XXXIV
La comida
Allá bajo el adornado kiosco comían los grandes hombres de la provincia.
El alcalde ocupaba un extremo de la mesa; Ibarra, el otro. A la derecha del joven se sentaba María Clara, y el escribano á su izquierda. Capitán Tiago, el alférez, el gobernadorcillo, los frailes, los empleados y las pocas señoritas que se habían quedado se sentaban, no según el rango, sino según sus aficiones.
La comida era bastante animada y alegre, pero, á la mitad de ella, vino un empleado de telégrafos en busca de Cpn. Tiago, trayendo un parte. Capitán Tiago pide naturalmente permiso para leerlo, y naturalmente todos se lo suplican.
El digno Capitán frunce primero las cejas, después las levanta: su rostro palidece, se ilumina y, doblando precipitadamente el pliego y levantándose:
—¡Señores,—dice azorado,—S. E. el Capitán general viene esta tarde á honrar mi casa!
Y echa á correr llevándose el parte y la servilleta, pero sin sombrero, acosado por exclamaciones y preguntas.
El anuncio de la venida de los tulisanes no habría producido más efecto.
—¡Pero oiga usted!—¿Cuándo viene?—¡Cuéntenos usted!—¡Su Excelencia!
Capitán Tiago ya estaba lejos.
—¡Viene S. E. y se hospeda en casa de Cpn. Tiago!—exclaman algunos sin considerar que allí estaban la hija y el futuro yerno.
—¡La elección no podía ser mejor!—repuso éste.
Los frailes se miran unos á otros; la mirada quería decir: «El Capitán general comete una de las suyas; nos ofende»; piensan así, se callan y nadie expresa su pensamiento.
—Ya me habían hablado de eso ayer,—dice el alcalde,—pero entonces S. E. no estaba aún decidido.
—¿Sabe V. E, señor alcalde, cuánto tiempo piensa el Capitán general quedarse aquí?—pregunta inquieto el alférez.
—Con certeza no; á S. E. le gusta dar sorpresas.
—¡Aquí vienen otros partes!
Eran para el alcalde, el alférez y el gobernadorcillo, anunciando lo mismo: los frailes notan bien que ninguno va dirigido al cura.
—¡S. E. llegará á las cuatro de la tarde, señores!—dice el alcalde solemnemente;—podemos comer con tranquilidad!
Mejor no podía haber dicho Leonidas en las Termópilas: «¡Esta noche cenaremos con Plutón!»
La conversación volvió á tomar su curso ordinario.
—¡Noto la ausencia de nuestro gran predicador!—dice tímidamente uno de los empleados, de aspecto inofensivo, que no había abierto la boca hasta el momento de comer y hablaba ahora por primera vez en toda la mañana.
Todos los que sabían la historia del padre de Crisóstomo hicieron un movimiento y un guiño que querían decir: «¡Ande usted! ¡Al primer tapón zurrapas!» pero algunos más benévolos contestaron:
—Debe usted estar algo cansado...
—¿Qué algo?—exclama el alférez;—rendido debe estar y, como dicen por aquí, malunqueado. ¡Cuidado con la plática!
—¡Un sermón soberbio, gigante!—dice el escribano.
—¡Magnífico, profundo!—añade el corresponsal.
—Para poder hablar tanto, se necesita tener los pulmones que él tiene,—observa el P. Manuel Martín.
El agustino no le concedía más que pulmones.
—Y la facilidad de expresarse,—añade el P. Salví.
—¿Saben ustedes que el señor de Ibarra tiene el mejor cocinero de la provincia?—dice el alcalde cortando la conversación.
—Eso decía, pero su hermosa vecina no quiere honrar la mesa, pues apenas prueba bocado,—repuso uno de los empleados.
María Clara se ruborizó.
—Doy gracias al señor ... se ocupa demasiado de mi persona,—balbuceó tímidamente,—pero...
—Pero que la honra usted bastante con sola su asistencia,—concluyó el galante alcalde, y volviéndose al P. Salví:
—Padre cura,—añadió en voz alta,—noto que todo el día está V. R. callado y pensativo...
