Noli me tángere Novela Tagala, Edición completa con notas de R. Sempau

XL

El derecho y la fuerza

Serían las diez de la noche. Los últimos cohetes suben perezosamente por el cielo obscuro, donde, brillan cual nuevos astros, algunos globos de papel, elevados hacía poco merced al humo y al aire calentado. Algunos, adornados de fuegos artificiales, se incendiaron amenazando las casas todas; por esto siguen viéndose aún hombres sobre los caballetes de los tejados, armados de una larga caña con un trapo en la punta y provistos de un cubo de agua. Sus negras siluetas se destacan en la vaga claridad del aire, y parecen fantasmas descendidos de los espacios para presenciar los regocijos de los hombres.—Habíanse quemado también multitud de ruedas, castillos, toros ó carabaos de fuego y un gran volcán que ha superado en hermosura y grandiosidad á cuanto hasta entonces habían visto los habitantes de San Diego.

Ahora se dirige la gente en masa hacia la plaza del pueblo para asistir por última vez al teatro. Acá y allá se ven luces de Bengala, alumbrando fantásticamente los alegres grupos; los chicos se valen de antorchas para buscar entre la hierba bombas falladas y otros restos que pudieran utilizarse, pero la música da la señal y todos abandonan la pradera.

El gran tablado está espléndidamente iluminado: miles de luces rodean los puntales, penden del techo y siembran el suelo en apiñados grupos. De ellas cuídase un alguacil y cuando se adelanta para arreglarlas, el público le silba y grita:—¡Ya está, ahí está!

Delante del escenario templa la orquesta los instrumentos, preludia aires; detrás de ésta se encuentra el sitio de que hablaba el corresponsal en su carta. La principalía del pueblo, los españoles y los ricos forasteros iban ocupando las alineadas sillas. El pueblo, la gente sin títulos ni tratamientos, ocupaba el resto de la plaza; algunos cargaban un banco á cuestas, más que para sentarse para remediar la falta de estatura: esto provocaba ruidosas protestas por parte de los desbancados; aquellos descendían inmediatamente, pero pronto volvían á subir como si nada hubiera pasado.

Idas y venidas, gritos, exclamaciones, carcajadas, un buscapié rezagado, un reventador ó petardo aumentaban el bullicio. Acá se le rompe el pie á un banco y caen al suelo, á las risotadas de la multitud, personas que habían venido de lejos para ver, y ahora resultaban vistas; allá riñen y disputan por el sitio; un poco más distante se oye un estrépito de copas y botellas que se rompen: es Andeng que lleva refrescos y bebidas; con ambas manos sostiene cuidadosa la ancha bandeja, pero se encuentra con el novio que quiere aprovecharse de la situación...

El teniente mayor, don Filipo, preside el espectáculo, pues el gobernadorcillo es aficionado al monte; don Filipo habla con el viejo Tasio:

—¿Qué he de hacer?—decía;—el alcalde no ha querido admitir mi dimisión; «¿no se siente usted con fuerzas para cumplir con sus deberes?» me preguntó.

—Y ¿qué le ha contestado usted?

—¡Señor alcalde! le contesté; las fuerzas de un teniente mayor, por insignificantes que pudiesen ser, son como las de toda autoridad: vienen de esferas superiores. El rey mismo recibe las suyas del pueblo, y el pueblo de Dios. Carezco de esto precisamente, señor alcalde.—Pero el alcalde no me quiso escuchar y me dijo que ya hablaríamos de esto después de las fiestas.

—¡Entonces que Dios ayude á usted!—dijo el viejo y trató de irse.

—¿No quiere usted ver la función?

—¡Gracias! para soñar y disparatar me basto yo solo,—contestó con risa sarcástica el filósofo;—pero ahora me acuerdo, ¿no ha llamado nunca su atención el carácter de nuestro pueblo? Pacífico, gusta de espectáculos belicosos, de luchas sangrientas; demócrata, adora emperadores, reyes y príncipes; irreligioso, se arruina por las pompas del culto; nuestras mujeres tienen un carácter dulce y deliran cuando una princesa blande la lanza... ¿sabe usted á qué se debe esto? Pues...

