XLIV
Examen de conciencia
Largos días y tristes noches se han pasado á la cabecera de la cama; María Clara había recaído momentos después de haberse confesado, y durante su delirio no pronunciaba más que el nombre de su madre, á quien ella no había conocido. Pero sus amigas, su padre y su tía velaban; enviábanse misas y limosnas á todas las imágenes milagrosas; capitán Tiago prometió regalar un bastón de oro á la Virgen de Antipolo, y al fin la fiebre comenzó á descender paulatinamente y con regularidad.
El doctor de Espadaña está asombrado de las virtudes del jarabe de altea y del cocimiento de liquen, prescripciones que no ha variado. Doña Victorina se halla tan contenta de su marido, que un día que éste le pisó la cola de su bata, no aplicó su código penal quitándole la dentadura, sino que se contentó con decirle:
—¡Si no llegas á ser cojo, me pisas hasta el corsé!
¡Y ella no lo usaba!
Una tarde, mientras Sinang y Victoria visitaban á su amiga, conversaban durante la merienda, en el comedor el cura, capitán Tiago y la familia de doña Victoria.
—Pues lo siento mucho,—decía el doctor;—el padre Dámaso lo sentirá mucho también.
—Y ¿á dónde dice usted que le trasladan?—preguntó Linares al cura.
—¡A la provincia de Tayabas!—respondió éste negligentemente.
—Quien lo sentirá mucho también es María cuando lo sepa,—dijo capitán Tiago;—le quiere como á un padre.
Fray Salví le miró de reojo.
—Creo, padre,—continuó capitán Tiago,—que toda esta enfermedad viene del disgusto que ha tenido el día de la fiesta.
—Soy del mismo parecer, y ha hecho usted bien en no permitir al señor Ibarra que le hablase; se hubiera agravado.
—Y si no fuera por nosotras,—interrumpe doña Victorina,—Clarita ya estaría en el cielo cantando alabanzas á Dios.
—¡Amén Jesús!—creyó deber decir capitán Tiago.
—Fortuna para usted que mi marido no haya tenido enfermo de más categoría, pues hubiera usted tenido que llamar á otro y aquí todos son ignorantes; mi marido...
—Creo y sigo en lo que he dicho,—la interrumpe á su vez el cura;—la confesión que María Clara ha hecho, ha provocado aquella crisis favorable que le ha salvado la vida. Una conciencia limpia vale más que muchas medicinas, y ¡cuidado que no niego yo el poder de la ciencia, sobre todo el de la cirugía! pero una conciencia limpia... ¡Lean ustedes los libros piadosos y verán cuántas curaciones operadas por sólo una buena confesión!
—Usted perdone,—objeta doña Victorina picada;—eso del poder de la confesión... ¡cure usted á la mujer del alférez con una confesión!
—¡Una herida, señora, no es ninguna enfermedad en que pueda influir la conciencia!—replica severamente el padre Salví;—sin embargo, una buena confesión la preservaría de recibir en adelante golpes como los de esta mañana.
—¡Lo merece!—continúa doña Victorina, como si no hubiese oído cuanto dijo el padre Salví.—¡Esa mujer es muy insolente! En la iglesia no hace más que mirarme, ¡ya se ve! es una cualquiera; el domingo yo le iba á preguntar si tenía monos en la cara, pero ¿quién se mancha hablando con gente que no es de categoría?
Por su parte el cura, como si tampoco hubiese oído toda esta perorata, continuó:
—Créame usted, don Santiago; para acabar de curar á su hija es menester que haga una comunión mañana; le traeré el viático... creo que no tendrá nada de qué confesarse, sin embargo... si quiere conciliarse esta noche...
—No sé,—añadió al instante doña Victorina aprovechando una pausa,—no comprendo cómo puede haber hombres capaces de casarse con tales espantajos, como esa mujer; de lejos se ve de dónde viene; se le conoce que se muere de envidia; ¡ya se ve! ¿qué gana un alférez?
—Con que, don Santiago, diga usted á su prima que prevenga á la enferma de la comunión de mañana; vendré esta noche á absolverla de sus pecadillos...
Y viendo que la tía Isabel salía, le dijo en tagalo:
—Preparad á vuestra sobrina para confesarse esta noche; mañana le traeré el viático; con eso convalecerá más pronto.
—Pero, padre,—se atrevió á objetar tímidamente Linares,—no vaya á creer que está en peligro de muerte.
—¡No tenga usted cuidado!—le contestó sin mirarle,—yo sé lo que me hago: he asistido ya á muchísimos enfermos; además, ella dirá si quiere ó no tomar la santa comunión y verá usted como dice á todo que sí.
Por de pronto capitán Tiago tuvo que decir sí á todo.
Tía Isabel entró en la alcoba de la enferma.
María Clara seguía en cama, pálida, muy pálida; á su lado estaban sus dos amigas.
—Toma un granito más,—decía Sinang en voz baja presentándole un gránulo blanco, que sacó de un pequeño tubo de cristal;—él dice que, cuando sientas ruido ó zumbido de oídos, suspendas la medicina.
—¿No ha vuelto á escribirte?—pregunta en voz baja la enferma.
—No, ¡debe estar muy ocupado!
—¿No me manda decir nada?
—No dice más sino que va á procurar que el arzobispo le absuelva de la excomunión para que....
La conversación se suspende porque viene la tía.
—El padre quiere que te dispongas á confesarte, hija,—dice ésta;—dejadla para que haga su examen de conciencia.
—Pero ¡si no hace una semana que se confesó!—protesta Sinang.—Yo no estoy enferma y no peco tan á menudo.
