiva.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?

Tus claros ojos ¿a quién los volviste?

¿Por quién tan sin respeto me trocaste?

Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?

¿Cuál es el cuello que como en cadena

De tus hermosos brazos anudaste?

No hay corazón que baste,

Aunque fuese de piedra,

Viendo mi amada hiedra,

De mí arrancada, en otro muro asida,

Y mi parra en otro olmo entretejida,

Que no se esté con llanto deshaciendo

Hasta acabar la vida.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Qué no se esperará de aquí adelante,

Por difícil que sea y por incierto?

O ¿qué discordia no será juntada?

Y juntamente ¿qué tendrá por cierto,

O qué de hoy más no temerá el amante,

Siendo a todo materia por ti dada?

Cuando tú enajenada

De mí, cuitado, fuiste,

Notable causa diste

Y ejemplo a todos cuantos cubre el cielo,

Que el más seguro tema con recelo

Perder lo que estuviere poseyendo.

Salid fuera sin duelo,

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Materia diste al mundo de esperanza

De alcanzar lo imposible y no pensado,

Y de hacer juntar lo diferente,

Dando a quien diste el corazón malvado,

Quitándolo de mí con tal mudanza

Que siempre sonará de gente en gente.

La cordera paciente

Con el lobo hambriento

Hará su ayuntamiento,

Y con las simples aves sin ruido

Harán las bravas sierpes ya su nido;

Que mayor diferencia comprehendo

De ti al que has escogido.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Siempre de nueva leche en el verano

Y en el invierno abundo; en mi majada

La manteca y el queso está sobrado;

De mi cantar pues yo te vi agradada,

Tanto, que no pudiera el mantuano

Títiro ser de ti más alabado,

No soy pues, bien mirado,

Tan disforme ni feo;

Que aun agora me veo

En esta agua que corre clara y pura,

Y cierto no trocara mi figura

Con ese que de mí se está riendo;

Trocara mi ventura.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Cómo te vine en tanto menosprecio?

¿Cómo te fui tan presto aborrecible?

¿Cómo te faltó en mí el conocimiento?

Si no tuvieras condición terrible,

Siempre fuera tenido de ti en precio,

Y no viera de ti este apartamiento.

¿No sabes que sin cuento

Buscan en el estío

Mis ovejas el frío

De la sierra de Cuenca, y el gobierno

Del abrigado Extremo en el invierno?

Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo

Me estoy en llanto eterno!

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Con mi llorar las piedras enternecen

Su natural dureza y la quebrantan,

Los árboles parece que se inclinan,

Las aves que me escuchan, cuando cantan,

Con diferente voz se condolecen,

Y mi morir cantando me adivinan.

Las fieras que reclinan

Su cuerpo fatigado,

Dejan el sosegado

Sueño por escuchar mi llanto triste.

Tú sola contra mí te endureciste,

Los ojos aun siquiera no volviendo

A lo que tú hiciste.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,

No dejes el lugar que tanto amaste;

Que bien podrás venir de mí segura;

Y dejaré el lugar do me dejaste;

Ven, si por solo esto te detienes.

Ves aquí un prado lleno de verdura,

Ves aquí una espesura,

Ves aquí una agua clara,

En otro tiempo cara,

A quien de ti con lágrimas me quejo.

Quizá aquí hallarás, pues yo me alejo,

Al que todo mi bien quitarme puede;

Que pues el bien le dejo,

No es mucho que lugar también le quede.—

Aquí dio fin a su cantar Salicio,

Y suspirando en el postrero acento,

Soltó de llanto una profunda vena.

Queriendo el monte al grave sentimiento

De aquel dolor en algo ser propicio,

Con la pasada voz retumba y suena.

La blanda Filomena,

Casi como dolida

Y a compasión movida,

Dulcemente responde al son lloroso.

Lo que cantó tras esto Nemoroso

Decidlo vos, Pïérides; que tanto

No puedo yo ni oso,

Que siento enflaquecer mi débil canto.

NEMOROSO

—Corrientes aguas, puras, cristalinas;

Árboles que os estáis mirando en ellas,

Verde prado de fresca sombra lleno,

Aves que aquí sembráis vuestras querellas,

Hiedra que por los árboles caminas,

Torciendo el paso por su verde seno;

Yo me vi tan ajeno

Del grave mal que siento,

Que de puro contento

Con vuestra soledad me recreaba,

Donde con dulce sueño reposaba,

O con el pensamiento discurría

Por donde no hallaba

Sino memorias llenas de alegría;

Y en este mismo valle, donde agora

Me entristezco y me canso, en el reposo

Estuve ya contento y descansado.

¡Oh bien caduco, vano y presuroso!

Acuérdome durmiendo aquí algún hora,

Que despertando, a Elisa vi a mi lado.

