LXIII
La Nochebuena
Arriba, en la vertiente de la montaña, junto á un torrente, se esconde entre los árboles una choza, construída sobre troncos. Sobre su techo de kogon1, trepa ramosa, cargada de frutas y flores, la calabaza; adornan el rústico hogar cuernas de venado, calaveras de jabalí, algunas con largos colmillos. Allí vive una familia tagala, dedicada á la caza y á cortar leñas.
A la sombra de un árbol, el abuelo hace escobas con los nervios de la palma, mientras una joven coloca en un cesto huevos de gallina, limones y legumbres. Dos muchachos, un niño y una niña, juegan al lado de otro, pálido, melancólico, de ojos grandes y mirada profunda, sentado sobre un caído tronco. En sus enflaquecidas facciones reconoceremos al hijo de Sisa, Basilio, el hermano de Crispín.
—Cuando te pongas bueno del pie,—le decía la niña,—jugaremos pico pico con escondite, yo seré la madre.
—Subirás con nosotros á la cumbre del monte, añadía el niño, beberás sangre de venado con zumo de limón y te pondrás grueso, y entonces te enseñaré á saltar de roca en roca, encima del torrente.
Basilio sonreía con tristeza, miraba la llaga de su pie, y después dirigía la vista al sol que brillaba espléndido.
—Vende estas escobas,—dijo el abuelo á la joven,—y compra algo para tus hermanos que hoy es la Pascua.
—¡Reventadores, quiero reventadores!—gritó el niño.
—¡Yo, una cabeza para mi muñeca!—gritó la niña, cogiendo á su hermana del tapis.
—Y tú ¿qué quieres?—preguntó el abuelo á Basilio.
Este se levantó trabajosamente y se acercó al anciano.
—Señor;—le dijo,—¿he estado, pues, enfermo más de un mes?
—Desde que te encontramos desmayado y lleno de heridas, han pasado dos lunas; creíamos que ibas á morir...
—¡Dios os pague; nosotros somos muy pobres!—repuso Basilio;—pero ya que hoy es Pascua, quiero irme al pueblo para ver á mi madre y á mi hermanito. Me estarán buscando.
—Pero, hijo, todavía no estás bueno y tu pueblo está lejos; no llegas á media noche.
—¡No importa, señor! Mi madre y mi hermanito deben estar muy tristes; todos los años pasamos juntos esta fiesta... el año pasado comimos un pescado entre nosotros tres... Madre habrá estado llorando buscándome.
—¡No llegarás vivo al pueblo, muchacho! Esta noche tenemos gallina y tapa de jabalí. Mis hijos te buscarán cuando vengan del campo...
—Tenéis muchos hijos, y mi madre no tiene más que á nosotros dos; acaso me cree ya muerto. Esta noche quiero darle una alegría, un aguinaldo... un hijo.
El anciano sintió humedecerse sus ojos, puso la mano sobre la cabeza del niño y le dijo conmovido:
—¡Pareces un viejo! ¡Anda, vete, busca á tu madre, dale el aguinaldo... de Dios, como dices; si hubiese sabido el nombre de tu pueblo, habría ido allá cuando estabas malo. Anda, hijo mío, que Dios y el Señor Jesus te acompañen. Lucía, mi nieta, irá contigo hasta el próximo pueblo.
—¿Cómo? ¿te vas?—le pregunta el niño.—Allá abajo hay soldados, hay machos ladrones. ¿No quieres ver mis reventadores? ¡Pum purumpum!
—¿No quieres jugar gallina ciega con escondite?—pregunta á su vez la niña;—¿te has escondido alguna vez? Verdad, no hay cosa más agradable que ser perseguido y esconderse.
Basilio se sonrió; cogió su bastón y con lágrimas en los ojos:
—Volveré pronto,—dijo;—traeré á mi hermanito, le veréis y jugaréis con él; es tan grande como tú.
—¿Anda también cojeando?—preguntó la niña;—entonces le haremos madre en el pico pico.
—No te olvides de nosotros,—le decía el anciano;—llévate esta tapa de jabalí y dáselo á tu madre.
Los niños le acompañaron hasta el puente de caña, colocado sobre el torrente de alborotado curso.
Lucía le hizo apoyarse sobre su brazo y desaparecieron de la vista de los niños.
