Noli me tángere Novela Tagala, Edición completa con notas de R. Sempau

LVI

Lo que se dice y lo que se cree

Dios amaneció al fin para el aterrorizado pueblo.

La calle donde se encuentra el cuartel y el tribunal continúa aún desierta y solitaria; las casas no dan signos de vida. No obstante, se abre con estrépito la hoja de madera de una ventana y se asoma una cabeza infantil, que gira en todos sentidos, alarga el cuello y mira en todas direcciones... ¡Plas! el ruido anuncia el brusco contacto de un cuero curtido con el fresco cuero humano; la boca del niño hace una mueca, sus ojos se cierran, desaparece, y la ventana se vuelve á cerrar.

El ejemplo está dado; aquel abrir y cerrar se ha oído sin duda, porque otra ventana se abre despacito y asómase con cautela la cabeza de una vieja, arrugada y sin dientes: es la misma hermana Putê que tanto alboroto armó mientras el padre Dámaso predicaba. Niños y viejas son los representantes de la curiosidad en la tierra: los primeros por el afán de saber, las segundas por el de recordar.

Sin duda no hay quien se atreva á darle un chinelazo, pues permanece allí, mira á lo lejos frunciendo las cejas, se enjuaga la boca, escupe con ruido y después se persigna. La casa de enfrente abre también tímidamente una ventanilla y da paso á hermana Rufa, la que no quiere engañar ni que le engañen. Ambas se miran un momento, sonríen, se hacen señas y vuelven á persignarse.

—¡Jesús! ¡Parecía una misa de gracia, un castillo!—dice hermana Rufa.

—Desde el saqueo del pueblo por Bálat no he visto otra noche igual,—contesta hermana Putê.

—¡Cuántos tiros! dicen que es la partida del viejo Pablo.

—¿Tulisanes? ¡No puede ser! Dicen que son los cuadrilleros contra los civiles. Por eso está preso D. Filipo.

¡Sanctus Deus! dicen que hay lo menos catorce muertos.

Otras ventanas se fueron abriendo, y rostros diferentes asomaron cambiándose saludos y haciendo comentarios.

A la luz del día, que prometía ser espléndido, veíanse á lo lejos soldados ir y venir, confusamente, como cenicientas siluetas.

—¡Allá va otro muerto!—dijo uno desde una ventana.

—¿Uno? Yo veo dos.

—Y yo... pero en fin ¿á que no sabéis qué fué?—preguntaba un hombre de rostro socarrón.

—¡Ya! los cuadrilleros.

—No, señor; ¡un alzamiento en el cuartel!

—¿Qué alzamiento? ¿El cura contra el alférez?

—Pues, nada de eso,—dice el que había hecho la pregunta;—son los chinos que se han sublevado.

Y volvió á cerrar su ventana.

—¡Los chinos!—repiten todos con el mayor asombro.

—¡Por eso, no se ve á ninguno!

—Habrán muerto todos.

—Yo ya me lo suponía que iban á hacer algo malo. Ayer...

—Yo ya lo veía. Anoche...

—¡Lástima!—decía hermana Rufa;—morirse todos antes de la Pascua, cuando vienen con sus regalos... Hubiesen esperado al año nuevo...

La calle se iba animando poco á poco: primero fueron los perros, gallinas, cerdos y palomas los que intentaron la circulación; á estos animales siguieron unos chicos andrajosos, cogidos del brazo y acercándose tímidamente hacia el cuartel; después, algunas viejas, con el pañuelo en la cabeza atado debajo de la barba, un grueso rosario en la mano, aparentando rezar para que los soldados les dejasen el paso libre. Cuando se vió que se podía andar sin recibir un tiro, entonces empezaron á salir los hombres, afectando indiferencia; al principio, sus paseos se limitaban por delante de su casa, acariciando el gallo; después probaron alargarlos, parándose de tiempo en tiempo, y así se llegaron hasta delante del tribunal.

Al cuarto de hora circularon otras versiones. Ibarra con sus criados había querido robar á María Clara, y capitán Tiago la había defendido, ayudado por la guardia civil.

El número de los muertos no era ya catorce, sino treinta; capitán Tiago está herido y se marcha ahora mismo con su familia para Manila.

La llegada de dos cuadrilleros, conduciendo en unas parihuelas una forma humana, y seguidos de un guardia civil, produjo gran sensación. Súpose que venían del convento; por la forma de los pies que colgaban, una conjeturó quién podía ser; un poco más lejos se dijo que lo era; más allá el muerto se multiplicó y se verificó el misterio de la Santísima Trinidad; después se renovó el milagro de los panes y los peces, y los muertos fueron ya treinta y ocho.