—¡El señor alcalde es un terrible observador!—exclama el P. Sibyla en un tono particular.
—Esa es mi costumbre,—balbucea el franciscano;—me gusta más oir que hablar.
—¡V. R. atiende siempre á ganar y no perder!—dice en tono de broma el alférez.
El P. Salví no tomó la cosa á broma: su mirada brilló un momento y replicó:
—¡Ya sabe bien el señor alférez que estos días no soy yo el que más gana ó pierde!
El alférez disimuló el golpe con una falsa risa y no se dió por aludido.
—Pero, señores, yo no comprendo cómo se puede hablar de ganancias ó pérdidas,—interviene el alcalde;—¿qué pensarían de nosotros esas amables y discretas señoritas, que nos honran con su presencia? Para mí, las jóvenes son como las arpas eólicas en medio de la noche: hay que escucharlas y prestar atento oído, para que sus inefables armonías, que elevan al alma á las celestiales esferas de lo infinito y de lo ideal...
—¡V. E. está poetizando!—dice alegremente el escribano, y ambos apuran la copa.
—No puedo menos,—dice el alcalde limpiándose los labios;—la ocasión, si no siempre hace al ladrón, hace al poeta. En mi juventud compuse versos, y por cierto, no malos.
—¡De modo que V. E. ha sido infiel á las musas por seguir á Temis!—dice enfáticamente nuestro mítico ó mitólogo corresponsal.
—¡Psh! ¿qué quiere usted? Recorrer toda la escala social fué siempre mi sueño. Ayer recogía flores y entonaba cantos, hoy empuño la vara de la justicia y sirvo á la humanidad, mañana...
—Mañana arrojará V. E. la vara al fuego para calentarse con ella en el invierno de la vida y tomará una cartera de ministro,—añade el P. Sibyla.
—¡Psh! sí... no... ser ministro no es precisamente mi bello ideal: cualquier advenedizo lo llega á ser. Una villa en el norte para pasar el verano, un hotel en Madrid y unas posesiones en Andalucía para el invierno... ¡Viviremos acordándonos de nuestra querida Filipinas!... De mí no dirá Voltaire: Nous n’avons jamais été chez ces peuples que pour nous y enrichir et pour les calomnier1.
Los empleados creyeron que S. E. había dicho una gracia y se echaron á reir celebrándola; los frailes los imitaron, pues no sabían que Volter era el Voltaïré tantas veces maldecido por ellos y puesto en el infierno. Sin embargo el P. Sibyla lo sabía y se puso serio, suponiendo que el alcalde había dicho una herejía ó impiedad.
En el otro kiosco comían los niños, presididos por su maestro. Para ser chicos filipinos hacían bastante ruido, pues generalmente en la mesa y delante de otras personas pecan más de cortos que de sueltos. Aquel que equivocaba el uso de los cubiertos era corregido por el vecino; de aquí surgía una discusión y ambos encontraban partidarios: quienes optaban por la cuchara, quienes por el tenedor ó el cuchillo, y como no consideraban á nadie como una autoridad, allí se armaba la de Dios es Cristo ó, más claramente, una discusión de teólogos.
Los padres se guiñaban, se codeaban, se hacían señas y en sus sonrisas se podía leer que eran felices.
—¡Ya!—decía una campesina á un viejo que trituraba buyo en su kalíkut2;—por más que mi marido no quiera mi Androy será sacerdote. Somos en verdad pobres, pero ya trabajaremos, y si fuese necesario, pediremos limosna. No falta quien dé dinero para que los pobres puedan ordenarse. ¿No dice el hermano Mateo, hombre que no miente, que el Papa Sixto era un pastor de carabaos en Batangas? ¡Pues mirad á mi Andoy, miradle si no tiene ya la cara de San Vicente!
Y á la buena madre se le hacía agua la boca viendo á su hijo coger el tenedor con ambas manos.