¡Oh miserable hado!

¡Oh tela delicada

Antes de tiempo dada

A los agudos filos de la muerte!

Más convenible fuera aquesta suerte

A los cansados años de mi vida,

Que es más que el hierro fuerte,

Pues no la ha quebrantado tu partida.

¿Dó están agora aquellos claros ojos

Que llevaban tras sí como colgada

Mi ánima do quier que se volvían?

¿Dó está la blanca mano delicada,

Llena de vencimientos y despojos

Que de mí mis sentidos le ofrecían?

Los cabellos que vían

Con gran desprecio al oro,

Como a menor tesoro

¿Adónde están? ¿Adónde el blanco pecho?

¿Dó la columna que el dorado techo

Con presunción graciosa sostenía?

Aquesto todo agora ya se encierra,

Por desventura mía,

En la fría, desierta y dura tierra.

¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,

Cuando en aqueste valle al fresco viento

Andábamos cogiendo tiernas flores,

Que había de ver con largo apartamiento

Venir el triste y solitario día

Que diese amargo fin a mis amores?

El cielo en mis dolores

Cargó la mano tanto,

Que a sempiterno llanto

Y a triste soledad me ha condenado;

Y lo que siento más es verme atado

A la pesada vida y enojosa,

Solo, desamparado,

Ciego sin lumbre en cárcel tenebrosa.

Después que nos dejaste, nunca pace

En hartura el ganado ya, ni acude

El campo al labrador con mano llena.

No hay bien que en mal no se convierta y mude:

La mala yerba al trigo ahoga, y nace

En lugar suyo la infelice avena;

La tierra, que de buena

Gana nos producía

Flores con que solía

Quitar en solo vellas mil enojos,

Produce agora en cambio estos abrojos,

Ya de rigor de espinas intratable;

Y yo hago con mis ojos

Crecer, llorando, el fruto miserable.

Como al partir del sol la sombra crece,

Y en cayendo su rayo se levanta

La negra escuridad que el mundo cubre,

De do viene el temor que nos espanta,

Y la medrosa forma en que se ofrece

Aquello que la noche nos encubre,

Hasta que el sol descubre

Su luz pura y hermosa;

Tal es la tenebrosa

Noche de tu partir, en que he quedado

De sombra y de temor atormentado,

Hasta que muerte el tiempo determine

Que a ver el deseado

Sol de tu clara vista me encamine.

Cual suele el ruiseñor con triste canto

Quejarse, entre las hojas escondido,

Del duro labrador, que cautamente

Le despojó su caro y dulce nido

De los tiernos hijuelos entre tanto

Que del amado ramo estaba ausente,

Y aquel dolor que siente

Con diferencia tanta

Por la dulce garganta

Despide, y a su canto el aire suena,

Y la callada noche no refrena

Su lamentable oficio y sus querellas,

Trayendo de su pena

Al cielo por testigo y las estrellas;

Desta manera suelto yo la rienda

A mi dolor, y así me quejo en vano

De la dureza de la muerte airada.

Ella en mi corazón metió la mano,

Y de allí me llevó mi dulce prenda;

Que aquel era su nido y su morada.

¡Ay muerte arrebatada!

Por ti me estoy quejando

Al cielo y enojando

Con importuno llanto al mundo todo:

Tan desigual dolor no sufre modo.

No me podrán quitar el dolorido

Sentir, si ya del todo

Primero no me quitan el sentido.

Una parte guardé de tus cabellos,

Elisa, envueltos en un blanco paño,

Que nunca de mi seno se me apartan;

Descójolos, y de un dolor tamaño

Enternecerme siento, que sobre ellos

Nunca mis ojos de llorar se hartan.

Sin que de allí se partan,

Con suspiros calientes,

Más que la llama ardientes,

Los enjugo del llanto, y de consuno

Casi los paso y cuento uno a uno;

Juntándolos, con un cordón los ato.

Tras esto el importuno

Dolor me deja descansar un rato.

Mas luego a la memoria se me ofrece

Aquella noche tenebrosa, escura,

Que siempre aflige esta ánima mezquina

Con la memoria de mi desventura.

Verte presente agora me parece

En aquel duro trance de Lucina,

Y aquella voz divina,

Con cuyo son y acentos

A los airados vientos

Pudieras amansar, que agora es muda,

Me parece que oigo que a la cruda,

Inexorable diosa demandabas

En aquel paso ayuda;

Y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?

¿Íbate tanto en perseguir las fieras?

¿Íbate tanto en un pastor dormido?

¿Cosa pudo bastar a tal crüeza,

Que, conmovida a compasión, oído

A los votos y lágrimas no dieras

Por no ver hecha tierra tal belleza,

O no ver la tristeza

En que tu Nemoroso

Queda, que su reposo

Era seguir tu oficio, persiguiendo

Las fieras por los montes, y ofreciendo

A tus sagradas aras los despojos?