Basilio marchaba ligero á pesar de su pierna vendada.
El viento del norte silba y los habitantes de San Diego tiritan de frío.
Es la Nochebuena, y sin embargo, el pueblo está triste. Ni un farol de papel cuelga de las ventanas, ningún ruido en las casas anuncia regocijo como otros años.
En el entresuelo de la casa de capitán Basilio, hablan al lado de una reja éste y don Filipo (la desgracia del último los había hecho amigos), mientras que en la otra miran hacia la calle Sinang, su prima Victoria y la bella Iday.
La luna, menguante, empezaba á brillar en el horizonte y doraba nubes, árboles y casas, proyectando largas y fantásticas sombras.
—¡No es poca fortuna la vuestra, salir absueltos en estos tiempos!—decía capitán Basilio á don Filipo; os han quemado vuestro libros, sí, pero otros han perdido más.
Una mujer se acercó á la reja y miró hacia el interior. Sus ojos eran brillantes, sus facciones demacradas, su cabellera suelta y desgreñada: la luna le daba un aspecto singular.
—¡Sisa!—exclamó sorprendido don Filipo,—y volviéndose á capitán Basilio, mientras la loca se alejaba.
—¿No estaba en casa de un médico?—preguntó;—¿se ha curado ya?
Capitán Basilio se sonrió amargamente.
—El médico tuvo miedo de que le acusasen como amigo de don Crisóstomo y la despidió de su casa. Ahora vaga otra vez tan loca como siempre, canta, es inofensiva y vive en el bosque...
—¿Qué cosas más han sucedido en el pueblo desde que lo dejamos? Sé que tenemos cura nuevo y nuevo alférez...
—¡Terribles tiempos, la humanidad retrocede!—murmura capitán Basilio pensando en el pasado.—Veréis: al día siguiente de vuestra marcha encontraron muerto al sacristán mayor, colgado del zaquizamí de su casa. El padre Salví sintió mucho su muerte y se apoderó de todos sus papeles. ¡Ah! el filósofo Tasio murió también y fué enterrado en el cementerio de los chinos.
—¡Pobre don Anastasio!—suspiró don Filipo;—y ¿sus libros?
—Fueron quemados por los piadosos, que así creían agradar á Dios. Nada pude salvar, ni los libros de Cicerón... el gobernadorcillo no hizo nada por impedirlo.
Ambos guardaron silencio.
En aquel momento se oía el canto triste y melancólico de la loca.
—¿Sabes cuándo se casa María Clara?—preguntaba Yday á Sinang.
—No lo sé,—contestó ésta:—recibí una carta de ella, pero no la abro por temor de saberlo. ¡Pobre Crisóstomo!
—Dicen que si no es por Linares, á capitán Tiago le ahorcan; ¿qué iba á hacer María Clara?—observó Victoria.
Un muchacho pasó cojeando; corría en dirección á la plaza, de donde partía el canto de Sisa. Es Basilio. El niño ha encontrado su casa, desierta y en ruinas; después de muchas preguntas sólo sacó que su madre estaba loca y vagaba por el pueblo: de Crispín ni una palabra.
Basilio tragóse las lágrimas, ahogó el dolor y sin descansar fué á buscar á su madre. Llegó al pueblo, preguntó por ella y un canto hirió sus oídos. El infeliz dominó el temblor de sus piernas y quiso correr para arrojarse en los brazos de su madre.
La loca dejó la plaza y se llegó delante de la casa del nuevo alférez. Ahora como antes hay un centinela en la puerta, y una cabeza de mujer se asoma á la ventana, pero no es la Medusa, es una joven: alférez y desgraciado no son sinónimos.
Sisa empezó á cantar delante de la casa, mirando á la luna, que se mecía majestuosa en el cielo azul entre nubes de oro. Basilio la veía y no se atrevía á acercarse, esperando quizás que abandone el sitio; andaba de un lado á otro, pero evitando aproximarse al cuartel.
La joven que estaba en la ventana escuchaba atenta el canto de la loca, y mandó al centinela que le hiciese subir.
Sisa, al ver acercarse al soldado y oir su voz, llena de terror, echóse á correr, y sabe Dios cómo corre una loca. Basilio sigue detrás de ella, y temiendo perderla, corre y olvida los dolores de sus pies.