—¡Dios nos ayude!—añade el viejo mascando el sapá;—si Andoy llega á ser papa, nos iremos á Roma, ¡jejé! todavía puedo andar bien. Y si me muero... ¡jejé!
—¡Perded cuidado, abuelo! Andoy no se olvidará de que le habéis enseñado á tejer cestos de caña y dikines3.
—Tienes razón, Petra; yo también creo que tu hijo será gran cosa ... cuando menos patriarca. ¡No he visto otro que en menos tiempo haya aprendido el oficio! Ya, ya se acordará de mí cuando Papa ú obispo se entretenga en hacer cestos para su cocinera. Ya dirá misas por mi alma, ¡jejé!
Y el buen anciano, con esta esperanza, cargó de lleno su kalíkut con mucho buyo.
—Si Dios oye mis ruegos y mis esperanzas se cumplen, diré á Andoy: Hijo, quítanos á todos los pecados y mándanos al cielo. Ya no tendremos necesidad de rezar, ayunar, ni comprar bulas. ¡Quien tiene un hijo santo Papa ya puede cometer pecados!
—Envíale mañana á casa, Petra,—dice entusiasmado el viejo;—le voy á enseñar á labrar el nitô!4
—¡Hum! ¡abá! ¿Qué creéis, abuelo? ¿Pensáis que los curas mueven todavía las manos? ¡El cura, con ser no más que cura, sólo trabaja en la misa... cuando da vueltas! El arzobispo ya no da vueltas, dice la misa sentado; con que el Papa... el Papa la dirá en la cama, con abanico!... ¿Qué os figurábais?
—No está de más, Petra, que él sepa cómo se prepara el nitô. Bueno es que pueda vender salakots y petacas para no tener que pedir limosna, como lo hace aquí todos los años el cura en nombre del Papa. Me da compasión ver un santo pobre y doy siempre lo que economizo.
Acercóse otro campesino diciendo:
—¡Está decidido, cumare, mi hijo ha de ser doctor; no hay como ser doctor!
—¡Doctor! callaos, cumpare5,—contesta la Petra;—¡no hay como ser cura!
—¿Cura? ¡brr! ¿cura? ¡El doctor cobra mucho dinero, los enfermos le veneran, cumare!
—¡Por favor! El cura, con dar tres ó cuatro vueltas, y decir déminos pabiscum, come á Dios y recibe dinero. Todos, hasta las mujeres le cuentan sus secretos!
—Y ¿el doctor? Pues ¿qué creéis que es el doctor? El doctor ve todo lo que tenéis las mujeres, toma el pulso á las dalagas... ¡Yo sólo quisiera ser doctor una semana!
—Y ¿el cura? ¿acaso el cura no ve también lo que vuestro doctor? ¡Y todavía mejor! ya sabéis el refrán: gallina gorda y pierna redonda para el cura.
—¿Pues qué? ¿comen los médicos sardinas secas? ¿se lastiman los dedos comiendo sal?
—¿Se ensucia el cura la mano como vuestros médicos? Para eso tiene grandes haciendas, y cuando trabaja, trabaja con música y le ayudan los sacristanes.
—¿Y el confesar, cumare? ¿No es un trabajo?
—¡Vaya un trabajo! ¡Ya quisierais estar confesando á todo el mundo! Con que trabajamos y sudamos para averiguar qué hacen los hombres y las mujeres, qué nuestros vecinos! El cura no hace más que sentarse, y todo se lo cuentan; á veces se duerme, pero suelta dos ó tres bendiciones y somos otra vez hijos de Dios! ¡Yo quisiera ser cura en una tarde de cuaresma!
—Y ¿el... el predicar? eso no me diréis que no es trabajo. ¡Ved, si no, cómo sudaba esta mañana el cura grande!—objetaba el hombre, que sentía batirse en retirada.
—¿El predicar? ¿Un trabajo el predicar? ¿Dónde tenéis el juicio? ¡Ya quisiera yo estar hablando medio día, desde el púlpito, regañando y riñendo á todos, sin que ninguno se atreva á replicar, y pagándome por ello todavía! ¡Ya quisiera yo ser cura no más que una mañana cuando estén oyendo misa los que me deben! ¡Ved, ved no más al padre Dámaso cómo engorda de tanto reñir y pegar!
