XXXI
El sermón
Fray Dámaso empezó lentamente, pronunciando á media voz:
«Et spíritum tuum bonum dedisti, qui dóceret eos, et manna tuum non prohibuisti ab ore eorum, et aquam dedisti eis in siti.»
«¡Y les diste tu espíritu bueno para que los enseñase y no quitaste tu maná de su boca y les diste agua en su sed!»
«Palabras que dijo el Señor por boca de Esdras, libro II, cap. IX, vers. 20.»
El P. Sibyla miró sorprendido al predicador; el P. Manuel Martín palideció y se tragó saliva; aquello era mejor que el suyo.
Sea que el P. Dámaso lo notara ó estuviese aún ronco, es el caso que tosió varías veces poniendo ambas manos sobre el antepecho de la santa tribuna. El Espíritu Santo estaba sobre su cabeza, acabado de pintar: blanco, limpio, con las patitas y el pico color de rosa.
«¡Excelentísimo Señor (al alcalde), virtuosísimos sacerdotes, cristianos, hermanos en Jesucristo!»
Aquí hizo solemne pausa, paseando de nuevo sus miradas por el auditorio, cuya atención y recogimiento le llenaron de satisfacción.
La primera parte del sermón debía ser en castellano y la otra en tagalo: loquebantur omnes linguas1.
Después de los vocativos y de la pausa, extendió majestuosamente la mano derecha hacia el altar fijando la vista en el alcalde; después se cruzó de brazos lentamente sin decir una sola palabra, pero pasando de esta calma á la movilidad, echó hacia atrás la cabeza, señaló hacia la puerta mayor cortando el aire con el borde de la mano, con tanto ímpetu, que los sacristanes interpretaron el gesto por un mandato y cerraron las puertas; el alférez se inquietó y estuvo dudando sobre si salir ó quedarse, pero ya el predicador empezaba á hablar con voz fuerte, llena y sonora: decididamente la antigua ama era inteligente en medicina.
«Esplendoroso y relumbrante es el altar, ancha la puerta mayor, el aire es el vehículo de la santa palabra divina que brotará de mi boca, oid pues vosotros con los oídos del alma y del corazón, para que las palabras del Señor no caigan en terreno pedregoso y las coman las aves del Infierno, sino que crezcáis y brotéis como una santa simiente en el campo de nuestro venerable y seráfico P. S. Francisco. Vosotros, grandes pecadores, cautivos de los moros del alma, que infestan los mares de la vida eterna en poderosas embarcaciones de la carne y del mundo, vosotros que estáis cargados con los grilletes de la lascivia y concupiscencia y remáis en las galeras del Satán infernal, ved ahí con reverente compunción al que rescata las almas de la cautividad del demonio, al intrépido Gedeón, al esforzado David, al victorioso Roldán del Cristianismo, al guardia civil celestial, más valiente que todos los guardias civiles juntos, habidos y por haber»...—(El alférez arruga el ceño),—«sí, señor alférez, más valiente y prepotente, que sin más fusil que una cruz de palo, vence con denuedo al eterno tulisán de las tinieblas y á todos los secuaces de Luzbel y habría á todos para siempre extirpado, si los espíritus no fuesen inmortales. Esta maravilla de la creación divina, este portento imposible es el bienaventurado Diego de Alcalá, que, valiéndome de una comparación, porque las comparaciones ayudan bien á la comprensión de las cosas incomprensibles, como dijo el otro, digo pues que este gran santo es únicamente un soldado último, un ranchero en nuestra poderosísima compañía, que desde el cielo manda nuestro seráfico P. S. Francisco, á la que tengo la honra de pertenecer como cabo ó sargento por la gracia de Dios.»
