XI
Los soberanos
Dividíos é imperad.
(Nuevo Maquiavelo.)
¿Quiénes eran los caciques del pueblo?
No lo fué don Rafael cuando vivía, aunque era el más rico, tenía más tierras, y casi todos le debían favores. Como era modesto y procuraba quitar el valor á cuanto hacía, en el pueblo no formó nunca su partido, y ya vimos como se le levantaron en contra cuando le vieron vacilar.—¿Sería Cpn. Tiago?—Cuando llegaba, era en verdad recibido de sus deudores con orquesta, le daban banquete y le colmaban de regalos: las mejores frutas cubrían su mesa; si se cazaba un venado ó jabalí, él tenía un cuarto; si encontraba hermoso el caballo de un deudor, media hora después lo veía en su cuadra: todo esto es verdad, pero se reían de él y le llamaban en secreto Sacristán Tiago.
¿Acaso el gobernadorcillo?
Este era un infeliz que no mandaba, obedecía; no reñía á nadie, era reñido; no disponía, disponían de él; en cambio, tenía que responder al Alcalde Mayor de cuanto le habían mandado, ordenado y dispuesto como si todo hubiese salido de su cráneo, pero, sea dicho en su honor, él do ha robado ni usurpado esta dignidad: le ha costado cinco mil pesos y muchas humillaciones, y por lo que le renta, le parece muy barata.
¡Vamos! ¡entonces será Dios!
¡Ah! el buen Dios no turbaba las conciencias ni el sueño de sus habitantes: por lo menos no les hacía temblar, y si les hubiesen hablado de El por casualidad en algún sermón, de seguro que habrían pensado suspirando: ¡Si sólo hubiese un Dios!... Del buen Señor se ocupaban poco: bastante que hacer daban los santos y las santas. Dios para aquella gente había pasado á ser como esos pobres reyes que se rodean de favoritos y favoritas: el pueblo sólo hace la corte á estos últimos.
San Diego era una especie de Roma, pero no Roma cuando el tuno de Rómulo trazaba con el arado sus murallas, ni cuando después, bañándose en sangre propia y ajena, dictaba leyes al mundo, no: era como la Roma contemporánea con la diferencia de que en vez de monumentos de mármol y coliseos, tenía monumentos de saualî1 y gallera de nipa. El cura era el Papa en el Vaticano; el alférez de la guardia civil el Rey de Italia en el Quirinal, se entiende, todo en proporción con el saualî y la gallera de nipa. Y aquí como allá resultaban continuos disgustos, pues cada cual, queriendo ser el señor, hallaba sobrante al otro. Expliquémonos y describamos las cualidades de ambos.
Fray Bernardo Salví era aquel joven y silencioso franciscano de que ya hemos hablado antes. Por sus costumbres y modales distinguíase mucho de sus hermanos y más aún de su predecesor, el violento P. Dámaso. Era delgado, enfermizo, casi constantemente pensativo, estricto en el cumplimiento de los deberes religiosos y cuidadoso de su buen nombre. Un mes después de su llegada, casi todos se hicieron hermanos de la V. O. T.2, con gran tristeza de su rival, la Cofradía del Santísimo Rosario. El alma saltaba de alegría al ver en cada cuello cuatro ó cinco escapularios y en cada cintura un cordón con nudos, y aquellas procesiones de cadáveres ó fantasmas con hábitos de guingón. El sacristán mayor se hizo un capitalito vendiendo ó dando de limosna, que es como se debe de decir, todos los objetos necesarios para salvar el alma y combatir al diablo: sabido es que este espíritu, que antes se atrevía á contradecirle á Dios mismo cara á cara, dudando de sus palabras, como se dice en el libro santo de Job; que llevó por los aires á N. S. Jesucristo, como después en la Edad Media con las brujas, y continúa, dicen, haciéndolo aún con los asuang3 de Filipinas, parece que hoy se ha vuelto tan vergonzoso, que no puede resistir la vista de un paño en que hay pintados dos brazos y teme los nudos de un cordón; pero esto no prueba otra cosa sino que se progresa también por este lado, y el diablo es retrógrado ó al menos conservador como todo el que vive en las tinieblas, si no quiere que le atribuyamos debilidades de doncella de quince años.
Como decíamos, el P. Salví era muy asiduo en cumplir con sus deberes; según el alférez, demasiado asiduo. Mientras predicaba—era muy amigo de predicar—se cerraban las puertas de la iglesia; en esto se parecía á Nerón que no dejaba salir á nadie mientras cantaba en el teatro; pero aquél lo hacía para el bien y éste para el mal de las almas.—Toda falta de sus subordinados la solía castigar con multas, pues pegaba muy raras veces: en lo que se diferenciaba también mucho del P. Dámaso, el cual todo lo arreglaba á puñetazos y bastonazos, que daba riendo y con la mejor buena voluntad. Por esto no se le podía querer mal; estaba convencido de que sólo a palos se le trata al indio; así lo había dicho un fraile que sabía escribir libros y él lo creía pues no discutía nunca lo impreso: de esta modestia se podían quejar muchas personas.