—¡Mirad cómo ese muchacho persigue á la loca!—exclamaba indignada una criada que estaba en la calle.
Y viendo que la seguía persiguiendo, cogió una piedra y la lanzó contra él diciendo:
—¡Toma! ¡qué lástima que esté atado el perro!
Basilio sintió un golpe en su cabeza, pero continuó corriendo sin hacer caso. Los perros le ladraban, los gansos graznaban, unas ventanas se abrían para dar paso á un curioso; cerrábanse otras temiéndose otra noche de alborotos.
Llegaron fuera del pueblo. Sisa empezó á moderar su carrera; gran distancia la separaba de su perseguidor.
—¡Madre!—le gritó cuando la distinguió.
La loca, apenas oyó la voz, comenzó de nuevo á huir.
—¡Madre, soy yo!—gritó el muchacho desesperado.
La loca no oía, el hijo seguía jadeante. Los sembrados habían pasado y estaban ya cerca del bosque.
Basilio vió á su madre entrar en él y entró también. Las matas, los arbustos, los espinosos juncos y las raíces salientes de los árboles impedían la carrera de ambos. El hijo seguía la silueta de su madre, alumbrada de cuando en cuando por los rayos de la luna, penetrando al través de los claros y las ramas. Era el misterioso bosque de la familia de Ibarra.
El muchacho tropezó varias veces cayendo, pero se levantaba, no sentía dolor; toda su alma se reconcentraba en sus ojos, que seguían la querida figura.
Pasaron el arroyo que murmuraba dulcemente; las espinas de las cañas, caídas en el barro de la orilla, se hundían en sus pies desnudos: Basilio no se detenía para arrancarlas.
Con gran sorpresa vió que su madre se internaba en la espesura y entraba por la puerta de madera, que cierra la tumba del viejo español al pié del balitî.
Basilio trató de hacer lo mismo pero halló la puerta cerrada. La loca defendía la entrada con sus descarnados brazos y desgreñada cabeza, manteniéndola cerrada con todas sus fuerzas.
—¡Madre, soy yo, soy yo, soy Basilio, vuestro hijo!—gritó el extenuado muchacho dejándose caer.
Pero la loca no cedía; apoyándose con los pies contra el suelo ofrecía una enérgica resistencia.
Basilio golpeó la puerta con el puño, con su cabeza, bañada en sangre, lloró, pero en vano. Levantóse trabajosamente, miró al muro, pensando escalarlo, pero nada halló. Lo rodeó entonces y vió una rama del fatídico baliti cruzándose con la de otro árbol. Trepó: su amor filial hacía milagros, y de rama en rama pasó al balitî, y vió á su madre sosteniendo aún con su cabeza las hojas de la puerta.
El ruido que hacía en las ramas llamó la atención de Sisa; volvióse y quiso huir, pero el hijo, dejándose caer del árbol, la abrazó y la cubrió de besos, perdiendo después el sentido.
Sisa vió la frente bañada en sangre; inclinóse hacia él, sus ojos parecían saltar de las órbitas; le miró en la cara, y aquellas pálidas facciones sacudieron las dormidas células de su cerebro, algo como una chispa brotó en su mente, reconoció á su hijo y, soltando un grito, cayó sobre el desmayado muchacho, abrazándole y besándole.
Madre é hijo permanecieron inmóviles...
Cuando Basilio volvió en sí halló á su madre sin sentido. La llamó, prodigóle los más tiernos nombres y, viendo que ni respiraba ni despertaba, levantóse, fué al arroyo á sacar un poco de agua en un cucurucho de hojas de plátano y roció con ella el pálido rostro de su madre. Pero la loca no hizo el menor movimiento, sus ojos continuaron cerrados.
Basilio la miró espantado; aplicó su oído al corazón de ella, pero el flaco y marchito seno estaba frío y el corazón no latía: puso los labios sobre sus labios y no percibió ningún aliento. El desgraciado abrazó el cadáver y lloró amargamente.
La luna brillaba en el cielo majestuosa, la brisa vagaba suspirando y debajo de la hierba los grillos trinaban.