Los rudos indios, que dice el corresponsal, no pescaron del párrafo otra cosa que las palabras guardia civil, tulisán, S. Diego y S. Francisco, observaron la mala cara que había puesto el alférez, el gesto belicoso del predicador y dedujeron que regañaba á aquél porque no perseguía á los tulisanes. San Diego y S. Francisco se encargarían de ello, y muy bien, como le prueba una pintura, existente en el convento de Manila, en que S. Francisco con sólo su cordón había contenido la invasión china en los primeros años del descubrimiento. Alegráronse, pues, no poco los devotos, agradecieron á Dios esta ayuda, no dudando que una vez desaparecidos los tulisanes, S. Francisco destruiría también á los guardias civiles. Redoblaron, pues, la atención siguiendo al P. Dámaso, que continuó:
«Excelentísimo señor: Las grandes cosas siempre son grandes cosas aun al lado de las pequeñas, y las pequeñas siempre son pequeñas aun al lado de las grandes. Esto dice la Historia, pero como la Historia da una en el clavo y ciento en la herradura, como cosa hecha por los hombres, y los hombres se equivocan: errarle es hominum2 como dice Cicerón, el que tiene boca se equivoca, como dicen en mi país, resulta que hay más profundas verdades que no dice la Historia. Estas verdades, Excmo. Señor, ha dicho el Espíritu divino en su suprema sabiduría que jamás comprendió la humana inteligencia desde los tiempos de Séneca y Aristóteles, esos sabios religiosos de la antigüedad, hasta nuestros pecadores días, y estas verdades son que no siempre las cosas pequeñas son pequeñas, sino son grandes, no al lado de las chicas, sino al lado de las más grandes de la tierra y del cielo y del aire y de las nubes y de las aguas y del espacio y de la vida y de la muerte...»
—¡Amén!—contestó el maestro de la V. O. T. y se santiguó.
Con esta figura de retórica, que aprendiera de un gran predicador en Manila, quería el P. Dámaso sorprender á su auditorio, y en efecto, su Espíritu Santo, embobado con tantas verdades, necesitó que le tocara con el pie para recordarle su misión.
—¡Patente está á vuestros ojos!—dijo el Espíritu desde abajo.
«¡Patente está á vuestros ojos la prueba concluyente y contundente de esta eterna verdad filosófica! Patente está ese sol de virtudes, y digo sol y no luna, porque no hay gran mérito en que la luna brille durante la noche: en tierra de ciegos el tuerto es el rey; por la noche puede brillar una luz, una estrellita: el mayor mérito es poder brillar aun en medio del día como lo hace el sol: así brilla el hermano Diego aun en medio de los más grandes santos. Ahí tenéis patente á vuestros ojos, á vuestra impía incredulidad la obra maestra del Altísimo para confundir á los grandes de la tierra, sí, hermanos míos, patente, patente á todos, ¡patente!»
Un hombre se levantó pálido y tembloroso y se escondió en un confesonario. Era un vendedor de alcoholes, que dormitaba y soñó que los carabineros le pedían la patente que no tenía. Asegúrase que no volvió á salir de su escondite mientras duró el sermón.
«¡Humilde y recogido santo, tu cruz de palo»—(la que tenía la imágen era de plata),—«tu modesto hábito honran al gran Francisco de quien somos los hijos é imitadores! Nosotros propagamos tu santa raza en todo el mundo, en todos los rincones, en las ciudades, en los pueblos sin distinguir al blanco del negro»—(el alcalde contiene la respiración)—«sufriendo abstinencias y martirios, tu santa raza de fe y de religión armada»—(¡Ah! respira el alcalde)—«que sostiene al mundo en equilibrio y le impide que caiga en el abismo de la perdición.»
Los oyentes, hasta el mismo capitán Tiago, bostezaban poco á poco. María Clara no atendía al sermón; sabía que Ibarra estaba cerca y pensaba en él mientras miraba, abanicándose, el toro de uno de los evangelistas, que tenía todas las trazas de un pequeño carabao.
«Todos debíamos saber de memoria las Santas Escrituras, la vida de los santos y así no tendría yo que predicaros, pecadores; debíais saber cosas tan importantes y necesarias como el padrenuestro, por más que muchos de vosotros lo habéis olvidado ya viviendo como los protestantes ó herejes, que no respetan á los ministros de Dios, como los chinos, pero os vais á condenar, peor para vosotros, ¡condenados!»
