Noli me tángere Novela Tagala, Edición completa con notas de R. Sempau

XXI

Historia de una madre

Andaba incierto—volaba errante,

Un solo instante—sin descansar....

(Alaejos).

Sisa corría á su casa con ese trastorno en las ideas que se produce en nuestro sér, cuando en medio de una desgracia nos vemos desamparados de todos y huyen de nosotros las esperanzas. Entonces parece que todo se oscurece en torno nuestro, y si vemos alguna lucecita brillar á lo lejos, corremos á ella, la perseguimos; ¡no importa si en medio del sendero se abre un abismo!

La madre quería salvar á sus hijos; ¿cómo? Las madres no preguntan por los medios cuando se trata de sus hijos.

Corría desalada, perseguida por los temores y los siniestros presentimientos. ¿Habrían preso ya á su hijo Basilio? ¿A dónde ha huido su Crispín?

Cerca de su casa distinguió los capacetes de dos soldados por encima del cercado de su huerta. Imposible describir lo que pasó en su corazón: olvidóse de todo. Ella no ignoraba la audacia de aquellos hombres, que no guardaban miramientos aun con los más ricos del pueblo; ¿qué iba á ser ahora de ella y de sus hijos, acusados de hurto? Los guardias civiles no son hombres; sólo son guardias civiles; no oyen súplicas y están acostumbrados á ver lágrimas.

Sisa, instintivamente, levantó los ojos al cielo, y el cielo sonreía con luz inefable: algunas blancas nubecillas nadaban en el transparente azul. Detúvose para reprimir el temblor que se apoderaba de todo su cuerpo.

Los soldados dejaban su casa y venían solos: no habían prendido más que la gallina que Sisa engordaba. Respiró y cobró ánimo.

—¡Qué buenos son y qué buen corazón tienen!—murmuró casi llorando de alegría.

Hubieran los soldados quemado la casa, pero dejando en libertad á sus hijos, y ella los habría colmado de bendiciones.

Miró otra vez agradecida al cielo, que surcaba una bandada de garzas, esas nubes ligeras de los cielos de Filipinas, y, renaciendo en su corazón la confianza, prosiguió su camino.

Al aproximarse á aquellos hombres temibles, Sisa hacía de mirar á todas partes como distraída y fingía no ver su gallina, que piaba pidiendo socorro. Apenas pasó á su lado, quiso correr, pero la prudencia moderó sus pasos.

No se había alejado mucho cuando oyó que la llamaban imperiosamente. Estremecióse, pero hízose la desentendida y continuó andando. Tornaron á llamarla, pero esta vez con un grito y una palabra insultante. Volvióse á pesar suyo toda pálida y temblorosa. Un guardia civil le hacía señas con la mano.

Acercóse Sisa maquinalmente, sintiendo su lengua paralizarse de terror y secándosele la garganta.

—¡Dinos la verdad ó si no te atamos á aquel árbol y te pegamos dos tiros!—dijo uno de ellos con voz amenazadora.

La mujer miró hacia el árbol.

—¿Eres la madre de los ladrones, tú?—preguntó el otro.

—¡Madre de los ladrones!—repitió Sisa maquinalmente.

—¿Dónde está el dinero que te han traído anoche tus hijos?

—¡Ah! el dinero...

—¡No nos lo niegues, que será peor para tí!—añadió el otro.—Hemos venido para prender á tus hijos y el mayor se nos ha escapado; ¿dónde has escondido al menor?

Al oir esto, Sisa respiró.

—¡Señor! contestó; hace muchos días que no he visto á mi hijo Crispín: esperaba verle esta mañana en el convento y allí solamente me dijeron que...

Los dos soldados cambiaron una mirada significativa.

—¡Bueno!—exclamó uno de ellos;—danos el dinero y te dejaremos en paz.

—¡Señor!—suplicó la desgraciada mujer;—mis hijos no roban aunque tengan hambre: estamos acostumbrados á padecerla. Basilio no me ha traído ni un cuarto; registrad toda la casa y si encontráis un solo real, haced de nosotros lo que queráis. Los pobres ¡no somos todos ladrones!

—Entonces,—repuso el soldado lentamente y fijando sus miradas en los ojos de Sisavienes con nosotros; tus hijos ya procurarán parecer y soltar el dinero que han robado. ¡Síguenos!

—¿Yo?... ¿seguiros?murmuró la mujer retrocediendo y mirando con espanto los uniformes de los soldados.

—Y ¿por qué no?

—¡Ah! ¡compadeceos de mí!—suplicó casi de rodillas.—Soy muy pobre, no tengo ni oro, ni alhajas que ofreceros: lo único que tenía me lo habéis sacado ya, la gallina que yo pensaba vender... llevaos todo lo que encontréis en mi choza, pero dejadme aquí en paz, ¡dejadme aquí morir!

—¡Adelante! tienes que venir, y si no sigues á gusto te ataremos.

Sisa rompió en amargo llanto. Aquellos hombres eran inflexibles.

—¡Dejadme al menos ir delante á una distancia!—suplicó cuando sintió que la cogían brutalmente y la empujaban.