A las siete y media, cuando llegaron otros guardias civiles, procedentes de los pueblos vecinos, la versión que corría era ya clara y detallada.

—Acabo de venir del tribunal, donde he visto presos á don Filipo y á don Crisóstomo,—decía un hombre á hermana Putê;—he hablado con uno de los cuadrilleros que están de guardia. Pues bien, Bruno, el hijo de aquel que murió apaleado, lo declaró todo anoche. Como sabéis, capitán Tiago casa su hija con el joven español; don Crisóstomo, ofendido, quiso vengarse y trató de matar á todos los españoles, hasta al cura; anoche atacaron el cuartel y el convento; y felizmente, por la misericordia de Dios, el cura estaba en casa de capitán Tiago. Dicen que se escaparon muchos. Los guardias civiles quemaron la casa de don Crisóstomo, y si no le prenden antes, le queman también.

—¿Le quemaron la casa?

—Todos los criados están presos. ¡Ved como todavía se ve desde aquí el humo!—dice el narrador acercándose á la ventana;—los que vienen de allá cuentan cosas muy tristes.

Todos miran hacia el sitio indicado: una ligera columna de humo subía aún lentamente al cielo. Todos hacen comentarios más ó menos piadosos, más ó menos acusadores.

—¡Pobre joven!—exclama un viejo, el marido de la Putê.

—¡Sí!—le contesta ella;—pero mira que ayer no mandó decir misa por el alma de su padre, que sin duda la necesitará más que los otros.

—Pero, mujer, ¿no tienes tú compasión?...

—¿Compasión de los excomulgados? Es un pecado tenerla con los enemigos de Dios, dicen los curas. ¿Os acordáis? ¡En el campo santo andaba como en un corral!

—Pero si el corral y el campo santo se parecen,—responde el viejo;—sólo que en aquél no entran más que animales de una especie...

—¡Vamos!—le grita hermana Putê;—todavía vas á defender á quien Dios tan claramente castiga. Verás como te prenden á tí también. ¡Sostén una casa que se cae!

El marido se calló ante el argumento.

—¡Ya!—prosigue la vieja;—después de pegar al padre Dámaso, no le quedaba más que matar al padre Salví.

—Pero no me puedes negar que era bueno cuando chico.

—Sí, era bueno,—replica la vieja;—pero se fué á España; todos los que se van á España se vuelven herejes, han dicho los curas.

—¡Oy!—le replicó el marido que vió su revancha;—¿y el cura, y todos los curas, y el arzobispo, y el Papa, y la Virgen no son de España? ¡Abá! ¿serán también herejes? ¡abá!

Felizmente para hermana Putê, la llegada de una criada corriendo, toda azorada y pálida, cortó la discusión.

—¡Un ahorcado en la huerta del vecino!—decía jadeante.

—¡Un ahorcado!—exclamaron todos llenos de estupor.

Las mujeres se santiguaron; nadie pudo moverse de su sitio.

—Sí, señor, continúa la criada temblorosa;—iba yo á coger guisantes ... miro á la huerta del vecino para ver si estaba ... veo un hombre balancearse; creí que era Teo, el criado, que me da siempre.... Me acerco para ... coger guisantes, y veo que no es él sino otro, un muerto; corro, corro y...

—Vamos á verlo,—dice el viejo levantándose;—condúcenos.

—¡No te vayas!—le grita hermana Putê cogiéndole de la camisa;—¡te va á suceder una desgracia! ¿se ha ahorcado? ¡pues peor para él!

—Déjame verlo, mujer; vete al tribunal, Juan, á dar parte; acaso no esté aún muerto.

Y fuése á la huerta seguido de la criada, que se ocultaba detrás de él; las mujeres y la misma hermana Putê venían detrás, llenas de temor y curiosidad.

—Allá está, señor,—dijo la criada deteniéndose y señalando con el dedo.

La comisión se detuvo á respetable distancia, dejando al viejo avanzar solo.

Un cuerpo humano, colgado de la rama de un santol1, se balanceaba suavemente, impulsado por la brisa. Contemplóle el viejo algún tiempo; vió aquellos pies rígidos, los brazos, la ropa manchada, la cabeza doblada.

—No debemos tocarle hasta que llegue la justicia,—dijo en voz alta;—ya está rígido; hace mucho que está muerto.

Las mujeres se acercaron poco á poco.