—¡Abá cosa ese pale Lámaso3, ese!—murmuró el chino Carlos mirando con ira al predicador, que seguía improvisando, desencadenando una serie de apóstrofes é imprecaciones.
«¡Moriréis en la impenitencia final, raza de herejes! ¡Dios os castiga ya desde esta tierra con cárceles y prisiones! ¡Las familias, las mujeres debían huir de vosotros, los gobernantes os deberían ahorcar á todos para que no se extienda la semilla de Satanás en la villa del Señor!... ¡Si tenéis un miembro malo que os induce al pecado, cortadlo, arrojadlo al fuego...!»
Fray Dámaso estaba nervioso, había olvidado su sermón y su retórica.
—¿Oyes?—preguntó un joven estudiante de Manila á su compañero;—¿te lo cortas?
—¡Ca! ¡que lo haga él antes!—contestó el otro señalando al predicador.
Ibarra se puso inquieto: miró en derredor suyo buscando algún rincón, pero toda la iglesia estaba llena. Nada oía ni veía María Clara, que analizaba el cuadro de las benditas ánimas del purgatorio, almas en forma de hombres y mujeres en cueros, con mitras, capelos ó tocas, asándose en el fuego y agarrándose al cordón de S. Francisco, que no se rompía á pesar de tanto peso.
El Espíritu Santo fraile, con aquella improvisación, perdió el hilo del sermón y saltó tres largos párrafos, apuntando mal al P. Dámaso, que descansaba jadeante de su apóstrofe.
«¿Quién de vosotros, pecadores que me escucháis, lamería las llagas de un pobre y andrajoso mendigo? ¿Quién? ¡Que responda y levante la mano! ¡Ninguno! Ya lo sabía yo: sólo un santo como Diego de Alcalá puede hacerlo; él lamió toda podredumbre diciendo á un asombrado hermano: ¡Así se cura á este enfermo! ¡Oh caridad cristiana! ¡Oh piedad sin ejemplo! ¡Oh virtud de virtudes! ¡Oh dechado inimitable! ¡Oh talismán sin mancha!...»
Y siguió con una larga lista de exclamaciones, poniendo los brazos en cruz, subiéndolos y bajándolos como si quisiese volar ó espantar á los pájaros.
«Antes de morir habló en latín sin saber latín. ¡Pasmaos, pecadores! Vosotros, á pesar de que lo estudiáis y os dan por ello azotes, no hablaréis latín, ¡moriréis sin saberlo! Hablar latín es una gracia de Dios, por eso la iglesia habla latín. ¡Yo también hablo latín! ¿Cómo? ¿Dios iba á negar este consuelo á su querido Diego? ¿Podía morir, podía dejarle morir sin hablar latín? ¡Imposible! ¡Dios no sería justo, no sería Dios! Habló, pues, latín, y de ello dan testimonio los autores de aquella época.» Y terminó su exordio con el trozo que más trabajo le costara y que plagiara de un gran escritor, Sinibaldo de Más.
«Yo te saludo, pues, esclarecido Diego, honra de nuestra corporación. Tú eres dechado de virtudes, modesto con honra, humilde con nobleza, sumiso con entereza, sobrio con ambición, enemigo con lealtad, compasivo con perdón, religioso con escrúpulo, creyente con devoción, crédulo con candidez, casto con amor, callado con secreto, sufrido con paciencia, valiente con temor, continente con voluptuosidad, atrevido con resolución, obediente con sujeción, vergonzoso con pundonor, cuidadoso en tus intereses con desprendimiento, diestro con capacidad, ceremonioso con urbanidad, astuto con sagacidad, misericordioso con piedad, recatado con vergüenza, vengativo con valor, pobre por laboriosidad con conformidad, pródigo con economía, activo con negligencia, económico con liberalidad, inocente con penetración, reformador con consecuencia, indiferente con ansia de aprender. ¡Dios te crió para sentir los deliquios del amor platónico...! ¡Ayúdame á cantar tus grandezas y tu nombre más alto que las estrellas y más claro que el sol mismo que gira á tus pies! Ayudadme, vosotros, pedid á Dios la inspiración suficiente rezando el avemaría.»