En efecto venía el padre Dámaso con el andar de hombre gordo, medio sonriendo, pero de una manera tan maligna, que Ibarra al verle perdió el hilo de su discurso.
El padre Dámaso fué saludado, si bien con cierta extrañeza, con muestras de alegría por todos, menos por Ibarra. Estaban ya en los postres y el champaña espumaba en las copas.
La sonrisa del padre Dámaso se hizo nerviosa cuando vió á María Clara sentada á la derecha de Crisóstomo; pero, tomando una silla al lado del alcalde, preguntó en medio de un silencio significativo:
—¿Se hablaba de algo, señores? ¡continúen ustedes!
—Se brindaba,—contestó el alcalde.—El señor de Ibarra mencionaba á cuantos le habían ayudado en su filantrópica empresa y hablaba del arquitecto, cuando V. R...
—Pues yo no entiendo de arquitectura,—interrumpió el padre Dámaso,—pero me río de los arquitectos y de los bobos que á ellos acuden. Ahí está: yo tracé el plano de esa iglesia, y está construída perfectamente: así me lo dijo un joyero inglés que se hospedó un día en el convento. ¡Para trazar un plano basta tener dos dedos de frente!
—Sin embargo,—repuso el alcalde viendo que Ibarra se callaba,—cuando ya se trata de ciertos edificios, por ejemplo, como esta escuela, necesitamos un perito!...
—¡Qué perito ni qué peritas!—exclama con burla el padre Dámaso.—¡Quien necesite de peritos es un perrito! ¡Hay que ser más bruto que los indios, que se levantan sus propias casas, para no saber hacer construir cuatro paredes y ponerles un tapanco encima, que es todo una escuela!
Todos miraron hacia Ibarra, pero éste, si bien se puso pálido, siguió como conversando con María Clara.
—Pero considere V. R...
—Vea usted,—continúa el franciscano no dejando hablar al Alcalde,—vea V. cómo un lego nuestro, el más bruto que tenemos, ha construído un hospital bueno, bonito y barato. Hacía trabajar bien y no pagaba más que ocho cuartos diarios á los que tenían aún que venir de otros pueblos. Ese sabía tratarlos, no como chiflados y mesticillos, que los echan á perder pagándoles tres ó cuatro reales.
—¿Dice V. R. que sólo pagaba ocho cuartos? ¡Imposible!—dice el alcalde para cambiar el curso de la conversación.
—Sí, señor, y eso debían imitar los que se precian de buenos españoles. Ya se ve, desde que el canal de Suez se ha abierto, la corrupción ha venido acá. ¡Antes, cuando teníamos que doblar el Cabo, ni venían tantos perdidos, ni iban allá otros á perderse!
—Pero ¡padre Dámaso!...
—Usted ya conoce lo que es el indio: tan pronto como aprende algo, la echa de doctor. Todos esos mocosos que se van á Europa...
—Pero ¡oiga V. R...!—interrumpía el alcalde, que se inquietaba por lo agresivo de aquellas palabras.
—Todos van á acabar como merecen,—continúa el fraile; la mano de Dios se ve en medio, se necesita estar ciego para no verlo. Ya en esta vida reciben el castigo los padres de semejantes víboras... se mueren en la cárcel ¡je je! como si dijéramos, no tienen donde...
Pero no concluyó la frase. Ibarra, lívido, le había estado siguiendo con la vista; al oir la alusión á su padre, se levantó y de un salto, dejó caer su robusta mano sobre la cabeza del sacerdote, que cayó de espaldas atontado.
Llenos de sorpresa y terror, ninguno se atrevió á intervenir.
—¡Lejos!—gritó el joven con voz terrible,—y extendió su mano á un afilado cuchillo mientras sujetaba con el pie el cuello del fraile, que volvía de su atolondramiento;—¡el que no quiera morir que no se acerque!