La llegada de María Clara y sus amigas cortó la conversación. Don Filipo las recibió y las acompañó á sus asientos. Detrás venía el cura y venían también otros vecinos que tienen por oficio escoltar á los frailes.

—¡Dios los premie también en la otra vida!—dijo el viejo Tasio alejándose.

La función empezó con Chananay y Marianito en Crispino e la Comare. Todos tenían ojos y oídos en el escenario menos uno: el P. Salví. Parecía no haber ido allí más que para vigilar á María Clara, cuya tristeza daba á su hermosura un aire tan ideal é interesante, que se comprende que se la contemple con arrobamiento. Pero los ojos del franciscano, profundamente ocultos en sus socavadas órbitas, no decían arrobamiento: en aquella sombría mirada se leía algo desesperadamente triste: ¡con tales ojos contemplaría Caín desde lejos el paraíso cuyas delicias le pintara su madre!

Se concluía el acto cuando entró Ibarra; su presencia ocasionó un murmullo: la atención de todos se fijó en él y en el cura.

Pero el joven no pareció advertirlo, pues saludó con naturalidad á María Clara y á sus amigas, sentándose á su lado. La única que habló fué Sinang.

—¿Has estado á ver el volcán?—preguntó.

—No, amiguita, he tenido que acompañar al Capitán general.

—¡Pues es lástima! El cura venía con nosotras, y nos contaba historias de condenados; ¿te parece? meternos miedo para que no nos divirtamos, ¿te parece?

El cura se levantó y acercóse á don Filipo, con quien pareció entablar una viva discusión. El cura hablaba con viveza, don Filipo con mesura y en voz baja.

—Siento no poder complacer á V. R.,—decía éste;—el señor Ibarra es uno de los mayores contribuyentes y tiene derecho á estarse aquí mientras no perturbe el orden.

—Pero ¿no es perturbar el orden escandalizar á los buenos cristianos? ¡Es dejar á un lobo entrar en el aprisco! ¡Responderás de esto ante Dios y ante las autoridades!

—Siempre respondo de los actos que emanan de mi propia voluntad, padre,—contestó don Filipo inclinándose ligeramente;—pero mi pequeña autoridad no me faculta para mezclarme en asuntos religiosos. Los que quieran evitar su contacto que no hablen con él: el señor Ibarra no fuerza tampoco á nadie.

—Pero es dar ocasión al peligro, y quien ama el peligro, en él perece.

—No veo peligro alguno, padre: el señor alcalde y el Capitán general, mis superiores, han estado hablando con él toda la tarde, y no les he dar una lección.

—Si no le echas de aquí, salimos nosotros.

—Lo sentiría muchísimo, pero no puedo echar de aquí á nadie.

El cura se arrepintió, pero ya no había remedio. Hizo una seña á su compañero, que se levantó con pesar, y ambos salieron. Imitáronlos las personas adictas, no sin lanzar antes una mirada de odio á Ibarra.

Los murmullos y los cuchicheos subieron de punto: acercáronse y saludaron entonces varias personas al joven y decían:

—Nosotros estamos con usted; no haga usted caso de esos.

—¿Quiénes son esos?preguntó con extrañeza.

—¡Esos que han salido por evitar su contacto!

—¡Sí! dicen que está usted excomulgado.

Ibarra, sorprendido, no supo qué decir y miró á su alrededor. Vió á María Clara que ocultaba el rostro detrás del abanico.

—Pero ¿es posible?—exclamó al fin;—¿todavía estamos en plena Edad media? De manera que...

Y acercándose á las jóvenes y cambiando de tono:

—Dispensadme,—dijo;—me había olvidado de una cita; volveré para acompañaros.

—¡Quédate!—le dijo Sinang;—Yeyeng va á bailar en «la Calandria»; baila divinamente.

—No puedo, amiguita, pero ya volveré.

Redoblaron los murmullos.

Mientras Yeyeng salía vestida de chula con el «¿Da usté su permiso?» y Carvajal le contestaba «Pase usté adelante» etc., acercáronse dos soldados de la guardia civil á don Filipo, pidiendo que se suspendiese la representación.