Los dos soldados se conmovieron y conferenciaron entre sí en voz baja.

—¡Bien!—dijo uno;—como de aquí hasta que entremos en el pueblo puedes correr, estarás entre nosotros dos. Una vez allá podrás marchar delante á unos veinte pasos; pero ¡cuidado! no entres en ninguna tienda, no te detengas. ¡Adelante y aprisa!

Vanas fueron las súplicas, vanas las razones, inútiles las promesas. Los soldados decían que se comprometían bastante y le concedían demasiado.

Al verse en medio de los dos sintió morirse de vergüenza... Nadie en verdad venía por el camino, pero y ¿el aire y la luz del día? El verdadero pudor ve miradas en todas partes. Cubrióse la cara con el pañuelo, y marchando á ciegas lloró en silencio sobre su humillación. Conocía su miseria, sabía que estaba abandonada de todos, aun de su mismo marido, pero hasta ahora se había considerado honrada y estimada: hasta ahora había mirado con compasión á aquellas mujeres, vestidas escandalosamente, que el pueblo denomina concubinas de los soldados. Ahora le parecía haber descendido una grada más que aquéllas en la escala de la vida.

Oyéronse pisadas de caballos: eran los que llevaban pescados á los pueblos del interior. Hacían sus viajes en pequeñas caravanas hombres y mujeres montados en malos jacos, entre dos cestos colgados á los costados del animal. Varios de ellos, al pasar delante de su choza, le habían pedido agua para beber y regalado algunos pescados. Ahora, al pasar á su lado, le parecía que la atropellaban y pisoteaban y que sus miradas, compasivas ó desdeñosas, penetraban al través de su pañuelo y asaeteaban su cara.

Al fin los viajeros se alejaron, y Sisa suspiró. Apartó un instante el pañuelo para ver si aún estaban lejos del pueblo. Quedaban algunos postes de telégrafos antes de llegar al bantayan ó garita. Jamás le había parecido tan larga aquella distancia.

A orillas del camino crecía un frondoso cañaveral, á cuya sombra descansaba ella en otros tiempos. Allí le daba dulce conversación su novio; él la ayudaba á llevar el cesto de frutas y legumbres; ¡ay! aquello pasó como un sueño; el novio fué marido y al marido le hicieron cabeza de barangay y entonces la desgracia comenzó á llamar á su puerta.

Como el sol empezaba á arder, preguntáronla los soldados si quería descansar.

—¡Gracias!—respondió horrorizada.

Pero donde se apoderó de ella verdadero terror fué al acercarse al pueblo. Angustiada, dirigió una mirada en torno suyo: ¡vastos arrozales, un pequeño canal de riego, árboles raquíticos; ni un precipicio ni una roca contra la cual estrellarse! Arrepintióse de haber seguido á los soldados hasta allí; echó de menos el profundo río que corría cerca de su choza, cuyas altas orillas, sembradas de puntiagudas rocas, ofrecían tan dulce muerte. Pero el pensamiento de sus hijos, de su hijo Crispín cuya suerte aún ignoraba, la alumbró en aquella noche, y pudo murmurar resignada:

—¡Después... después iremos á vivir en el fondo del bosque!

Secóse los ojos, procuró serenarse y dirigiéndose á los guardias, les dijo en voz baja:

—¡Ya estamos en el pueblo!

Su acento era indefinible; era queja, reconvención, lamento; era una plegaria, era el dolor condensado en sonido.

Los soldados, conmovidos, le respondieron con un gesto. Sisa se adelantó rápidamente y procuró afectar un aire tranquilo.

En aquel momento empezaron á repicar las campanas anunciando que había terminado la misa mayor. Sisa avivó el paso para no encontrarse, si posible era, con la gente que salía. Pero en vano; no había medio de esquivar su encuentro.

Saludó con amarga sonrisa á dos conocidas suyas que la interrogaban con la mirada, y en adelante, para evitarse aquellas mortificaciones, bajó la cabeza y sólo se puso á mirar al suelo, ¡y cosa extraña! tropezaba con las piedras del camino.

La gente se paraba un momento al verla, conversaban entre sí siguiéndola con los ojos: todo esto lo veía, lo sentía á pesar de tener constantemente los ojos bajos.

Oyó una voz desvergonzada de mujer que preguntaba detrás de ella casi gritando:

—¿Dónde la habéis cogido? Y ¿el dinero?

Era una mujer, sin tapis ó túnica, con saya amarilla y verde y camisa de gasa azul; se podía conocer por su traje que era una querida de la soldadesca.

Sisa creyó sentir un bofetón: aquella mujer la había desnudado delante de la multitud. Levantó un momento sus ojos para saciarse en la burla y en el desprecio; vió á la gente lejos, muy lejos de ella, y sin embargo sentía el frío de sus miradas y oía sus cuchicheos. La pobre mujer andaba sin sentir el suelo.

—¡Eh, por aquí!—le gritó un guardia.