Todos se arrodillaron levantando un murmullo como el zumbido de mil moscardones. El alcalde dobló trabajosamente una rodilla, moviendo la cabeza disgustado; el alférez estaba pálido y contrito.
—¡Al diablo con el cura!—murmuró uno de los dos jóvenes que venían de Manila.
—¡Silencio!—contesta el otro,—que nos oye su mujer...
Entretanto, el P. Dámaso, en vez de rezar el avemaría, reñía á su Espíritu Santo por haber saltado tres de sus mejores párrafos, tomaba dos merengues y un vaso de Málaga, seguro de encontrar en ellos mayor inspiración que en todos los Espíritus santos ya sean de madera en figura de paloma, ya de carne bajo la forma de un distraido fraile. Iba á empezar con el sermón tagalo.
La vieja devota da otro cogotazo á su nieta, quien despierta malhumorada y pregunta:
—¿Es hora ya de llorar?
—¡Aún no, pero no te duermas, condenada!—contestó la buena abuela.
De la 2.a parte del sermón, ó sea del tagalo no tenemos más que ligeros apuntes. El P. Dámaso improvisaba en este idioma, no porque lo poseyese mejor, sino porque, teniendo á los filipinos de provincia por ignorantes en retórica, no temía cometer disparates delante de ellos. Con los españoles ya era otra cosa: había oido hablar de reglas de la oratoria y entre sus oyentes podía haber alguno que hubiese saludado las aulas, acaso el señor alcalde mayor; por lo cual escribía sus sermones, los corregía, los limaba y después se los aprendía de memoria y se ensayaba unos dos días antes.
Es fama que ninguno de los presentes comprendió el conjunto del sermón: eran tan obtusos de entendimiento y el predicador era muy profundo, como decía hermana Rufa; así que el auditorio esperó en vano una ocasión para llorar, y la condenada nieta de la vieja beata volvió á dormirse.
No obstante, esta parte tuvo más consecuencias que la primera, al menos para ciertos oyentes, como veremos más adelante.
Empezó con un Maná capatir con cristiano4, al que siguió una avalancha de frases intraducibles; habló del alma, del Infierno, del mahal na santo pintacasi5, de los pecadores indios y de los virtuosos Padres Franciscanos.
—¡Menche!6—dijo uno de los irreverentes manileños á su compañero;—eso está en griego para mí, yo me voy.
Y viendo cerradas las puertas, se salió por la sacristía con gran escándalo de la gente y del predicador, que se puso pálido y se detuvo á la mitad de su frase; algunos esperaban un violento apóstrofe, pero el P. Dámaso se contentó con seguirle con la vista y prosiguió su sermón.
Se desencadenaron maldiciones contra el siglo, contra la falta de respeto, la naciente irreligiosidad. Este asunto parecía su fuerte, pues se mostraba inspirado y se expresaba con fuerza y claridad. Habló de los pecadores que no se confiesan, que mueren en las cárceles sin sacramentos, de familias malditas, de mesticillos orgullosos y soplados, de jóvenes sabiondos, filosofillos ó pilosopillos, de abogadillos, estudiantillos, etc. Conocida es la costumbre que tienen muchos cuando quieren ridiculizar á sus enemigos: sacan en todo la terminación en illo, porque el cráneo parece no dar otra cosa, y se quedan muy felices.
Ibarra lo oía todo y comprendía las alusiones. Conservando una aparente tranquilidad, buscaba con los ojos á Dios y á las autoridades, pero allí no había más que imágenes de santos, y el alcalde dormitaba.
Entretanto el entusiasmo del predicador subía por grados. Hablaba de los antiguos tiempos en que todo filipino, al encontrar á un sacerdote, se descubría, doblaba una rodilla en tierra y le besaba una mano.—«¡Pero ahora—añadía—sólo os quitáis el salakot ó el sombrero de castorillo, que colocáis medio ladeado sobre vuestra cabeza para no desarreglar el peinado! Os contentáis con decir: buenos días, ¡among!7, y hay orgullosos estudiantillos de poco latín, que por haber estudiado en Manila ó en Europa, se creen con derecho á estrecharnos la mano en lugar de besarla... ¡Ah! ¡el día del juicio pronto viene, el mundo se acaba, muchos santos lo han profetizado! ¡va á llover fuego, piedra y ceniza para castigar nuestra soberbia!»