La noche de luz y alegría para tantos niños, que en el amable seno de la familia celebran la fiesta de más dulces recuerdos, la fiesta que conmemora la primera mirada de amor que el cielo envió á la tierra; esa noche en que todas las familias cristianas comen, beben, bailan, cantan, ríen, juegan, aman, se besan... esa noche, que en los países fríos es mágica para la niñez con su tradicional árbol de pino, cargado de luces, muñecas, confites y oropeles, que miran deslumbrados los redondos ojos donde se refleja la inocencia, esa noche no ofrece á Basilio más que una orfandad. ¿Quién sabe? Acaso en el hogar del taciturno padre Salví juegan también los niños, acaso se canta:
La Nochebuena se viene,
La Nochebuena se va...
El niño lloró y gimió mucho y cuando levantó la cabeza, vió un hombre delante de sí, que le contemplaba en silencio. El desconocido le preguntó en voz baja:
—¿Eres el hijo?
El muchacho afirmó con la cabeza.
—¿Qué piensas hacer?
—¡Enterrarla!
—¿En el cementerio?
—No tengo dinero, y además no lo permitiría el cura.
—¿Entonces...?
—Si me quisiéseis ayudar...
—Estoy muy débil,—contestó el desconocido que se dejó caer poco á poco en el suelo, apoyándose con ambas manos en tierra;—estoy herido... hace dos días que no he comido ni dormido... ¿No ha venido ninguno esta noche?
El hombre permaneció pensativo, contemplando la interesante fisonomía del muchacho.
—¡Escucha!—continuó en voz más débil;—habré muerto también antes que venga el día... A veinte pasos de aquí, á la otra orilla del arroyo, hay mucha leña amontonada; tráela, haz una pira, pon nuestros cadáveres encima, cúbrelos y prende fuego, mucho fuego hasta que nos convirtamos en cenizas...
Basilio escuchaba.
—Después, si ningún otro viene... cavarás aquí, encontrarás mucho oro... y todo será tuyo. ¡Estudia!
La voz del desconocido se hacía cada vez más ininteligible.
—Ve á buscar la leña... quiero ayudarte.
Basilio se alejó. El desconocido volvió la cara hacia el Oriente y murmuró como orando:
—¡Muero sin ver la aurora brillar sobre mi patria!... ¡vosotros, que la habéis de ver, saludadla... no os olvidéis de los que han caído durante la noche!
Levantó sus ojos al cielo, sus labios se agitaron como murmurando una plegaria, después bajó la cabeza y cayó lentamente en tierra...
Dos horas más tarde, Hermana Rufa estaba en el batalan2 de su casa haciendo sus abluciones matinales para ir á misa. La piadosa mujer miraba al cercano bosque y vió subir una gruesa columna de humo; frunció las cejas y, llena de santa indignación, exclamó:
—¿Quién será el hereje que en día de fiesta hace kaingin3. ¡Por eso vienen tantas desgracias! ¡Prueba ir al Purgatorio y verás si te saco de allá, salvaje!
Epílogo
Viviendo aún muchos de nuestros personajes, y habiendo perdido de vista á los otros, es imposible un verdadero epílogo. Para bien de la gente, mataríamos con gusto á todos nuestros personajes empezando por el P. Salví y acabando por doña Victorina, pero no es posible... ¡que vivan! el país y no nosotros los ha de alimentar al fin...
Desde que María Clara entró en el convento, el P. Dámaso dejó el pueblo para vivir en Manila, al igual del P. Salví, que, mientras espera mitra vacante, predica varias veces en la iglesia de Santa Clara, en cuyo convento desempeña un cargo importante. No pasaron muchos meses, y el P. Dámaso recibió orden del M. R. P. Provincial para desempeñar el curato en una provincia muy lejana. Cuéntase que tomó tanto pesar en ello, que al día siguiente le hallaron muerto en su alcoba. Unos dijeron que murió de apoplejía, otros de una pesadilla, pero el médico disipó las dudas declarando que murió de repente.