Como un autómata cuyo mecanismo se rompe, giró rápidamente sobre sus talones. Y sin ver nada, sin pensar, corrió á esconderse; vió una puerta con un centinela, trató de penetrar por ella, pero otra voz, más imperiosa aún, la apartó de su camino. Con paso vacilante buscó la dirección de aquella voz, sintió que la empujaban por las espaldas, cerró los ojos, dió dos pasos y faltándole las fuerzas, se dejó caer en el suelo, primero de rodillas y sentada después. Un llanto sin lágrimas, sin gritos, sin ayes, la agitaba convulsivamente.

Aquello era el cuartel. Allí había soldados, mujeres, cerdos y gallinas. Algunos cosían sus ropas mientras su querida estaba acostada sobre el banco, teniendo por almohada el muslo del hombre, fumando y mirando aburrida hacia el techo. Otras ayudaban á los hombres á limpiar las prendas de vestir, las armas, etc., cantando á media voz canciones lúbricas.

—¡Parece que los pollos se han escapado! ¡No traéis más que la gallina!—dijo una mujer á los recién llegados: no se ha averiguado si aludía á Sisa ó á la gallina que continuaba piando.

—¡Sí, siempre vale más la gallina que los pollos!se contestó ella misma cuando vió que los soldados se callaban.

—¿Dónde está el sargento?—preguntó en tono disgustado uno de los guardias civiles.—¿Han dado ya parte al alférez?

Movimientos de hombros que se encogían fueron las contestaciones: nadie se molestaba para averiguar algo acerca de la suerte de la pobre mujer.

Allí pasó ella dos horas en un estado de semimbecilidad, acurrucada en un rincón, oculta la cabeza entre las manos, los cabellos desgreñados y en desorden. A mediodía se enteró el alférez, y lo primero que hizo fué no dar crédito á la acusación del cura.

—¡Bah! ¡cosas del mezquino fraile!—dijo, y ordenó que soltaran á la mujer y que no se ocupase nadie del asunto.

—¡Si quiere recobrar lo perdido,—añadió,—que lo pida á su San Antonio ó que se queje al nuncio! ¡Despejen!

A consecuencia de esto, Sisa fué echada del cuartel, casi á empujones, porque ella no quería moverse.

Al verse en medio de la calle echó á andar maquinalmente hacia su casa, aprisa, con la cabeza descubierta, el cabello desarreglado y la mirada fija en el lejano horizonte. El sol ardía en su zenit y no había una nube que velara su resplandeciente disco; el viento agitaba débilmente las hojas de los árboles, el camino estaba ya casi seco; ni un ave se atrevía á dejar la sombra de las ramas.

Sisa llegó al fin á su casita. Entró en ella, muda, silenciosa; la recorrió, salió, echó á andar en todas direcciones. Corrió después á casa del viejo Tasio, llamó á la puerta, pero el viejo no estaba allí. La infeliz volvió á su casa y empezó á llamar á gritos: ¡Basilio! ¡Crispín! deteniéndose á cada momento y aplicando el oído con atención. El eco repetía su voz; el dulce susurro del agua en el vecino río, la música de las hojas de las cañas eran las únicas voces de la soledad. Volvía á llamar, subía á una altura, bajaba á un barranco, descendía al río; sus ojos erraban con expresión siniestra, se iluminaban de cuando en cuando con vivos resplandores, después se obscurecían, como el cielo en una noche de tormenta: diríase que la luz de la razón chisporroteaba y estaba próxima á apagarse.

Volvió á subir á su casita, sentóse en la estera donde se acostaran la noche anterior, levantó los ojos y vió un jirón de la camisa de Basilio en el extremo de una caña del dinding ó tabique, que cae cerca del precipicio. Levantóse, cogiólo y lo examinó á la luz del sol: el jirón tenía manchas de sangre. Pero Sisa acaso no las viera, pues bajó y continuó examinándolo en medio de los rayos abrasadores, levantándolo á lo alto; y como si sintiese obscurecerse todo y le faltase la claridad, miró al sol frente á frente y con los ojos desmesuradamente abiertos.

Siguió aún vagando de un lado á otro, gritando ó aullando extraños sonidos; habría tenido miedo quien la hubiese oído: su voz tenía un raro timbre como no suele producirlo la laringe humana. Durante la noche, cuando la tempestad brama y el viento vuela con vertiginosa rapidez batiendo con sus invisibles alas un ejército de sombras que le persiguen, si os encontráis en un edificio arruinado y solitario, oís ciertos quejidos, ciertos suspiros que supondréis ser el roce del viento al azotar las altas torres ó derruídos muros, pero que os llenan de terror y hacen que os estremezcáis sin poderlo remediar; pues bien, el acento de aquella madre era aún más lúgubre que esos desconocidos lamentos en las noches obscuras cuando brama la tempestad.

Así la sorprendió la noche. Quizás el cielo le concediera algunas horas de sueño, durante las cuales el ala invisible de un ángel, rozando su pálido semblante, haya borrado su memoria, reducida toda á dolores; quizás tantos sufrimientos no estarían á la medida de la débil resistencia humana, é intervendría entonces la Madre Providencia con su dulce lenitivo, el olvido; sea de ello lo que fuere, es el caso que, al día siguiente, Sisa vagaba sonriendo, cantando ó hablando con todos los seres de la Naturaleza.