Y exhortaba al pueblo á que no imitase á esos salvajes, sino que los huyese y aborreciese, porque estaban excomulgados.
—«¡Oid lo que dicen los santos Concilios!—clamaba.—Cuando un indio encontrare en la calle á un cura, doblará la cabeza y ofrecerá el cuello para que el among se apoye en él; si el cura y el indio van á caballo ambos, entonces el indio se parará, se quitará el salakot ó sombrero reverentemente; en fin, si el indio va á caballo y el cura á pie, el indio bajará del caballo y no volverá á montar hasta que el cura le diga: ¡Sulung!8 ó esté ya muy lejos. Esto dicen los santos Concilios, y el que no obedezca estará excomulgado.»
—Y ¿cuándo uno monta un carabao?—pregunta un escrupuloso labriego á su vecino.
—¡Entonces... sigue adelante!—contesta éste, que es un casuista.
Pero á pesar de los gritos y gestos del predicador muchos se dormían ó distraían, pues aquellos sermones eran los de siempre y de todos: en vano algunas devotas trataron de suspirar y de lloriquear sobre los pecados de los impíos; tuvieron que desistir de su empresa por falta de socios. La misma hermana Putê pensaba todo lo contrario. Un hombre sentado á su lado se había de tal manera dormido, que se cayó sobre ella, descomponiéndole el hábito: la buena anciana cogió su zueco y á golpes empezó á despertarle, gritando:
—¡Ay! ¡quita salvaje, animal, demonio, carabao, perro, condenado!
Armóse un tumulto, como era consiguiente. Paróse el predicador, enarcó las cejas, sorprendido de tanto escándalo. La indignación ahogó la palabra en su garganta y sólo consiguió berrear, golpeando con sus puños la tribuna. Esto produjo su efecto: la vieja soltó el zueco refunfuñando y, santiguándose repetidas veces, se puso devotamente de rodillas.
—«¡Aaah! ¡aaah!—pudo al fin exclamar el indignado sacerdote, cruzando los brazos y agitando la cabeza; ¡para eso os predico yo aquí toda la mañana, salvajes! Aquí, en la casa de Dios, reñís y decís malas palabras, ¡desvergonzados! ¡Aaaaah! ¡ya no respetáis nada!... ¡Esta es la obra de la lujuria é incontinencia del siglo! ¡Ya lo decía, aaah!
Y sobre este tema siguió predicando por espacio de media hora. El alcalde roncaba, María Clara cabeceaba: la pobrecita no podía resistir el sueño, no teniendo ya ninguna pintura ni imagen que analizar ni en que distraerse. A Ibarra ya no le hacían mella las palabras, ni las alusiones; pensaba ahora en una casita en la cima de un monte y veía á María Clara en un jardín. ¡Que en el fondo del valle se arrastren los hombres en sus miserables pueblos!
El padre Salví había hecho tocar dos veces la campanilla, pero esto era echar leña al fuego: fray Dámaso era terco y prolongó más el sermón. Fray Sibyla se mordía los labios y arreglaba repetidas veces sus anteojos de cristal de roca montados en oro: fray Manuel Martín era el único que parecía escuchar con placer, pues sonreía.
Por fin, dijo Dios basta: el orador se cansó y bajó del púlpito.
Todos se arrodillaron para dar gracias á Dios. El alcalde se restregó los ojos, extendió un brazo como para desperezarse, soltando un ¡ah! profundo y bostezando.
Continuó la misa.
Cuando, al cantar Balbino y Chananay el Incarnatus est, todos se arrodillaban y los sacerdotes bajaban la cabeza, un hombre murmuró al oído de Ibarra: «¡En la ceremonia de la bendición no os alejéis del cura, no descendáis al foso, no os acerquéis á la piedra, que os va la vida en ello!»
Ibarra vió á Elías, que, dicho esto, se perdía entre la muchedumbre.