—Y ¿por qué?—pregunta éste sorprendido.

—Porque el alférez y la señora se han pegado y no pueden dormir.

—Diga usted al alférez que tenemos permiso; nadie en el pueblo tiene facultades, ni el mismo gobernadorcillo, que es mi ú-ni-co su-pe-rior.

—¡Pues hay que suspender la función!—repitieron los soldados.

Don Filipo les volvió las espaldas. Los guardias se marcharon.

Por no turbar la tranquilidad, don Filipo no dijo á nadie una palabra acerca del incidente.

Después del trozo de zarzuela, que fué muy aplaudido, se presentó el príncipe Villardo retando á combate á todos los moros, que tenían preso á su padre; el héroe les amenazaba con cortarles á todos la cabeza de un solo tajo y enviarlas á la luna. Afortunadamente para los moros, que se disponían al combate al són del himno de Riego, sobrevino un tumulto. Los de la orquesta se pararon de repente y asaltaron el teatro, arrojando sus instrumentos. El valiente Villardo, que no los esperaba, tomándolos por aliados de los moros, arroja también espada y escudo y emprende la carrera; los moros, al ver que tan terrible cristiano huía, no tuvieron inconveniente en imitarle: óyense gritos, ayes, imprecaciones, blasfemias, corre la gente, se atropella, se apagan luces, se lanzan al aire vasos de luz, etc.—¡Tulisanes! ¡Tulisanes!—gritan unos.—¡Fuego! ¡ladrones!gritan otros;—mujeres y niños lloran, ruedan por el suelo bancos y espectadores en medio de la confusión, algarabía y tumulto.

¿Qué había pasado?

Dos guardias civiles habían perseguido vara en mano á los músicos para suspender el espectáculo; el teniente mayor con los cuadrilleros, armados de sus viejos sables, los logran detener á pesar de su resistencia.

—¡Conducidlos al tribunal!—gritaba don Filipo,¡cuidado con soltarlos!

Ibarra había vuelto y buscaba á María Clara. Las atemorizadas jóvenes se agarraron á él temblorosas y pálidas; tía Isabel rezaba las letanías en latín.

Repuesta algún tanto la gente del susto, y habiéndose dado cuenta de lo que había pasado, la indignación estalló en todos los pechos. Llovieron piedras sobre el grupo de los cuadrilleros que conducían á los dos guardias civiles; hubo quien propuso incendiar el cuartel y asar á doña Consolación juntamente con el alférez.

—¡Para eso sirven!—gritaba una mujer remangándose y extendiendo los brazos; ¡para perturbar el pueblo! ¡No persiguen más que á los hombres honrados! ¡Allí están los tulisanes y jugadores! ¡Incendiemos el cuartel!

Uno palpándose el brazo pedía confesión; voces plañideras salían de debajo de los caídos bancos: era un pobre músico. El escenario estaba lleno de artistas y gente del pueblo, que hablaban todos á la vez. Allí estaba Chananay, vestida de Leonor en el Trovador, hablando en lengua de tienda con Ratia, en traje de maestro de escuela; Yeyeng, envuelta en su pañolón de seda, con el príncipe Villardo; Balbino y los moros se esforzaban en consolar á los músicos, más ó menos lastimados. Algunos españoles iban de un punto á otro hablando y arengando á todo el que encontraban.

Pero ya se había formado un grupo. Don Filipo supo su intento y corrió á contenerlos.

—¡No alteréis el orden!—gritaba;—mañana pediremos satisfacción, se nos hará justicia; ¡yo os respondo de que se nos hará justicia!

—¡No!—contestaban algunos;—lo mismo hicieron en Calamba1; se prometió lo mismo, pero el alcalde no hizo nada. ¡Queremos justicia por nuestra mano! ¡Al cuartel!

En vano los arengaba el teniente mayor: el grupo continuaba en su actitud. Don Filipo miró en torno suyo buscando auxilio y vió á Ibarra.

—¡Señor Ibarra, por favor! detenedlos, mientras busco cuadrilleros!

—¿Qué puedo hacer yo?—preguntó el joven perplejo, pero el teniente mayor ya estaba lejos.