—Es el vecino que vivía en aquella casita, el que ha llegado hace dos semanas; ved la cicatriz en la cara.

—¡Ave María!—exclamaron algunas mujeres.

—¿Rezamos por su alma?—preguntó una joven luego que hubo acabado de mirarlo y examinarlo.

—¡Tonta, hereje!—le riñe la hermana Putê,—¿no sabes lo que dijo el padre Dámaso? Es tentar á Dios rezar por un condenado; el que se suicida se condena irremisiblemente; por esto no se le entierra en lugar sagrado.

Y añadía:

—Ya me parecía que ese hombre iba á concluir mal; jamás pude averiguar de qué vivía.

—Yo le vi dos veces hablar con el sacristán mayor,—observó una joven.

—¡No sería ni para confesarse ni para encargar una misa!

Acudieron los vecinos, y un numeroso corro rodeó el cadáver, que aún continuaba oscilando. A la media hora vinieron un alguacil, el directorcillo y dos cuadrilleros; éstos lo descendieron y pusieron sobre unas parihuelas.

—La gente tiene prisa por morir,—dijo riendo el directorcillo, mientras se quitaba la pluma que tenía encima de la oreja.

Hizo sus preguntas capciosas, tomó declaración á la criada á quien procuraba enredar, ya mirándola con malos ojos, ya amenazándola, ya atribuyéndole palabras que no había dicho, tanto que ella, creyendo que iba á la cárcel, empezó á llorar y acabó por declarar que no buscaba guisantes sino que... y sacaba por testigo á Teo.

En el entretanto, un campesino con un ancho salakot y en el cuello un gran parche, examinaba el cadáver y la cuerda.

La cara no estaba más amoratada que el resto del cuerpo; encima de la ligadura se veían dos rasguños y dos pequeños cardenales ó equimosis; las rozaduras de la cuerda eran blancas y no tenían sangre. El curioso campesino examinó bien la camisa y el pantalón, notó que estaban llenos de polvo y rotos recientemente en algunos sitios; pero lo que más llamó su atención fueron las simientes de amores-secos2 pegadas hasta en el cuello de la camisa.

—¿Qué estás viendo?—le pregunta el directorcillo.

—Estaba viendo, señor, si le podía reconocer,—balbuceó medio descubriéndose, esto es, bajando más el salakot.

—¿No has oído que es un tal Lucas? ¿Estás durmiendo?

Todos se echaron á reir. El campesino, corrido, profirió algunas palabras, y retiróse cabizbajo, andando lentamente.

—¡Oy! ¿á dónde vais?—le grita el viejo;—¡por allí no se sale; por allí se va á casa del muerto!

—¡Todavía duerme el hombre!—dice el directorcillo con burla; habrá que echarle agua encima.

Los circunstantes volvieron á reir.

El campesino dejó el sitio donde tan mal papel había jugado, y se dirigió á la iglesia. En la sacristía preguntó por el sacristán mayor.

—¡Duerme aún!—le contestaron groseramente;—¿no sabéis que anoche saquearon el convento?

—Esperaré á que despierte.

Miráronle los sacristanes con esa grosería propia de gentes acostumbradas á ser mal tratadas.

En un rincón, que quedaba en sombras, dormía el tuerto en una silla larga. Los anteojos estaban colocados sobre la frente entre los largos mechones de pelos; el pecho, escuálido y raquítico, estaba desnudo y se elevaba y deprimía con regularidad.

El campesino sentóse cerca, dispuesto á aguardar pacientemente, pero se le cae una moneda y va á buscarla, ayudado de una vela, debajo del sillón del sacristán mayor. El campesino nota también simientes de amores secos en el pantalón y en las mangas de la camisa del dormido que despierta al fin, se restriega el único ojo sano, é increpa al hombre con bastante mal humor.

—¡Quería mandar decir una misa, señor!—contesta en tono de disculpa.

—Ya se han concluído todas las misas,—dice entonces el tuerto dulcificando un poco su acento;—si quieres para mañana... ¿Es para las almas del Purgatorio?

—No, señor,—contesta el campesino dándole un peso.

Y mirándole fijamente en el único ojo, añadió:

—Es para una persona que pronto va á morir.

Y abandonó la sacristía.

—¡Le hubiera podido pillar anoche!—dijo suspirando, mientras se quitaba el parche y se enderezaba para recobrar la cara y la estatura de Elías.


1 Sandoricum indicum, de Cavanilles (meliáceas). 

2 Desmodium canescens, De Cand., planta leguminosa.