Fr. Salví pegaba rarísimas veces pero como decía un viejo filósofo del pueblo, lo que faltaba en cantidad, abundaba en cualidad, pero tampoco por esto se le podía querer mal. Los ayunos y abstinencias, empobreciendo su sangre, exaltaban sus nervios y, como decía la gente, se le subía el viento á la cabeza. De esto venía á resultar que las espaldas de los sacristanes no distinguían bien cuando un cura ayunaba mucho ó comía mucho.
El único enemigo de este poder espiritual con tendencias de temporal, era, como ya dijimos, el alférez. El único, pues cuentan las mujeres que el diablo anda huyendo de él, porque un día, habiéndose atrevido á tentarle, fué cogido, atado al pie del catre, azotado con el cordón, y sólo fué puesto en libertad después de nueve días.
Como es consiguiente, el que después de esto se haga todavía enemigo de un hombre como tal, llega á tener peor fama que los mismos pobres é incautos diablos, y el alférez merecía su suerte. Su señora, una vieja filipina con muchos coloretes y pinturas, llamábase doña Consolación; el marido y otras personas la llamaban de otra manera. El alférez vengaba sus desgracias matrimoniales en su propia persona emborrachándose como una cuba, mandando á sus soldados hacer ejercicios al sol, quedándose él en la sombra, ó más á menudo, sacudiendo á su señora, que, si no era un cordero de Dios para quitar los pecados de nadie, en cambio servía para ahorrarle muchas penas del Purgatorio, si acaso iba allá, lo que ponen en duda las devotas. El y ella, como bromeando, se zurraban de lo lindo y daban espectáculos gratis á los vecinos: concierto vocal é instrumental, á cuatro manos, piano, fuerte, con pedal y todo.
Cada vez que estos escándalos llegaban á oídos del P. Salví, éste se sonreía y se persignaba, rezando después un padrenuestro; llamábanle carca, hipócrita, carlistón, avaro; el P. Salví se sonreía también y rezaba más. El alférez siempre contaba á los pocos españoles que le visitaban, la anécdota siguiente:
—¿Va usted al convento á visitar al curita Moscamuerta? ¡Ojo! Si le ofrece chocolate, ¡lo cual dudo!... pero en fin si le ofrece, ponga atención. ¿Llama al criado y dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate, ¿eh? entonces quédese, sin temor, pero si dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate ¿ah? entonces coja usted el sombrero y márchese corriendo.
—¿Qué? preguntaba el otro espantado ¿da jicarazo? ¡Caramba!
—¡Hombre tanto, no!
—¿Entonces?
—Chocolate ¿eh? significa espeso, y chocolate ¿ah? aguado.
Pero creemos que esto sea calumnia del alférez, pues la misma anécdota se atribuye también á muchos curas. A menos que sea cosa de la Corporación...
Para hacerle daño prohibió el militar, inspirado por su señora, que nadie paseara arriba de las nueve de la noche. Doña Consolación pretendía haber visto al cura, disfrazado con camisa de piña y salakot de nitô4, pasearse á altas horas de la noche. Fr. Salví se vengaba santamente: al ver al alférez entrar en la iglesia, mandaba disimuladamente al sacristán cerrar todas las puertas, y entonces se subía al púlpito y empezaba á predicar hasta que los santos cerraban los ojos, y le murmuraba ¡por favor! la paloma de madera sobre su cabeza, la imagen del Espíritu divino. El alférez, como todos los impenitentes, no por eso se corregía: salía jurando y tan pronto como podía pillar á un sacristán ó un criado del cura, le detenía, le zurraba, le hacía fregar el suelo del cuartel y el de su propia casa, que entonces se ponía decente. El sacristán, al ir á pagar la multa, que el cura le imponía por su ausencia, exponía los motivos. Fr. Salví le oía silencioso, guardaba el dinero, y por de pronto soltaba á sus cabras y carneros para que fuesen á pacer en el jardín del alférez, mientras buscaba un tema nuevo para otro sermón mucho más largo y edificante. Pero estas cosas no eran obstáculo ninguno, para que, si después se veían, se diesen la mano y se hablasen cortesmente.
Cuando el marido dormía el vino ó roncaba la siesta y doña Consolación no podía reñir con él, entonces acomodábase en la ventana con su puro en la boca y su camisa de franela azul. Ella, que no puede soportar á la juventud, dardea desde allí con sus ojos á las muchachas y las moteja. Estas la temen, desfilan confusas sin poder levantar sus ojos, apresurando el paso y conteniendo la respiración. Doña Consolación tenía una gran virtud: parecía no haber mirado nunca un espejo.