Ninguno de nuestros lectores reconocería ahora á capitán Tiago si le viese. Ya semanas antes de profesar María Clara cayó en un estado de abatimiento tal, que empezó á enflaquecer y á ponerse muy triste, meditabundo y desconfiado, como su examigo, el infeliz capitán Tinong. Tan pronto como las puertas del convento se cerraron, ordenó á su desconsolada prima, la tía Isabel, recogiese cuanto á su hija y difunta esposa había pertenecido, y se fuese á Malabón ó San Diego, pues quería vivir solo en adelante. Dedicóse al liampó y á la gallera con furia, y empezó á fumar opio. Ya no va á Antipolo, ni manda decir misas; doña Patrocinio, su vieja competidora, celebra piadosamente su triunfo, poniéndose á roncar durante los sermones. Si alguna vez, al caer de la tarde, os paseáis por la primera calle de Santo Cristo, veréis, sentado en la tienda de un chino, un hombre pequeño, amarillo, flaco, encorvado, con los ojos hundidos y soñolientos, labios y uñas de un color sucio, mirando á la gente como si no la viese. Al llegar la noche le veréis levantarse con trabajo, y, apoyado en un bastón, dirigirse á una estrecha esquinita, entrar en una sucia casucha, encima de cuya puerta se lee en grandes letras rojas: FUMADERO PÚBLICO DE ANFION1. Este es aquel capitán Tiago tan célebre, hoy completamente olvidado, hasta del mismo sacristán mayor.
Doña Victorina ha añadido á sus rizos postizos y á su andaluzamiento, si se nos permite la palabra, la nueva costumbre de querer guiar los caballos del coche, obligando á don Tiburcio á estarse quieto. Como por la debilidad de su vista sucedían muchas calamidades, ella usa ahora quevedos, que le dan un aspecto famoso. El doctor no ha vuelto á ser llamado para asistir á nadie; los criados le ven muchos días de la semana sin dientes, lo cual, como saben nuestros lectores, es de muy mal agüero.
Linares, único defensor de este desgraciado, hace tiempo descansa en Paco víctima de una disentería y de los malos tratamientos de su cuñada.
El victorioso alférez se fué á España de teniente con grado de comandante, dejando á su amable mujer en su camisa de franela, cuyo color es ya incalificable. La pobre Ariadna, al verse abandonada, se consagró también, como la hija de Minos, al culto de Baco y al cultivo del tabaco, y bebe y fuma con tal pasión, que ya la temen no sólo las jovencitas sino también las viejas y los chiquillos.
Vivirán probablemente aún nuestros conocidos del pueblo de San Diego, si es que no se han muerto en la explosión del vapor «Lipa», que hacía el viaje á la provincia. Como nadie se cuidó de saber quiénes fueron los infelices que en aquella catástrofe murieron, á quiénes pertenecieron las piernas y brazos desparramados en la isla de la Convalecencia y en las orillas del río, ignoramos por completo si entre ellos iba algún conocido de nuestros lectores. Estamos satisfechos, como el gobierno y la prensa de entonces, con saber que el único fraile que en el vapor estaba se ha salvado y no pedimos más. Lo principal para nosotros es la vida de los virtuosos sacerdotes, cuyo reinado en Filipinas conserve Dios para bien de nuestras almas2.
De María Clara no se volvió á saber nada más, sino que el sepulcro parece la guarda en su seno. Hemos preguntado á varias personas de mucha influencia en el santo convento de Santa Clara, pero nadie nos ha querido decir una sola palabra, ni aun las charlatanas devotas, que reciben la famosa fritada de hígados de gallinas, y la salsa más famosa aún, llamada «de las monjas», preparada por la inteligente cocinera de las Vírgenes del Señor.
Sin embargo, una noche de Septiembre rugía el huracán y azotaba con sus gigantescas alas los edificios de Manila; el trueno retumbaba á cada instante; relámpagos y rayos alumbraban por momentos los estragos del vendaval y sumían á los habitantes en espantoso terror. La lluvia caía á torrentes. A la luz del relámpago ó del rayo que culebreaba se veía un pedazo de techo, una ventana volar por los aires, desplomarse con horrible estrépito: ni un coche, ni un caminante atravesaba las calles. Cuando el ronco eco del trueno, cien veces repercutido, se perdía á lo lejos, entonces se oía suspirar al viento, que arremolinaba la lluvia, produciendo un repetido trac-trac contra las conchas de las cerradas ventanas.
Dos guardias cobijábanse en un edificio que se construía cerca del convento: eran un soldado y un distinguido.
—¿Qué hacemos aquí?—decía el soldado;—nadie anda por la calle... debíamos irnos á una casa; mi querida vive en la calle del Arzobispo.
—De aquí allá hay buen trecho y nos mojaremos,—contesta el distinguido.
—¿Qué importa con tal que no mate el rayo?