Ibarra estaba fuera de sí: su cuerpo temblaba, sus ojos giraban en sus órbitas amenazadores. Fray Dámaso, haciendo un esfuerzo, se levantó, pero él, cogiéndole del cuello le sacudió hasta ponerle de rodillas y doblarle.
—¡Señor de Ibarra! ¡Señor de Ibarra!—balbucearon algunos.
Pero ninguno, ni el mismo alférez, se atrevía á acercarse viendo el cuchillo brillar, calculando la fuerza y el estado de ánimo del joven. Todos se sentían paralizados.
—¡Vosotros, ahí! vosotros os habéis callado, ahora me toca á mí. Yo lo he evitado. Dios me lo trae, ¡juzgue Dios!
El joven respiraba trabajosamente, pero con brazo de hierro seguía sujetando al franciscano, que en vano pugnaba por desasirse.
—Mi corazón late tranquilo, mi mano va segura...
Y mirando al rededor suyo:—Antes, ¿hay entre vosotros alguno, alguno que no haya amado á su padre, que haya odiado su memoria, alguno nacido en la vergüenza y la humillación?... ¿Ves? ¿oyes ese silencio? Sacerdote de un Dios de paz, que tienes la boca llena de santidad y religión, y el corazón de miserias, tú no debiste conocer lo que es un padre... ¡hubieras pensado en el tuyo! ¿Ves? ¡Entre esa multitud que tú desprecias no hay uno como tú! ¡Estás juzgado!
La gente que le rodeaba, creyendo que iba á cometer un asesinato, hizo un movimiento.
—¡Lejos!—volvió á gritar con voz amenazadora;—¡qué! ¿teméis que manche mi mano en sangre impura? ¿No os he dicho que mi corazón late tranquilo? ¡Lejos de nosotros! ¡Oid, sacerdotes, jueces, que os creeis otros hombres y os atribuís otros derechos! Mi padre era un hombre honrado; preguntadlo á ese pueblo que venera su memoria. Mi padre era un buen ciudadano: se ha sacrificado por mí y por el bien de su país. ¡Su casa estaba abierta, su mesa dispuesta para el extranjero ó el desterrado que acudía á él en su miseria! Era buen cristiano: ha hecho siempre el bien y jamás oprimió al desvalido, ni acongojó al miserable... A éste le ha abierto las puertas de su casa, le ha hecho sentarse en su mesa y le ha llamado su amigo. ¿Cómo ha correspondido? Le ha calumniado, perseguido, ha armado contra él á la ignorancia, valiéndose de la santidad de su cargo; ha ultrajado su tumba, deshonrado su memoria y le ha perseguido en el mismo reposo de la muerte. Y, no contento con esto, ¡persigue al hijo ahora! Yo le he huído, he evitado su presencia... Vosotros le oisteis esta mañana profanar el púlpito, señalarme al fanatismo popular, y yo me he callado. Ahora viene aquí á buscarme querella; he sufrido en silencio con sorpresa vuestra; pero insulta de nuevo la memoria más sagrada para todos los hijos... Vosotros los que estáis aquí, sacerdotes, jueces, ¿vísteis á vuestro anciano padre desyelarse trabajando para vosotros, separarse de vosotros para vuestro bien, morir de tristeza en una prisión, suspirando por poderos abrazar, buscando un sér que le consuele, solo, enfermo, mientras vosotros en el extranjero?... ¿Oisteis después deshonrar su nombre, hallasteis su tumba vacía cuando quisisteis orar sobre ella? ¿No? ¡Os calláis, luego le condenáis!
Levantó el brazo; pero una joven, rápida como la luz, se puso en medio y con sus delicadas manos detuvo el brazo vengador: era María Clara.
Ibarra la miró con una mirada que parecía reflejar la locura. Poco á poco se aflojaron los crispados dedos de sus manos dejando caer el cuerpo del franciscano y el cuchillo, y cubriéndose la cara huyó al través de la multitud.