¿Y tú, ingrata, riendo

Dejas morir mi bien ante mis ojos?

Divina Elisa, pues agora el cielo

Con inmortales pies pisas y mides,

Y su mudanza ves, estando queda,

¿Por qué de mí te olvidas, y no pides

Que se apresure el tiempo en que este velo

Rompa del cuerpo, y verme libre pueda,

Y en la tercera rueda

Contigo mano a mano

Busquemos otro llano,

Busquemos otros montes y otros ríos,

Otros valles floridos y sombríos,

Donde descanse y siempre pueda verte

Ante los ojos míos,

Sin miedo y sobresalto de perderte?—

Nunca pusieran fin al triste lloro

Los pastores, ni fueran acabadas

Las canciones que solo el monte oía,

Si mirando las nubes coloradas,

Al trasmontar del sol bordadas de oro,

No vieran que era ya pasado el día.

La sombra se veía

Venir corriendo apriesa

Ya por la falda espesa

Del altísimo monte, y recordando

Ambos como de sueño, y acabando

El fugitivo sol, de luz escaso,

Su ganado llevando,

Se fueron recogiendo paso a paso.

12. A la flor de Gnido

Si de mi baja lira

Tanto pudiese el son, que en un momento

Aplacase la ira

Del animoso viento,

Y la furia del mar y el movimiento;

Y en ásperas montañas

Con el suave canto enterneciese

Las fieras alimañas,

Los árboles moviese,

Y al son confusamente los trajese;

No pienses que cantado

Sería de mí, hermosa flor de Gnido,

El fiero Marte airado,

A muerte convertido,

De polvo y sangre y de sudor teñido;

Ni aquellos capitanes

En las sublimes ruedas colocados,

Por quien los alemanes

El fiero cuello atados,

Y los franceses van domesticados.

Mas solamente aquella

Fuerza de tu beldad sería cantada,

Y alguna vez con ella

También sería notada

El aspereza de que estás armada;

Y cómo por ti sola,

Y por tu gran valor y hermosura,

Convertido en viola,

Llora su desventura

El miserable amante en tu figura.

Hablo de aquel cativo,

De quien tener se debe más cuidado,

Que está muriendo vivo,

Al remo condenado,

En la concha de Venus amarrado.

Por ti, como solía,

Del áspero caballo no corrige

La furia y gallardía,

Ni con freno le rige,

Ni con vivas espuelas ya le aflige.

Por ti, con diestra mano

No revuelve la espada presurosa,

Y en el dudoso llano

Huye la polvorosa

Palestra como sierpe ponzoñosa.

Por ti, su blanda musa,

En lugar de la cítara sonante,

Tristes querellas usa,

Que con llanto abundante

Hacen bañar el rostro del amante.

Por ti, el mayor amigo

Le es importuno, grave y enojoso;

Yo puedo ser testigo

Que ya del peligroso

Naufragio fui su puerto y su reposo.

Y agora en tal manera

Vence el dolor a la razón perdida,

Que ponzoñosa fiera

Nunca fue aborrecida

Tanto como yo dél, ni tan temida.

No fuiste tú engendrada

Ni producida de la dura tierra;

No debe ser notada

Que ingratamente yerra

Quien todo el otro error de sí destierra.

Hágate temerosa

El caso de Anaxárete, y cobarde,

Que de ser desdeñosa

Se arrepintió muy tarde;

Y así, su alma con su mármol arde.

Estábase alegrando

Del mal ajeno el pecho empedernido,

Cuando abajo mirando

El cuerpo muerto vido

Del miserable amante, allí tendido.

Y al cuello el lazo atado,

Con que desenlazó de la cadena

El corazón cuitado,

Que con su breve pena

Compró la eterna punición ajena.

Sintió allí convertirse

En piedad amorosa el aspereza.

¡Oh tarde arrepentirse!

¡Oh última terneza!

¿Cómo te sucedió mayor dureza?

Los ojos se enclavaron

En el tendido cuerpo que allí vieron,

Los huesos se tornaron

Más duros y crecieron,

Y en sí toda la carne convirtieron;

Las entrañas heladas

Tornaron poco a poco en piedra dura;

Por las venas cuitadas

La sangre su figura

Iba desconociendo y su natura;

Hasta que finalmente

En duro mármol vuelta y trasformada,

Hizo de sí la gente

No tan maravillada

Cuanto de aquella ingratitud vengada.

No quieras tú, señora,

De Némesis airada las saetas

Probar, por Dios, agora;

Baste que tus perfetas

Obras y hermosura a los poetas

Den inmortal materia,

Sin que también en verso lamentable

Celebren la miseria

De algún caso notable

Que por ti pase triste y miserable.