—¡Bah! no tengas cuidado; las monjas deben tener un pararrayos para librarse.
—¡Sí!—dice el soldado;—¿pero de qué sirve si está la noche tan oscura?
Y levantó la vista hacia lo alto para ver en la oscuridad: en aquel momento brilló un relámpago repetido y seguido de un formidable trueno.
—¡Naku! ¡Susmariósep!3—exclamó el soldado persignándose, y estirando á su compañero:—¡vámonos de aquí!
—¿Qué te pasa?
—¡Vámonos, vámonos de aquí!—repitió castañeteándole los dientes de miedo.
—¿Qué has visto?
—¡Un fantasma!—murmuró todo tembloroso.
—¡Un fantasma?
—¡Sobre el tejado... debe ser la monja que recoge brasas durante la noche!
El distinguido sacó la cabeza y quiso ver.
Brilló otro relámpago y una vena de fuego surcó el cielo, dejándose oir un horrible estallido.
—¡Jesús!—exclamó persignándose también.
En efecto, á la brillante luz del meteoro había visto una figura blanca, de pie, casi sobre el caballete del tejado, dirigidos al cielo los brazos y la cara, como implorándole. ¡El cielo respondía con rayos y truenos!
Tras el trueno se oyó un quejido triste.
—¡No es el viento, es el fantasma!—murmuró el soldado como respondiendo á la presión de mano de su compañero.
—¡Ay! ¡ay!—cruzaba el aire sobreponiéndose al ruido de la lluvia: el viento no podía cubrir con sus silbidos aquella voz dulce y lastimera, llena de desconsuelo.
Brilló otro relámpago de una deslumbrante intensidad.
—¡No, no es fantasma!—exclamó el distinguido;—la he visto otra vez; es hermosa como la Virgen... ¡Vámonos de aquí y demos parte!
El soldado no se hizo repetir la invitación y ambos desaparecieron.
¿Quién gime en medio de la noche, á pesar del viento, de la lluvia y de la tempestad? ¿quién es la tímida virgen, la esposa de Jesucristo, que desafía los desencadenados elementos y escoge la tremenda noche y el libre cielo, para exhalar desde una peligrosa altura sus quejas á Dios? ¿Habrá abandonado el Señor su templo en el convento y no escucha ya las plegarias? ¿no dejarán tal vez sus bóvedas que la aspiración del alma suba hasta el trono del Misericordioso?
La tempestad se desencadenó furiosa durante casi toda la noche; durante la noche no brilló una sola estrella; los ayes desesperados, mezclados con los suspiros del viento, continuaron, pero hallaron sordos á la naturaleza y á los hombres: Dios se había velado y no oía.
Al día siguiente, cuando, despejado el cielo de oscuras nubes, el sol brilló de nuevo en medio del éter purificado, un coche se detenía á la puerta del convento de Santa Clara y descendía de él un hombre, que se dió á conocer como representante de la autoridad y pidió hablar inmediatamente con la abadesa y ver á todas las monjas.
Cuéntase que apareció una con el hábito todo mojado, hecho jirones, y pidió llorando el amparo del hombre contra las violencias de la hipocresía delatando horrores. Cuéntase también que era hermosísima, que tenía los más bellos y expresivos ojos que jamás se hayan visto.
El representante de la autoridad no la acogió: parlamentó con la abadesa y la abandonó á pesar de sus ruegos y lágrimas. La joven monja vió cerrarse la puerta detrás del hombre, como el condenado vería cerrarse para él las puertas del cielo, si alguna vez el cielo llegaba á ser tan cruel é insensible como los hombres. La abadesa decía que era una loca.
El hombre no sabría tal vez que en Manila hay un hospicio para dementes, ó acaso juzgaría que el convento de monjas era sólo un asilo de locas, aunque se pretende que aquel hombre era bastante ignorante, sobre todo para poder decidir cuándo una persona está en su juicio ó no.
Cuéntase también que el general señor J.4—pensó de otra manera, y que cuando el hecho llegó á sus oídos, quiso proteger á la loca y la pidió.
Pero esta vez no apareció ninguna hermosa y desamparada joven, y la abadesa no permitió que se visitase el claustro, invocando para ello el nombre de la religión y los Santos Estatutos.
Del hecho no se volvió á hablar más, como tampoco de la infeliz María Clara.
FIN