—¡Abá! ¿no sabéis lo que dice el cura? el justo peca siete veces al día. Vamos ¿quieres que te traiga el Ancora, el Ramillete ó el Camino recto para ir al cielo?
María Clara no contestó.
—Vamos, no te has de fatigar,—añade la buena tía para consolarla; yo misma te leeré el examen de conciencia y tú no harás sino recordar los pecados.
—¡Escríbele que no piense más en mí!—murmuró María Clara al oído de Sinang, cuando se despedía de ella.
—¿Cómo?
Pero la tía entró y Sinang tuvo que alejarse, sin comprender lo que su amiga le había dicho.
La buena tía acercó una silla á la luz, púsose los anteojos sobre la punta de la nariz, y abriendo un librito, dijo:
—Pon mucha atención, hija mía; voy á empezar por los mandamientos de la ley de Dios; iré despacio para que puedas meditar; si no me has oído bien, me lo dirás para que lo repita; ya sabes que por tu bien no me canso jamás.
Empezó á leer con voz monótona y gangosa las consideraciones acerca de los casos pecaminosos. Al fin de cada párrafo ponía una larga pausa, para dar tiempo á la joven de recordar sus pecados y arrepentirse.
María Clara miraba vagamente al espacio. Terminado el primer mandamiento de amar á Dios sobre todas las cosas, obsérvala tía Isabel por encima de los anteojos y se queda satisfecha de su aire meditabundo y triste. Tose piadosamente, y después de una larga pausa, comienza el segundo mandamiento. La buena anciana lee con unción, y terminadas las consideraciones, mira otra vez á su sobrina, que vuelve lentamente la cabeza á otro lado.
—¡Bah!—dijo para sí tía Isabel;—en esto de jurar su santo nombre, la pobrecita no tendrá nada que ver. Pasemos al tercero.
Y el tercer mandamiento fué desmenuzado y comentado, y leídos todos los casos en que se peca contra él, vuelve á mirar hacia la cama; pero ahora la tía levanta las gafas, y se restriega los ojos: ha visto á su sobrina llevarse el pañuelo á la cara como para enjugar lágrimas.
—¡Hum!—dice,—¡ejem! La pobre se durmió durante sermón.
Y volviendo á colocar los anteojos sobre la punta de su nariz, se dijo:
—Vamos á ver si, así como no ha santificado las fiestas, no ha honrado padre y madre.
Y lee el cuarto mandamiento con voz más pausada y gangosa aún, creyendo dar así mayor solemnidad al acto, como había visto hacer á muchos frailes: tía Isabel no había oído jamás predicar á un cuákero, si no se habría puesto también á temblar.
La joven, entretanto, se lleva varias veces el pañuelo á los ojos, y su respiración se hace más perceptible.
—¡Qué alma tan buena!—piensa para sí la anciana;—¡ella que es tan obediente y sumisa con todos! Yo he tenido más pecados y nunca he podido llorar de veras.
Y comenzó el quinto mandamiento con mayores pausas y una gangosidad más perfecta aún si cabe, con tanto entusiasmo, que no oyó los ahogados sollozos de su sobrina. Sólo á una pausa que hizo, después de las consideraciones sobre el homicidio á mano armada, percibió los gemidos de la pecadora. Entonces el tono pasó de lo sublime, leyó lo que restaba del mandamiento con acento que procuró hacer amenazador, y viendo que su sobrina seguía aún llorando:
—¡Llora, hija, llora!—le dijo acercándose al lecho;—cuanto más llores más pronto te ha de perdonar Dios. Ten el dolor de contrición mejor que el de atrición, ¡Llora, hija, llora! ¡no sabes cuánto gozo viéndote llorar! Date también golpes de pecho, pero no muy fuertes, porque todavía estás enferma.
Mas, como si el dolor para crecer necesitase el misterio y la soledad, María Clara, al verse sorprendida, cesó poco á poco de suspirar y secó sus ojos sin decir una palabra ni contestar á su tía.
Esta prosiguió la lectura, pero, como el llanto de su público había cesado, perdió el entusiasmo, los últimos mandamientos le dieron sueño y le hicieron bostezar, con gran detrimento de la monótona gangosidad, que así se interrumpía.
—¡A no verlo no lo creería!—pensaba después la buena anciana;—¡esta niña peca como un soldado contra los cinco primeros, y del sexto al décimo ni un pecado venial, al revés de nosotras! ¡Cómo va el mundo ahora!
Y encendió un gran cirio á la Virgen de Antipolo y otros dos más pequeños á Nuestra Señora del Rosario y á Nuestra Señora del Pilar, teniendo cuidado de apartar y poner en un rincón un crucifijo de marfil, para darle á entender que por él no se habían encendido los cirios. La Virgen de Delaroche tampoco tuvo participación: es una extranjera desconocida, y tía Isabel no había oído hasta ahora ningún milagro suyo.
No sabemos qué habrá pasado en la confesión de aquella noche; nosotros respetamos esos secretos. La confesión fué larga, y la tía, que desde lejos vigilaba á su sobrina, pudo notar que el cura, en vez de aplicar el oído á las palabras de la enferma, tenía por el contrario la cara vuelta hacia ella, y no parecía sino que quería leer en los hermosos ojos de la joven los pensamientos ó adivinarlos.
Pálido y con los labios contraídos, salió el padre Salví del aposento. Al ver su frente obscura y cubierta de sudor, se habría dicho que era él el que se había confesado y no mereció la absolución.
—¡Jesús, María y José!—dijo la tía santiguándose para apartar un mal pensamiento;—¿quién comprende á las jóvenes ahora?