Ibarra á su vez miró al rededor, buscando sin saber á quién. Por fortuna creyó distinguir á Elías, que presenciaba impasible el movimiento. Ibarra corre á él, le coge del brazo y le dice en español:

—¡Por Dios! haga usted algo, si puede; ¡yo no puedo nada!

El piloto debió haberle comprendido, pues perdióse entre el grupo.

Oyéronse discusiones vivas, rápidas interjecciones; después, poco á poco, el grupo empezó á disolverse tomando cada cual una actitud menos hostil.

Tiempo era ya, pues los soldados salían armados, con la bayoneta calada.

Entretanto ¿qué hacía el cura?

El P. Salví no se había acostado. De pie, apoyada la frente contra las persianas, miraba hacia la plaza, inmóvil, dejando escapar de tiempo en tiempo un comprimido suspiro. Si la luz de su lámpara no hubiese sido tan oscura, acaso se habría podido ver que se llenaban de lágrimas sus ojos. Así pasó casi una hora.

De este estado le sacó el tumulto de la plaza. Siguió con ojos sorprendidos el confuso ir y venir de la gente, cuyas voces y gritería llegaban vagamente hasta él.—Uno de los criados, que vino sin aliento, le enteró de lo que pasaba.

Un pensamiento atravesó su imaginación. En medio de la confusión y del tumulto es cuando los libertinos se aprovechan del espanto y de la debilidad de la mujer; todos huyen y se salvan, nadie piensa en nadie, el grito no se oye, las mujeres se desmayan, se atropellan, caen, el terror y el miedo desoyen al pudor, y en medio de la noche... y ¡cuando se aman! Se le figuró ver á Crisóstomo llevar en sus brazos á María Clara desmayada, y desaparecer en la oscuridad.

Bajó saltando las escaleras sin sombrero, sin bastón, y como un loco se dirigió á la plaza.

Allí encontró á los españoles que reprendían á los soldados, miró hacia los asientos que ocupaban María Clara y sus amigas y los vió vacíos.

—¡Padre Cura! ¡padre Cura!—le gritaban los españoles,—pero él no hizo caso y corrió en dirección á la casa de capitán Tiago. Allí respiró: vió en el trasparente caído una silueta, la adorable silueta, llena de gracia y suave de contornos, de María Clara, y la de la tía que llevaba tazas y copas.

—¡Vamos!—murmuró;—¡parece que sólo se ha puesto enferma!

Tía Isabel cerró después las conchas de las ventanas, y la graciosa sombra desapareció.

El cura se alejó de aquel sitio sin ver á la multitud. Tenía delante de sus ojos un hermoso busto de doncella, durmiendo y respirando dulcemente; los párpados estaban sombreados por largas pestañas, que formaban graciosas curvas como las de las Vírgenes de Rafael; la pequeña boca sonreía; todo aquel semblante respiraba virginidad, pureza, inocencia; aquel rostro era una dulce visión en medio de la ropa blanca de su cama, cual una cabeza de querubín entre nubes.

La imaginación siguió viendo otras cosas más... pero ¿quién escribe todo lo que un ardiente cerebro puede imaginar?

Quizás el corresponsal del periódico, que terminaba su descripción de la fiesta y de todos los acontecimientos de esta manera:

«¡Gracias mil veces, gracias infinitas á la oportuna y activa intervención del M. R. P. Fr. Bernardo Salví, quien, desafiando todo peligro, entre aquel pueblo enfurecido, en medio de la turba desenfrenada, sin sombrero, sin bastón, apaciguó las iras de la multitud, usando sólo de su persuasiva palabra, de la majestad y autoridad que nunca le faltan al sacerdote de una Religión de Paz. El virtuoso religioso, con una abnegación sin ejemplo, ha dejado las delicias del sueño, de que toda buena conciencia, como la suya, goza, para evitar que le sucediese á su rebaño una pequeña desgracia. ¡Los vecinos de San Diego no olvidarán sin duda este sublime acto de su heroico Pastor y sabrán serle por toda la eternidad agradecidos!»


1 En 1879.